Capítulo
7
L
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a luz del sol se
filtraba entre las cortinas de la ventana de mi habitación formando una especie
de barrotes en torno a la cama tamaño de matrimonio. La noche se había
prolongado más de lo que habíamos previsto. Al atardecer nos habíamos acercado
a la residencia de ancianos donde estaba ingresada nuestra misteriosa monja,
pero una señora con exceso de celo nos había hecho desistir de reunirnos con
Covadonga Piamonte. Había alegado que sin el visto bueno de la interesada nunca
nos dejaría libre el acceso a la finca, y nos había invitado a volver hoy a
mediodía.
Para
pagar nuestra frustración Penélope y yo habíamos decidido que lo mejor sería ir
a tomarnos una copa; y tras la primera había venido la segunda, luego la cena,
los postres… Había resultado ser una velada maravillosa. Penélope era una mujer
extraordinaria, segura de sí misma, y de una belleza fascinante.
En
el bar del hotel, casi a punto de despedirnos, me había hecho una serie de
confidencias sobre su vida privada. Parecía ser que Ernesto era un hombre frío
y desprovisto de romanticismo. No tenía nada que ver con la idea romántica del
caballero andante que ella nutría desde niña; y de no ser por el inexplicable
interés que ponía su padre en alimentar su relación posiblemente le hubiese
abandonado de todas formas mucho antes.
Ella
creía tener la certeza de que le ocultaba muchos detalles de su vida, llegando
incluso a plantearme la posibilidad de que le hubiese sido infiel en más de una
ocasión. Yo me negué a pronunciarme sobre el tema, pero bajo mi punto de vista
estaba clarísimo que ese hombre la haría desgraciada para el resto de sus días
si decidía estar a su lado.
Eché
un vistazo a mi reloj de pulsera. Eran las ocho y media de la mañana. Temprano
para desayunar y tarde para volverse a dormir. Encendí el televisor e hice
zapping hasta que encontré un canal de deportes. Se estaba emitiendo en
diferido la final del Torneo de Roland Garros en París, y el español Rafa Nadal
le estaba dando una buena paliza a otro tenista, un tal Roger Federer. El
partido estaba bastante entretenido, así que lo dejé. En el suelo estaban
todavía tirados mis pantalones, y necesitaba echar un vistazo al teléfono
móvil. Seguro que se me había quedado olvidado otra vez en algún bolsillo.
La
última copa me había dejado un poco aturdido y me había metido en la cama casi
sin desvestir. Todavía tenía los calcetines puestos. Sonreí para mis adentros.
Al final iba a tener razón mi madre cuando afirmaba que jamás encontraría una
novia que soportase mi desorden. En la pantalla del móvil aparecía una llamada
perdida. El número de teléfono era el de la oficina. Debía de haberme llamado
Balbi. Devolví la llamada.
—¿Balbi?
—¿Sí,
jefe? —sentí como se desperezaba desde detrás de la línea—. ¿Todo bien?
—Todo
bien. No hemos podido entrevistarnos todavía con la monja… —un deje de
decepción dejaba entrever a las claras que no me encontraba de muy buen humor—.¿Has
pasado mala noche o qué? Te noto cansada…
—Verás,
jefe… No te lo vas a creer, pero al final decidí hacerle una visita a mi
vecinito. Con la disculpa de que se me había estropeado el DVD le pregunté si
había visto la película de “Oficial y caballero”… ¿Sabes lo que me contestó?
—Pues
no... —respondí con desgana. Lo que menos me apetecía en este momento era que
Balbi me contase sus aventuras.
—Me
dijo muy serio el muy cabrón: ”yo soy más del estilo ´Sin bragas y a lo
loco´...” No pude evitar reírme. Balbi acababa de marcar otra muesca en la
culata de su revólver.
—Puedes
imaginarte lo que he dormido, jefe…
Me
podía hacer una idea aproximada. Cambié de tema hacia algo más interesante para
mí.
