viernes, 11 de marzo de 2016

Las Reliquias del Silencio. Capítulo final.







Capítulo
44

E
l vasco estuvo reunido con su hija hasta bien entrada la medianoche. A pesar de todos los esfuerzos de Dolores se habían negado a aceptar otra cosa que no fuesen unas simples botellas de agua por toda cena. Zadornín empezaba a mostrarse impaciente cuando al fin apareció su padre. Por más que lo intentamos no fuimos capaces de descifrar el hierático rostro del empresario. La reunión tanto podría haber sido un acierto como un fracaso completo. Desde el rellano de las escaleras Iñaki se limitó a indicarle a su hijo que estaba listo para irse, indicación que fue interpretada con la eficiencia que de seguro se esperaba de él; puesto que en menos de un minuto le esperaba con la portezuela del coche abierta de par en par. En todo ese tiempo el vasco no cruzó ni una sola palabra con nosotros, absorto en sus propios pensamientos.
—Parece un poco antipático —comentó en tono confidencial Rubén en cuanto se hubo ido.
—Debe de ser que está un poco nervioso. Yo lo estaría… —contestó con prudencia Judith en el mismo tono reservado—. Imagínate que te dicen a ti que tienes una hija después de treinta y pico años.
—Yo conozco perfectamente al señor Bengoechea —intervino con suavidad la directora—. Es un hombre bastante serio, pero hoy estaba inusualmente tenso. Normalmente se comporta con mucha normalidad y corrección. Hoy ha sido un poco grosero con vosotros, pero supongo que es debido a que la reunión no ha ido todo lo bien que él podría desear.
—Deberías de subir a su habitación, Balagar… —propuso Judith un poco preocupada—. Es posible que ahora esté disgustada y necesite compañía.
—Tienes razón —admití—. Que tengáis buenas noches…
Estaba a punto de iniciar el ascenso a las escaleras cuando Penélope se me adelantó. Bajaba las escaleras con paso firme y seguro. Una expresión serena adornaba su rostro. Venía vestida con un pijama de cuadros de corte masculino y sin maquillar, calzada con unas zapatillas a juego. En ese momento comprendimos que había aceptado esa residencia como su nuevo hogar, y que nosotros éramos a partir de ese instante su nueva familia. No hizo falta que lo dijese; todos lo leímos en la calurosa mirada que nos dispensó.
—Tranquilos, no os preocupéis, —dijo, mientras acababa de recorrer el último tramo de las escaleras—. Iñaki parece un hombre íntegro y honrado. Hemos estado hablando sin parar durante todas estas horas y parece ser el tipo de persona que se merece una oportunidad. Es pronto aún para referirme a él como “mi padre”, pero estoy segura de que con el tiempo acabaremos llevándonos bien.
El aliento retenido en nuestras gargantas se escapó aliviado estallando en un suspiro colectivo y sincronizado. Penélope había aceptado tomar el testigo en una carrera para la que no había sido preparada; pero que sin duda alguna estaba capacitada para afrontar perfectamente.
—Díselo, Balagar… —me animó Rubén, dándome un pequeño codazo.
—¿Qué es eso que tiene que decirme? —solicitó con curiosidad Penélope, mientras depositaba un pequeño beso en mis labios—. ¿No puede esperar hasta mañana?
—Lo de la capilla…—se me adelantó Rubén excitado—. Balagar y yo hemos estado en la capilla… —exclamó—. No te vas a creer lo que hemos encontrado allí, Penélope. ¡Tienes que acompañarnos!
—¿Ahora? —contestó ella, extrañada.
—¡Si…! ¡Ahora…! ¡Ahora mismo! —palmoteó excitado Rubén, abalanzándose sobre ella—. ¡Vas a alucinar con lo que hemos encontrado! ¡No te lo imaginas! ¡Es el colofón perfecto para un día perfecto! ¡Considéralo nuestro regalo de cumpleaños!
Rubén salió disparado de la residencia, arrastrando con él a una divertida Penélope, que fingía estar enojada por medio de unas tímidas protestas. Un nutrido grupo les seguíamos a corta distancia, contagiados por su entusiasta excitación. A la luz de las linternas y de los cirios la capilla adoptaba un aspecto fantasmagórico. Su gótica silueta se recortaba humilde pero a la vez majestuosa; protectora y peligrosa a la vez.
