domingo, 15 de noviembre de 2015

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 7




Capítulo
7
L
a luz del sol se filtraba entre las cortinas de la ventana de mi habitación formando una especie de barrotes en torno a la cama tamaño de matrimonio. La noche se había prolongado más de lo que habíamos previsto. Al atardecer nos habíamos acercado a la residencia de ancianos donde estaba ingresada nuestra misteriosa monja, pero una señora con exceso de celo nos había hecho desistir de reunirnos con Covadonga Piamonte. Había alegado que sin el visto bueno de la interesada nunca nos dejaría libre el acceso a la finca, y nos había invitado a volver hoy a mediodía.
Para pagar nuestra frustración Penélope y yo habíamos decidido que lo mejor sería ir a tomarnos una copa; y tras la primera había venido la segunda, luego la cena, los postres… Había resultado ser una velada maravillosa. Penélope era una mujer extraordinaria, segura de sí misma, y de una belleza fascinante.
En el bar del hotel, casi a punto de despedirnos, me había hecho una serie de confidencias sobre su vida privada. Parecía ser que Ernesto era un hombre frío y desprovisto de romanticismo. No tenía nada que ver con la idea romántica del caballero andante que ella nutría desde niña; y de no ser por el inexplicable interés que ponía su padre en alimentar su relación posiblemente le hubiese abandonado de todas formas mucho antes.
Ella creía tener la certeza de que le ocultaba muchos detalles de su vida, llegando incluso a plantearme la posibilidad de que le hubiese sido infiel en más de una ocasión. Yo me negué a pronunciarme sobre el tema, pero bajo mi punto de vista estaba clarísimo que ese hombre la haría desgraciada para el resto de sus días si decidía estar a su lado.
Eché un vistazo a mi reloj de pulsera. Eran las ocho y media de la mañana. Temprano para desayunar y tarde para volverse a dormir. Encendí el televisor e hice zapping hasta que encontré un canal de deportes. Se estaba emitiendo en diferido la final del Torneo de Roland Garros en París, y el español Rafa Nadal le estaba dando una buena paliza a otro tenista, un tal Roger Federer. El partido estaba bastante entretenido, así que lo dejé. En el suelo estaban todavía tirados mis pantalones, y necesitaba echar un vistazo al teléfono móvil. Seguro que se me había quedado olvidado otra vez en algún bolsillo.
La última copa me había dejado un poco aturdido y me había metido en la cama casi sin desvestir. Todavía tenía los calcetines puestos. Sonreí para mis adentros. Al final iba a tener razón mi madre cuando afirmaba que jamás encontraría una novia que soportase mi desorden. En la pantalla del móvil aparecía una llamada perdida. El número de teléfono era el de la oficina. Debía de haberme llamado Balbi. Devolví la llamada.
—¿Balbi?
—¿Sí, jefe? —sentí como se desperezaba desde detrás de la línea—. ¿Todo bien?
—Todo bien. No hemos podido entrevistarnos todavía con la monja… —un deje de decepción dejaba entrever a las claras que no me encontraba de muy buen humor—.¿Has pasado mala noche o qué? Te noto cansada…
—Verás, jefe… No te lo vas a creer, pero al final decidí hacerle una visita a mi vecinito. Con la disculpa de que se me había estropeado el DVD le pregunté si había visto la película de “Oficial y caballero”… ¿Sabes lo que me contestó?
—Pues no... —respondí con desgana. Lo que menos me apetecía en este momento era que Balbi me contase sus aventuras.
—Me dijo muy serio el muy cabrón: ”yo soy más del estilo ´Sin bragas y a lo loco´...” No pude evitar reírme. Balbi acababa de marcar otra muesca en la culata de su revólver.
—Puedes imaginarte lo que he dormido, jefe…
Me podía hacer una idea aproximada. Cambié de tema hacia algo más interesante para mí.
—¿Has podido enterarte de algo acerca de Ernesto Zaldumbia?
—Poca cosa, jefe… Es un tío muy bien relacionado. Tiene buenas tapaderas y buenos contactos, pero todo el mundo sabe que está metido en cosas chungas: prostitución, drogas, blanqueo de capital… El que no parece ser un angelito precisamente es ese tal Sergei. Ten mucho cuidado con él —me advirtió—. No hace mucho que le rompió cuatro costillas y la nariz a un amigo mío solo por mirarle mal. Dicen que hace tiempo mató a un chulo de poca monta porque le intentó levantar a un par de ucranianas que tenía trabajando para él en un piso. Un mal bicho ese Sergei…
—Gracias, Balbi… lo tendré en cuenta. Búscame algo más interesante. ¿Sabes que eres la mejor?
—Ya, ya… No me cameles, jefe, que no nací ayer. Haré todo cuanto esté en mi mano.
