Capítulo
3
E
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ran casi las
doce del mediodía. Mi reunión con el inspector Medallas me había alegrado el
día. Me sentía tan exultante que estaba dispuesto a perdonarle a Balbi todo su
secretismo acerca del caso en el que estaba trabajando. Los rugidos de mi
estómago me recordaron que hacía horas que no le daba satisfacción a esa
bestia. Decidí que en cuanto llegase mi ayudante la invitaría a tomar el
vermut. A escasos cien metros del ayuntamiento estaba viendo el flamante cartel
del bar “La Taberna”, ganadora de los
últimos certámenes de elaboración de tapas y pinchos
Empezaba
a impacientarme cuando a lo lejos reconocí la inconfundible silueta de Balbi.
De complexión fuerte —medía aproximadamente 1.78 metros de altura—, parecía
empeñada siempre en llamar la atención, y se vestía con prendas extravagantes y
llamativas. Ella se justificaba a sí misma afirmando que la única bandera que
reconocía como soberana en su vida era la del arco iris; y que su manera de
mostrarle cierto respeto era exhibiéndola siempre que tenía oportunidad con su
ropa y complementos. Eso incluía el maquillaje. En cierta manera podría pasar
por un enorme colibrí urbano, siempre libando néctar, incansable, rápida de
reflejos.
Desde
la distancia ya pude observar que se acercaba con una sonrisa triunfal. Se
diría que acababa de ganar una importante batalla. Cuando ya estaba a mi lado
la recibí con un par de besos.
—Buenos
días, jefe. Tengo buenas noticias para ti... creo que tenemos algo grande.
Una
enorme sonrisa me indicó que traía una buena presa aferrada a sus inclementes
garras.
—Bueno,
pues vamos a sentarnos a la terraza de “La
Taberna” y me cuentas mientras almorzamos algo, que estoy a punto de
desmayarme —añadí un amago de desvanecimiento a mis palabras y la sonrisa de
Balbi se transformó en una sincera carcajada.
Una
vez acomodados en la terraza y tras pedir unos Izaguirres con unas tapas
variadas mi cerebro pareció sentirse más receptivo y capacitado para absorber
información.
—Tú
dirás… —le hice un gesto, invitándola a comenzar.
—No
sé por dónde empezar... es un bombazo... creo que tenemos algo grande de
verdad. Tenemos un caso gordo. Gente famosa. Mucho dinero. He comprobado
fechas, datos… todo es cierto…
Balbina
empezó a tartamudear con evidente nerviosismo. Decidí marcar un poco mi
autoridad porque a ese paso no me iba a enterar de nada.
—Tranquilízate.
Empieza por el principio… ¿Qué es lo que has estado investigando? ¿Quién nos ha
llamado?
—¿No
has visto el sobre que he dejado en el buzón del correo? —los ojos de Balbi
parecían a punto de salírsele de las órbitas—. ¡Es un bombazo! —añadió, con
evidente emoción—. Puede ser uno de los mayores revuelos sociales de los
últimos años… ¿No lo has leído?
Me
maldije a mí mismo por mi descuido. El sobre que parecía más inofensivo de
todos era precisamente el único que no había abierto. Recordé que aún lo
llevaba en el portapapeles de cuero. Abrí la cremallera y lo rasgué nervioso.
—Pensé
que sería propaganda —me disculpé—. Menos mal que no lo tiré a la basura.
El
contenido del sobre me desilusionó un poco. Esperaba encontrarme documentos,
fotos, algo de valor. En su lugar había dos folios, uno escrito con la
inconfundible caligrafía de cuadernos Rubio de Balbi, y otro con una letra más
cuidada, artística, diría yo… Balbi se anticipó:
—En
la nota que yo había dejado te informaba de que el viernes había recibido por
mensajería urgente un paquete desde Pamplona. El destinatario era “Balagar
investigaciones”, así que lo abrí. En su interior solo había un sobre cerrado y
una tarjeta con un número de teléfono —aquí Balbi hizo una pequeña pausa para
respirar, pero al segundo continuó con más pasión aún—. Como me intrigó
bastante, (ya sabes tú que a mí esto de las intrigas me pierde), llamé a ese
número de teléfono. No te vas a imaginar quién me contestó.
—No,
pero tú me lo vas a decir ahora mismo.
