sábado, 14 de noviembre de 2015

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 6





Capítulo
6

E
ra noche cerrada ya cuando Covadonga Piamonte decidió irse por fin a la cama. Había sido un día largo y cargado de emociones. Aún no sabía de dónde había sacado fuerzas para escribir las dos cartas que había mandado la semana pasada; pero sus consecuencias no se habían hecho esperar. La primera de ellas había culminado con la visita de ese hombre que tantas heridas le había vuelto a abrir en el corazón. Todavía quedaba por determinar si su segunda carta había llegado a su destinataria. Esperaba que Dios y la Virgen le diesen las fuerzas necesarias para llevar a término su acto último de contrición. Eran muchas las cargas que su alma soportaba, y para alcanzar el perdón de los pecados sentía cada vez más necesario descargarse de los sentimientos de culpa que le impedían el sueño noche tras noche. No había penitencia mayor que sentirse culpable de un agravio irreparable. Estaba a punto de despedir a su enfermero cuando unos toquecitos muy suaves en la puerta la sobresaltaron.
—¿Da usted su permiso?
La directora Dolores Menguada había formulado su petición con un susurro, adoptando una postura de humildad que muy pocos tenían la ocasión de conocer.
—Siempre, Dolores, hija mía... Ven, siéntate a mi lado, por favor —con unas leves palmaditas golpeó un hueco vacío en su propio lecho.
—Paco… ¿Podrías dejarnos solas, por favor? Yo me ocupo a partir de ahora. Puedes irte a cenar. He dejado instrucciones a la cocinera para que te prepare lo que tú creas conveniente.
—Por supuesto… que tenga buenas noches, señora Piamonte. Con su permiso, señora directora…
Cuando los pasos de Paco se perdieron al fondo del pasillo Dolores apresó una de las manos de la anciana sentándose en el borde de la cama a su lado. La miró a los ojos como una hija miraría a una madre a sabiendas de que está pasando por un momento difícil en su vida. Se armó de valor y comenzó:
—Ha venido otra visita para usted hoy, señora… Un hombre y una mujer bastante jóvenes. El hombre decía llamarse Balagar e insistió en que usted se había puesto en contacto con ellos. Supuse que por hoy ya había sufrido demasiadas emociones, y les he dicho que vuelvan mañana después del almuerzo. Espero haber tomado la decisión acertada.
—Tú siempre tomas las decisiones acertadas, mi niña… Ella ha debido de venir con su novio, supongo… no me esperaba esto; pero en fin... —añadió hablando para sí—. Hazlos pasar mañana, por favor. Es la visita que llevo esperando todos estos años… Demasiados años ya…
Sus ojos parecieron mirar hacia un punto impreciso, invadidos por un tremendo vacío. Dolores comprendió que estaba viajando hacia alguno de esos lugares que uno cree ya olvidados para siempre en el más oscuro de los recovecos de la mente. Transcurridos unos segundos la anciana pareció recobrar el sentido.
—Dolores —dijo con voz ahogada—. ¿Recuerdas el día que te confesé quiénes eran realmente tus padres?
—¿Usted cree que podría olvidarlo? —una lágrima asomó a los ojos de la curtida directora—. Gracias a usted pude disfrutar de sus últimos años y rellenar los huecos que había en mi vida. Le debo los últimos años de vida de mis padres, y sabe que le estaré eternamente agradecida por ello…
—Lo sé, hija mía, lo sé… El caso es que tú no fuiste ni el primero ni el último bebé entregado en adopción en aquellos años tan inciertos…
Dolores se quedó callada, recordando como si fuese ese mismo instante la noche en la que sor apertura le había contado sus orígenes. La misma monja había decidido que la llamasen así en honor a su decisión de tender un puente hacia el reencuentro de personas forzadas a alejarse en el pasado. Corría el año 1939, y la Guerra Civil Española estaba llegando a su recta final. Su madre se había quedado embarazada a finales de abril, coincidiendo con el fin de la guerra. Su marido había sido un militar de carrera que había tomado partido por el bando equivocado (o al menos así se lo habían hecho saber a él en el momento de la firma de la paz).
Eran tiempos muy difíciles para los vencidos. El propio general Franco había augurado el caos que sucedería a partir de esos momentos al afirmar que “no había llegado la paz, sino la victoria”. Una muestra de ello era que su padre había sido enviado a los batallones de trabajos forzados que operaban entre Navarra y el Pirineo occidental.
Una de las obsesiones de Franco una vez pacificado el territorio nacional había sido la creación de una línea defensiva impresionante que partiese del Mediterráneo y llegase hasta Francia, ya que en el gobierno de De Gaulle había muchos partidarios de atacar España para impedir que se convirtiese en un feudo fascista. Aprovechando que los Pirineos le brindaban esa defensa natural el caudillo había decidido construir una serie de fortificaciones que se extenderían por terrenos montañosos a lo largo de más de 500 km. Esa barrera fue llamada “línea P” (Línea Pirenaica).