—Lo sé. Ya hablamos más tarde. No me llames si no es importante.
—OK, jefe…
Había llegado la hora de ducharme, pero entonces caí en la cuenta de que no había cogido mi neceser de viaje. Necesitaba un buen afeitado. Quería causarle buena impresión a la directora de la residencia, y mi aspecto desaseado no creía que me fuese a ayudar demasiado. Marqué el número de recepción. Estos hoteles para gente importante seguro que tenían soluciones para este tipo de imprevistos.
—Recepción. Le atiende Marcos Majón. ¿Puedo ayudarle en algo?
—Sí; verá usted… —titubeé—. Soy de la habitación 225. El caso es que me he olvidado la maquinilla de afeitar en casa y me preguntaba, ejem… —carraspeé— me preguntaba si ustedes me podrían facilitar algo para afeitarme…
—Discúlpeme usted, señor Fartón; pero en el cajón del mueble del baño tiene a su disposición todo tipo de amenities, entre las que se encuentra por supuesto un kit de afeitado. No obstante —añadió con un poco de sorna— no se preocupe que ahora mismo le digo a un compañero que se lo suba.
Parecía divertido con la escena. Me sentí un poco humillado. No estaba acostumbrado a esos hoteles tan lujosos, así que traté de salvaguardar en la medida de lo posible mi maltrecho orgullo.
—Déjelo, no se preocupe; debe de ser que no me he fijado bien… Muchas gracias.
Cuando colgué el auricular pude visualizar la sonrisa de ese imberbe imaginándose como había ido a parar un hombre tan provinciano como yo a un hotel de tal calibre. En el fondo no le faltaba razón. ¿Qué coño sería eso de “amenities”?
Cuando abrí el cajón del tocador no pude evitar sentirme avergonzado. Entre los artículos de cortesía que ofrecía el hotel se encontraba una maquinilla desechable y un sobre de espuma para afeitar. Estaba terminando de afeitarme cuando sonó el teléfono que estaba encima de la mesita de noche. Aún con restos de espuma por la cara acerqué el auricular:
—¿Dígame?
—Aquí recepción, señor Balagar. Tiene una llamada de la habitación 221. ¿Se la paso?
Otra vez la educada vocecilla del imberbe de recepción. Intenté dejar de imaginarme su sonrisa condescendiente.
—Sí, claro, por supuesto…
—¿Balagar? Soy yo…
La voz de Penélope sonaba diáfana y fresca. Ella tenía mejor despertar que yo; que aún tropezaba somnoliento con todas las cosas que había dejado tiradas por la habitación.
—Estaba pensando que podríamos desayunar juntos, si no te parece mal…
—Por supuesto, será un placer acompañarte… ¿Paso a recogerte por tu habitación?
—Sí; dame diez minutos para acabar de prepararme, por favor…
Disimulé un escalofrío de lujuria al imaginármela recién salida de la ducha y vestida con el pequeño albornoz del hotel.
—En diez minutos estoy ahí.
Entré en la ducha tarareando una canción que me sorprendió a mí mismo. Nunca me hubiese imaginado cantando el My heart will go on de Celine Dion.
El desayuno con Penélope sirvió para desperezar todos mis sentidos. Llevaba puesto el mismo perfume de la noche anterior, pero hoy se había decantado por un “look” más informal. Vestida con unos pantalones vaqueros muy ceñidos y una camiseta de sport parecía más accesible. Se había recogido el pelo en una cola de caballo muy sencilla que la hacía parecer mucho más joven. Sentados a la mesa del restaurante, mientras nos enfrentábamos al gigantesco desayuno continental del hotel le hice una pregunta que me intrigaba desde el principio:
—¿Por qué yo?
Llevaba dos días intentando descubrir por mí mismo los motivos que habían empujado a Penélope a ponerse en contacto conmigo. Podría haber recurrido a alguna agencia-franquicia con publicidad a nivel nacional o haber acudido a su padre, al que no le faltaban contactos en la policía… ¿”Por qué yo”?, era una pregunta que me martilleaba constantemente la cabeza.
—¿Por qué tú... qué?
Parecía que por una vez la había pillado desprevenida. Me miró intrigada mientras se limpiaba la comisura de los labios de alguna pequeña miga. Hasta en los gestos más mundanos conseguía adoptar una postura sexy.
—Por qué acudiste a mí para resolver este caso. No tengo publicidad en ningún sitio, y no me relaciono con demasiada gente… (dudé si decirlo) —demasiada gente de tu nivel…
—¿De mi nivel? Balagar, a ti todavía te dura la cogorza de ayer… ¿Te has levantado con el pie cambiado o qué? Yo mido a las personas por lo que son, no por lo que aparentan; y las referencias que me habían llegado de ti no podían ser mejores.
