Capítulo
6
E
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ra noche cerrada
ya cuando Covadonga Piamonte decidió irse por fin a la cama. Había sido un día
largo y cargado de emociones. Aún no sabía de dónde había sacado fuerzas para
escribir las dos cartas que había mandado la semana pasada; pero sus
consecuencias no se habían hecho esperar. La primera de ellas había culminado
con la visita de ese hombre que tantas heridas le había vuelto a abrir en el
corazón. Todavía quedaba por determinar si su segunda carta había llegado a su
destinataria. Esperaba que Dios y la Virgen le diesen las fuerzas necesarias
para llevar a término su acto último de contrición. Eran muchas las cargas que
su alma soportaba, y para alcanzar el perdón de los pecados sentía cada vez más
necesario descargarse de los sentimientos de culpa que le impedían el sueño
noche tras noche. No había penitencia mayor que sentirse culpable de un agravio
irreparable. Estaba a punto de despedir a su enfermero cuando unos toquecitos
muy suaves en la puerta la sobresaltaron.
—¿Da
usted su permiso?
La
directora Dolores Menguada había formulado su petición con un susurro, adoptando
una postura de humildad que muy pocos tenían la ocasión de conocer.
—Siempre,
Dolores, hija mía... Ven, siéntate a mi lado, por favor —con unas leves
palmaditas golpeó un hueco vacío en su propio lecho.
—Paco…
¿Podrías dejarnos solas, por favor? Yo me ocupo a partir de ahora. Puedes irte
a cenar. He dejado instrucciones a la cocinera para que te prepare lo que tú
creas conveniente.
—Por
supuesto… que tenga buenas noches, señora Piamonte. Con su permiso, señora
directora…
Cuando
los pasos de Paco se perdieron al fondo del pasillo Dolores apresó una de las
manos de la anciana sentándose en el borde de la cama a su lado. La miró a los
ojos como una hija miraría a una madre a sabiendas de que está pasando por un
momento difícil en su vida. Se armó de valor y comenzó:
—Ha
venido otra visita para usted hoy, señora… Un hombre y una mujer bastante
jóvenes. El hombre decía llamarse Balagar e insistió en que usted se había
puesto en contacto con ellos. Supuse que por hoy ya había sufrido demasiadas
emociones, y les he dicho que vuelvan mañana después del almuerzo. Espero haber
tomado la decisión acertada.
—Tú
siempre tomas las decisiones acertadas, mi niña… Ella ha debido de venir con su
novio, supongo… no me esperaba esto; pero en fin... —añadió hablando para sí—. Hazlos
pasar mañana, por favor. Es la visita que llevo esperando todos estos años…
Demasiados años ya…
Sus
ojos parecieron mirar hacia un punto impreciso, invadidos por un tremendo
vacío. Dolores comprendió que estaba viajando hacia alguno de esos lugares que
uno cree ya olvidados para siempre en el más oscuro de los recovecos de la
mente. Transcurridos unos segundos la anciana pareció recobrar el sentido.
—Dolores
—dijo con voz ahogada—. ¿Recuerdas el día que te confesé quiénes eran realmente
tus padres?
—¿Usted
cree que podría olvidarlo? —una lágrima asomó a los ojos de la curtida
directora—. Gracias a usted pude disfrutar de sus últimos años y rellenar los
huecos que había en mi vida. Le debo los últimos años de vida de mis padres, y
sabe que le estaré eternamente agradecida por ello…
—Lo
sé, hija mía, lo sé… El caso es que tú no fuiste ni el primero ni el último
bebé entregado en adopción en aquellos años tan inciertos…
Dolores
se quedó callada, recordando como si fuese ese mismo instante la noche en la
que sor apertura le había contado sus orígenes. La misma monja había decidido
que la llamasen así en honor a su decisión de tender un puente hacia el
reencuentro de personas forzadas a alejarse en el pasado. Corría el año 1939, y
la Guerra Civil Española estaba llegando a su recta final. Su madre se había
quedado embarazada a finales de abril, coincidiendo con el fin de la guerra. Su
marido había sido un militar de carrera que había tomado partido por el bando
equivocado (o al menos así se lo habían hecho saber a él en el momento de la
firma de la paz).
Eran
tiempos muy difíciles para los vencidos. El propio general Franco había
augurado el caos que sucedería a partir de esos momentos al afirmar que “no había llegado la paz, sino la victoria”.
Una muestra de ello era que su padre había sido enviado a los batallones de
trabajos forzados que operaban entre Navarra y el Pirineo occidental.
Una
de las obsesiones de Franco una vez pacificado el territorio nacional había
sido la creación de una línea defensiva impresionante que partiese del
Mediterráneo y llegase hasta Francia, ya que en el gobierno de De Gaulle había
muchos partidarios de atacar España para impedir que se convirtiese en un feudo
fascista. Aprovechando que los Pirineos le brindaban esa defensa natural el
caudillo había decidido construir una serie de fortificaciones que se
extenderían por terrenos montañosos a lo largo de más de 500 km. Esa barrera
fue llamada “línea P” (Línea Pirenaica).
