Capítulo
12
E
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l ronroneo del
motor tiene un extraño efecto hipnótico. A lo largo de los últimos doscientos
kilómetros yo estaba siendo una víctima más de su monótona melodía. A ello se
unía el devastador efecto que produce el cambio de luz del amanecer. El alba le
ganaba la batalla a la oscuridad y el resultado eran unos reflejos rojizos en
las montañas que nos rodeaban. Esta suerte de crepúsculo sangriento hacía aún
más irreal y vaporoso el final de nuestro viaje. Los párpados empezaban a
pesarme como si fuesen dos enormes planchas de plomo macizo.
Penélope
había insistido en turnarse conmigo en el viaje de regreso a Oviedo; pero yo
jamás se lo habría permitido. Algunos lo llamarían machismo; pero lo cierto es
que mi mentalidad “de la vieja escuela” no lo consentiría por una simple razón
de cortesía masculina.
Eché
una mirada de soslayo a mi acompañante. Había reclinado el asiento por completo
y se había cubierto con una ligera manta de viaje. Por un segundo tuve la fugaz
sensación de que no estábamos allí por simple casualidad. Mucha gente se empeña
en afirmar que cuando los caminos de dos personas se cruzan nada sucede por
azar, y les gusta llamarlo Destino.
Balbi
era una de esas personas practicantes del taoísmo defensoras a capa y espada de
esa idea tan romántica y dramática a la vez de que todos estamos predestinados
a encontrar un alma gemela. El Ying y el Yang, la causa y el efecto, la acción
y la reacción. En mi caso particular si existía una media naranja yo debía de
ser un medio limón, porque no acababa de dar con esa persona que teóricamente
te ha de servir de complemento y apoyo. No era propio de mí filosofar sobre mí
mismo. La somnolencia del amanecer me había hecho desvariar. Era el momento de
buscar una gasolinera con cafetería.
Creía
recordar haber pasado hacía poco un cartel indicador, pero podría haberlo
soñado igualmente. Me froté las sienes con las manos y me di unos ligeros
cachetes para despabilar. Penélope debió de sobresaltarse con mis rudimentarios
métodos de estimulación, porque la sentí revolverse a mi lado. Apartando la
manta de viaje asomó su adormilado rostro frotándose los ojos con el dorso de
las manos.
—¿Dónde
estamos ya? —lanzó una rápida mirada al navegador de viaje.
—Llegando…
estamos a ochenta kilómetros. ¿Te apetece desayunar? —un bostezo involuntario
se me escapó, acompañado de un estiramiento de la espalda bastante inapropiado.
Me excusé:
—Perdona,
estoy que me caigo, necesito una dosis doble de cafeína… —ella bostezó también,
desperezándose ruidosamente.
—No
hay nada que perdonar… ¿No sabes lo contagiosos que son los bostezos?
Colocó
el asiento en la posición habitual atusándose el cabello con una incipiente
coquetería femenina. Bajó el parasol del lado del acompañante y se guió por el
espejo de cortesía para acabar de colocar su melena en una especie de caótico
orden estudiado. No pareció convencerla demasiado el resultado, porque con un
mohín de protesta me indicó que agradecería que no la mirase hasta que se
hubiese acicalado un poco. Me hizo gracia porque era la primera vez en mi vida
que veía a una mujer tan radiante recién levantada. Ese aire descuidado le daba
un toque ciertamente adorable. Pasamos por delante de otro cartel indicador. No
lo había soñado. La próxima desviación nos llevaría a un área de descanso con
gasolinera y cafetería.
Sentados
en una pequeña mesa redonda comenzamos a desayunar en silencio, absortos en
nuestros pensamientos. Volví a mirar mi teléfono móvil. No sabía nada de Balbi
desde ayer por la mañana, antes de ir a reunirnos con la monja. La había
llamado varias veces para ponerla al corriente, pero su terminal aparecía como
“Apagado o fuera de cobertura”. Estaba un poco inquieto; no era propio de ella
descuidarse de ese modo. En el teléfono de la oficina tampoco me había
respondido nadie. Lo primero que haría en cuanto la viese sería echarle una
buena reprimenda. Penélope debió de notar la sombra de la preocupación en mi
semblante, porque no tardó en preguntarme.
—¿Estás
bien? Pareces cansado. Si quieres conduzco yo los kilómetros que faltan. Al
menos yo he dormido un poco… ¡Dios, que hambre tengo…!
—No,
no es nada… Es una tontería sin importancia… ¿Te ha contestado tu padre?—añadí
cambiando de tema.