Corrimos hasta llegar a las puertas del pequeño templo, momento en el que cesaron repentinamente las risas y las bromas. Dolores y Gema se apartaron abriendo un respetuoso pasillo para que Penélope y yo fuésemos los primeros en entrar, seguidos por Rubén y Judith, que avanzaban cogidos de la mano como dos colegiales.
Penélope se dejó guiar con docilidad, dejando que la condujese mansamente y sin mediar palabra hasta llegar al pasillo lateral izquierdo del altar. Inmóviles ante la desconcertante estatua de la diosa guerrera parecíamos una más de las sombras empeñadas en pasar desapercibidas en el interior de la sagrada ermita. Rubén enfocó directamente con su linterna la amenazadora imagen de cobre, arrancándole unos flamígeros destellos sanguinolentos.
—¡Ahí la tienes! —susurró entusiasmado, apuntando con su dedo índice al corazón de la diosa.
—¿Qué se supone que tengo que ver? —preguntó desorientada Penélope sin entender nada.
—“Tu legado descansará eternamente allí donde yace y descansa la sangre de los Tudela. Busca en tu origen el triunfo de los Tudela, y tu alma sonreirá glorificada”—recité de memoria, mientras la miraba fijamente a los ojos.
—Eso es lo que ponía en la nota de mi abuelo, pero no acabo de entender el motivo de tanta excitación por una simple estatua.
—¿Aún llevas encima la llave que te entregó tu abuelo?
—¿La que abría la caja de caudales con su testamento? Por supuesto —respondió—. Siempre la llevo encima… —dijo, mientras se descolgaba del cuello la pequeña figura con forma de unicornio.
—¿Ves ese orificio de allí? —le dije, indicando con el haz de la linterna la pequeña cerradura camuflada en el pecho de la estatua.
—Sí…
—Rubén y yo creemos que tu llave abre esa cerradura. Si nuestras teorías son acertadas algo sucederá cuando gires esa llave. Algo que te conducirá directamente al origen de tu sangre, a tus antepasados…
—¡Estáis locos!
—¿Acaso pierdes algo por intentarlo?
—¡Vamos, vamos…! ¿Qué puedes perder? —la animó Judith.
La llave encajaba a la perfección en la cerradura. Penélope la giró lentamente consciente de que nuestros ávidos ojos no se perdían detalle. La llave desplazó unos cerrojos internos y algo se movió bajo nuestros pies. La estatua desapareció engullida por una inesperada oscuridad. Un intenso olor a humedad y moho nos hizo arrugar la nariz a todos. Rubén fue el primero en abalanzarse en dirección a la estrecha cavidad que había quedado al descubierto al correrse las pesadas piedras de losa que rodeaban el hueco que anteriormente ocupaba la estatua. El aire viciado del interior de la hendidura no supuso un problema para él, puesto que le vimos desaparecer sin ningún reparo como si le hubiese tragado la tierra. Pasado el primer momento de estupefacción yo decidí seguir su ejemplo. Los gastados escalones de piedra estaban resbaladizos a causa de la humedad; pero a la luz de mi linterna pude observar que el descenso no era muy acusado. Apenas eran cuatro metros de altura, ganados a la roca escalón a escalón. Calculé que serían al menos quince escalones. Penélope me seguía aferrada a mi cintura, temblorosa a causa de la excitación. Rubén se había quedado maravillado a los pies de la improvisada escalera de piedra, moviendo su linterna de un lado a otro de una forma caótica y desordenada.
—¡Debo de estar soñando! —balbuceó, en cuanto llegamos a su lado—. ¡Estamos en la cripta original de la capilla! ¿Veis todas esas inscripciones? ¡Algunas son incluso anteriores a la ocupación musulmana!
—¿Por qué huele así? —preguntó Penélope, tapándose la nariz.
—Por la falta de oxígeno. La acción de las bacterias al descomponer la carne quema mucho oxígeno. No se debieron de dar cuenta de ese detalle a la hora de construirla, porque una buena ventilación hubiera evitado este problema —informó Rubén con autoridad—. Mientras esté abierta la trampilla de la entrada no debemos preocuparnos —añadió.
—¿Has dicho bacterias comiendo carne? —repitió ella, visiblemente asqueada.
—Lo siento, Penélope; pero he de informarte que estamos ante la tumba de tus antepasados. Me temo que tienes un árbol genealógico verdaderamente impresionante —Rubén se puso a examinar las inscripciones con atención.
—¡Dios Bendito! —exclamó, frotándose los ojos con estupefacción—. ¡Esto es increíble!