En
ese momento llegó el camarero con la bandeja llena de pinchos. Dejó cuatro
sobre la mesa y yo me abalancé sobre el primero de ellos invitando con el gesto
a mi colaboradora a que me acompañase. Le di un enorme bocado a uno que había
ganado un concurso el año pasado: “ñublu
y orpín”. Queso de Cabrales, solomillo de ternera, huevo de codorniz…
“exquisito”, pensé para mis adentros.
—Al
otro lado del teléfono estaba Penélope Saavedra, jefe. Increíble, pero
cierto...
El
bocado se me atragantó de repente como si fuese un pedazo de madera seca
incomestible. Me ayudé de un generoso trago de vermut para empujarlo con
dificultad.
—¿Te
das cuenta de quién es, jefe?
—Coño,
Balbi… ¿Cómo no voy a saber quién es? Hace días que no se habla de otra cosa en
los periódicos. Explícate, por favor y hazlo rápido, porque creo que me estoy
mareando… Era lo que nos faltaba, estar implicados ahora en un supuesto
secuestro.
—Déjame
que te explique jefe… —Balbi suspiró como una maestra cuando se siente
desquiciada con la falta de paciencia de uno de sus alumnos—. No está
secuestrada, todo eso que se comentaba de un ajuste de cuentas por temas de
droga de su novio es falso. Se está vendiendo mucho humo, jefe. Es todo mucho
más sencillo. Ella se ha ido de manera voluntaria. Parece ser que recibió una
carta anónima de una mujer, con matasellos de Pamplona. En ella la informaba de
muchas cosas que Penélope no sabía si creer o no. El caso es que nos quería
contratar para hacer algunas averiguaciones… —aquí Balbina se quedó sin
resuello definitivamente. Tomé la palabra:
—¿Y
qué quiere exactamente que busquemos? ¿Infidelidades, historial amoroso de su
novio?
—Esto
parece un culebrón venezolano, Balbi… ¡Estas niñas pijas…! A ver si se cree que
el Ernesto este iba a llegar virgen al matrimonio con ella… —me dio un ataque
de risa—. Bueno, por mí no hay problema, si paga bien… —dejé escapar una buena
risotada, un tanto pueril.
—Déjame
acabar, jefe… —Balbi parecía irritada conmigo—. ¿Crees que yo perdería el
tiempo con una chorrada como esa? De ser cierto lo que yo creo estamos ante un
caso grande de verdad, con gente poderosa muy metida. Verás, el caso es que la
informante anónima decía encontrarse en una situación moral extrema,
informándola (y aquí abrevio para no aburrirte demasiado) de que su partida de
nacimiento tenía alguna “irregularidad”, y le aconsejaba que “buscase el origen
de su alma”. Decía ser lo más parecido a su madre natural y no sé cuántas cosas
más. Esto desquició hasta tal punto a la tal Penélope que decidió irse a
Pamplona en busca de esa mujer misteriosa. Ahí es donde entramos nosotros…
Balbi
se detuvo, alargando el incómodo silencio a la espera de que yo le hiciese
alguna observación. Mi cerebro funcionaba al doscientos por ciento en esos
momentos, pero no era capaz de encontrarle ni pies ni cabeza al misterio.
—¿Qué
es lo que quiere de nosotros?
No
parecía que pudiéramos servirle de gran ayuda; al menos a mi manera de ver las
cosas.
—Estás
un poco espeso hoy jefe… —Balbi parecía a punto de desesperarse conmigo—. He
estado investigando. La partida de nacimiento de Penélope está fechada a
principios de los años setenta en Gijón. En ella se hace constar que nació en
el sanatorio Begoña. Todo parece muy normal. De hecho estaba a punto de
olvidarme de la historia cuando me dio por tirar de hemeroteca. En las
efemérides del día de su alumbramiento aparecen dos anotaciones. La primera de
ellas hace referencia al nacimiento de dos niñas; pero la segunda de ellas se
corresponde con la muerte de un varón. Ambos en el mismo sanatorio y el mismo
día… Un poco desconcertante, después de las afirmaciones de esa mujer
misteriosa, ¿no te parece?