En ese momento el que se había quedado sorprendido era yo. ¿De qué podía conocerme una mujer como ella?
—¿Tenemos amigos en común? —mi repaso mental a la lista de personas de alto nivel adquisitivo no había arrojado ningún resultado positivo.
—Es una larga historia…No quiero aburrirte.
—¿Qué otra cosa podemos hacer? Tenemos tiempo de sobra.
—Verás… Yo no me crié como la mayoría de las chicas. Mi infancia fue… diferente, por así decirlo. Mi madre nunca tuvo tiempo para mí, dedicada como estaba en exclusiva a sus malditos compromisos sociales. Las obligaciones de mi padre incluían el estar de viaje constantemente y eso le daba a mi madre la ocasión perfecta para desentenderse de nosotras. Mi hermana Natalia y yo nos criamos con una institutriz. Recuerdo que muchas niñas y niños jugaban en la calle alegremente mientras mi hermana y yo recitábamos versos o practicábamos al piano. —Penélope amagó una especie de sonrisa amarga, meneando la cabeza con resentimiento—. Cuando cumplimos cinco años nos internaron en un colegio privado bastante elitista, y allí fue donde Natalia conoció a Judith. Judith fue un soplo de brisa fresca en nuestras vidas. Representaba todo lo que nosotras siempre habíamos deseado. Conocía todos los juegos, todas las canciones que a nosotras nos había negado nuestra estricta educación. Era vital, alegre, optimista…
Un brillo divertido asomó a sus ojos, empañándolos de una cálida neblina. Le devolví la sonrisa, dejándola divagar por los recovecos de su recuerdo unos segundos más. Ella tomó un sorbo de café, emitiendo un pequeño suspiro antes de continuar.
—Desde un principio nos sentimos atraídas hacia ella como una polilla hacia la luz; y con el tiempo creamos una especie de “club de chicas secreto”. Teníamos un lenguaje propio, y nos escribíamos cartas con unos códigos que nos inventábamos nosotras mismas. Cuando acabamos los estudios en el colegio nos vimos obligadas a separarnos, pero habíamos forjado una relación indestructible. Con el paso de los años nos fuimos alejando; pero esos lazos que tejimos en nuestra infancia aún hoy nos sostienen. Natalia es mi hermana de sangre; Judith mi hermana del alma…
Penélope me miró directamente a los ojos. Fue una mirada cálida, cercana… una mirada demasiado íntima. Ella debió de darse cuenta de mis temores, porque enseguida la desvió volviendo a sumergirse en sus recuerdos. Pude volver a respirar.
—Cuando me llegó la carta de sor Covadonga a ellas fue a las primeras que acudí. Natalia se ofreció a venir conmigo y guardar mi secreto, pero Judith fue la que me convenció de que te contratase.
Llegados a ese punto yo estaba igual de desorientado que al principio, y así se lo hice saber. Estaba un poco aturdido y no podía pensar con claridad.
—Perdona mi torpeza, pero aún no sé cómo he acabado yo en todo esto…
—¿Te suena de algo el colectivo Lágrimas silenciosas?
—Por supuesto —respondí desconcertado—. Es un colectivo de mujeres maltratadas. Yo siempre he sido contrario a la violencia de género. Lágrimas silenciosas es una asociación en la que participo de manera altruista. Asesoro a las víctimas y busco pruebas incriminatorias en casos de maltrato de manera gratuita. Nunca pensé que Ernesto Zaldumbia se hubiese atrevido…
—No; a mí no… dudo mucho que Ernesto se hubiese atrevido a ponerme nunca la mano encima. Le tiene demasiado respeto a mi padre…
—¿Entonces? —añadí confuso.
—Cuando acabamos el colegio Judith se dedicó en cuerpo y alma a su gran pasión, la música. Recorrió muchos países como músico de primer nivel, y en Francia se enamoró de un joven director de orquesta muy prometedor. Se enamoró locamente de él y se casaron a los seis meses de conocerse. Se casaron siendo muy jóvenes y sin apenas saber nada el uno del otro. Una vez consumida la pasión de los primeros días Judith empezó a darse cuenta de que la tenía desatendida, ocupándose más de su trabajo que de ella. Con los meses la apartó de su orquesta, haciéndole el vacío constantemente. Cuando le ofrecieron el puesto de director de la Sinfónica de Viena Judith representaba tanto para él como uno de los viejos atriles donde colocaba sus partituras. Era una posesión más, un estorbo. Ella así se lo hizo saber y entonces comenzaron los maltratos. Un grito una noche, una bofetada otra… hasta que esa espiral de violencia empezó a girar descontrolada con un vórtice sangriento. Una noche de fin de año él llegó demasiado borracho a casa; empezó a golpearla hasta dejarla inconsciente y luego la violó. Ese fue el final de su matrimonio. Y de su vida también. Ya no ha vuelto a ser la misma desde entonces.