—¿Qué has encontrado? —pregunté lanzándome hacia él.
—¡Mira esto, Balagar! ¡Es increíble! Penélope… ¿Crees en las casualidades?
—No mucho, Rubén. ¿Por qué me lo preguntas?
—Por esto… —respondió Rubén, señalando una enorme losa de piedra grabada a cincel en el duro suelo de roca.
—¿Qué pone? —pregunté, al comprobar que estaba escrito en unos caracteres ilegibles para mí.
—Aquí pone que estamos en un lugar sagrado, venerado por el pueblo vascón desde antes incluso de la creación de Pompaelo por los romanos.
—¿Pompaelo? —repetí como un autómata.
Pompaelo, Balagar, es lo mismo que Pamplona… —replicó entusiasmado Rubén, con un brillo febril en la mirada—. A continuación expone la triunfal victoria de los vascones ante las tropas de Carlomagno en Roncesvalles. ¿Adivinas la fecha en la que se produjo esa batalla tan trascendental, Balagar? ¡Penélope; escucha bien porque esto te interesa a ti también…!
—Ni idea… —admitimos los dos a dúo.
—El 15 de agosto… El 15 de agosto del año 778.
Nos quedamos sin palabras. A veces la vida te hace dudar de tus propias convicciones. Las palabras de Rubén quedaron retumbando sordamente, absorbidas por el eco centenario al cabo de unos segundos. El tiempo pareció detenerse, como si las alas que sostenían nuestra vida se hubieran visto sesgadas de repente. Cada uno de nosotros se quedó sumido en sus propios pensamientos, anclado a la certeza de que muchos sucesos ocurren de forma aparentemente fortuita sin que nos molestemos en averiguar la naturaleza que les ha empujado a nuestras vidas. En el caso de Penélope muchas casualidades se habían aunado para que se encontrase allí en aquel preciso instante.
Nos sacó de nuestro mutismo Judith, que iniciaba el descenso un poco preocupada por nuestro silencio.
—¿Va todo bien ahí abajo? —vociferó expectante.
—Sí, sí… No te preocupes —reaccionó Rubén, volviendo a retomar su labor de guía e intérprete.
El resultado de nuestra primera investigación arrojó unos resultados ciertamente sorprendentes. La cámara en la que nos encontrábamos se extendía varios cientos de metros por debajo de la capilla, ocupando una extensa cavidad natural. La estancia principal era la más amplia; y se encontraba justo por debajo de la cripta en la que descansaban los cuerpos de Miguel Ángel; Leonor y Ana María Tudela rodeados de sus antepasados más inmediatos. Rubén contabilizó más de un centenar de nichos excavados en la roca, de diversa antigüedad y trascendencia, acompañados de sus joyas y armas; pero el hallazgo más sorprendente lo hizo Judith de casualidad al iluminar con su linterna un pequeño foso. En el fondo de la oquedad brillaban centenares de monedas y gemas preciosas, mezclados en un confuso mosaico.
El valor histórico de nuestro hallazgo podría cambiar los anales de la historia, demostrando la existencia de una monarquía vascona anterior a la ocupación romana; que habría sobrevivido a los visigodos y a los musulmanes al margen de todas las crónicas conocidas hasta ese momento.
El valor numismático de las monedas era incalculable y a Rubén le llevó varios meses contabilizar y ponderar la riqueza de los tesoros que acabábamos de descubrir. Muchas de las monedas eran objetos únicos en su género, acuñaciones endémicas de la zona, perdidas en el transcurrir de los siglos; pero el suceso más impactante tuvo lugar solamente unas horas después de nuestro primer descubrimiento.
A la mañana siguiente de encontrar el pasadizo habíamos decidido regresar a la cripta para comenzar el inventario de todas las riquezas que custodiaban las entrañas de la tierra. Rubén se había equipado de varios pinceles, así como de varios picos y palas. Había llamado a varios colegas de la facultad esa misma noche solicitando su ayuda, puesto que algunos de ellos eran licenciados en Arqueología, en Historia y en cosas por el estilo. Habíamos decido no informar de nuestro hallazgo a las autoridades hasta estar bien seguros de lo que teníamos entre manos; puesto que la experiencia de Penélope con los representantes de las fuerzas públicas la había hecho recelosa y desconfiada.