La
agudeza de Balbi me llenó de una especie de orgullo por saberme merecedor de su
lealtad. Poseía la capacidad de síntesis y análisis de una mujer y la valentía
y arrojo de un hombre en un mismo cuerpo.
—Bueno...
—reanudó con una pasión febril, acercándose unos centímetros a mi cara y
bajando la voz—. Pues el caso es que me acerqué al cementerio municipal de
Gijón, pero parece ser que ese niño jamás fue enterrado allí…
—¿Estás
segura de eso?
Mi
cara debía de ser un auténtico poema, porque la boca se me había descolgado
como una persiana rota.
—Tengo
que volver otro día para revisar a fondo el registro de defunciones, pero el
encargado del cementerio afirma que si a él no le aparece en la hoja de
trabajos del enterrador es que nunca se le ha dado sepultura a ese niño. Al
menos en ese cementerio… —añadió con misterio y una mirada enigmática—. Pero
eso no es todo…
—Coño,
Balbi… ¿Aún hay más…? Sigue, me tienes en ascuas…
Tuve
que hacer un verdadero esfuerzo para no abalanzarme sobre ella. El corazón me
latía desbocado.
—Bueno,
el caso es que seguí investigando. Parece ser que por aquel entonces el
sanatorio de Begoña estaba gestionado por una comunidad de religiosas. Se le
conocía popularmente como Sanatorio Begoña por estar ubicado en la calle
Begoña, pero su nombre real es Sanatorio Nuestra Señora de Covadonga. He
llamado para informarme de quién estaba a su cargo en esa época, y parece ser
que la persona que lo llevaba está jubilada o algo así; y aquí viene la bomba…
¿Adivinas dónde, jefe? —sus ojos parecían dos globos terráqueos dentro de una
careta diminuta.
—No
me jodas que donde yo estoy pensando, Balbi… ¡Menuda bomba! —me entró un
cosquilleo en el estómago parecido a una náusea.
—Efectivamente,
jefe, en Pamplona… pero aún hay más… —añadió, bajando más aún el tono de su
voz—. Vengo del Registro de la Propiedad. He buscado terrenos que estuviesen a
nombre de comunidades religiosas en Pamplona y no te vas a creer lo que he
encontrado... —Balbi era un completo manojo de nervios.
—Vamos,
dispara… Me tienes en vilo, Balbi; coño…
—A
lo que voy... —ella pareció recuperar la cordura por mí—. Una semana más tarde
de ser inscritas Penélope y su hermana Natalia en el Registro Civil se registra
una donación de terrenos en las afueras de Pamplona capital. ¿Te imaginas quién
hizo esa donación?
—Adolfo
Saavedra, no me digas más.
No
me salían las palabras. Un nudo en la garganta parecía estrangularme poco a
poco.
—Adolfo
Saavedra, efectivamente. ¿Te das cuenta del alcance de todo esto?
Tardé
poco más de dos minutos en digerir toda aquella información. De ser cierta la
revelación de esa señora Penélope había tomado una sabia decisión. La clave de
todo este embrollo la tenía la vieja. Había que ponerse en marcha, y sin perder
tiempo antes de que todo se nos fuese de las manos.
—¿Alguien
más está al corriente de esto?
—Lo
dudo mucho, jefe… La chica hizo especial hincapié en que esto era un tema
personal y que acudía a nosotros porque no quería darle publicidad hasta saber
la veracidad de toda la historia. De hecho en el paquete que nos hizo llegar el
viernes adjuntaba varias cosas. Aparte de dinero en efectivo para gastos menores
a modo de anticipo mandaba esta nota de despedida para Ernesto Zaldumbia.
Quiere que sepa que está bien, pero necesita ganar tiempo. Sugiere que se la
entregues tú en mano y que te inventes cualquier historia medianamente creíble
y que luego vayas a reunirte con ella a Pamplona.
Apresuradamente
abrí el pliego que aún me faltaba por leer y me recreé en la belleza de aquella
letra. Yo jamás sería capaz de escribir con tanta simetría en las letras, todas
y cada una de ellas estaban escritas con precisión milimétrica; parecían piezas
de un extraño puzle firmemente encajadas entre sí. No pude evitar sentirme una
especie de profanador leyendo unas líneas que no iban dirigidas a mí; pero el
tono firme y la belleza de su mensaje me cautivó. En ese preciso instante sentí
un enorme interés en conocerla. Todo indicaba que se trababa de una mujer
extraordinaria. Balbi debió de advertirlo a juzgar por su siguiente comentario:
—Muy
romántica, jefe… la perdición de cualquier hombre. Guapa, rica, inteligente… ten
cuidado no te vayas a enamorar. Ya estoy empezando a sentirme celosa.