—¿Has
podido enterarte de algo acerca de Ernesto Zaldumbia?
—Poca
cosa, jefe… Es un tío muy bien relacionado. Tiene buenas tapaderas y buenos
contactos, pero todo el mundo sabe que está metido en cosas chungas:
prostitución, drogas, blanqueo de capital… El que no parece ser un angelito
precisamente es ese tal Sergei. Ten mucho cuidado con él —me advirtió—. No hace
mucho que le rompió cuatro costillas y la nariz a un amigo mío solo por mirarle
mal. Dicen que hace tiempo mató a un chulo de poca monta porque le intentó
levantar a un par de ucranianas que tenía trabajando para él en un piso. Un mal
bicho ese Sergei…
—Gracias,
Balbi… lo tendré en cuenta. Búscame algo más interesante. ¿Sabes que eres la
mejor?
—Ya,
ya… No me cameles, jefe, que no nací ayer. Haré todo cuanto esté en mi mano.
—Lo
sé. Ya hablamos más tarde. No me llames si no es importante.
—OK,
jefe…
Había
llegado la hora de ducharme, pero entonces caí en la cuenta de que no había
cogido mi neceser de viaje. Necesitaba un buen afeitado. Quería causarle buena
impresión a la directora de la residencia, y mi aspecto desaseado no creía que
me fuese a ayudar demasiado. Marqué el número de recepción. Estos hoteles para
gente importante seguro que tenían soluciones para este tipo de imprevistos.
—Recepción.
Le atiende Marcos Majón. ¿Puedo ayudarle en algo?
—Sí;
verá usted… —titubeé—. Soy de la habitación 225. El caso es que me he olvidado
la maquinilla de afeitar en casa y me preguntaba, ejem… —carraspeé— me
preguntaba si ustedes me podrían facilitar algo para afeitarme…
—Discúlpeme
usted, señor Fartón; pero en el cajón del mueble del baño tiene a su
disposición todo tipo de amenities,
entre las que se encuentra por supuesto un kit de afeitado. No obstante —añadió
con un poco de sorna— no se preocupe que ahora mismo le digo a un compañero que
se lo suba.
Parecía
divertido con la escena. Me sentí un poco humillado. No estaba acostumbrado a
esos hoteles tan lujosos, así que traté de salvaguardar en la medida de lo
posible mi maltrecho orgullo.
—Déjelo,
no se preocupe; debe de ser que no me he fijado bien… Muchas gracias.
Cuando
colgué el auricular pude visualizar la sonrisa de ese imberbe imaginándose como
había ido a parar un hombre tan provinciano como yo a un hotel de tal calibre.
En el fondo no le faltaba razón. ¿Qué coño sería eso de “amenities”?
Cuando
abrí el cajón del tocador no pude evitar sentirme avergonzado. Entre los
artículos de cortesía que ofrecía el hotel se encontraba una maquinilla
desechable y un sobre de espuma para afeitar. Estaba terminando de afeitarme
cuando sonó el teléfono que estaba encima de la mesita de noche. Aún con restos
de espuma por la cara acerqué el auricular:
—¿Dígame?
—Aquí
recepción, señor Balagar. Tiene una llamada de la habitación 221. ¿Se la paso?
Otra
vez la educada vocecilla del imberbe de recepción. Intenté dejar de imaginarme
su sonrisa condescendiente.
—Sí,
claro, por supuesto…
—¿Balagar?
Soy yo…
La
voz de Penélope sonaba diáfana y fresca. Ella tenía mejor despertar que yo; que
aún tropezaba somnoliento con todas las cosas que había dejado tiradas por la
habitación.
—Estaba
pensando que podríamos desayunar juntos, si no te parece mal…
—Por
supuesto, será un placer acompañarte… ¿Paso a recogerte por tu habitación?
—Sí;
dame diez minutos para acabar de prepararme, por favor…
Disimulé
un escalofrío de lujuria al imaginármela recién salida de la ducha y vestida
con el pequeño albornoz del hotel.
