Capítulo
8
A
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cababa de
amanecer cuando sor Apertura pulsó el timbre para que Paquito la fuese a
recoger. Había pasado la noche en vela anticipándose a la reunión que tendría
lugar esta mañana. No acababa de sentirse preparada, a pesar de haberle pedido
fuerzas al Todopoderoso. Nunca habría pensado que el pasado escociese tanto,
que las heridas abiertas hacía tantos años pudiesen volver a sangrar con tanta
intensidad. El retroceder a aquellos días tan inciertos siempre le había
llenado el corazón de estigmas; pero era necesario liberar su alma de tanta
culpa.
Tratando
de templar un poco los nervios se acercó a la ventana de su habitación. Por el
camino reconoció la figura de Dolores que subía acompañada por una pareja
joven. El corazón se le aceleró a punto de desbocarse. Ella era su viva imagen.
Tenía sus mismas facciones, su mismo cuerpo…
Cuando
entraron en la pequeña capilla Penélope sintió que estaba a punto de cruzar una
puerta que no estaba muy segura de querer traspasar. Las últimas horas al lado
de Balagar le habían aportado un extraño efecto balsámico, haciéndola incluso olvidar
el motivo de su presencia allí. Estaba a punto de reunirse con una mujer a la
que no conocía de nada, en un lugar que no conocía de nada y para tratar un
tema que podría destrozar todo su mundo.
Nunca
en la vida se había sentido tan indefensa. Trató de infundirse valor
recreándose en los extraordinarios frescos que tapizaban las paredes de la
pequeña capilla. Reconoció la similitud de los trazos con los del maestro
Miguel Ángel: el contraste de los vivos colores con las luces y las sombras,
los cuerpos hercúleos… había sentido lo mismo en su última visita a la Capilla
Sixtina, una atracción irresistible que la empujaba a formar parte de ese
mismísimo Juicio, en poder de unas manos caprichosas. Volvió a sentirse
empequeñecida, reducida al simple papel de espectadora de su propia vida. La
vieja monja no podría haber escogido un escenario mejor si lo que pretendía era
captar su atención.
El
roce de unos pasos la sobresaltó levemente. Se giró con el fin de verle el
rostro a su misteriosa anfitriona. Se trataba de una anciana de pelo cano y
rostro enjuto. Su estrecha frente albergaba unos ojos hundidos, rodeados de
oscuros cercos de un color amoratado. Vestía un sencillo hábito negro y calzaba
unas alpargatas de esparto desgastadas. Aferraba con una de sus diminutas manos
un rosario con cuentas de azabache y se apoyaba con la que le quedaba libre en
uno de los brazos de su acompañante. De su cuello colgaba un medallón con una
imagen de la Virgen grabada. Se acercaba con gesto cansino, pero en sus ojos se
percibía el brillo de una determinación y una fortaleza fuera de lo común.
Cuando hubo llegado a su lado le hizo una seña a su acompañante para que las
dejasen solas. La propia directora del centro pareció acatar su autoridad
encaminándose a la puerta sin mediar palabra.
—Al
fin has llegado, Penélope… he rezado mucho por ti estos últimos años. Rogaba a
diario por tener las fuerzas suficientes para llegar a conocerte… —la anciana
desvió su profunda mirada un segundo del rostro de Penélope—. Te preguntarás
por qué te he hecho venir hasta aquí, y te mereces una satisfacción; pero antes
deja que acomode mis tristes huesos; mi cuerpo no tiene toda la fortaleza que a
mí me gustaría. Sentémonos, por favor…
—No
sé cómo empezar, hija mía… son tantas cosas y tan difíciles de contar que no sé
por dónde empezar.
La
anciana hizo acopio de aire, liberándolo en una especie de ahogado jadeo.
—Pues
empiece por el principio, señora... —musitó Penélope—. ¿De qué me conoce?
