martes, 17 de noviembre de 2015

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 8



Capítulo
8

A
cababa de amanecer cuando sor Apertura pulsó el timbre para que Paquito la fuese a recoger. Había pasado la noche en vela anticipándose a la reunión que tendría lugar esta mañana. No acababa de sentirse preparada, a pesar de haberle pedido fuerzas al Todopoderoso. Nunca habría pensado que el pasado escociese tanto, que las heridas abiertas hacía tantos años pudiesen volver a sangrar con tanta intensidad. El retroceder a aquellos días tan inciertos siempre le había llenado el corazón de estigmas; pero era necesario liberar su alma de tanta culpa.
Tratando de templar un poco los nervios se acercó a la ventana de su habitación. Por el camino reconoció la figura de Dolores que subía acompañada por una pareja joven. El corazón se le aceleró a punto de desbocarse. Ella era su viva imagen. Tenía sus mismas facciones, su mismo cuerpo…
Cuando entraron en la pequeña capilla Penélope sintió que estaba a punto de cruzar una puerta que no estaba muy segura de querer traspasar. Las últimas horas al lado de Balagar le habían aportado un extraño efecto balsámico, haciéndola incluso olvidar el motivo de su presencia allí. Estaba a punto de reunirse con una mujer a la que no conocía de nada, en un lugar que no conocía de nada y para tratar un tema que podría destrozar todo su mundo.
Nunca en la vida se había sentido tan indefensa. Trató de infundirse valor recreándose en los extraordinarios frescos que tapizaban las paredes de la pequeña capilla. Reconoció la similitud de los trazos con los del maestro Miguel Ángel: el contraste de los vivos colores con las luces y las sombras, los cuerpos hercúleos… había sentido lo mismo en su última visita a la Capilla Sixtina, una atracción irresistible que la empujaba a formar parte de ese mismísimo Juicio, en poder de unas manos caprichosas. Volvió a sentirse empequeñecida, reducida al simple papel de espectadora de su propia vida. La vieja monja no podría haber escogido un escenario mejor si lo que pretendía era captar su atención.
El roce de unos pasos la sobresaltó levemente. Se giró con el fin de verle el rostro a su misteriosa anfitriona. Se trataba de una anciana de pelo cano y rostro enjuto. Su estrecha frente albergaba unos ojos hundidos, rodeados de oscuros cercos de un color amoratado. Vestía un sencillo hábito negro y calzaba unas alpargatas de esparto desgastadas. Aferraba con una de sus diminutas manos un rosario con cuentas de azabache y se apoyaba con la que le quedaba libre en uno de los brazos de su acompañante. De su cuello colgaba un medallón con una imagen de la Virgen grabada. Se acercaba con gesto cansino, pero en sus ojos se percibía el brillo de una determinación y una fortaleza fuera de lo común. Cuando hubo llegado a su lado le hizo una seña a su acompañante para que las dejasen solas. La propia directora del centro pareció acatar su autoridad encaminándose a la puerta sin mediar palabra.
—Al fin has llegado, Penélope… he rezado mucho por ti estos últimos años. Rogaba a diario por tener las fuerzas suficientes para llegar a conocerte… —la anciana desvió su profunda mirada un segundo del rostro de Penélope—. Te preguntarás por qué te he hecho venir hasta aquí, y te mereces una satisfacción; pero antes deja que acomode mis tristes huesos; mi cuerpo no tiene toda la fortaleza que a mí me gustaría. Sentémonos, por favor…
—No sé cómo empezar, hija mía… son tantas cosas y tan difíciles de contar que no sé por dónde empezar.
La anciana hizo acopio de aire, liberándolo en una especie de ahogado jadeo.
—Pues empiece por el principio, señora... —musitó Penélope—. ¿De qué me conoce?
—Verás, hija mía… te conozco desde que naciste. Mi nombre es Covadonga Piamonte. Fui llamada al lado de Cristo Nuestro Señor cuando apenas era una niña. He dedicado toda mi vida en servir como mejor he podido a Nuestra Señora. En mis primeros años me educaron en el convento de las Pelayas en Oviedo, pero la rigidez de sus normas benedictinas no casaba bien con mi carácter, así que la hermana superiora me aconsejó un retiro espiritual a Covadonga. Allí tuve una revelación. Contemplando la imagen de Nuestra Señora con su niño en brazos sentí que mi tarea en este mundo era evocar en la medida de lo posible su ejemplo.
La anciana acercó la medalla a su boca besándola con reverente devoción. Penélope la dejó recuperar el resuello.
—Continúe, señora, por favor… No crea que no me interesa su vida; pero me interesa más la mía y aún no me ha dicho de qué me conoce usted a mí, ni el motivo que la ha empujado a reunirse conmigo.