—Lo siento… No podía imaginarme…
En ese momento caí en la cuenta de que en el salón destinado a biblioteca del centro social había coincidido muchas tardes de invierno con una chica de mirada triste y solitaria. Me había sorprendido porque sus manos diminutas eran capaces de hacer brotar de un pequeño violín unas melodías desgarradoras. Sus notas siempre tristes y melancólicas habían hecho que se me erizasen los cabellos en múltiples ocasiones, y pese a que nunca había cruzado una palabra con ella siempre me había inspirado una ternura casi casi paternal.
—Judith toca el violín, ¿verdad?
—Así es, Balagar. Ella me contó que para las mujeres de ese centro tú eres su ángel guardián. A muchas de ellas las has protegido de sus novios y maridos incluso a costa de tu propia integridad física. Sé que has llorado de impotencia cuando no has llegado a tiempo, y que has ayudado a muchas de ellas a sobrellevar su desgracia. Judith me ha dicho que una chica joven incluso le ha puesto tu nombre a su pequeño recién nacido. Eres un hombre honrado, Balagar, y la nobleza de tus actos es tu mejor tarjeta de presentación. Judith no podría haberte descrito mejor…
Me sentí un poco cohibido por sus palabras. Yo nunca había pretendido ser un adalid para ellas. La certeza de saberme valorado hasta tal punto me hizo sentir un poco incómodo. No encontraba ninguna palabra adecuada. Me ruboricé.
—Balagar… Sé que eres un luchador, y que si alguien puede ayudarme ese eres tú.
A Penélope parecía haberla invadido una ternura demasiado peligrosa para ambos. Decidí cambiar de tema:
—Espero estar a la altura de vuestras expectativas… ¿Qué tal si damos un paseo para bajar el desayuno?
Ella se levantó de su asiento a la par que yo, exhibiendo una de esas sonrisas tan joviales que me dejaban sin aliento. Me prometí a mí mismo pasar a saludar a Judith en cuanto hubiésemos descifrado el misterio de la anciana.
A las doce en punto estábamos a la puerta del centro de retiro espiritual. Oprimí el pequeño botón del video portero y anuncié nuestra llegada. Al poco rato apareció en la recepción la gobernadora del centro. Ese día no se mostraba tan hosca y taciturna con nosotros como el día anterior. Por el contrario, parecía deshacerse en sonrisas y gestos de hospitalidad. Supuse que la anciana gozaba de una buena posición dentro del entramado jerárquico del centro. Sin duda la buena de la administradora cumplía de buena fe las instrucciones de la monja.
Después de invitarnos a desayunar algo típico de la zona (con nuestra consiguiente negativa) la directora se sirvió a ofrecerse de guía para nosotros a través del centro. Con educación le indicamos que no estábamos allí de visita turística, sino con la intención de reunirnos con la señora Piamonte. Su respuesta fue concisa y reveladora: nos reuniríamos con la señora Piamonte cuando ella tuviese a bien hacernos llamar. Así pues nos dispusimos a hacer una visita guiada a las instalaciones.
Cuando traspasamos la primera de las cercas de piedra que rodeaban el recinto no pude por menos que admirar la belleza de sus jardines y la majestuosidad de sus árboles, muchos de ellos milenarios. No era de extrañar que lo llamasen “centro de retiro espiritual”. Sentado en cualquiera de los bancos que jalonaban el camino de fina grava podría sentir que mi alma se me despegaría en comunión perfecta con ese entorno tan cuidado. No resultaría muy difícil lograr la más intima de las comuniones con Dios en un lugar tan cargado de energía natural como ese. Mis raíces celtas me empujaban a dedicarle más tiempo a la inspección de esa maravilla.
La directora debió de intuir mis pensamientos porque me indicó con mucha corrección que al tratarse de un asunto privado entre la señorita Saavedra y la señora Piamonte mi presencia “no era necesaria”.
Mientras las veía alejarse poco a poco conversando por el empinado camino reparé en la pequeña capilla hacia la que se dirigían. Estaba integrada en parte al edificio principal por una de sus pequeñas naves laterales, seguramente unida a él por algún estrecho y viejo pasadizo. Su parte trasera parecía sin duda excavada sobre una enorme roca. Probablemente se había aprovechado la entrada de alguna cueva ancestral para erigir en ese emplazamiento la pequeña capilla. Inconscientemente recordé el artículo que había leído en internet sobre la capilla prometiéndome a mí mismo que no desaprovecharía la ocasión de echarle un vistazo en cuanto pudiese a sus retablos, especialmente a las tallas que pudiese haber en su interior.



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