—Pierde
el cuidado, cariño… esto es trabajo, nada más.
Si
mi vida fuese un cuento de hadas en este preciso instante yo sería un enorme
muñeco de madera, y mi nariz habría aumentado de tamaño exponencialmente. Inconscientemente
me toqué la nariz, intentando alejar ese pensamiento. Lo cierto es que me
excitaba la idea de reunirme lo antes posible con una mujer tan extraordinaria.
Decidí que ese mismo día cogería el primer tren a Pamplona.
—Muchas
gracias por todo, Balbi… no sé qué haría sin ti. Eres una joya, de verdad.
Súbitamente
animado acabé el vermut que había dejado mediado y puse un billete de veinte
euros encima de la mesa. Con un gesto le indiqué al camarero que no se
preocupase por traerme la vuelta e invité a Balbi a levantarse. Mi cuerpo
parecía cargado con una especie de energía que me exigía moverme, seguramente
mis niveles de adrenalina estaban a punto de colapsarse. Estaba ante uno de los
casos con los que siempre había soñado.
—Tómate
el día libre, cielo… —la gratitud me impulsaba a ser condescendiente con mi
inapreciable colaboradora—. ¿Cuánto dinero nos ha enviado la señorita Saavedra?
—Dos
mil euros, jefe. Y dice que solo es el anticipo…
Balbi
siempre parecía leerme el pensamiento. Si eso era el anticipo seguro que me las
ingeniaba para inflarle un poco la minuta. Fuera como fuese este caso el mes
parecía que ya lo teníamos salvado. Sonreí para mis adentros.
—Bonita
suma. ¿La llevas encima?
—¿Por
quién me tomas, jefe? Esa cantidad de pasta tardo yo en ganarla mucho tiempo.
¡Cómo para perderla o que me la roben! —Tenía razón, nuestra pequeña empresa
difícilmente asumiría una pérdida tan sustanciosa por un descuido—. La dejé en
la caja fuerte el viernes.
Eché
mano de mi cartera. Vi que aún me quedaban doscientos euros. Los saqué y se los
ofrecí.
—Toma;
cómprate algún caprichito, que bien que te lo has ganado. Creo que Ágatha Ruiz
de la Prada ha sacado una colección de blusas que te vienen como anillo al
dedo. O invita al cine a ese vecinito imberbe que te come con los ojos.
Me
despedí con un guiño cómplice que la hizo ruborizar.
—Gracias,
jefe. Tenme al corriente. Tendré el móvil encendido día y noche.
—No
lo dudo, “marujona”.
Me
fui sin volver la vista atrás, seguro de que la buena de Balbi estaría en ese
preciso instante recreándose con alguna fantasía bastante subida de tono con el
mozalbete de la puerta de enfrente.
Subí
las escaleras de la oficina de dos en dos, impaciente por ponerme en marcha lo
antes posible en busca de la misteriosa anciana. Balbi me había dejado unas
anotaciones con el número de teléfono de la señorita Saavedra y la dirección de
la residencia en la que teníamos que buscar a su informante ya no tan anónima.
En otro sobre tenía la dirección de correo electrónico de Ernesto Zaldumbia.
Cuando llegué a la oficina cogí mi notebook
y el cargador del móvil. Abrí la diminuta caja de caudales —una oferta del Carrefour para uso doméstico— y maldije
para mis adentros. ¡Malditos ricachones! En la caja solo había cuatro billetes
de quinientos euros. Esas cantidades tan grandes no eran prácticas en la vida
real… ¿Cómo iba a pagar pequeñas compras con unos billetes tan grandes?
Una
vez más fui consciente de la triste irrealidad en la que vivía la gente de la
clase más alta. Tendría que pasar por el cajero automático si quería disponer
de efectivo. Volví a cerrar la caja con llave. De camino a mi casa, entre
semáforo y semáforo, le envié un correo electrónico al señor Zaldumbia
indicándole que tenía información de suma importancia para él. Esperaba que no
fuese como yo en ese sentido, porque de no ser por Balbi la mitad de los días
ni me acordaba de poner al día mi correo.