—Verás,
hija mía… te conozco desde que naciste. Mi nombre es Covadonga Piamonte. Fui
llamada al lado de Cristo Nuestro Señor cuando apenas era una niña. He dedicado
toda mi vida en servir como mejor he podido a Nuestra Señora. En mis primeros
años me educaron en el convento de las Pelayas en Oviedo, pero la rigidez de
sus normas benedictinas no casaba bien con mi carácter, así que la hermana
superiora me aconsejó un retiro espiritual a Covadonga. Allí tuve una
revelación. Contemplando la imagen de Nuestra Señora con su niño en brazos
sentí que mi tarea en este mundo era evocar en la medida de lo posible su
ejemplo.
La
anciana acercó la medalla a su boca besándola con reverente devoción. Penélope
la dejó recuperar el resuello.
—Continúe,
señora, por favor… No crea que no me interesa su vida; pero me interesa más la mía
y aún no me ha dicho de qué me conoce usted a mí, ni el motivo que la ha
empujado a reunirse conmigo.
—Ten
un poco de paciencia, hija mía. Para que entiendas lo que te voy a contar es
preciso que sepas un poco de mi vida… —la anciana no dio muestras de haberse
ofendido por la interrupción—. El caso es que con la llegada de la Guerra Civil
a este país todo lo que conocíamos se vino abajo. Fueron años crueles,
difíciles para todos… La escasez de hombres para la vida civil nos obligó a
asumir tareas a las que no estábamos acostumbrados. En mi caso me vi al cuidado
de mujeres en estado, prestándoles asistencia médica. Nuestra congregación
siempre había participado de manera activa en el cuidado de enfermos. Yo misma
era una matrona experimentada; pero tuve que asumir temporalmente la gestión
del apartado de neonatos. En los años que siguieron al fin de la guerra fue tan
reconocida mi labor que me nombraron directora gerente del sanatorio Nuestra
Señora de Covadonga en Gijón.
Penélope
sintió un escalofrío. En su partida de nacimiento figuraba que ella y su hermana
Natalia habían nacido en ese mismo sanatorio. Decidió esperar prudentemente la
continuación del relato que la anciana parecía traer ensayado de antemano; pero
un lúgubre presentimiento empezó a tomar cuerpo dentro de ella inquietándola.
—Como
bien sabes, tú misma naciste en ese sanatorio…
—Sí,
Natalia y yo nacimos allí el mismo día… —la anciana no la dejó continuar.
—Penélope…
lo que te voy a contar va a cambiar tu vida por completo. Espero que puedas perdonarme
algún día. Me hicieron prometer que nunca lo sabrías; pero ya no puedo con esta
carga. Se lo debo a tu madre, me lo debo a mí misma…
No
pudo continuar hablando; puesto que rompió a sollozar. Penélope tuvo un súbito
presentimiento, pero no se atrevió a expresarlo. Dejó que la anciana se
recompusiese, prometiéndose a sí misma aguantar hasta el final de su relato.
Pasados unos segundos la anciana continuó:
—Ernesto
no es tu padre… No; déjame continuar, no me interrumpas, por favor…—añadió
acercando su mano a la boca de Penélope, que parecía a punto de acosarla a
preguntas—. Llevo demasiados años esperando liberarme de esta carga —su
sarmentosa mano envolvió con suavidad la mano de la chica, obligándola a
sentarse de nuevo.
—En
el Nuevo Testamento Juan 8:31-32 afirmaba que “la verdad os hará libres”. Yo
llevo años tapando mis mentiras con más mentiras. Mi propia vida es la mayor de
mis mentiras, porque sobrevivo en una zozobra constante. Se acerca mi final, y
he de dar parte de mis pecados. Necesito ser libre; y para ello tú debes ser
fuerte y resistir todo lo que yo he de contarte, hija… ¿Crees que lo podrás
aguantar?
La
vieja monja clavó sus ojos en el rostro de la joven, invadida ahora por una
fortaleza que parecía atesorar desde años. Penélope comenzó a sollozar,
consciente de que la misma verdad que haría libre a la anciana la haría
desgraciada a ella; pero ahora que había empezado a saciar su sed no podía
negarse a continuar. Asintió con la cabeza, incapaz de soportar su mirada
inquisitoria.