—Ten un poco de paciencia, hija mía. Para que entiendas lo que te voy a contar es preciso que sepas un poco de mi vida… —la anciana no dio muestras de haberse ofendido por la interrupción—. El caso es que con la llegada de la Guerra Civil a este país todo lo que conocíamos se vino abajo. Fueron años crueles, difíciles para todos… La escasez de hombres para la vida civil nos obligó a asumir tareas a las que no estábamos acostumbrados. En mi caso me vi al cuidado de mujeres en estado, prestándoles asistencia médica. Nuestra congregación siempre había participado de manera activa en el cuidado de enfermos. Yo misma era una matrona experimentada; pero tuve que asumir temporalmente la gestión del apartado de neonatos. En los años que siguieron al fin de la guerra fue tan reconocida mi labor que me nombraron directora gerente del sanatorio Nuestra Señora de Covadonga en Gijón.
Penélope sintió un escalofrío. En su partida de nacimiento figuraba que ella y su hermana Natalia habían nacido en ese mismo sanatorio. Decidió esperar prudentemente la continuación del relato que la anciana parecía traer ensayado de antemano; pero un lúgubre presentimiento empezó a tomar cuerpo dentro de ella inquietándola.
—Como bien sabes, tú misma naciste en ese sanatorio…
—Sí, Natalia y yo nacimos allí el mismo día… —la anciana no la dejó continuar.
—Penélope… lo que te voy a contar va a cambiar tu vida por completo. Espero que puedas perdonarme algún día. Me hicieron prometer que nunca lo sabrías; pero ya no puedo con esta carga. Se lo debo a tu madre, me lo debo a mí misma…
No pudo continuar hablando; puesto que rompió a sollozar. Penélope tuvo un súbito presentimiento, pero no se atrevió a expresarlo. Dejó que la anciana se recompusiese, prometiéndose a sí misma aguantar hasta el final de su relato. Pasados unos segundos la anciana continuó:
—Ernesto no es tu padre… No; déjame continuar, no me interrumpas, por favor…—añadió acercando su mano a la boca de Penélope, que parecía a punto de acosarla a preguntas—. Llevo demasiados años esperando liberarme de esta carga —su sarmentosa mano envolvió con suavidad la mano de la chica, obligándola a sentarse de nuevo.
—En el Nuevo Testamento Juan 8:31-32 afirmaba que “la verdad os hará libres”. Yo llevo años tapando mis mentiras con más mentiras. Mi propia vida es la mayor de mis mentiras, porque sobrevivo en una zozobra constante. Se acerca mi final, y he de dar parte de mis pecados. Necesito ser libre; y para ello tú debes ser fuerte y resistir todo lo que yo he de contarte, hija… ¿Crees que lo podrás aguantar?
La vieja monja clavó sus ojos en el rostro de la joven, invadida ahora por una fortaleza que parecía atesorar desde años. Penélope comenzó a sollozar, consciente de que la misma verdad que haría libre a la anciana la haría desgraciada a ella; pero ahora que había empezado a saciar su sed no podía negarse a continuar. Asintió con la cabeza, incapaz de soportar su mirada inquisitoria.
—Verás, querida… para que entiendas los motivos que nos empujaron a hacer lo que hicimos necesito que te hagas una pequeña idea de los momentos en los que vivíamos. Cuando Francisco Franco ganó la Guerra Civil en España se rodeó de un círculo de confianza que le ayudó a poner orden en el territorio nacional. Tu abuelo materno era uno de esos hombres del círculo de confianza del Caudillo. Su hija (tu madre) era su tesoro, su bien más mimado; pero quiso la desgracia que se enamorase del hombre equivocado. A finales de los años sesenta tu madre conoció a un joven navarro, nacionalista y militante en un partido opuesto al Régimen. A espaldas de tu abuelo vivieron una tórrida aventura de amor en este mismo lugar.
Penélope puso cara de extrañeza; pero no hizo ningún comentario. La anciana continuó con voz cansada.
—Por aquel entonces esta finca formaba parte de una de las más formidables posesiones de tu abuelo en lo que se conocía como “País Vasco Francés”. Tu verdadero padre se había instalado en Bayona, a escasos kilómetros de aquí. Su nombre es Iñaki. Iñaki Bengoechea… Te sonará de las clases de historia porque se considera uno de los padres de la Euskal Herria actual.
Penélope negó en silencio con la cabeza, soportando la inquisitiva mirada de la monja.
—Bueno… —prosiguió la anciana restándole importancia—. Cuando tu abuelo se enteró de su aventura prohibió a tu madre todo contacto con Iñaki; pero el fruto de sus encuentros no tardó en hacerse evidente. Eran unos tiempos muy difíciles; sobre todo desde el momento en el que el partido político al que pertenecía Iñaki se escindió en dos grupos: uno político, al cual él pertenecía y otro militar, que comenzó a hostigar al régimen con ataques armados.