—Pues
no… parece habérselo tragado la tierra. Ni me contesta ni me devuelve las
llamadas. Es como si supiera para qué le llamo y estuviese escurriendo el
bulto… —Penélope frunció la boca en una mueca grave antes de chasquear la
lengua con fastidio.
—No
parece el tipo de hombre que le dé la espalda a los problemas… —dije sin
pensarlo demasiado, tratando de consolarla.
—No,
no es de los que se achican ante las dificultades. Al contrario. Siempre parece
estar buscando nuevos retos y nuevos adversarios. El miedo que yo tengo es que
empiece a considerarme un adversario a mí —se quedó pensativa unos instantes,
con una magdalena a medio camino de su boca—. No te imaginas el daño que puede
hacerle a su carrera mi pasado, Balagar… en estos momentos me estoy
convirtiendo en un serio problema para él y para su partido… Todas sus
aspiraciones, todos sus sueños…
—Es
imposible que lo sepa, a menos que… —no acabé la frase.
—¿A
menos que… qué? —Penélope parecía expectante.
—A
menos que los hombres que mandó Ernesto a vigilarnos lo hicieran por orden de
tu padre.
—Padrastro…
al parecer —me corrigió ella con acierto.
—¿Cómo
es la relación entre tu novio y Adolfo?
—Yo
creo que buena… —contestó ella llevándose otra magdalena a la boca—. Ernesto
siempre le ha respetado muchísimo.
Le
aparté una pequeña miga de la comisura de la boca. Ella se sonrojó ligeramente,
bajando la vista un poco avergonzada. Le dediqué una de mis mejores sonrisas
antes de preguntarle de nuevo.
—¿Cómo
un yerno respetaría a un suegro o como un empleado respetaría a un jefe?
—No
lo sé, Balagar… ¿Cómo quieres que lo sepa? ¿No vas a comerte esta galletita de
cortesía? —añadió desenvolviendo una pequeña galleta caramelizada—. ¿En qué se
nota?
—Tienes
razón, perdona… debo de estar volviéndome paranoico… ¿Nos vamos?
Cuando
llegamos a Oviedo lucía un sol de justicia pese a que solamente eran las ocho
de la mañana. El buen tiempo parecía haber llegado con anticipación. Habíamos
pasado la última media hora evitando deliberadamente hablar de lo que supondría
para ella enfrentarse a su nuevo pasado. Ambos sabíamos que escarbar en la vida
de las personas de esa manera afectaba a todo tu entorno.
No
quise ponerla más nerviosa de lo que ya parecía estar. Aparqué su coche en
doble fila delante del portal de mi oficina y la invité a bajarse conmigo a
tomar un café. Ella rechazó mi invitación alegando que quería pasar por su casa
a ducharse y prepararse para la reunión con Judith y Natalia. Insistió en que
me quedase con el sobre lacrado para evitarle la tentación de abrirlo a solas,
y quedamos citados para después de comer en la asociación. Supe por su mirada
que había sentido el mismo impulso que yo de despedirme con un amistoso beso
informal; pero acabó tendiéndome la mano.
La
estreché con frialdad profesional y me despedí. Me fijé en que “El Vinagre” no se había perdido ni un
solo detalle de nuestros movimientos. Nada más entrar por la puerta me espetó:
—Buenos
días, señor.
—Hola...
Parecía
que al fin había dejado de ser indetectable en su radar. Verme bajar de un
súper-deportivo acompañado por una mujer tan atractiva seguramente me había
hecho ganar un buen montón de puntos en su particular baremo de jerarquía
social. ¡Pobre diablo!
Subí
las escaleras comiéndome los escalones de dos en dos; y al llegar a la puerta
vi con desaliento que Balbi no había llegado todavía. Una vez en la oficina
comprobé que todo estaba tal cual yo lo había dejado el lunes. Nadie parecía
haber pasado por allí en esos dos días.
En
la centralita telefónica parpadeaba una luz intermitente roja. Pulsé el botón
del contestador automático y saqué una pequeña libreta para tomar apuntes. Nada
digno de interés. Tres llamadas de posibles clientes y otras dos de Edurne, una
antigua ex novia que parecía estar empeñada en revivir tiempos pasados.
Supuse
que Balbi estaría trabajando en alguno de los casos, porque una de las llamadas
era del lunes por la mañana. Cogí el dinero que había dejado en la pequeña caja
de caudales y fui al banco a ingresarlo. Ese día ya era miércoles 1 de junio, y
a primeros de mes se me amontonaban los gastos a cubrir —el primero de ellos la
nómina de Balbi, que tenía prioridad absoluta ante todo lo demás.
