miércoles, 25 de abril de 2012

Samantha. La deidad oscura.


Samantha se tumbó sobre un costado, recreándose con el sabor a carne humana contenido aún en su saliva. Miró con un gesto distraído sus garras teñidas aún de sangre. A su lado gemía acurrucada una nueva víctima, consciente de que ya no tenía salvación. Todo su futuro había sido engullido por sus desconcertantes ojos de gata, reducido su presente a una inexorable peregrinación constante hacia el embrujo de su piel morena.
Desde la protección de sus sábanas la observaba aturdido y somnoliento un mozalbete de rasgos aniñados y mirada limpia. Parecía confuso, tratando sin duda de comprender cómo había ido a parar a los pies de una deidad como Samantha.
Samantha no dijo nada al verle despierto, limitándose a observarle divertida, y con mano juguetona le acarició una de las mejillas. Se sintió reconfortada por la suavidad de su piel imberbe. Acercó su rostro al del muchacho y aspiró con deleite el aroma a inocencia que aún emanaba de las sábanas.
Sin mediar ningún tipo de aviso volvió a hundir sus tristes ojos en lo más profundo de las entrañas del desgraciado, tornando su amanecer incierto de nuevo, y nuevamente volvió a arrastrarle consigo a un abismo de niebla y sombras. En un principio el muchacho no sintió miedo, reconfortado con el calor de los desnudos pechos de Samantha. Simplemente se dejó llevar, perdido en la marea de placenteras sensaciones que ella le ofrecía desprendida; pero en un momento dado sintió un momento de pánico. Parecía haber adivinado en la tristeza de los ojos de su carcelera un destino sin promesas, sin expectativas de futuro ni compromiso. A pesar de su juventud reconoció el rastro abrasador que deja la indiferencia en la piel de quien la sufre.
Entre los dedos de Samantha crecían demasiadas telarañas, telarañas por las que se descolgaban infinidad de labios sedientos aferrados a su única cuerda de salvación.
A Samantha nada le importaba que no fuese ella misma. Con la pasión habitual se dedicó en cuerpo y alma a despedazarle de nuevo con sus expertos labios.

sábado, 21 de abril de 2012

Desangrándome trago a trago. Semper fidelis.




Hoy he vuelto a sentir mariposas en el estómago. Las he sentido azotarse erráticas por las paredes de mi estómago al verla acompañada de nuevo por ese imbécil con sonrisa de 6500 euros. He podido sentir sus alas desgarrarse diluidas por el ácido de mis jugos gástricos, envueltos sus agonizantes chillidos por la más reciente y sangrante de mis úlceras. A su lado caminaba ella, orgullosa de sí misma. En las hombreras de su costosa chaqueta de lana pude reconocer los miles de momentos de felicidad pasada que se llevaba con ella adheridos. Ahora todo le pertenecía a él.
Cabizbajo y humillado he tratado de encontrar el camino de regreso a mi casa. No ha sido fácil; y menos en mi estado. Una vez en casa he intentado una vez mas escapar de este círculo maldito de espinas y cajones cerrados con llave en el que ella sobrevive; pero ha sido inútil... ella siempre sobrevive...
Mil veces he estado a punto de incinerar lo poco que aún me queda de ella, y mil veces he abandonado esa idea homicida, porque si tratase de quemar ese recuerdo me sentiría un asesino. Los recuerdos no pueden borrarse de un día para otro; y mucho menos los que durante tanto tiempo te han llenado de vida. Es por eso que me he convertido en un borracho, limitándome a observar los castigos que me inflige con lentitud el paso del tiempo.
¿Crees que estoy solo? Te equivocas... Los bares están sedientos de borrachos que no saben beber y vivir, ni vivir sin beber. Está claro que ellos también han pasado por algo semejante, porque desean olvidar en la manera en que lo hacen, engullendo a grandes tragos toda su inseguridad, sus miedos y frustraciones. Somos una legión de perdedores que nos matamos en silencio trago a trago.
Debe de ser un efecto secundario generalizado, un efecto indeseado de esta estricta dieta baja en alegrías y alta en decepciones la que provoca este vacío en la mirada; un vacío que te llena de su misma nada y te conduce sin querer al miserable lugar donde tus células han decidido aparcar su condición de humanas.
Es así que nos resulta indiferente orinar o defecar en plena calle, abducido nuestro raciocinio por una etiqueta con una graduación alcohólica.
El único lugar que no se atreve a ocupar nadie en esta selva de marchitos perdedores es el que está al lado de la máquina tragaperras. He tardado en darme cuenta del por qué. Bajo su estudiado aspecto inofensivo descansa fundida en su metálico esqueleto una extraña aleación. Se trata de un compuesto indetectable que actúa como un agujero negro, devorando y consumiendo a todo el que se acerca confiado. Es una serpiente camuflada que inocula su veneno sin hacer distinciones, destrozando por completo al incauto que se acerca atraído por su hipnótico cortejo de luces de colores y melodías infantiles.


Semper fidelis?





