Capítulo
13
H
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abía sido un día
muy largo, y Dolores Menguada estaba tensa como la cuerda de un piano. Se
convenció a sí misma de que había hecho las cosas como Covadonga hubiese
querido. Había atendido con eficiencia y profesionalidad a los servicios de
información territoriales y a las fuerzas policiales.
Jamás
se le hubiese pasado por la cabeza que nadie se hubiera atrevido a atentar
contra ella en su misma casa, en la habitación en la que había decidido pasar
el resto de sus días. Y para colmo de males el muy canalla lo había hecho a
plena luz del día; sin importarle para nada que le viesen u oyesen. No había
logrado acabar con la vida de la anciana, o al menos no de momento; pero su
intención no podía ser más evidente.
Nunca
entendería como alguien podía llegar a matar a una persona para robarle un
simple escapulario.
Todavía
estaba en estado de shock; así que se sirvió una generosa ración de pacharán.
Siempre tenía a mano una botella en su oficina para momentos muy puntuales. Con
el primer trago se sintió mejor, y alejó un poco de su memoria el rostro de su
mentora. Cuando los servicios de emergencia la trasladaban a la ambulancia lo
primero que le había llamado la atención a Dolores había sido la expresión de paz
y felicidad que adornaba el rostro de la anciana. Daba la impresión de que la
acción de su asesino la había colmado de tranquilidad en lugar de asustarla.
Pulsó
uno de los botones de la consola de su mesa de trabajo y se sirvió otra buena
ración de licor. Al momento le respondió la voz de Mónica, una de las
secretarias.
—Dígame,
señora directora...
—¿Se
han ido ya los policías y los periodistas?
Una
de las cosas que más la había desquiciado era la presencia de esos
“metomentodo” acribillándola a preguntas.
—Así
es, señora… El último coche ha salido hace apenas dos minutos. ¿Quiere que les
llame de nuevo?
—No,
Mónica; solo quería saber si hemos vuelto a la normalidad.
No
había nada en el mundo que alterase más a Dolores Menguada que sacarla de su
rutina diaria. Solamente se encontraba cómoda dentro de su estricta forma de
vida. Todo su mundo se regía en función de horarios, protocolos, calendarios,
actividades planificadas con antelación… Llevaba todo el día alterada, en parte
porque había sido agredida emocionalmente; pero sobre todo porque un enjambre
de intrusos se había dedicado a husmear en su pequeño feudo. Tomó otro sorbo
del licor de endrinas, y se sintió reconfortada por el leve mareo que empezó a
experimentar. Volvió a pulsar el mismo botón en la consola.
—Mónica…
—Sí...
dígame, señora directora…
—Localice
por favor al señor Paco Estursa… dígale que le espero en mi despacho.
—Sí,
señora…
Todos
los trabajadores llevaban encima un pequeño walkie-talkie
con el doble propósito de estar localizables en todo momento y de poder
solicitar auxilio desde cualquier rincón del centro. En alguna de las estancias
no había cobertura de telefonía móvil; pero la señal de radio se recibía sin
ningún tipo de interferencia. Dolores guardó el frasco de pacharán en uno de
los cajones del escritorio y pulverizó un poco de ambientador en la estancia.
No quería que nadie se enterase de su pequeña adicción. Se entretuvo ojeando
los informes que le había dejado la policía. Al cabo de unos minutos alguien
golpeó con suavidad la puerta de su despacho.
—¿Da
usted su permiso, señora directora?
Un
afligido Paco asomaba su cabeza por el minúsculo hueco. Pese a ser joven (en su
ficha constaba que no había cumplido aún los treinta años) era el desafortunado
poseedor de una cabeza pelona, ausente por completo de cabello. El suyo parecía
ser uno de esos casos de alopecia juvenil desmesurada. El invierno pasado había
cambiado el reglamento interno del centro para poder permitirle llevar una
gorra de lana como complemento a su uniforme de auxiliar porque el pobre
infeliz se moría de frío cada vez que salía al exterior.