Cuando
salí del banco me sentí un poco más tranquilo. Ese mes las cosas marchaban
especialmente bien, al menos en el aspecto económico. los clientes que se
habían retrasado en sus pagos se habían puesto al corriente, así que por
primera vez en muchas semanas disfrutaba de algo de liquidez. Eso merecía una
celebración.
Volví
a llamar al número del móvil de Balbi, sin resultado de nuevo. Tal vez se
encontrase enferma. Era la única explicación. En el banco me habían dicho que
no había pasado por allí en los últimos días; y eso sí que era extraño; porque
todos los lunes se encargaba de hacerle la liquidación de los cupones al
vendedor de la ONCE del parque del Campillín.
Siempre
salía un poco antes los lunes para recogerle todos los cupones que le sobraban
del fin de semana, y se ocupaba de ponerle al día los pagos pendientes desde el
viernes. Ese lunes me habían dicho que no había pasado por allí; y eso sí que
no era propio de ella. Pasaría por su casa para salir de dudas. Podría haberse
dormido; o tal vez se hubiese vuelto loca de remate y estuviese dando rienda
suelta a la pasión con su lujurioso vecinito.
Una
vibración en el bolsillo de los pantalones me sacó de mis cavilaciones:
—Dígame…
—Una voz masculina me respondió con gravedad.
—Buenos
días; le llamo del Hospital Central de Oviedo… ¿Conoce usted a Balbina Torres?
—Sí,
claro… ¿le ha pasado algo?
—Bueno...
¿Es usted familiar de primer grado? ¿Su pareja, quizás? Hemos localizado su
teléfono móvil y le tiene a usted asignado como predeterminado para casos de
emergencia.
El
Gobierno había hecho hacía mucho tiempo hincapié en lo necesario de tener
asignado un teléfono de confianza por si le resultaba necesario a los servicios
de emergencia. Nunca habría creído que un día lo fuese a utilizar nadie. En
silencio bendije la capacidad de previsión de mi inigualable Balbi.
—No,
no… —respondí azorado— somos compañeros de trabajo… No tiene familia, que yo
sepa… ¿Ha preguntado por mí? ¿Se encuentra bien?
—Pase
usted por aquí si es tan amable. Necesitamos cubrir un informe. La policía ya
ha levantado un atestado.
—¿Atestado?
Ella no tiene carnet de conducir… ¿La han atropellado?
—Verá
usted, señor… —mantuvo expectante las últimas sílabas.
—Balagar,
Balagar Fartón.
—Pues
bien, señor Fartón. No estoy autorizado a darle esa información. Si es tan
amable y se persona por aquí estoy seguro de que le atenderá con sumo gusto
cualquiera de mis compañeros del Servicio de Urgencias. Yo estoy en el Servicio
Administrativo.
Su
voz sonaba educadamente cortés, muy profesional; pero a la vez muy fría y
lejana. Era el tipo de voz de la persona acostumbrada a dar malas noticias sin
que se percibiese en su tono de voz que estaba dando precisamente eso… malas
noticias.
—No
se preocupe, en menos de media hora estoy ahí —contesté malhumorado.
“¡Malditos
funcionarios”! rezongué por lo bajo para mis adentros… “¿Qué trabajo le costaba
decirme algo de utilidad?”
Lo
primero que hice fue marcar el número de teléfono de mi amigo José Medallas.
Era un poco difícil que estuviese en su oficina, porque era la hora a la que
solía salir a desayunar, así que seleccioné el número de su teléfono móvil. Una
voz inconfundible me contestó al segundo tono.
—Coño,
Balagar… ¿Qué necesitas esta vez?
La
voz sonaba jovial; al parecer todos los problemas que tenía el lunes cuando le
había ido a visitar con “mi problemilla” con la grúa habían desaparecido. Me
agradó reconocer al Medallas de siempre.
—Buenos
días, amigo… Necesito un favor, para variar. Me acaban de llamar del hospital…
¿Te acuerdas de Balbi?
—Hombre,
no me voy a acordar… Si no fuera porque sé qué es lo que tiene entre las
piernas ya la hubiese invitado a salir a bailar hace tiempo… —una carcajada
retumbó al otro lado de la línea telefónica.
—Oye,
Medallas… en el hospital me acaban de decir no sé qué de un atestado. Estoy un
poco preocupado por ella… ¿Podrías decirme algo mientras yo subo al hospital? Creo
que algún cabrón la ha atropellado o algo así…
—La
duda ofende… —afirmó con seriedad—. Ahora mismo me pongo a ello. Acabo el café
y me acerco a mi despacho.