—¿Quiere decir que soy hija de un terrorista?
Penélope no pudo evitar interrumpir a la anciana. Estaba al borde del paroxismo. Nunca hubiese imaginado semejante situación.
—Eres hija de un político; pero no del político que tú has creído siempre —la tranquilizó la monja—. Tu padre siempre ha abogado por la lucha pacífica, y eso le ha servido para ganarse enemigos en ambos bandos; pero déjame que continúe, por favor…
Penélope bajó la cabeza con sumisión, aceptando la regañina como una joven colegiala. La anciana respiró profundo antes de continuar.
—Tu abuelo era un hombre profundamente religioso… muestra de ello es que no contempló en ningún momento la idea de que tu madre abortase; pero se veía atrapado en una situación demasiado incómoda para él. Por un lado su obligación natural como ser humano de cuidarte y de quererte y por el otro su ideología y su carrera política. Desgraciadamente pudo más su codicia que su naturaleza. Hubiera sido el fin de su carrera admitir que su hija había tenido un hijo de soltera con uno de los mayores enemigos de su Partido; así que decidió ocultar tu nacimiento.
—¿Ocultarlo? ¿Así de sencillo? ¿Ocultarlo a quién? Podría haber dicho que era de cualquiera.
—Cierto, seguro que podría ocultárselo a muchos, pero no a tu misma madre, ella sabía perfectamente quién te había engendrado y eso suponía un riesgo demasiado alto…
—¿Así que mi verdadera madre no sabe nada de mí? ¡Qué crueldad!
—En efecto, una crueldad sin límites, de la que yo soy cómplice. Tu abuelo acudió a mí exigiéndome la discreción más absoluta. Por aquel entonces, él era uno de los gobernadores militares de la provincia de Asturias.
—¿Y cómo es que mi padre aceptó hacerse cargo de un bebé que no era suyo?
—No corras tanto, mi niña… todo a su debido tiempo, querida… todo tiene una explicación —añadió con tono apaciguador la vieja monja—. Se dio la infinita casualidad de que el Sr. Adolfo Saavedra, uno de los discípulos de tu difunto abuelo don Miguel Ángel Tudela y Montes de Iruña estaba esperando la llegada de su primogénito en Madrid. Tu abuelo lo preparó todo para que él y su esposa se trasladasen a la residencia Nuestra Señora de Covadonga para que fuesen asistidos en el parto. —La anciana empezó a manosear nerviosa las cuentas del rosario, que empezaron a emitir unos chasquidos de protesta al golpearse.
—Tú naciste el día 15 de agosto —manifestó Covadonga con seriedad—. Sí, ya lo sé... Dos días antes de lo que siempre se te ha hecho creer… déjame que te lo explique…—añadió con suavidad.
—A tu madre verdadera se le comunicó que había dado a luz un varón muerto. A nadie le extrañó porque se provocó tu nacimiento mediante cesárea argumentando que se trataba de un embarazo de algo riesgo. Cuando Natalia nació le dijimos a tu nueva madre que había tenido mellizas, haciéndolo constar así en los certificados de nacimiento. A nadie le extrañó. Antes no había ecografías… —añadió, a modo de disculpa—. Ambas fueron víctimas de nuestras manipulaciones.
Penélope la interrumpió desesperada.
—¿A nadie le extrañó? ¿Cómo no iba a extrañarle a nadie todo lo que me está contando? ¡Esto es surrealista, perdone que le diga! ¿Mi madre no hizo preguntas? ¿Qué ganaba mi padre con ello? Cada vez entiendo menos, perdóneme… ¡estoy tan confusa…!
—No te preocupes hija… para eso estoy aquí yo, para tratar de explicártelo. Adolfo Saavedra era una joven promesa dentro del Partido, pero necesitaba de la firmeza y el apoyo de tu abuelo para escalar posiciones dentro de sus filas. Tu abuelo le buscó los contactos necesarios para que llegase a ser quien es hoy en día. Ten en cuenta que estábamos viviendo los últimos años de vida del Generalísimo, y dentro de su mismo partido ya contaba con muchos detractores. Adolfo supo captar a esos descontentos, que ansiaban retomar las líneas más duras de su partido político, y Miguel Ángel Tudela le allanó el camino. Con la llegada de la democracia todo cambió, pero supo adaptarse a las nuevas corrientes. Tu abuelo escogió un buen padre para ti.
—¿Y mi supuesta madre biológica nunca supo nada? ¿Aceptó mi muerte y continuó su vida como si nada?