—En
diez minutos estoy ahí.
Entré
en la ducha tarareando una canción que me sorprendió a mí mismo. Nunca me
hubiese imaginado cantando el My heart
will go on de Celine Dion.
El
desayuno con Penélope sirvió para desperezar todos mis sentidos. Llevaba puesto
el mismo perfume de la noche anterior, pero hoy se había decantado por un “look” más informal. Vestida con unos
pantalones vaqueros muy ceñidos y una camiseta de sport parecía más accesible.
Se había recogido el pelo en una cola de caballo muy sencilla que la hacía
parecer mucho más joven. Sentados a la mesa del restaurante, mientras nos
enfrentábamos al gigantesco desayuno continental del hotel le hice una pregunta
que me intrigaba desde el principio:
—¿Por
qué yo?
Llevaba
dos días intentando descubrir por mí mismo los motivos que habían empujado a
Penélope a ponerse en contacto conmigo. Podría haber recurrido a alguna
agencia-franquicia con publicidad a nivel nacional o haber acudido a su padre,
al que no le faltaban contactos en la policía… ¿”Por qué yo”?, era una pregunta
que me martilleaba constantemente la cabeza.
—¿Por
qué tú... qué?
Parecía
que por una vez la había pillado desprevenida. Me miró intrigada mientras se
limpiaba la comisura de los labios de alguna pequeña miga. Hasta en los gestos
más mundanos conseguía adoptar una postura sexy.
—Por
qué acudiste a mí para resolver este caso. No tengo publicidad en ningún sitio,
y no me relaciono con demasiada gente… (dudé si decirlo) —demasiada gente de tu
nivel…
—¿De
mi nivel? Balagar, a ti todavía te dura la cogorza de ayer… ¿Te has levantado
con el pie cambiado o qué? Yo mido a las personas por lo que son, no por lo que
aparentan; y las referencias que me habían llegado de ti no podían ser mejores.
En
ese momento el que se había quedado sorprendido era yo. ¿De qué podía conocerme
una mujer como ella?
—¿Tenemos
amigos en común? —mi repaso mental a la lista de personas de alto nivel
adquisitivo no había arrojado ningún resultado positivo.
—Es
una larga historia…No quiero aburrirte.
—¿Qué
otra cosa podemos hacer? Tenemos tiempo de sobra.
—Verás…
Yo no me crié como la mayoría de las chicas. Mi infancia fue… diferente, por
así decirlo. Mi madre nunca tuvo tiempo para mí, dedicada como estaba en
exclusiva a sus malditos compromisos sociales. Las obligaciones de mi padre
incluían el estar de viaje constantemente y eso le daba a mi madre la ocasión
perfecta para desentenderse de nosotras. Mi hermana Natalia y yo nos criamos
con una institutriz. Recuerdo que muchas niñas y niños jugaban en la calle
alegremente mientras mi hermana y yo recitábamos versos o practicábamos al
piano. —Penélope amagó una especie de sonrisa amarga, meneando la cabeza con
resentimiento—. Cuando cumplimos cinco años nos internaron en un colegio
privado bastante elitista, y allí fue donde Natalia conoció a Judith. Judith
fue un soplo de brisa fresca en nuestras vidas. Representaba todo lo que
nosotras siempre habíamos deseado. Conocía todos los juegos, todas las canciones
que a nosotras nos había negado nuestra estricta educación. Era vital, alegre,
optimista…
Un
brillo divertido asomó a sus ojos, empañándolos de una cálida neblina. Le
devolví la sonrisa, dejándola divagar por los recovecos de su recuerdo unos
segundos más. Ella tomó un sorbo de café, emitiendo un pequeño suspiro antes de
continuar.