—Te
debo una... —añadí agradecido.
—No;
no me debes una; me debes un montón… Anda, vete subiendo, que en diez minutos
te digo algo... Tienes suerte de que me has pillado de buenas y al lado de la
comisaría.
—Gracias,
amigo…
Llamé
a un taxi. Rogué para que a Balbi no le hubiera pasado nada grave. Me habían
llamado con su teléfono, lo que significaba que ella no se encontraba en muy
buenas condiciones. Crucé los dedos confiando en que todo hubiese sido un susto
sin demasiadas consecuencias. El teléfono empezó a sonar de nuevo. “Número
privado”… seguro que era Medallas.
—¿Si?
—hice una señal al taxista para que bajase un poco el volumen de la radio. El
taxista me lanzó una mirada de soslayo aviesa y malintencionada.
—Balagar,
soy yo…
—Dime,
José… ¿Sabes algo? —El silencio que se produjo me indicó que Medallas estaba
escogiendo las palabras que vendrían a continuación. Me puse en guardia,
preparado para cualquier cosa que me hubiese de venir.
—A
ver… —dijo al final con la voz rasposa—. No sé cómo decírtelo con sutileza.
Balbi está muy jodida, Balagar… al parecer la encontró hoy de madrugada un
chaval que estaba haciendo footing.
Estaba tirada en una cuneta en un apartadero cerca del embalse de Los Alfilorios,
en una zona donde no hay cobertura de teléfono, muy alejada de la carretera.
Llevaba encima el bolso con toda la documentación, y no le faltaban las
tarjetas de crédito.
No
llevaba dinero en efectivo, por lo que el móvil de un robo no queda descartado;
pero todo parece indicar que fue atropellada… La patrulla que acudió a la
llamada de socorro informó de que llevaba puestas sus joyas en los dedos y que
no le faltaba el reloj ni el teléfono móvil. Fue encontrada inconsciente y
parece ser que perdió mucha sangre; pero el equipo de soporte vital logró
estabilizarla para su traslado al centro médico a primera hora de la mañana. El
informe preliminar está firmado a las 7:45 h.
—A
las 7:45 h. de la mañana… ¿Qué demonios podía hacer Balbi al amanecer en Los Alfilorios?
No tiene sentido, Medallas….
—Bueno...
El atestado lo hicieron los compañeros de la patrulla porque al parecer había
marcas de neumáticos justo antes y después del cuerpo de Balbi, como si
hubiesen acelerado para atropellarla una y otra vez. Todo parece indicar que
algún conductor borracho la atropelló y luego se dio a la fuga; pero que por la
razón que sea se ensañó con ella… Los zapatos no aparecieron en la zona del
atropello, policontusiones de carácter muy grave, marcas de rodaduras… Estamos
comprobando las cámaras de tráfico de la zona para ver si damos con el cabrón
que lo hizo. No te preocupes, serás el primero en enterarte, no te quepa duda.
—Gracias,
amigo.
Hacía
un buen rato ya que habíamos llegado a la puerta del hospital. El taxista había
parado el vehículo, pero no el taxímetro, que seguía funcionando mientras yo
hablaba por teléfono. Le di al taxista el dinero justo. La propina ya se la
había cobrado él de antemano.
En
admisiones me informaron de la habitación en la que habían instalado a Balbi.
Estaba en uno de los boxes de observación, en Urgencias. Me hicieron una
tarjeta digital provisional para poder entrar.
Me
acompañó una enfermera de mirada ausente y gesto taciturno. Saltaba a la vista
que su rutina diaria la tenía deshumanizada por completo, y lo cierto es que
nadie podría culparla; porque las escenas que se repetían en cada uno de los
cubículos eran cuanto menos descorazonadoras. En ese momento fui consciente de
la saturación moral de trabajar en sitios como la UVI o Urgencias. No me
extrañó en absoluto que todos los directores de centros sanitarios estuviesen
cansados de firmar bajas laborales por estrés y por depresión; porque después
de un par de semanas allí yo también la pediría.
Cuando
al fin llegué al lado de Balbi casi deseé por un segundo no haber ido. Metida
en aquella camilla parecía una crisálida gigante rodeada de cables y de tubos.