Poco a poco iban llegando los amigos de Rubén; y se fue haciendo más evidente que mi presencia allí solamente era un estorbo, así que me pareció una buena idea salir a pasear con Balbi. Ella se merecía más que nadie compartir la experiencia de nuestro hallazgo. Además, tenía la secreta esperanza de que la potente energía telúrica que se escapaba a borbotones de la cripta pudiese resultarle de provecho. Balbi no había evolucionado nada en las últimas semanas, y nuestra primera visita al Hospital universitario navarro había arrojado unos resultados más bien poco halagüeños, así que después de pasarnos un par de horas deambulando por el jardín la conduje directamente a la capilla.
—Mira, Balbi… —le susurré cariñosamente al oído, consciente de que posiblemente no me escuchase—. Aquí es donde hemos encontrado el tesoro familiar de los antepasados de Penélope. El dinero para tu tratamiento no será jamás un problema. Ni para ti ni para nadie, porque ha dicho que destinará toda su fortuna en ayudar a personas como tú de manera gratuita.
—Sí, ya lo sé… —me contesté a mí mismo—. Es una noticia maravillosa. También ha dicho que podremos acoger a todas las mujeres con problemas domésticos que Gema decida ir aceptando. Por cierto —susurré cuando nos topamos con la figura de la Virgen, que ocupaba el altar mayor de la capilla—, he hecho una promesa a la Santina a cambio de tu recuperación. Algún día te lo contaré mientras nos tomamos una cerveza… Nos quedan muchas fiestas que montar. Te vas a poner bien, cielo. Te vas a poner bien...
—Quiero que sepas que Sergei ha pagado por lo que te ha hecho —añadí emocionado— y que Ella me ha perdonado. Lo sé, no me digas por qué…
Animado por el silencio reinante en la capilla hice una cosa que quizás no debería haber hecho. Sacando el pequeño teléfono móvil de mi bolsillo le reproduje a Balbi las imágenes que había captado de Sergei segundos antes de que fuese esposado por la policía. Me dio la impresión de que la carótida de Balbi se desbocaba, y que las pupilas de sus ojos se esforzaban en fijarse en algún punto situado por encima de nuestras cabezas. Elevando la vista pude observar un extraño reflejo naciendo a la altura de los ojos de la Virgen; y algo parecido a una gota de condensación comenzó a arrollarle el rostro. Si yo fuese más creyente hubiese afirmado que era una lágrima. Nunca lo sabré. Lo único que sé es que Balbi extendió poco a poco su temblorosa mano con dificultad y musitó:

—Gracias.

jueves, 10 de marzo de 2016

Las Reliquias del Silencio. Capitulo 43 (penúltimo)






Capítulo
43

P
enélope observó el reflejo de su rostro en el espejo de la habitación. Los oscuros cercos de los ojos no la favorecían demasiado; y el aspecto descuidado de su incipiente cabellera no era muy propio de ella; pero a pesar de todo allí estaba, esperando a que llegase el momento de reunirse con un padre del que no sabía nada en absoluto.
Trató de infundirse el valor necesario empapándose de nuevo en las cartas de su tía abuela y de su madre. Ambas coincidían en que Iñaki era un hombre extraordinario que merecía la pena conocer; pero ahora no estaba tan segura. Desde la distancia le había parecido que resultaría sencillo, pero cuanto menos tiempo faltaba para ese encuentro menos seguridad en sí misma tenía.
Abrió la puerta del balcón para que entrase un poco de aire fresco. Estaba oscureciendo, y el viento del atardecer transportó en su dirección miles de fragancias entremezcladas.
Olía a hierba recién cortada, a humedad…
Reconoció el inconfundible aroma de los galanes de noche, que la transportó a las lejanas noches de su infancia, cuando veraneaba en Huelva con Natalia. Recordó con nitidez las preocupaciones que las ocupaban a ambas por aquel entonces, reviviendo por un segundo las emociones propias de la adolescencia. Nunca se hubiese imaginado que la vida le fuese a cambiar de la manera en la que lo había hecho. Natalia y ella habían soñado despiertas con encontrar un amor verdadero, entregando a la noche infinidad de plegarias y promesas infantiles.