Estaba
en la ducha cuando los primeros acordes del Thunderstruck
de AC DC me indicaron que tenía una llamada en el móvil. Patinando descalzo y
desnudo por el pasillo llegué lo más rápido que pude. Cuando descolgué no había
nadie al otro lado del teléfono:
—¿Dígame?
¿Sí, dígame…?
Otra
vez la puñetera “Ley de Murphy”,
cuando parece que llegas a descolgar el teléfono apurado llegas tarde. Iba a
apretar el botón de desconectar cuando una serie de extraños chasquidos me
indicaron que la persona que había llamado no había cortado aún la
comunicación. Repetí la consabida fórmula con creciente malhumor:
—¿Siiiii?
¡A la porra…! ¡Voy a colgar…!
—¿El
señor Balagar? —una voz un tanto atiplada parecía surgir de la nada. Me relajé
un poco.
—Al
aparato… ¿Con quién tengo el gusto?
—Soy
el secretario del señor Zaldumbia. Parece ser que usted le ha enviado un correo
electrónico intentando ponerse en contacto con él. Si me dice la naturaleza de
su mensaje yo se lo transmitiré con sumo gusto, y trataré de concertarle una
entrevista con la mayor brevedad posible...
Ese
secretario parecía un remanso de paz, la musicalidad de sus palabras me sonaron
a estribillo de canción de verano. Me exasperaban las normas de cortesía a las
que se veían obligados a veces los subordinados.
—Verá
usted… Sé que está tratando de hacer su trabajo, pero yo necesito hablar con
don Ernesto Zaldumbia hoy mismo sin falta. Me voy a ir de viaje y tengo que
solucionar unos detalles de tipo privado con él… —procuré que mis palabras
resultasen corteses, presintiendo que de todas formas no me iba a hacer ni
puñetero caso.
—Balagar…
¿verdad? —dijo, sin molestarse en ocultar un deje despreciativo—. El señor
Zaldumbia afirma no conocerle de nada. No obstante yo le pasaré el aviso en
cuanto sea posible.
Ya
estaba, ya me había dado de lado… Necesitaba apostar un poco más fuerte.
—Verá,
secretario… ¿verdad? —le dije, tratando de imitar el falsete de su timbre de
voz—. Tengo información que puede interesarle a su jefe, relativa a la
desaparición de la señorita Saavedra; información que me ha sido facilitada por
la propia señorita Saavedra, pero solamente a condición de ser entregada en
mano al señor Zaldumbia. ¿Cree usted que eso hará que crezca un poco su
interés?
Se
creó un silencio al otro lado de la línea. Supuse que el displicente empleado
estaba dudando de la veracidad de mis afirmaciones, sin duda temiendo las
posibles represalias de su jefe en el caso de equivocarse conmigo. Al rato
contestó con un susurro:
—No
se retire, por favor…
Me
puso en modo de espera, con una desesperante musiquilla de fondo de algún
conocido compositor de música clásica. Yo jamás intentaría acertar de quién. Al
cabo de unos minutos que se me hicieron eternos la vocecilla atiplada volvió.
—No
se retire, Balagar. Le paso con el señor Zaldumbia…
Una
voz autoritaria dio paso a la voz atiplada. El remanso de paz se había acabado.
—Soy
Ernesto Zaldumbia… —afirmó una voz pomposa y fría—. Espero que no me hagas
perder el tiempo….
Parecía
malhumorado. Yo creía que sería recibido con una acogida respetuosa y educada,
pero al parecer le tenían sin cuidado las noticias que le pudiese traer de
Penélope. Quizás fuese simplemente su arisco carácter de tiburón empresarial.
El caso es que me puso a la defensiva.
—No
es mi intención perder ni su tiempo ni el mío. La señorita Saavedra se
encuentra bien y quiere que se lo haga saber. Me ha enviado un manuscrito que
quiere que le entregue en mano. Está de viaje por iniciativa propia y quiere
que yo sea su enlace. ¿Le parece bien?
—Estas
cosas no son para hablarlas por teléfono. Venga a mi casa. Le doy veinte
minutos. Avenida de los Monumentos, 696. Entre por la puerta de servicio.