—Verás,
querida… para que entiendas los motivos que nos empujaron a hacer lo que
hicimos necesito que te hagas una pequeña idea de los momentos en los que
vivíamos. Cuando Francisco Franco ganó la Guerra Civil en España se rodeó de un
círculo de confianza que le ayudó a poner orden en el territorio nacional. Tu
abuelo materno era uno de esos hombres del círculo de confianza del Caudillo.
Su hija (tu madre) era su tesoro, su bien más mimado; pero quiso la desgracia
que se enamorase del hombre equivocado. A finales de los años sesenta tu madre
conoció a un joven navarro, nacionalista y militante en un partido opuesto al Régimen.
A espaldas de tu abuelo vivieron una tórrida aventura de amor en este mismo
lugar.
Penélope
puso cara de extrañeza; pero no hizo ningún comentario. La anciana continuó con
voz cansada.
—Por
aquel entonces esta finca formaba parte de una de las más formidables
posesiones de tu abuelo en lo que se conocía como “País Vasco Francés”. Tu
verdadero padre se había instalado en Bayona, a escasos kilómetros de aquí. Su
nombre es Iñaki. Iñaki Bengoechea… Te sonará de las clases de historia porque
se considera uno de los padres de la Euskal Herria actual.
Penélope
negó en silencio con la cabeza, soportando la inquisitiva mirada de la monja.
—Bueno…
—prosiguió la anciana restándole importancia—. Cuando tu abuelo se enteró de su
aventura prohibió a tu madre todo contacto con Iñaki; pero el fruto de sus
encuentros no tardó en hacerse evidente. Eran unos tiempos muy difíciles; sobre
todo desde el momento en el que el partido político al que pertenecía Iñaki se
escindió en dos grupos: uno político, al cual él pertenecía y otro militar, que
comenzó a hostigar al régimen con ataques armados.
—¿Quiere
decir que soy hija de un terrorista?
Penélope
no pudo evitar interrumpir a la anciana. Estaba al borde del paroxismo. Nunca
hubiese imaginado semejante situación.
—Eres
hija de un político; pero no del político que tú has creído siempre —la
tranquilizó la monja—. Tu padre siempre ha abogado por la lucha pacífica, y eso
le ha servido para ganarse enemigos en ambos bandos; pero déjame que continúe,
por favor…
Penélope
bajó la cabeza con sumisión, aceptando la regañina como una joven colegiala. La
anciana respiró profundo antes de continuar.
—Tu
abuelo era un hombre profundamente religioso… muestra de ello es que no
contempló en ningún momento la idea de que tu madre abortase; pero se veía
atrapado en una situación demasiado incómoda para él. Por un lado su obligación
natural como ser humano de cuidarte y de quererte y por el otro su ideología y
su carrera política. Desgraciadamente pudo más su codicia que su naturaleza.
Hubiera sido el fin de su carrera admitir que su hija había tenido un hijo de
soltera con uno de los mayores enemigos de su Partido; así que decidió ocultar
tu nacimiento.
—¿Ocultarlo?
¿Así de sencillo? ¿Ocultarlo a quién? Podría haber dicho que era de cualquiera.
—Cierto,
seguro que podría ocultárselo a muchos, pero no a tu misma madre, ella sabía
perfectamente quién te había engendrado y eso suponía un riesgo demasiado alto…
—¿Así
que mi verdadera madre no sabe nada de mí? ¡Qué crueldad!
—En
efecto, una crueldad sin límites, de la que yo soy cómplice. Tu abuelo acudió a
mí exigiéndome la discreción más absoluta. Por aquel entonces, él era uno de
los gobernadores militares de la provincia de Asturias.
—¿Y
cómo es que mi padre aceptó hacerse cargo de un bebé que no era suyo?