Natalia… Natalia había sido siempre una parte imprescindible en su vida; y ahora tampoco estaba. La noche había premiado sus promesas con un amor verdadero; pero se había dejado en el camino demasiadas cosas. Se arrepintió de no haber sido capaz de desear que ese amor verdadero hubiese de llegar acompañado de todas las cosas que le habían sido arrebatadas por la fuerza. ¡Como si fuese así se sencillo! ¡Ojalá las cosas se solucionasen con solamente desearlo, como en los cuentos para niños! arrastrando los pies se dejó caer en el pequeño camastro que hubiese ocupado su tía abuela con anterioridad. No sabía precisar el qué; pero había algo en esa habitación que la llenaba de paz. Era como si desde algún lado Ana María le enviase la fortaleza necesaria para hacerle frente a ese momento.
El reloj de pared marcó las nueve. Cada campanada sacudió su cuerpo con la exasperante y violenta certeza de que ya no había marcha atrás. Aún no se había extinguido el último de sus ecos cuando llegó Iñaki. Lo hizo con una prudencia exquisita, acariciando la puerta con los nudillos.
—Adelante. La puerta está abierta… —dijo, temblándole la voz como a una niña.
Desde la puerta la observaba visiblemente emocionado un anciano de mirada noble y serena. A pesar de la dureza de sus facciones la expresión de su rostro emanaba una emoción palpable. Penélope se incorporó con rapidez de la cama, saliéndole al encuentro. Se lo había tratado de imaginar miles de veces; pero nunca se lo hubiese representado tan distinto a ella. En sus proyecciones se lo imaginaba elegante y guapo, imponente de la cabeza a los pies. Se lo imaginaba como un príncipe de los cuentos de hadas. El resultado la decepcionó un poco, admitiendo a regañadientes una vez más que en la vida real los cuentos de hadas solo tienen sentido para los niños.
—¿Puedo pasar? —preguntó cohibido el anciano sin atreverse a mirarla a los ojos.
—Por favor —respondió ella, invitándole con un generoso gesto afirmativo.
El anciano entró con paso lento, notando en sus piernas todo el peso de la escrutadora mirada de Penélope, que hizo caso omiso de su intento de abrazarla y darle un beso de bienvenida.
—He estado esperando este momento muchos años, hija mía… ¿Puedo llamarte hija mía, Penélope?
—Llámeme usted como prefiera, señor Bengoechea —respondió Penélope con una fingida indiferencia, mientras sentía que un incendio se adueñaba de sus mejillas.
—Iñaki, por favor… Llámame Iñaki —suplicó ilusionado el político—. Ya que no soy digno merecedor de la palabra padre trátame al menos de tú, por favor.
—Me parece bien, Iñaki…
—No sé cómo empezar, hija mía. Llevo tanto tiempo soñando con esto que ahora que al fin puedo vivirlo me parece estar aun viviendo un sueño.
—A mí me sucede lo contrario —dijo Penélope nerviosa—. Yo nunca me hubiese imaginado ni por lo más remoto que me pudiera suceder una cosa semejante.
—No seas cruel conmigo, Penélope… No es necesario. Puedo hacerme una idea bastante aproximada de lo duro que tiene que ser para ti asimilar que un viejo como yo pueda ser tu padre. No puedes ni tan siquiera imaginarte lo que yo he luchado por ti. Me he pasado los últimos años de mi vida suplicándole a tu tía abuela Ana María una oportunidad de conocerte. Desde que he sabido de tu existencia he tratado inútilmente de saber tu paradero, tu identidad…
—Un amigo me lo ha dicho. Al parecer venías todos los 15 de agosto a visitarla. Ahora sé por qué lo hacías. Pareces un hombre honesto.
—En realidad venía dos veces al año a visitarla. Siempre me ha gustado honrar las fechas importantes. Hace mucho tiempo que este día es importante para mí. Siempre que he podido he venido a depositar flores en la tumba de tu madre en la fecha de su aniversario; y cada 15 de agosto he acudido aquí con la esperanza de que el corazón de tu tía abuela se ablandase.
—Aún no estoy preparada para ser tu hija, Iñaki. Estoy encerrada en un cuerpo que me asusta. Por mucho que nos pese somos dos extraños.
—Lo sé, y lo siento —contestó apesadumbrado el anciano—. Esto es para ti. Supongo que es tu decisión aceptarlo o recusarlo —dijo el empresario, tendiéndole un abultado paquete—. Son mis memorias. Aún están desordenadas y sin acabar de redactar; pero no sé de nadie mejor que tú para leerlas. Supongo que te lo mereces más que nadie.
Penélope no hizo ningún movimiento. El anciano se sintió decepcionado, pero no cejó en su empeño.