—Desde
un principio nos sentimos atraídas hacia ella como una polilla hacia la luz; y
con el tiempo creamos una especie de “club de chicas secreto”. Teníamos un
lenguaje propio, y nos escribíamos cartas con unos códigos que nos inventábamos
nosotras mismas. Cuando acabamos los estudios en el colegio nos vimos obligadas
a separarnos, pero habíamos forjado una relación indestructible. Con el paso de
los años nos fuimos alejando; pero esos lazos que tejimos en nuestra infancia
aún hoy nos sostienen. Natalia es mi hermana de sangre; Judith mi hermana del
alma…
Penélope
me miró directamente a los ojos. Fue una mirada cálida, cercana… una mirada
demasiado íntima. Ella debió de darse cuenta de mis temores, porque enseguida
la desvió volviendo a sumergirse en sus recuerdos. Pude volver a respirar.
—Cuando
me llegó la carta de sor Covadonga a ellas fue a las primeras que acudí.
Natalia se ofreció a venir conmigo y guardar mi secreto, pero Judith fue la que
me convenció de que te contratase.
Llegados
a ese punto yo estaba igual de desorientado que al principio, y así se lo hice
saber. Estaba un poco aturdido y no podía pensar con claridad.
—Perdona
mi torpeza, pero aún no sé cómo he acabado yo en todo esto…
—¿Te
suena de algo el colectivo Lágrimas
silenciosas?
—Por
supuesto —respondí desconcertado—. Es un colectivo de mujeres maltratadas. Yo
siempre he sido contrario a la violencia de género. Lágrimas silenciosas es una asociación en la que participo de
manera altruista. Asesoro a las víctimas y busco pruebas incriminatorias en
casos de maltrato de manera gratuita. Nunca pensé que Ernesto Zaldumbia se
hubiese atrevido…
—No;
a mí no… dudo mucho que Ernesto se hubiese atrevido a ponerme nunca la mano
encima. Le tiene demasiado respeto a mi padre…
—¿Entonces?
—añadí confuso.
—Cuando
acabamos el colegio Judith se dedicó en cuerpo y alma a su gran pasión, la
música. Recorrió muchos países como músico de primer nivel, y en Francia se
enamoró de un joven director de orquesta muy prometedor. Se enamoró locamente
de él y se casaron a los seis meses de conocerse. Se casaron siendo muy jóvenes
y sin apenas saber nada el uno del otro. Una vez consumida la pasión de los
primeros días Judith empezó a darse cuenta de que la tenía desatendida,
ocupándose más de su trabajo que de ella. Con los meses la apartó de su
orquesta, haciéndole el vacío constantemente. Cuando le ofrecieron el puesto de
director de la Sinfónica de Viena Judith representaba tanto para él como uno de
los viejos atriles donde colocaba sus partituras. Era una posesión más, un
estorbo. Ella así se lo hizo saber y entonces comenzaron los maltratos. Un
grito una noche, una bofetada otra… hasta que esa espiral de violencia empezó a
girar descontrolada con un vórtice sangriento. Una noche de fin de año él llegó
demasiado borracho a casa; empezó a golpearla hasta dejarla inconsciente y
luego la violó. Ese fue el final de su matrimonio. Y de su vida también. Ya no
ha vuelto a ser la misma desde entonces.
—Lo
siento… No podía imaginarme…
En
ese momento caí en la cuenta de que en el salón destinado a biblioteca del
centro social había coincidido muchas tardes de invierno con una chica de
mirada triste y solitaria. Me había sorprendido porque sus manos diminutas eran
capaces de hacer brotar de un pequeño violín unas melodías desgarradoras. Sus
notas siempre tristes y melancólicas habían hecho que se me erizasen los
cabellos en múltiples ocasiones, y pese a que nunca había cruzado una palabra
con ella siempre me había inspirado una ternura casi casi paternal.
—Judith
toca el violín, ¿verdad?