Su función era impedir el exilio hacia Francia de personas no afines al régimen, aparte de disuadir los posibles intentos de invasión de los aliados o de los mismísimos alemanes; de los que Franco parecía no fiarse demasiado. La mayor carga de trabajo de esas construcciones (la mayoría de las veces en condiciones infrahumanas) recaía en batallones de presos políticos.
En enero de 1940 su madre se había puesto de parto en un pueblo de Asturias llamado Lugás. Vivía en la más absoluta de las miserias en casa de sus padres, puesto que la paga militar de su marido estaba “en trámite”. Era algo habitual; y en muchas de las ocasiones nunca se les llegaba a reconocer derecho a paga alguna por haber sido destruidos muchos documentos de la República vencida. Muchos perdedores de la contienda preferían estar indocumentados que arriesgarse a las posibles represalias de la Guardia Civil.
El parto se había complicado, porque el bebé parecía no estar encajado correctamente. Llamaron al médico del pueblo, pero al tratarse de una mujer marcada con el estigma “de la izquierda” (y lógicamente sin recursos económicos) el médico de la zona renunció a prestarle la asistencia requerida. Indignados y con la determinación de los que no tienen otra salida sus abuelos la habían llevado en un carro tirado por una vaca hasta un sanatorio gestionado por monjas en Gijón.
Allí habían asistido a su madre en el parto; pero lamentablemente el bebé había nacido muerto, o al menos así constaba en los documentos oficiales.
En realidad ese bebé había nacido perfectamente, pero era una práctica bastante habitual que los hijos de los represaliados “fallecieran” misteriosamente a las pocas horas de nacer. Su madre la había dado por muerta y llorado desde el mismo día de su alumbramiento, hasta que sor Covadonga la hizo llamar para contarle toda la verdad.
Pese a haber sido criada en una casa donde nunca le había faltado de nada Dolores siempre se había sentido extraña, porque no guardaba ningún parecido físico con sus “progenitores”. Todavía recordaba la sensación de paz que había sentido cuando su anciana madre la había abrazado envuelta en temblores y sollozos.
Los lazos entre padres e hijos habían de ser intangibles. No le cabía ninguna duda. Aún tenía grabada en la retina la imagen de su envejecido padre, sentado en su silla de ruedas llorando al poder hacer realidad su malogrado sueño de saber viva a su hija. Les habían robado los mejores años de su vida, pero aún así habían podido vivir juntos y construir recuerdos como la familia que nunca habían podido ser. Sus padres de adopción lo habían entendido perfectamente, y aún se reunían todos al menos una vez al mes. Habían vencido todas las barreras ideológicas y sentimentales; les había hecho más fuertes como familia. Todo eso se lo debían a sor Covadonga.
—Nadie debería de pasar por una experiencia como esa… —afirmó Dolores abrazando a la vieja monja.
—Pues no, hija mía… eran otros tiempos… otras circunstancias… —la anciana le pasó una mano por la cabeza con gesto maternal; y Dolores se dejó hacer entrecerrando los ojos placenteramente—. En el sanatorio estábamos obligadas a pasar informes diarios de nuestras actividades. Los militares y los políticos decidían por nosotras. Hasta el mismísimo obispo debía acatar sus decisiones. No teníamos libertad de elección. Estábamos obligadas, Dolores…
—¡Cuánto daño se podía haber evitado…! —la anciana bajó la cabeza con la mirada perdida de nuevo.
—Gracias a usted aún no es tarde para muchos de nosotros, señora… Es el soplo de vida que muchas personas necesitábamos. No es tarde, madre mía; no es tarde aún para ellos…
—¿Y si me equivoco? No es justo destruir todo su mundo. Puede que sean felices con su actual realidad. Por querer darles vida les estaría dando tormento… Ya han rehecho su vida y olvidado aquellos trágicos años. No se merecen volver a sufrir… —La anciana ladeó la cabeza alternativamente hacia uno y otro lado, como negándose a sí misma—. No sé si tendré las fuerzas suficientes, Dolores…
—Madre… recordar puede ser cruel en ocasiones; pero yo creo que Dios le tiene esta misión encomendada. Usted tiene en sus manos el bálsamo de muchas heridas. Separar a los hijos de sus madres va contra natura, es una aberración…
—A veces el hombre es más cruel que el más cruel de los animales, hija mía… No debería haberlo consentido jamás…
—No se torture más, madre… Necesita descansar. Mañana será otro día. Necesita reponer fuerzas. Buenas noches… —añadió mientras la ayudaba a acostarse en la cama—. Le diré a Paco que no la moleste hasta la hora del desayuno.
—Buenas noches, cielo… que Dios te acompañe.
Con un tierno beso en la frente de la anciana, la directora Dolores Menguada salió de la habitación, ignorando que unos oscuros ojos negros las habían estado espiando desde el balcón. Con suavidad cerró la puerta, taconeando con energía mientras se alejaba para dar las órdenes a los turnos de noche.



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