—Sé que llego con más de treinta años de retraso; pero he llegado, hija mía… te mereces una explicación. En esos diarios te dejo impresa la historia completa de mi vida. No debes juzgarme sin conocerme. Conóceme, te lo suplico.
—No hace falta pasar por eso —contestó Penélope, entristecida—. Soy consciente de todo lo que pasó entre mi madre y tú. Ella me lo dejó todo también por escrito. Si te soy sincera he accedido a conocerte a instancias de sus palabras. En sus líneas se traslucía un amor infinito hacia ti. Un amor que me intrigó profundamente.
—Cielo Santo… —murmuró el anciano, llevándose la mano al pecho—. Eres igual que ella… Sois como dos gotas de agua. Tenéis la misma fisonomía y hasta la misma voz… ¡Qué crueldad!
—¿Crueldad? —preguntó Penélope, un poco ofendida, sin llegar a entender del todo el comentario del empresario.
—Sí, hija mía, crueldad… Es una crueldad del Destino que no haya podido disfrutarte en todos estos años. Hasta ahora mismo no estaba seguro de ello, pero ahora sé que te hubiese amado desde el mismo instante en el que te hubiera puesto la vista encima. He arañado inútilmente el calendario hasta quedar exhausto, anhelando conocerte; y cuando ya desesperaba de encontrarte; en el crepúsculo de mi vida, apareces, de repente.
—Supongo que a veces la casualidad tiene estas cosas —respondió Penélope, tragándose un puñado de saliva seco como la arena—. A veces tienen que suceder cosas imprevisibles para hacernos ver la vida de una manera diferente. Yo he tenido que sacrificarlo todo para conocer la verdad. En tu caso no parece que hayas sacrificado nada.
No podría precisar si había sido el rencor que desprendía esa acusación, o la dureza de su mirada, pero el vasco se quedó sin palabras.
—Hija… —murmuró con voz suplicante—. Sé que la vida te ha manejado cruelmente. Yo mismo he sido víctima de sus torpes manos de gigante. Puedes malgastar tu saliva lubricando un rencor que considero inmerecido. No te culparé; pero eso no nos devolverá nada; al contrario… acabará arrebatándonos lo poco que aún tenemos el uno del otro.
—¿Cómo quieres que me sienta? No puedo abrirte los brazos como en las películas románticas, porque la vida no es así. Mi vida al menos no es así —matizó—. ¿Tú sabes todo lo que he tenido que pasar para llegar a este momento? No, no lo sabes. Ni tan siquiera puedes hacerte una idea…
—Tienes razón, hija mía… No te conozco. Nadie me ha dado nunca la oportunidad de conocerte. Solo pretendo que este amor dormido despierte ajeno a su desgracia; que su sonámbula mirada se desperece generosa, porque mi corazón está hambriento de ti desde el mismo día que fui consciente de tu existencia.
—Hablas como un poeta, Iñaki; pero mi realidad está muy lejos de ser poesía. No estoy segura de necesitar un padre a estas alturas de mi vida. Una parte de mí reclama con angustia tu presencia, pero aún no estoy preparada para asimilarte como padre. Necesito tiempo para conocerte, para vivirte, para añorarte.
—Si he sido capaz de esperar todos estos años puedes estar segura de que una pequeña prórroga no ha de ser impedimento. Solamente te pido que seas capaz de aceptar mi mano tendida. Este es el ofrecimiento más sincero que puedo hacerte. Yo también quiero conocerte, hija mía, y estoy dispuesto a poner todo lo que sea necesario de mi parte para facilitarte esa labor.
—Dame un poco más de tiempo, por favor. El primer paso ya está dado. Veamos qué sucede a partir de ahora. He decidido darle una oportunidad a mi pasado. Esta misma tarde he completado mi traslado a esta nueva residencia. Ahora estaremos un poco más cerca el uno del otro…
—¿Crees que podrías abrazarme? —suplicó el anciano con los ojos acuosos—. No es un padre quien te lo pide, sino un viejo; solamente un viejo que ha recuperado las ganas de vivir…



miércoles, 9 de marzo de 2016

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 40,41,42




Capítulo
40

E
l equipo táctico de combate comenzó a tomar posiciones cuando la grúa municipal se alejaba con el último de los coches que rodeaban la entrada del edificio. El llamativo coupé deportivo de Natalia destacaba como una isla en medio de un océano. Desde una furgoneta desprovista de rótulos de ningún tipo luna Méndez parecía muy ocupada coordinando todos y cada uno de los movimientos que habrían de producirse en los próximos minutos. A Medallas y a mí se nos había ordenado permanecer alejados del cordón de seguridad de más de veinte metros que rodeaba la entrada al edificio.
