Pascual Moriente cerró la puerta tras de sí. Hacía meses que se había olvidado de sí mismo, y por primera vez en varios meses reparó en el caótico desorden que reinaba en su habitación. En una esquina reconoció el contorno polvoriento de su máquina de escribir, y no pudo evitar un pequeño escalofrío. No era propio de él descuidar de esa manera las cosas que le importaban, y no recordaba haberlo dejado todo así de desordenado antes de irse.
Habían sido cuatro meses. Cuatro putos meses luchando a diario con la idea de perderla, poniendo el cuerpo y el alma en su mera complacencia; y había perdido la batalla.
Desde que ella se había ido el reloj arrastraba sus agujas renqueante y maldiciendo su ausencia en un lenguaje marchito y complejo. El agua del grifo se había vuelto fría y densa, y cabeceaba escorado y sin rumbo un sol empeñado en salir por el oeste, perdida por completa su precisa orientación.
Pascual se asomó a la ventana, ansioso por sentir la caricia reconfortante del salitre y los cantos de gaviota; pero abandonó la idea entristecido por los tangos que silbaba distraído el viento quejumbroso. El mismo cielo coreaba sus acordes triste y oscuro, tan estrellado como un nocturno tapiz bizantino. No lo pudo soportar más, y rompió a llorar. Llevaba tanto tiempo empeñado en asumir los destrozos que produciría en su vida la marcha de Cecilia que no se había parado a descansar. Estaba agotado.
El resquemor de la primera lágrima pronto fué absorvido por su piel deshidratada, y el benefactor efecto del llanto no tardó en cubrir las arrugas de unas manos que hablaban por sí mismas. Volvió a sentirse incomprendido y solitario, como si una cigüeña prepotente le hubiese negado el saludo, emigrando hacia el norte en pleno invierno. Al igual que ella solamente él era el culpable de sus propias decisiones, plenamente consciente de que al final de su forzado peregrinaje solamente una cosa tendría sentido: la Muerte.
Con los dedos temblorosos buscó a tientas un resquicio que le permitiera desplazar esa pesada losa; pero ya era demasiado tarde, y la falta de aire comenzó a silenciar poco a poco los latidos de un corazón condenado a congelarse en la oscuridad.
Quizás debería de sentir miedo; pero llevaba tantos años encerrado en esa cárcel de carne húmeda y fría que la caricia de la no vida le resultó reconfortantemente familiar. Poco a poco se fué abandonando a la ingravidez. En su último intento había despertado envuelto en una manta, pero ninguna manta podía ya llenarle de calor; porque tenía el frío tan adherido a su sangre que él mismo se había convertido en un resbaladizo y afilado témpano. Una mujer había acercado a él sus labios en un loco intento por salvarle; pero él ya estaba condenado a la soledad eterna; y para un hombre como Pascual la muerte era un descanso y no un castigo. El hueco que le ofrecían ya sus diminutas manos no podía cobijarle. Podía sentir la llamada del frío suelo con cada pisada, porque cada paso que emprendía le alejaba más de ella acercándole a Cecilia. No recordaba el momento exacto, pero hacía mucho tiempo que había dejado de titilar en su pecho la minúscula estrella que le mantenía unido a la cordura. Era la primera vez en cuatro meses que le dejaban solo; y no estaba dispuesto a dejarlo pasar por más tiempo.
Cada pastilla de neuroléptico y ansiolíticos le alejaba de una guarida tibia e iluminada por un fuego prometedor; y es por eso que en aquel preciso instante prefirió morirse en esa estepa solitaria, sacrificado en vano por un recuerdo egoísta y asesino; tan escondido de sí mismo como un resentido anacoreta, tan absorto en preparar su despedida que ni tan siquiera los brebajes y bebedizos que le suministraban para su marchita alma fueron capaces de frenarle esa noche.
Cuando los médicos llegaron nada pudieron hacer para salvarle, porque su cuerpo se balanceaba colgado de una soga. En sus manos aún aferraba la foto de Cecilia, junto a una nota manuscrita: Que me entierren al lado de ella.