—No
corras tanto, mi niña… todo a su debido tiempo, querida… todo tiene una
explicación —añadió con tono apaciguador la vieja monja—. Se dio la infinita
casualidad de que el Sr. Adolfo Saavedra, uno de los discípulos de tu difunto
abuelo don Miguel Ángel Tudela y Montes de Iruña estaba esperando la llegada de
su primogénito en Madrid. Tu abuelo lo preparó todo para que él y su esposa se
trasladasen a la residencia Nuestra Señora de Covadonga para que fuesen
asistidos en el parto. —La anciana empezó a manosear nerviosa las cuentas del
rosario, que empezaron a emitir unos chasquidos de protesta al golpearse.
—Tú
naciste el día 15 de agosto —manifestó Covadonga con seriedad—. Sí, ya lo sé...
Dos días antes de lo que siempre se te ha hecho creer… déjame que te lo
explique…—añadió con suavidad.
—A
tu madre verdadera se le comunicó que había dado a luz un varón muerto. A nadie
le extrañó porque se provocó tu nacimiento mediante cesárea argumentando que se
trataba de un embarazo de algo riesgo. Cuando Natalia nació le dijimos a tu
nueva madre que había tenido mellizas, haciéndolo constar así en los
certificados de nacimiento. A nadie le extrañó. Antes no había ecografías…
—añadió, a modo de disculpa—. Ambas fueron víctimas de nuestras manipulaciones.
Penélope
la interrumpió desesperada.
—¿A
nadie le extrañó? ¿Cómo no iba a extrañarle a nadie todo lo que me está
contando? ¡Esto es surrealista, perdone que le diga! ¿Mi madre no hizo
preguntas? ¿Qué ganaba mi padre con ello? Cada vez entiendo menos, perdóneme…
¡estoy tan confusa…!
—No
te preocupes hija… para eso estoy aquí yo, para tratar de explicártelo. Adolfo
Saavedra era una joven promesa dentro del Partido, pero necesitaba de la
firmeza y el apoyo de tu abuelo para escalar posiciones dentro de sus filas. Tu
abuelo le buscó los contactos necesarios para que llegase a ser quien es hoy en
día. Ten en cuenta que estábamos viviendo los últimos años de vida del
Generalísimo, y dentro de su mismo partido ya contaba con muchos detractores.
Adolfo supo captar a esos descontentos, que ansiaban retomar las líneas más
duras de su partido político, y Miguel Ángel Tudela le allanó el camino. Con la
llegada de la democracia todo cambió, pero supo adaptarse a las nuevas
corrientes. Tu abuelo escogió un buen padre para ti.
—¿Y
mi supuesta madre biológica nunca supo nada? ¿Aceptó mi muerte y continuó su
vida como si nada?
—Tu
madre verdadera, doña Leonor Tudela, fue una mujer valiente; pero muy
desgraciada. Exigió ver el cadáver de su bebé, pero tu abuelo se lo prohibió
con la excusa de no aumentar su sufrimiento. Todos creímos que se volvería
loca, porque lo asumió como un castigo divino. Bajo su punto de vista, había
vivido en pecado y el Señor la había castigado por vivir su amor al margen del
sagrado matrimonio; pero lo cierto es que rehízo su vida como sierva de Dios en
el monasterio de clausura de las Hermanas Clarisas de Villaviciosa. Intenté
ponerme en contacto con ella varias veces, pero su clausura era estricta; vivía
alejada por completo del mundo. Cuando al final pude hacerle llegar una nota,
enloqueció.
La
monja volvió a toquetear las cuentas de azabache de su rosario,
entrechocándolas con nerviosismo.