De blanco y por la Iglesia. Eso era lo que ella decía. No pude evitar enamorarme de ella... ¿Por qué? Ni yo mismo lo sé... Tal vez porque me pareciera que enamorarse era algo romántico; tal vez porque envidiaba lo que había visto reflejado en los ojos de los demás cuando se enamoraban; porque no lo supiera o no lo pudiera evitar.. nunca lo sabré. Lo cierto es que aprendí a saborearla tan intensamente que su olor y su sabor me acompañaban cuando me iba de su casa, y su recuerdo me envolvía llenándome de paz. Todo me sabía a ella, y eso se reflejaba en mi conducta. Una sonrisa peremne y adolescente adornaba todo cuanto decía, y mis ojos brillaban como los deflectores de un campo de concentración. Su aroma a menta y hierbabuena impregnaba mi ropa aún después de lavarla.
Luego llegaron las decepciones, y con ellas las lágrimas. Recuerdo perfectamente todas las noches de permanente insomnio sin otra luz que la de su ventana solitaria atrayéndome como una carnívora luciérnaga. La sospecha de intuir que me engañaba se convirtió en certeza de la manera más cruel a dos meses de casarnos, cuando me los encontré desnudos sobre el mismo sofá de piel en el que a mí tanto me gustaba dormitar y que aún pagábamos a plazos. En mi caso no hubo nota de romántica despedida, porque todo el amor que yo sentía agonizaba gimiendo entre la ropa esparcida. ¿Cómo no me iba a convertir en un alcohólico?
Soy un alcohólico, y lo sé; pero solamente cuando el vómito me obliga a permanecer expectante al carrusel de mi vida soy capaz de sentir algo parecido a la ausencia de recuerdo. He intentado aprender a olvidarla de todas las maneras; pero la única que puedo permitirme en estos momentos es la bebida. El resultado de mis experimentos siempre es ahora el mismo, y mi piel amarillenta no soporta ya más su ausencia. Recorro solitario y en silencio cada noche las aceras que separan mi portal del bar más cercano, y lo hago como un lobo solitario sin manada en la que refugiarse. Es un camino corto y aprendio de memoria; el único que me dá una mínima seguridad de que sabré volver a casa cuando el amanecer me sorprenda de nuevo desnudo y prisionero de su maldito y maldecido nombre. Soledad.
Mi idea de hogar se quedó aquella tarde convertida en un asqueroso cuchitril que apesta a meados y humo de cigarros consumidos con tristeza. En mi taburete de siempre engullo mi vida a grandes tragos hasta que me caigo al suelo y alguien me recoge, sugiriéndome en mi mismo idioma incomprensible que ha llegado el momento de volver a casa. Ellos se han convertido en mi única familia, y soy feliz al lado de mi manada de perdedores. Juntos rendimos pleitesía a una botella de whisky barato, y aullamos a la luna llena, a la luna menguante y hasta al mismísimo sol sin permitir que nadie se atreva a decirnos lo que es mejor para nosotros.
Cuidamos los unos de los otros hasta el preciso momento en el que cruzamos el umbral de nuestro hogar de regreso a una casa que nos llena de ausencia y miedos, una casa donde el ácido amargor de nuestros vómitos se mezcla a partes iguales con espejismos irreales de una placentera vida pasada. Sabemos que son producto de nuestra sed, pero nos dá igual, porque hemos aprendido a convivir con el vértigo que provocan los recuerdos girando sobre nuestra conciencia hasta hacernos perder el sentido.
Hoy me he atrevido a mirarme de nuevo en el espejo, y los titubeantes cristales no se han atrevido a devolverme la imagen que yo recordaba de mí mismo. En su lugar me devolvieron un rostro envejecido, unos ojos extraños y unas manos temblorosas y ausentes de vida. Comprendí entonces las enloquecidas carreras de las madres apartando a sus hijos de mi camino, y el verdadero motivo de que me mirasen con esa decepcionante expresión tan familiar ya para mí, mezcla de miedo, asco y lástima. Me he estado convirtiendo poco a poco en el peor de los animales; un animal que tiene apariencia de humano pero que a la vez está muy lejos de serlo. Me había estado alimentando de mí mismo, robándome la oportunidad de darle satisfacción a la misma Muerte. Vivía enjaulado en un vaso de cristal, alimentándome de mis delirantes y contradictorios recuerdos; y no hay nada en este mundo más destructivo que los recuerdos, cuando todo lo que te empeñas en recordar está carente de vida.
Ahora creo que ya estoy listo para dejar de recordarla. Han sido necesarios cuatro intentos de suicidio involuntarios para darme cuenta de que yo merezco vivir. Es así de simple. Merezco vivir, y para ello es necesario que dé sepultura a su recuerdo.
He dejado de envenenarme, y mi lengua reseca ha vuelto a recuperar poco a poco los sabores de la fruta madura, del café recién hecho y las tostadas sin quemarse a causa de una mano temblorosa de resaca. En mis intentos de redención he tratado de ser valiente, y haciendo acopio de todas mis fuerzas he intentado sostener en mis manos lo poco que aún me queda de ella. Lo guardaba todo bien cerrado en una caja de zapatos vieja. Aún no he tenido el valor de leer esas tarjetas.