Nos habían dicho que ese deportivo era propiedad de Natalia Saavedra, y que dentro del edificio habría de estar reunido su padre con alguno de los reyezuelos de la mafia local, probablemente Sergei. Solamente les faltaba dar con la localización exacta del piso franco para emprender las acciones oportunas. Medallas estaba tan contrariado como yo; pero el coronel Maraña en persona había dado órdenes muy explícitas en cuanto a eso: “les quiero alejados de Adolfo y de Sergei hasta que la operación se haya resuelto; y les quiero desarmados a ambos. Usted responde por ellos, señorita Jiménez”.
—¿Qué coño hacemos aquí, Medallas? —pregunté mientras sorbía el último trago de un incandescente café con leche.
—Yo qué sé, Balagar… Me tienen cogido por las pelotas. Al parecer ese cabrón de Maraña tiene prioridad absoluta en cualquier operación policial o militar dentro del territorio español.
—Y también fuera del territorio español, créeme —afirmé, recordando los cruentos meses que me habían hecho pasar en la zona de los Balcanes.
—¿Nos vamos de aquí? —murmuró el policía en un susurro, mirando de reojo a uno de nuestros escoltas.
—Nos vamos —ratifiqué, con la mirada perdida en el poso de café de mi humeante taza vacía—. ¿Cómo lo hacemos, con elegancia y sin que se den cuenta o a la vieja usanza?
—Como tú quieras, amigo; pero no estoy dispuesto a ejercer de mero observador en esto. Me parece una falta de consideración imperdonable. ¿A tu señal?
—A mi señal —respondí, tensando un poco la mandíbula. Un reconfortante torrente de adrenalina empezó a correrme por la venas. ¡Volvía a sentirme vivo!
A través de las vidrieras de la cafetería todo parecía transcurrir con normalidad. El tráfico de la zona se movía con la regularidad artificial habitual. El flujo y reflujo de vehículos no se había visto alterado por las medidas de seguridad que los equipos tácticos habían empezado a desplegar. Sería una operación sencilla y sin incidentes. De repente algo rompió la armonía controlada que reinaba en los alrededores del espacioso portal. Un enorme todoterreno con los cristales tintados acababa de aparcar justo detrás del coche de Natalia Saavedra.
—Hay movimiento… —susurré en dirección a Medallas.
—Ya lo veo —contestó él con preocupación.
Del mastodóntico 4x4 surgieron dos hombres de aspecto poco tranquilizador. Después de echar una ojeada a un lado y otro de la calle abrieron una de las portezuelas traseras; ayudando a bajarse a una escultural y bien vestida muchacha. Su peinada cabellera me impedía verle el rostro; pero pude reconocer sin ningún tipo de dificultad a Natalia. El corazón se me aceleró un 200%. ¿Qué demonios hacía una mujer como ella acompañando a ese hombre tan poco agraciado? Les flanqueaba un muchacho de movimientos nerviosos, que no dejaba de mirar hacia un lado y otro de la calle con preocupación.
Empecé a temer que se hubieran dado cuenta de algo, pero al cabo de un par de segundos Natalia se movió en dirección a su coche escoltada por sus dos acompañantes. Del maletero sacó un voluminoso maletín que le entregó al más veterano de ellos. Lo hizo sin mediar palabra, con un gesto adusto y despreciativo.
—Está pasando algo raro —masculló Medallas, revolviéndose a mi derecha—. ¿Dónde está su padre?
Eso mismo estaba pensando yo en ese preciso instante. Supuse que lo mantendrían oculto en el interior del todoterreno, pero cuando Natalia les entregó el dinero no se subió en el coche de sus acompañantes, sino que lo hizo en el suyo propio; y lo hizo sin mirar ni una sola vez en dirección al vehículo del que acababa de bajarse. Era imposible que su padre se encontrase oculto tras esos cristales tintados. Un segundo después desaparecía engullida por el desesperante tráfico de la ciudad. Medallas y yo nos miramos en silencio, tratando de entender ese último movimiento.
—No tiene sentido —comentó mi buen amigo.
—Pues no —acepté desconcertado.
No le mentía. No tenía sentido que Natalia ayudase a su padre a escapar del hospital burlando las irrisorias medidas de seguridad para después dejarle abandonado en el coche de unos mafiosos de poca monta.