Acto
seguido colgó el teléfono. Me sentí desconcertado. Ni tan siquiera se había
preocupado en preguntar si yo podía presentarme en tan poco tiempo allí. Me
vestí con lo primero que encontré y salí disparado maldiciendo. Un tipo
molesto, el tal Ernesto. Esperaba quitármelo de encima cuanto antes.
En
menos de un cuarto de hora tenía mi pequeño Seat Cupra aparcado a la puerta del
enorme edificio. Me tomé un par de minutos en admirar el imponente cierre de forja
que rodeaba el inmenso jardín. Unas cámaras de videovigilancia enfocaban toda
la calle desde unas altas atalayas de acero inoxidable. Con el fin de
salvaguardar la intimidad de sus habitantes algún celoso jardinero había
cercado los muretes de hormigón con un cierre de boje (o quizás el mismísimo
Ernesto Zaldumbia). El resultado era una especie de fortaleza con muros de
forja y hormigón de casi dos metros de altura. Imposible adivinar lo que se
guardaba allí dentro.
Busqué
desorientado la puerta de servicio. Ese concepto tan snob de puerta principal y
puerta de servicio yo ya lo creía abolido en tiempos del fin de la esclavitud.
Una puerta corredera con el cartel de “Vado Permanente”, un portón de madera de
roble macizo tallado a mano con video portero, una portezuela verde con un
simple timbre… esa debía de ser la puerta de servicio. Estaba a punto de pulsar
el botón del timbre cuando me sobresaltó una voz metálica que parecía provenir
de un altavoz escondido entre el boje del cierre.
—Identifíquese,
por favor…
En
ese momento me di cuenta de que una pequeña cámara me enfocaba directamente
desde lo alto de la portezuela. Supuse que la cámara también recibía audio y
grité hacia ella:
—Soy
Balagar. He quedado citado con el señor Zaldumbia.
Un
zumbido me indicó que estaba en lo cierto. Con un chasquido la puerta se abrió
automáticamente.
—Pase,
por favor.
Nada
más entrar pude ver una pequeña garita instalada al lado de la rampa de acceso
al garaje, y un guardia de seguridad que seguía atentamente mis movimientos por
unas pantallas de televisión. Con toda seguridad era el que me había abierto la
puerta.
Otro
compañero uniformado surgió como un fantasma a mis espaldas sobresaltándome.
Con acento marcial me ordenó que le siguiera.
Me
dejé conducir con docilidad. En el fondo me hacía sentir importante que se me
tratase con tanto celo. Atravesamos un camino de gravilla y entramos en la
imponente mansión de Zaldumbia. Se trataba de una impresionante casa de
indianos rehabilitada, con muros macizos y un escudo de piedra datado de 1890.
Sin duda tenía buen gusto, aparte de dinero… Sentí la envidia que siempre
sentimos los pobres cuando vemos algo inalcanzable para nosotros. El interior
de la casa no era para menos: tapices, estatuas, óleos, antigüedades… me sentí
como un mosquito en la madriguera de un enorme sapo. Sin duda esa era la
intención de Ernesto Zaldumbia… llevarme a su terreno para confundirme y
sacarme información.
—Espere
aquí.
El
tono del guardia no admitía réplica. Eficiente como un autómata, pese a su carencia
de modales.
Me
senté en una butaca de cuero con aspecto de ser muy cómoda. Parecía encontrarme
en una especie de salita para invitados, con otras dos butacas enfrente de
donde yo me había sentado orientadas hacia mí. Un pequeño mueble bar contenía
una buena colección de licores. Parecían caros, pero sus marcas no me
resultaron demasiado conocidas, debían de ser grandes reservas exclusivas.
—Sírvase
algo, por favor… —la ampulosa y lejana voz de Ernesto me sacó de mis
cavilaciones—. Será la primera; y posiblemente última vez que tenga ocasión de
probar algo así. No está hecha la miel para la boca del cerdo…
Al
fin aparecía Ernesto, y como parecía ser la norma de la casa se me acercaba por
la espalda. Sentí un ligero escalofrío. Otra vez estaba en desventaja. Me
levanté como un felino de mi butaca y me di la vuelta para verle de frente. Su
evidente menosprecio hacia mí no hizo sino aumentar mi repugnancia sobre él. En
los mentideros locales se afirmaba que era un ególatra prepotente, clasista y
sin escrúpulos; pero yo nunca había imaginado lo cortos que se habían quedado.