Tenía la cabeza vendada, y solo se le podían ver unos ojos amoratados. Una de
las piernas le colgaba de un cable de acero en cabestrillo del techo. Le habían
escayolado casi todo el cuerpo. Me quedé en silencio observándola, incapaz de
reaccionar; sintiendo miles de cosas a la vez: lástima, incredulidad, dolor,
miedo…
—Buenos
días. Soy el doctor Antuña. ¿Es usted familiar del señor Torres?
—Buenos
días. No, no soy familiar; pero soy lo más parecido que se va a encontrar... Y
le agradecería que en lo sucesivo se refiriese a Balbi como “la señorita
Torres”. Supongo que han tenido acceso a su documentación personal; pero me
consta que eso ya lo sabe… ¿no?
—Yo
solo entiendo de características físicas; y en lo que a mí respecta la señorita
Torres (como usted la llama) es un caballero; pero bueno… si a ustedes les hace
felices yo le llamaré como ustedes quieran. Si quiere que la llame Bambi la
llamaré Bambi… ¿Es su novia?
—Balbi,
no Bambi... Balbina —repuse en tono tajante—. ¿Es usted homófobo, doctor, o
simplemente gilipollas? Creo que en su juramento hipocrático no se hacen
distinciones de raza, sexo o condición social… ¿o me equivoco? —me entraron
unas ganas enormes de estamparle una bofetada, pero me contuve—. En fin...
—añadí, tratando de ser cortés—. Dígame por favor cómo está; que es a lo que he
venido y déjese ya de estupideces.
Este
último comentario no pareció agradar demasiado al doctor, que sacó con evidente
desgana unos informes de un voluminoso portafolios. Les echó un vistazo rápido
y con marcado acento teatral comenzó su exposición:
—La
paciente presenta un cuadro clínico de policontusiones. Fractura craneal
abierta en la región occipital. Se le observa abundante hemorragia, corregida
con cirugía menor en el mismo momento de su ingreso.
—Perdone,
doctor, pero no me estoy enterando muy bien de lo que me quiere decir. Yo no
entiendo de medicina. ¿Cuál sería entonces su conclusión?
—Mi
conclusión es que aún es demasiado pronto para decirle nada —respondió con
hostilidad—. Ahora mismo su estado es crítico y la evolución que presente en
las siguientes 48 horas será decisiva. Lo más probable es que salga de esta,
pero que arrastre secuelas de por vida.
—¿Secuelas?
—la voz se me atragantó, casi sin atreverme a imaginar el alcance de las
posibles “secuelas”.
—Tenga
usted en cuenta —añadió el médico suavizando un poco la voz— que a pesar de que
la contusión craneal no llegó a fragmentar el hueso por completo sí que fue lo
suficiente contundente para abrirle una brecha importante. Aparte de la
hemorragia, que ya ha sido subsanada por completo, hemos detectado una leve
pérdida de masa encefálica. No podría predecirle las consecuencias, pero el
porcentaje de afectación en casos como este es casi seguro —al decir esto
último noté un atisbo de humanidad en su mirada.
—Gracias,
doctor… ¿Puedo quedarme con ella un poco?
—No
solo puede, sino que debe… Hay muchas teorías al respecto, pero mi experiencia
me ha hecho llegar al convencimiento de que las palabras de aliento de los
familiares y el contacto físico (tocarles, acariciarles, apretarles las
extremidades) a los pacientes de este tipo les viene bien. Algo ha de haber que
conecte cuerpo y mente, porque los enfermos desahuciados por sus familiares
suelen presentar una involución evidente.
—¿Cree
usted que a ella le servirá de algo que yo esté aquí hablándole?
—Lo
único que ayuda en estos casos es la fe en Dios, señor mío… Les dejo a solas.
Si vuelve mañana a mediodía a lo mejor le puedo dar un poco más de información.
El
doctor Antuña salió con paso rápido del cubículo dejando tras de sí un
auténtico mar de interrogantes para mí.
Me
aproximé con cuidado al camastro de Balbi. En realidad era una camilla anclada
a un bastidor de acero. Entre el mar de tubos y gomas que le entraban y salían
del cuerpo destacaban unas correas que la sujetaban firmemente a la camilla.
Entre la escayola que le cubría casi todo el cuerpo y la postura en la que la
tenían postrada por un momento me sentí igual que un colegial cuando asiste por
primera vez al museo de ciencias naturales para ver su primera momia. Aparté
rápidamente esa idea de mi cabeza. Balbi siempre había sido una mujer con una
energía contagiosa. Su vitalidad se sobrepondría a este accidente.