—Todos
dicen que se murió de un infarto, a causa de su avanzada edad; pero yo creo que
se murió de pura pena y dolor…
La
anciana detuvo su relato, incapaz de continuar. Un gemido se le escapó
involuntariamente mientras cerraba los ojos, atrapada en algún episodio de
especial dureza para ella. Penélope acercó una de sus manos, envolviendo la
huesuda diestra de la monja. La tenía húmeda y fría. La vieja le dedicó una
mirada cálida y agradecida, reconfortada al parecer por su contacto. Con tono
afectado continuó su relato:
—Nunca
debería haber pasado lo que pasó. Fue traicionada por sangre de su misma
sangre. Fue una abominación… Que Dios nos perdone…
Escondió
el rostro entre sus pequeñas manos, embargada por un dolor que parecía
provenirle de lo más profundo de su interior. Interrumpió su relato
entregándose por completo a su aflicción.
—Hermana
Covadonga… —musitó Penélope en su susurro—. Sé que debería sentirme triste;
pero ahora mismo lo único que siento es furia… Necesito hacerle una
pregunta…—los ojos le llameaban con unos chispazos de encendida rabia
contenida.
—Dime,
hija mía… estás en tu derecho… —la agitada respiración de la monja se
entrecortó expectante. Se secó las lágrimas que le surcaban el rostro con la
manga de su desgastado hábito.
—¿Qué
le ofrecieron a usted para convencerla de falsear las partidas de nacimiento?
¿Qué ganó con su silencio? ¿Cómo pudo ser capaz?
Covadonga
desvió la mirada hacia el suelo, visiblemente incomodada por la pregunta. Al
cabo de unos segundos carraspeó para aclararse la voz y respondió con voz
entrecortada.
—Tu
abuelo era un hombre tremendamente convincente y peligroso, sin lugar a dudas.
Todos nuestros ingresos nos los proporcionaba el Gobierno, porque nuestra
congregación siempre ha seguido a rajatabla la regla de la humildad y la
austeridad. Yo he visto morirse a niños desnutridos, Penélope. He asistido a
madres tan escuálidas y famélicas que eran incapaces de producir leche. Mi
pacto de silencio salvó muchas vidas…
—Condenando
a otras, no le quepa duda. ¿Y esta propiedad? Tengo entendido que mi padre la
donó a una congregación religiosa creada por usted… —parecía que la chica había
tocado un punto débil, porque el rostro de la anciana se desencajó.
—Don
Miguel Ángel Tudela podía ser un hombre cruel en ocasiones, pero era
inmensamente espléndido y agradecido. Como compensación a mi complicidad me
prometió que tendría un lugar donde rendir culto a mi Señora. Este terreno ha
sido el pago de mi delito. Algún día podrán descansar mis restos sobre esta
tierra que ha de ser mi Purgatorio en la misma medida que ha sido mi cárcel en
vida.
—Espero
que Dios la perdone, porque yo no podré hacerlo… —masculló Penélope.
—Me
esperaba algo así… —gimoteó la monja—. Otros han pasado antes por esto. Toma,
quiero entregarte una cosa —la vieja le tendió un sobre lacrado de grandes
dimensiones—. Leonor, tu difunta madre me lo hizo llegar poco antes de morir.
Formaba parte de sus últimas voluntades que yo te lo entregase personalmente.
Ábrelo cuando estés preparada, porque contiene todas las respuestas a tus
preguntas. Al fin puedo descansar. Que Dios me perdone. Te deseo mucha suerte,
hija mía. Tu viaje no ha hecho sino comenzar….
El
cerebro de Penélope trabajaba a marchas forzadas tratando de asimilar toda la
información que acababan de suministrarle. Reprimió el instinto de suplicarle a
la anciana que le contase más cosas acerca de sus padres, pero no estaba
demasiado segura de querer saberlo. Toda su vida había sido una farsa, y su
propio “padre” había participado en esa mascarada. Se dejó caer pesadamente
sobre uno de los bancos de madera mientras veía cómo la anciana arrastraba sus
pasos con lentitud hacia la salida. Era incapaz de olvidar la última frase de
la vieja monja: “tu viaje no ha hecho sino comenzar”. Sintió que una náusea la
invadía y de pronto el mundo entero empezó a girar a una velocidad de vértigo.
Dejó que ese vacío la fuese engullendo poco a poco hasta que con un ruido seco
su cuerpo golpeó contra el suelo.
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