—Tu madre verdadera, doña Leonor Tudela, fue una mujer valiente; pero muy desgraciada. Exigió ver el cadáver de su bebé, pero tu abuelo se lo prohibió con la excusa de no aumentar su sufrimiento. Todos creímos que se volvería loca, porque lo asumió como un castigo divino. Bajo su punto de vista, había vivido en pecado y el Señor la había castigado por vivir su amor al margen del sagrado matrimonio; pero lo cierto es que rehízo su vida como sierva de Dios en el monasterio de clausura de las Hermanas Clarisas de Villaviciosa. Intenté ponerme en contacto con ella varias veces, pero su clausura era estricta; vivía alejada por completo del mundo. Cuando al final pude hacerle llegar una nota, enloqueció.
La monja volvió a toquetear las cuentas de azabache de su rosario, entrechocándolas con nerviosismo.
—Todos dicen que se murió de un infarto, a causa de su avanzada edad; pero yo creo que se murió de pura pena y dolor…
La anciana detuvo su relato, incapaz de continuar. Un gemido se le escapó involuntariamente mientras cerraba los ojos, atrapada en algún episodio de especial dureza para ella. Penélope acercó una de sus manos, envolviendo la huesuda diestra de la monja. La tenía húmeda y fría. La vieja le dedicó una mirada cálida y agradecida, reconfortada al parecer por su contacto. Con tono afectado continuó su relato:
—Nunca debería haber pasado lo que pasó. Fue traicionada por sangre de su misma sangre. Fue una abominación… Que Dios nos perdone…
Escondió el rostro entre sus pequeñas manos, embargada por un dolor que parecía provenirle de lo más profundo de su interior. Interrumpió su relato entregándose por completo a su aflicción.
—Hermana Covadonga… —musitó Penélope en su susurro—. Sé que debería sentirme triste; pero ahora mismo lo único que siento es furia… Necesito hacerle una pregunta…—los ojos le llameaban con unos chispazos de encendida rabia contenida.
—Dime, hija mía… estás en tu derecho… —la agitada respiración de la monja se entrecortó expectante. Se secó las lágrimas que le surcaban el rostro con la manga de su desgastado hábito.
—¿Qué le ofrecieron a usted para convencerla de falsear las partidas de nacimiento? ¿Qué ganó con su silencio? ¿Cómo pudo ser capaz?
Covadonga desvió la mirada hacia el suelo, visiblemente incomodada por la pregunta. Al cabo de unos segundos carraspeó para aclararse la voz y respondió con voz entrecortada.
—Tu abuelo era un hombre tremendamente convincente y peligroso, sin lugar a dudas. Todos nuestros ingresos nos los proporcionaba el Gobierno, porque nuestra congregación siempre ha seguido a rajatabla la regla de la humildad y la austeridad. Yo he visto morirse a niños desnutridos, Penélope. He asistido a madres tan escuálidas y famélicas que eran incapaces de producir leche. Mi pacto de silencio salvó muchas vidas…
—Condenando a otras, no le quepa duda. ¿Y esta propiedad? Tengo entendido que mi padre la donó a una congregación religiosa creada por usted… —parecía que la chica había tocado un punto débil, porque el rostro de la anciana se desencajó.
—Don Miguel Ángel Tudela podía ser un hombre cruel en ocasiones, pero era inmensamente espléndido y agradecido. Como compensación a mi complicidad me prometió que tendría un lugar donde rendir culto a mi Señora. Este terreno ha sido el pago de mi delito. Algún día podrán descansar mis restos sobre esta tierra que ha de ser mi Purgatorio en la misma medida que ha sido mi cárcel en vida.
—Espero que Dios la perdone, porque yo no podré hacerlo… —masculló Penélope.
—Me esperaba algo así… —gimoteó la monja—. Otros han pasado antes por esto. Toma, quiero entregarte una cosa —la vieja le tendió un sobre lacrado de grandes dimensiones—. Leonor, tu difunta madre me lo hizo llegar poco antes de morir. Formaba parte de sus últimas voluntades que yo te lo entregase personalmente. Ábrelo cuando estés preparada, porque contiene todas las respuestas a tus preguntas. Al fin puedo descansar. Que Dios me perdone. Te deseo mucha suerte, hija mía. Tu viaje no ha hecho sino comenzar….
El cerebro de Penélope trabajaba a marchas forzadas tratando de asimilar toda la información que acababan de suministrarle. Reprimió el instinto de suplicarle a la anciana que le contase más cosas acerca de sus padres, pero no estaba demasiado segura de querer saberlo. Toda su vida había sido una farsa, y su propio “padre” había participado en esa mascarada. Se dejó caer pesadamente sobre uno de los bancos de madera mientras veía cómo la anciana arrastraba sus pasos con lentitud hacia la salida. Era incapaz de olvidar la última frase de la vieja monja: “tu viaje no ha hecho sino comenzar”. Sintió que una náusea la invadía y de pronto el mundo entero empezó a girar a una velocidad de vértigo. Dejó que ese vacío la fuese engullendo poco a poco hasta que con un ruido seco su cuerpo golpeó contra el suelo.



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