Acerqué
mi mano a su cabeza para acariciarle el pelo, solo para darme cuenta de que le
habían rapado la cabeza al cero. Apresé una de sus manos y le empecé a susurrar
palabras de aliento al oído. Nunca le había dicho lo mucho que la necesitaba a
mi lado. Nuestra relación (al margen de lo estrictamente profesional) tenía
mucho de parasitaria. Unas veces yo era huésped y ella parásito; pero la
mayoría de las veces yo era quien más necesitaba de ella. Había llegado a
quererla como un hermano quiere a una hermana; y nunca me había tomado la molestia
de hacérselo saber.
Querer.
Sinónimo de amar, necesitar, adorar… Ese verbo era un verbo tabú en mi vida,
reservado tan solo a contadas personas y en contadas ocasiones. Había tenido
novias que nunca habían sido agasajadas con esa palabra, porque la frase “te
quiero” encierra demasiadas promesas, demasiada dependencia, demasiada
confianza en la persona a la que va destinada. En ese preciso instante yo
estaba siendo consciente de que Balbi era propietaria de todo eso y mucho más.
No podría soportar la idea de perderla. Ambos éramos unos solitarios hechos a
sí mismos; nuestro pasado discurría por derroteros comunes; y en el fondo lo
que me asustaba era la certeza de que yo podría ser ella en ese mismo instante.
Me
imaginé ingresado en un hospital, sin familia que acudiese a darme consuelo y
compañía. La perspectiva no era nada envidiable. En ese momento recordé que me
había hablado en cierta ocasión de que tenía un hermano; pero que no se
hablaban desde hacía muchísimos años. Al parecer no había sentado demasiado
bien en su familia (de carácter conservador a todas luces) que su hijo
decidiera comportarse públicamente como una mujer. No habían sido capaces de
asimilar que a veces la Naturaleza tiene el capricho de encerrar un alma de
mujer en un cuerpo de hombre, y viceversa.
En
cierta medida le habían empujado a ser todo lo que había sido; porque para
ganarse la vida había comenzado a prostituirse. Aquel dinero “fácil” (a mi
entender el dinero ganado con la prostitución de fácil tiene poco ciertamente)
le había permitido ir saliendo adelante con mayores o menores dificultades.
Ella nunca admitía que le hubiese hecho daño el rechazo de su familia; pero en
el fondo ambos sabíamos que en los momentos difíciles quien realmente tiene la
llave para hacerte sentir bien son la familia y los amigos.
Decidí
que esa tarde llamaría sin falta a su hermano. No sería demasiado difícil
encontrarle. Volví a acariciarle la mano a Balbi, fijándome en un detalle que
hasta el momento me había pasado inadvertido. En las muñecas se podía apreciar
una estrecha línea amoratada que las rodeaba de lado a lado en perfecta
circunferencia. Su color violáceo indicaba que no eran demasiado recientes.
Súbitamente me invadió una sensación de furia y de ansia de revancha. No tenía
sentido; era prácticamente imposible; pero allí estaba la muestra evidente de
que alguien parecía haberse tomado demasiadas molestias en que Balbi se
encontrase ahora mismo en este estado. Con la violencia y la pasión del momento
me incorporé como un animal enrabietado saliendo en busca del doctor Antuña.
Me
lo encontré en la sala de guardias tomándose un café con una enfermera que no
parecía hacerle demasiados ascos a su galantería. La tenía asida por un brazo
mientras le contaba algún tipo de anécdota, al parecer divertida. Ambos
parecían disfrutar de ese contacto, porque las carcajadas que se les escapaban
podían escucharse desde lejos. De hecho lo que me había guiado hasta allí como
una potente luz a una polilla había sido la voz del doctor Antuña. Era evidente
que en sus momentos libres el buen doctor se entregaba a una de las pasiones
más humanas que existen.
Me
pregunté si la enfermera que tan bien se dejaba querer se habría fijado en el
voluminoso anillo de casado que portaba con indiferencia en su dedo anular
derecho. No tenían demasiada pinta de ser marido y mujer. Estaba cansado de
perseguir a tipos como él en mi día a día. Hice una pequeña reseña mental de
que nuestros caminos casi seguro que volverían a cruzarse en un futuro; pero en
esa ocasión yo sería el cazador y él acabaría suplicando. Di unos toques con
los nudillos en la puerta de entrada para anunciar mi llegada, y las carcajadas
cesaron de repente. En su lugar me vi enfrentado a unos amenazadores ojos
negros que parecían taladrarme.
—Esto
es zona restringida. Solamente personal sanitario —masculló entre dientes
ofendido el doctor Antuña—. Salga ahora mismo de aquí o llamo a Seguridad.