Se
acercaba torpemente, dando tumbos como un marinero recién desembarcado. Sus
pequeñas piernas estaban visiblemente arqueadas, como si fuesen incapaces de
sostener el inmenso peso de su orondo barrigón. Trataba de hacerse pasar por
elegante embutido en un traje de color azul celeste que al menos a mi entender
no le favorecía demasiado. Me pregunté qué demonios sería lo que podría empujar
a las mujeres como Penélope a formar parte de su colección de trofeos. Decidí
hacer oídos sordos a sus provocaciones.
—No,
gracias… dígale a alguno de sus esbirros que me traiga una San Miguel, por
favor… y que esté fresquita, a poder ser… —si ese gordo pretencioso pretendía
acobardarme había dado con el hombre equivocado—. Un purito sí que me fumaría,
si no le parece mal…
El
rostro de Ernesto se encendió súbitamente pasando del rojo escarlata al malva
en cuestión de un segundo. Tragando saliva me espetó:
—Baltasar…
no se pase de listo —su dedo índice me señaló amenazadoramente.
—Balagar,
si no le importa….
Un
guiño y una mueca cómica. Ernesto acusó la puntilla como un toro en los
toriles.
—¿Trae
algo para mí o no lo trae? —empezó a resoplar como un fuelle gastado—. No venga
a insultarme a mi casa. No se equivoque. Esto es MI CASA —remarcó sus últimas
palabras con un extraño brillo malévolo en la mirada—. Aquí el que ordena soy
yo… ¡¿Está claro?!
Su
manifiesta hostilidad lejos de intimidarme me animó. Empezó a divertirme aún
más sacarle de quicio. Exasperado por mi pasividad Ernesto empezó a
desesperarse.
—¿Qué
es lo que traes? ¡Maldito mequetrefe! ¡Me estás haciendo perder un tiempo que
no tengo…! ¿Qué coño es eso de un “manuscrito”? Venga, empieza a largar si no
quieres que te eche de aquí a patadas…
—Tranquilo,
caballero, que le va a dar a usted una lipotimia… como le tenga que hacer el
boca a boca lo llevamos jodido, porque yo no soy de los que se besan en la
primera cita…
Los
ojos de Ernesto se inyectaron en sangre, y unos espumarajos de rabia mal
contenida me indicaron que había traspasado la línea de lo prudente.
—Voy
a hacer que te apaleen como a un perro por esto, miserable. Te van a dar la
paliza de tu vida. No te va a reconocer ni tu madre, cabrón. Vete encargando
una silla de ruedas, porque te voy a partir las piernas. Dame lo que sea que
traigas para mí y lárgate antes de que me arrepienta de dejarte ir… ¡Sergei,
acompaña a este mierda a la salida!
Un
enorme matón se me acercó con cara de pocos amigos. Tenía todo el aspecto de un
enorme boxeador ruso acostumbrado a métodos poco sutiles. Arrojé el folio con
la carta de Penélope hacia Ernesto.
—Soy
el único que sabe dónde está su prometida —procuré que mi voz sonase firme y
segura—. Está bien y desea mantener contacto con usted, pero no me gustan las
amenazas… Le mantendré informado por correo electrónico. No haga tonterías.
Ernesto
deslizó la mirada hacia el folio manuscrito, y al reconocer la caligrafía de Penélope
aflojó su garra en torno a mí:
—Déjalo
irse, Sergei, pero quédate bien con su cara, porque os volveréis a ver…
Me
fui con la certeza de que esta reunión me auguraba unos encuentros en el futuro
poco recomendables para mi salud. Me alegré de que no me hubiesen registrado al
entrar ni al salir porque toda la conversación la tenía grabada en audio y
video. En internet vendían unas plumas estilográficas de aspecto inofensivo muy
útiles en casos de amenazas como ese. Le mandaría una copia a Balbi en cuanto
pudiera por si fuera necesario recurrir a ello en un futuro. No cabía duda de
que el tal Ernesto era un mafioso de primer orden. Un tipo peligroso sin lugar
a dudas.
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