Su
función era impedir el exilio hacia Francia de personas no afines al régimen,
aparte de disuadir los posibles intentos de invasión de los aliados o de los
mismísimos alemanes; de los que Franco parecía no fiarse demasiado. La mayor
carga de trabajo de esas construcciones (la mayoría de las veces en condiciones
infrahumanas) recaía en batallones de presos políticos.
En
enero de 1940 su madre se había puesto de parto en un pueblo de Asturias
llamado Lugás. Vivía en la más absoluta de las miserias en casa de sus padres,
puesto que la paga militar de su marido estaba “en trámite”. Era algo habitual;
y en muchas de las ocasiones nunca se les llegaba a reconocer derecho a paga
alguna por haber sido destruidos muchos documentos de la República vencida.
Muchos perdedores de la contienda preferían estar indocumentados que
arriesgarse a las posibles represalias de la Guardia Civil.
El
parto se había complicado, porque el bebé parecía no estar encajado
correctamente. Llamaron al médico del pueblo, pero al tratarse de una mujer
marcada con el estigma “de la izquierda” (y lógicamente sin recursos
económicos) el médico de la zona renunció a prestarle la asistencia requerida.
Indignados y con la determinación de los que no tienen otra salida sus abuelos
la habían llevado en un carro tirado por una vaca hasta un sanatorio gestionado
por monjas en Gijón.
Allí
habían asistido a su madre en el parto; pero lamentablemente el bebé había
nacido muerto, o al menos así constaba en los documentos oficiales.
En
realidad ese bebé había nacido perfectamente, pero era una práctica bastante
habitual que los hijos de los represaliados “fallecieran” misteriosamente a las
pocas horas de nacer. Su madre la había dado por muerta y llorado desde el
mismo día de su alumbramiento, hasta que sor Covadonga la hizo llamar para
contarle toda la verdad.
Pese
a haber sido criada en una casa donde nunca le había faltado de nada Dolores
siempre se había sentido extraña, porque no guardaba ningún parecido físico con
sus “progenitores”. Todavía recordaba la sensación de paz que había sentido
cuando su anciana madre la había abrazado envuelta en temblores y sollozos.
Los
lazos entre padres e hijos habían de ser intangibles. No le cabía ninguna duda.
Aún tenía grabada en la retina la imagen de su envejecido padre, sentado en su
silla de ruedas llorando al poder hacer realidad su malogrado sueño de saber
viva a su hija. Les habían robado los mejores años de su vida, pero aún así
habían podido vivir juntos y construir recuerdos como la familia que nunca
habían podido ser. Sus padres de adopción lo habían entendido perfectamente, y
aún se reunían todos al menos una vez al mes. Habían vencido todas las barreras
ideológicas y sentimentales; les había hecho más fuertes como familia. Todo eso
se lo debían a sor Covadonga.
—Nadie
debería de pasar por una experiencia como esa… —afirmó Dolores abrazando a la
vieja monja.
—Pues
no, hija mía… eran otros tiempos… otras circunstancias… —la anciana le pasó una
mano por la cabeza con gesto maternal; y Dolores se dejó hacer entrecerrando
los ojos placenteramente—. En el sanatorio estábamos obligadas a pasar informes
diarios de nuestras actividades. Los militares y los políticos decidían por
nosotras. Hasta el mismísimo obispo debía acatar sus decisiones. No teníamos
libertad de elección. Estábamos obligadas, Dolores…
—¡Cuánto
daño se podía haber evitado…! —la anciana bajó la cabeza con la mirada perdida
de nuevo.
—Gracias
a usted aún no es tarde para muchos de nosotros, señora… Es el soplo de vida
que muchas personas necesitábamos. No es tarde, madre mía; no es tarde aún para
ellos…
—¿Y
si me equivoco? No es justo destruir todo su mundo. Puede que sean felices con
su actual realidad. Por querer darles vida les estaría dando tormento… Ya han
rehecho su vida y olvidado aquellos trágicos años. No se merecen volver a
sufrir… —La anciana ladeó la cabeza alternativamente hacia uno y otro lado,
como negándose a sí misma—. No sé si tendré las fuerzas suficientes, Dolores…
—Madre…
recordar puede ser cruel en ocasiones; pero yo creo que Dios le tiene esta
misión encomendada. Usted tiene en sus manos el bálsamo de muchas heridas.
Separar a los hijos de sus madres va contra natura, es una aberración…
—A
veces el hombre es más cruel que el más cruel de los animales, hija mía… No
debería haberlo consentido jamás…
—No
se torture más, madre… Necesita descansar. Mañana será otro día. Necesita
reponer fuerzas. Buenas noches… —añadió mientras la ayudaba a acostarse en la
cama—. Le diré a Paco que no la moleste hasta la hora del desayuno.
—Buenas
noches, cielo… que Dios te acompañe.
Con
un tierno beso en la frente de la anciana, la directora Dolores Menguada salió
de la habitación, ignorando que unos oscuros ojos negros las habían estado
espiando desde el balcón. Con suavidad cerró la puerta, taconeando con energía
mientras se alejaba para dar las órdenes a los turnos de noche.
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