El
doctor hacía gala de una seguridad envidiable, sin duda insuflada en parte por
las miradas de reproche que me lanzaba su acompañante como dagas envenenadas.
—No
me iré hasta que no me explique un par de cosas, doctor…
—No
tengo nada que explicarle. Ya le he dado mi informe. Si le parece que no ha
sido suficiente es su problema. Verá usted, caballero… puedo entender que le duela
ver a su novia en ese estado. Personalmente le diré que yo lo veo una
abominación; pero desde el punto de vista médico no deja de ser un cuerpo y…
—no le dejé acabar la frase. En ese mismo momento había cruzado todas las
líneas de lo cortés, lo educado y grosero que yo habría permitido a cualquiera,
fuese médico, barrendero o presidente del Congreso.
Había
desatado la famosa “ira Balagar” (mi círculo de amistades siempre había
afirmado que cuando me enfurecía sufría una auténtica transformación, volviéndome
un demonio insensible a las súplicas y al perdón. Yo no compartía esa visión de
mi persona; pero en todo caso era de suponer que mejor lo sabrían ellos que
yo).
—Escúcheme,
subnormal… —le encajé, arrastrando las palabras mientras le fulminaba con la mirada—,
voy a respetarle porque estamos en un lugar público y porque seguramente esta
señora con pinta de amargada le tiene en un pedestal. No voy a entrar en
consideraciones de tipo moral, porque sería como hablarles a los cerdos de la
fusión atómica; pero sí que voy a entrar en consideraciones de tipo
profesional… Es usted un incompetente y un inútil, eso para empezar; ¿le parece
bien?
Los
insultos personales parecían no haber hecho mella en él, pero el mentar su
capacidad profesional pareció incomodarle un poco. Reprimió el ademán de marcar
el número de teléfono que estaba a punto de teclear y acercó el auricular de
nuevo a la centralita.
—¿De
qué me está usted hablando, mequetrefe? ¿Es usted médico, acaso?
Parecía
divertido por mi oposición, acaso anticipándose a mi derrota intelectual.
Seguramente ya estaba regodeándose en el placer de verme asumir mi inferioridad
académica frente a él.
Noté
cómo elevaba los hombros a una posición más erguida mientras me taladraba de
nuevo a través de sus gruesos anteojos. Me acerqué a él un par de pasos; y él
retrocedió prudentemente. Era un cerdo homófobo y arrogante; pero no era tonto;
y sabía leer en mis ojos que si en ese momento le hubiese tenido lo
suficientemente cerca posiblemente le hubiese obsequiado con un buen bofetón.
Decidí optar por la vía civilizada.
—No
hace falta ser médico para darse cuenta de algunas cosas, doctor Antuña… Si
dejase usted de perseguir a las enfermeras y se limpiase esas gafas de culo de
botella que se gasta se daría cuenta de detalles que hasta los ignorantes somos
capaces de ver —en ese momento la enfermera debió de sentirse agredida.
—Carlos…
—exclamó escandalizada—. Llama a seguridad ahora mismo. Si no lo haces tú lo
hago yo…
—Uy…
Carlos… —pensé. Al parecer la relación era más estrecha de lo que yo creía.
—No;
no hará falta; ya me voy yo solito —repuse con suavidad antes de añadir con
sorna:
—Una
cosa solamente, doctor… Me he fijado en que las correas con las que tienen
atada a Balbi son de aproximadamente 5 cm de ancho (igual que las que están
usando habitualmente los servicios de emergencia móviles). Cuando sus deberes
se lo permitan le sugiero que se acerque a su paciente y observe que en torno a
las muñecas se cierran unas marcas muy profundas y estrechas; de
aproximadamente medio centímetro o menos.
El
rostro del médico continuaba siendo una máscara de cera. Continué.
—Esas
marcas no hace falta ser médico para intuir que fueron causadas por algún tipo
de cuerdas usadas para maniatarla. Yo me atrevería a insinuar que por mordazas
de plástico. Hay unas bridas de plástico que en ciertos ambientes pueden ser
usadas como esposas. Son muy efectivas; pero tienen la particularidad de dejar
este tipo de marcas. Pero eso usted ya lo sabe, ¿verdad, doctor? —la cara del
doctor seguía sin demostrar ningún tipo de emoción. Volví a arremeter con mis
observaciones.