—Así
es, Balagar. Ella me contó que para las mujeres de ese centro tú eres su ángel
guardián. A muchas de ellas las has protegido de sus novios y maridos incluso a
costa de tu propia integridad física. Sé que has llorado de impotencia cuando
no has llegado a tiempo, y que has ayudado a muchas de ellas a sobrellevar su
desgracia. Judith me ha dicho que una chica joven incluso le ha puesto tu
nombre a su pequeño recién nacido. Eres un hombre honrado, Balagar, y la
nobleza de tus actos es tu mejor tarjeta de presentación. Judith no podría
haberte descrito mejor…
Me
sentí un poco cohibido por sus palabras. Yo nunca había pretendido ser un
adalid para ellas. La certeza de saberme valorado hasta tal punto me hizo
sentir un poco incómodo. No encontraba ninguna palabra adecuada. Me ruboricé.
—Balagar…
Sé que eres un luchador, y que si alguien puede ayudarme ese eres tú.
A
Penélope parecía haberla invadido una ternura demasiado peligrosa para ambos.
Decidí cambiar de tema:
—Espero
estar a la altura de vuestras expectativas… ¿Qué tal si damos un paseo para
bajar el desayuno?
Ella
se levantó de su asiento a la par que yo, exhibiendo una de esas sonrisas tan
joviales que me dejaban sin aliento. Me prometí a mí mismo pasar a saludar a
Judith en cuanto hubiésemos descifrado el misterio de la anciana.
A
las doce en punto estábamos a la puerta del centro de retiro espiritual. Oprimí
el pequeño botón del video portero y anuncié nuestra llegada. Al poco rato
apareció en la recepción la gobernadora del centro. Ese día no se mostraba tan
hosca y taciturna con nosotros como el día anterior. Por el contrario, parecía
deshacerse en sonrisas y gestos de hospitalidad. Supuse que la anciana gozaba de
una buena posición dentro del entramado jerárquico del centro. Sin duda la
buena de la administradora cumplía de buena fe las instrucciones de la monja.
Después
de invitarnos a desayunar algo típico de la zona (con nuestra consiguiente
negativa) la directora se sirvió a ofrecerse de guía para nosotros a través del
centro. Con educación le indicamos que no estábamos allí de visita turística,
sino con la intención de reunirnos con la señora Piamonte. Su respuesta fue
concisa y reveladora: nos reuniríamos con la señora Piamonte cuando ella
tuviese a bien hacernos llamar. Así pues nos dispusimos a hacer una visita
guiada a las instalaciones.
Cuando
traspasamos la primera de las cercas de piedra que rodeaban el recinto no pude
por menos que admirar la belleza de sus jardines y la majestuosidad de sus
árboles, muchos de ellos milenarios. No era de extrañar que lo llamasen “centro
de retiro espiritual”. Sentado en cualquiera de los bancos que jalonaban el
camino de fina grava podría sentir que mi alma se me despegaría en comunión
perfecta con ese entorno tan cuidado. No resultaría muy difícil lograr la más
intima de las comuniones con Dios en un lugar tan cargado de energía natural
como ese. Mis raíces celtas me empujaban a dedicarle más tiempo a la inspección
de esa maravilla.
La
directora debió de intuir mis pensamientos porque me indicó con mucha
corrección que al tratarse de un asunto privado entre la señorita Saavedra y la
señora Piamonte mi presencia “no era necesaria”.
Mientras
las veía alejarse poco a poco conversando por el empinado camino reparé en la
pequeña capilla hacia la que se dirigían. Estaba integrada en parte al edificio
principal por una de sus pequeñas naves laterales, seguramente unida a él por
algún estrecho y viejo pasadizo. Su parte trasera parecía sin duda excavada
sobre una enorme roca. Probablemente se había aprovechado la entrada de alguna
cueva ancestral para erigir en ese emplazamiento la pequeña capilla.
Inconscientemente recordé el artículo que había leído en internet sobre la
capilla prometiéndome a mí mismo que no desaprovecharía la ocasión de echarle
un vistazo en cuanto pudiese a sus retablos, especialmente a las tallas que
pudiese haber en su interior.
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