Le
había caído bien porque tenía una mirada limpia e inocente; y una cara de
pillastre que le recordaba a uno de sus antiguos amores de instituto. En esta
ocasión la mirada del asistente no hacía gala de esa energía habitual. Era
evidente que había llorado, porque tenía los ojos enrojecidos como los de un
pinche de cocina especializado en picar cebolla. Dolores le hizo pasar con un
gesto que aparentaba indiferencia. Era un gesto que tenía muy bien ensayado.
—Pase
usted por favor, Paco… hay unas cosas que quería aclarar con usted.
—A
su disposición, como siempre, señora…
Paco
parecía tener bien aprendido el guion a seguir con la señora Menguada. Bajó la
mirada a la espera de instrucciones.
—Bien,
Paco... Quiero que me explique de nuevo su versión del asalto a sor Covadonga.
Hábleme con franqueza y no me oculte nada…
A
Paco no se le escapó la marcada intención de sus últimas palabras. Comprendió
que la directora guardaba algún as en la manga, porque ese “no me oculte nada”
parecía encerrar algún tipo de velada amenaza. Se puso en guardia.
—Bueno...
Como ya le expliqué a usted y luego a la policía fue todo muy rápido… Hoy por
la mañana la señora se levantó de buen humor, aunque parecía extremadamente
cansada. Seguimos la rutina habitual: la ayudé a asearse a primera hora de la
mañana, y la acompañé a la capilla para las oraciones de la mañana. Cuando
acabamos de rezar, a eso de las 9:30 h. Aproximadamente, fuimos a desayunar.
Desayunó con buen apetito, y me dijo que la acompañase a su habitación. Estuvo
en su habitación hasta mediodía, que fue cuando recibió la visita de esa pareja
tan agradable y educada. Me pidió que la acompañase a la capilla, donde nos
esperaba usted con la chica. Después de media hora aproximadamente salió, pero
ya no era la misma. Arrastraba los pies con pesar; parecía haberse quedado sin
fuerzas. La subí a su habitación con la silla de ruedas, porque estaba tan
débil que no podía ni dar un paso. Me dijo que necesitaba meditar; dándome
instrucciones de que la dejase descansar hasta la hora de comer. Yo me fui a
hacer tiempo y aproveché para cambiarme de ropa, porque habíamos llegado
empapados. Estuve en mi habitación hasta que unos ruidos extraños me empujaron a
volver y…
—Espere,
Paco… ¿Estaba usted solo o acompañado en su habitación?
La
pregunta parecía haber cogido desprevenido al celador, porque se quedó
sorprendido sopesando su respuesta. El reglamento interior del centro tenía
estrictamente prohibidos los encuentros entre trabajadores en las dependencias
destinadas al descanso. Se trataba con ello de impedir en la medida de lo
posible encuentros fortuitos que menoscabasen la estricta moral del centro.
—Estaba
acompañado, señora… —bajó los ojos con sumisión, siendo perfectamente
consciente de que Dolores Menguada acababa de apresarle con sus inclementes
fauces.
—Sé
que va contra las normas, señora; pero usted sabe que a doña Covadonga yo la
quiero como a una madre. Nunca me alejo de ella más de lo necesario y mi
habitación está pared con pared con la suya…
—Paco…
Una cosa no tiene que ver con la otra. Su comportamiento es motivo de
expulsión; atenta contra las normas del centro. En su caso voy a hacer una
excepción porque la propia señora Piamonte me pidió hace tiempo que le liberase
a usted de todas las reglas internas. Como usted bien sabe no se trata de una
residente normal. Solo en atención a sus instrucciones pasaré por alto esta
desatención a las normas; pero en lo sucesivo le pido por favor que no lo vuelva
a hacer. No quiero que vuelva a tener ningún encuentro privado con nadie a no
ser que lo haga en las zonas comunes a la vista de todo el personal. ¿Lo ha
entendido?
—Por
supuesto, señora. Muchas gracias.
Paco
recordó la charla que había tenido hacía meses con la anciana. Ella había sido
capaz de darse cuenta de que estaba enamorado solo con observar su
comportamiento. Le había asombrado cómo una persona tan alejada supuestamente
del mundo emocional había sido capaz de leerle el alma con tanta facilidad. Ese
mismo día se había sincerado con ella y le había confesado que sentía una
atracción irresistible hacia Chema, uno de los cocineros del centro. Se trataba
sin duda de un amor doblemente prohibido. Por un lado estaban las normas
morales propias de los hombres y por otra la prohibición común a hombres y
mujeres de relacionarse dentro del centro.