—Al
darme cuenta de ese detalle me fijé un poco más en la presencia física de mi
amiga. Como ya le he dicho no soy médico, pero tengo ojos en la cara; y me he
dado cuenta de que en la mandíbula derecha presentaba unas marcas regulares y
con forma redondeada. Creo que alguna vez habrá asistido a heridos en peleas
callejeras y estará harto de ver este tipo de lesiones también ¿verdad, doctor?
—No me respondió, pero la lividez de su rostro me indicó que había acertado de
lleno.
—Sí,
doctor; marcas de puñetazos; pero no de puñetazos normales… ¿Sabe usted lo que
son los puños americanos? Supongo que sí; pero le refrescaré la memoria: los
puños americanos son una especie de armazones metálicos que se colocan en las
manos con la intención manifiesta de multiplicar exponencialmente el daño que
se produce al golpear a una persona. Pues bien, doctor mío… estoy seguro de que
si se hubiese tomado la molestia de observar con un poco más de atención a su paciente
se habría dado cuenta de ese tipo de señales. Corríjame si me equivoco; pero
estoy seguro de que alguna costilla estaría fracturada a intervalos
irregulares, aleatorios. En los golpes causados por un atropello las heridas
que causa el chasis son perfectamente regulares, normalmente, ¿no es así? —unas
perlas de sudor frío empezaron a poblar la frente del médico, que empezaba a
sentirse perdedor en nuestra singular batalla.
—Y
para concluir y acabar de poner de manifiesto su incapacidad; la más grave de
todas… ¿Cómo es posible que no se haya dado cuenta de las marcas que han dejado
en su cuello los electrodos de una pistola eléctrica? Cuando se aplica una
descarga eléctrica a una persona con una pistola de defensa personal los
electrodos dejan unas marcas características, consistentes en dos pequeñas
erosiones en la piel semejantes a quemaduras. Yo he contado hasta seis marcas
en su cuerpo; y eso solamente en las partes que están a la vista. ¿Es que no se
ha dado cuenta de que la han agredido con una porra eléctrica?
—Yo…
no... En fin… todo indicaba que se trataba de un… ejem… accidente… yo… yo no sé
qué decirle… Carmen, por favor… No llames a Seguridad. Tal vez tenga razón este
caballero y tengamos que rectificar el informe que le hemos dado a la policía…
¿Es usted policía, caballero? Creo que le debo una disculpa…
—No;
no me debe una disculpa a mí; se la debe a toda la gente que a causa de sus
prejuicios o su falta de capacidad profesional haya perjudicado. Es lamentable
que gente como usted ocupe un cargo de tanta responsabilidad. Que pasen ustedes
un buen día.
Salí
del hospital un tanto decepcionado. Balbi había tenido la doble mala suerte de
haber sido víctima de un ataque premeditado y de haber sido atendida por un
incompetente.
Si
la evaluación médica hubiera sido más profesional y exhaustiva no habríamos
perdido tanto tiempo y se habrían podido tomar muestras de muchas cosas. Ahora
ya era tarde, y era una lástima; porque Balbi seguro que había mostrado una
fuerte oposición. Bajo sus uñas seguramente habría muestras de piel de sus
agresores y en la ropa habrían quedado sin duda numerosas pruebas y pistas para
identificar al responsable de su agresión. Me entró un ataque de rabia, y no
pude evitar sentirme un poco culpable. Solamente se me ocurría un candidato, y
yo la había empujado hacia él. Además, no había estado para defenderla y eso no
me lo perdonaría nunca; pero lo primero era dar con el autor de su asalto.
Todo
indicaba que había sido atacada en otro sitio; y que la habían maniatado para
contrarrestar su insumisión. Si había aparecido de madrugada seguramente la
habían atacado por la noche. En su casa estarían las pruebas que necesitaba.
Salí
al hall del hospital y entré en una floristería. a Balbi siempre le habían
gustado las rosas rojas. Decía que se sentía identificada con ellas. Puro fuego
llameante, pasión… pero una advertencia velada: sus espinas podían causar mucho
dolor si no se le trataba con el merecido respeto. Compré media docena, y un
jarrón de plástico desechable.
Sabía
que no estaba permitido llevar flores a los boxes de urgencias, pero el doctor
Antuña seguro que hacía la vista gorda. Al fin y al cabo estaba acostumbrado a
hacerlo. Le di un beso a Balbi en la frente, prometiéndole que encontraría al
culpable y le haría pagar por ello.
No
pude evitar que una lágrima solitaria asomase a mis ojos al dedicarle una
última mirada y llamé a un taxi. Creía saber a quién le debía Balbi “ese
favor”, y por mi sangre que se lo cobraría con creces.
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