Había
empezado por sorpresa, como una amistad profunda y sincera; pero poco a poco la
proximidad había fomentado una especie de relación amoral y secreta que llevaban
a cabo en la más absoluta clandestinidad. Nunca le habían gustado los hombres,
y en su adolescencia había sentido un desprecio enfermizo por los homosexuales;
pero con el tiempo había acabado siendo víctima de sus propias fobias.
La
señora Piamonte se había mostrado comprensiva con él, aconsejándole que se
cuidase de hacer público su comportamiento. Aseguraba haberse divertido y haber
sufrido en el pasado, asistiendo en respetuoso silencio al desarrollo de
innumerables historias de amor prohibidas y reprimidas. Quizás incluso
—pensaba— hubiese sentido su protectora en el pasado en sus propias carnes ese
fuego devorador; esa llamada perversa y amoral.
Ella
era la que le había animado a dar rienda suelta a sus emociones, porque
afirmaba que nadie tenía derecho a negarle el amor a otra persona, y Paco
estaba de acuerdo en ese punto al ciento por ciento. Su amor podría ser
silenciado; pero nadie podría obligarle a dejar de amar. Es la doble trampa de
los sentimientos; que eres víctima y verdugo; te poseen indomables y toman
posesión de todo tu cuerpo y tu alma, insensibles al consejo y a la coacción,
libres, incontenibles, etéreos.
Desde
aquel día la anciana se había convertido en su confidente, y juntos conspiraban
haciendo posibles algunos encuentros prohibidos. Esa proximidad había creado
unos lazos de confianza entre él y la anciana muy semejantes a los de una madre
y un hijo. Nadie sentiría la pérdida de esa señora más que él, porque lo cierto
es que la había llegado a querer más de lo que nunca admitiría ante nadie. El
sentimiento de culpabilidad llevaba martirizándola todo el día; y solamente le
faltaba que la directora insinuase que su falta de celo hubiera sido el
desencadenante de los acontecimientos. La directora aún no parecía haber
acabado:
—Una
cosa más… Usted llegó a verle la cara al asaltante de la señora Piamonte y sin
embargo a usted no le atacó, pese al evidente riesgo de que le reconociese…
—Señora,
no me gusta lo que está usted insinuando… nadie lamenta lo sucedido más que yo,
se lo puedo asegurar… Lo único que puedo decirle es que el asaltante parecía
confuso y asustado. Yo creo que había venido con el propósito de robar y se le
fue de las manos; porque se diría que estaba aterrorizado.
—Le
creo, Paco, le creo… La señora Piamonte siempre le ha defendido y para mí no
puede haber mayor garantía. Su integridad para con ella está fuera de toda
duda, no se equivoque; lo que pasa es que hay algo que no me encaja en todo
esto. Es todo muy extraño. Puede usted retirarse, señor Estursa…
—Con
su permiso, señora…
Una
vez hubo salido por la puerta, Dolores sacó un pequeño cofre de uno de los
cajones de su escritorio. Rebuscó entre recortes de prensa, fotos antiguas y
certificados hasta que dio con lo que buscaba. Un sobre corriente tamaño Din A4
doblado por la mitad. Estaba manuscrito con una cuidada caligrafía; una
caligrafía de trazos muy, muy antiguos. En el sobre estaba escrito: “Mis
últimas voluntades. Ana María Tudela y Montes de Iruña”. Hacía meses que estaba
redactado; y uno de los mejores notarios de Pamplona había venido ex profeso
para dar fe de su veracidad y su contenido. la apertura de ese sobre era en ese
momento uno de los mayores miedos de Dolores. Nunca estaría preparada para
decirle adiós a esa mujer a la que quería como a una madre. Lo volvió a guardar
con celo; mientras la vista se le nublaba por la humedad. Volvió a sacar la
botella de pacharán de su escondite. Esa tarde se la tomaría libre; su lugar
estaba al lado de su mentora, en el hospital. El centro espiritual podría
arreglárselas sin ella perfectamente.
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