—Tenemos que enterarnos de lo que está pasando —admití, con ánimo resuelto—. Me da igual lo que haya dicho el coronel. Tenemos que ir a la furgoneta de control. Puede que ellos tengan los galones, pero hay algo en todo esto que no encaja, ¿no te parece?
Medallas asintió en silencio. Pagamos nuestras consumiciones y aprovechamos que uno de nuestros escoltas había ido al retrete para escabullirnos en dirección a la puerta de salida. Nuestro único centinela deslizó un billete sobre el mostrador y emprendió una corta carrera hasta colocarse a nuestro lado, susurrando alocadamente en dirección a uno de los cuellos de su camisa. Estábamos a punto de llegar a la furgoneta de control cuando un par de policías de paisano nos cortaron el paso.
—Lo sentimos, comisario —se excusó el más veterano de ellos—. Tenemos orden de que nadie se acerque a esta furgoneta.
—Martínez… —masculló Medallas, disgustado—. Hace mucho que nos conocemos y cuando estos hombres se vayan volveremos a vernos muchas veces. No quisiera que nuestra relación se viese deteriorada por tonterías como esta.
—Lo siento —balbuceó nervioso el policía, ante la evidente amenaza de su superior—. No podemos dejarles pasar. A usted le dejaría pasar, pero tenemos órdenes estrictas de que el civil que le acompaña no se acerque bajo ningún concepto.
—Pues déjeme pasar —ordenó Medallas secamente—. Balagar… —añadió con suavidad guiñándome un ojo—. Espérame aquí. No tardaré mucho, te lo prometo.
Se introdujo con agilidad por la portezuela lateral de la enorme Mercedes. A mi lado empezaron a pasear incómodos el centinela que nos había asignado el coronel Maraña y el policía de paisano más joven. Ambos formulaban órdenes y contraórdenes por sus respectivas emisoras. Estaba claro que acabábamos de crear un pequeño conflicto de intereses entre las fuerzas armadas de seguridad y los servicios de inteligencia. Entretanto, los dos mafiosos volvieron a subirse al vehículo todoterreno, enfilando a toda velocidad su coche en dirección al parking de las Salesas. Nadie se interpuso en su camino, nadie trató de cortarles el paso. Empecé a dudar de que luna Méndez estuviese capacitada para ocupar el puesto que le había asignado el coronel. Al cabo de unos minutos que se me hicieron eternos volvió a emerger del interior de la furgoneta el preocupado rostro de Medallas.
—Esto es un descontrol —afirmó, torciendo el gesto con resignación—. No hay coordinación entre ellos. Están empezando a evacuar a los vecinos por seguridad.
—¿Qué es lo que está pasando? —pregunté.
—Dudo mucho que ellos mismos lo sepan —admitió el comisario suspirando—. Al parecer Sergei se ha instalado en uno de los pisos superiores de este edificio —señaló con el mentón el espacioso portal que teníamos enfrente—, pero no tienen muy claro en cuál de ellos exactamente. Las dos últimas alturas le pertenecen casi exclusivamente a ese cabrón. En las últimas semanas ha comprado o alquilado casi todos los pisos de las últimas plantas; y desde ahí ofrece unos servicios de prostitución “a la carta” que le están reportando muchos beneficios. Se cree que está en un dúplex que hace esquina en el ático, pero nadie lo sabe a ciencia cierta. Están pensando en abortar la misión.
—¿Y Adolfo?
—Han podido confirmar mediante lecturas térmicas que no se encuentra en el interior del todoterreno. Se cree que Natalia ha pagado a los rusos por ocultarle y protegerle en alguno de sus pisos de contactos. En mi opinión el coronel se ha equivocado poniendo a luna al mando de esta operación. Está desbordada. Deberían de haber puesto a alguien con más experiencia en la dirección de equipos de combate.
Iba a hacer una apreciación, pero me contuve. Los dos hombres del todoterreno acababan de entrar en el portal. El maletín que les acababa de entregar la hija del político colgaba de una de las manos del más inquietante de ellos. El más joven correteaba entusiasmado alrededor de su maestro celebrando algún tipo de triunfo.
—Esto no me gusta nada —comentó Medallas al observar el repentino movimiento de hombres armados alrededor de la furgoneta de control—. ¡Van a entrar!
—¿Cómo van a entrar a ciegas, Medallas?
—No lo harán a ciegas… —repuso preocupado el policía, desviando la mirada—. Conozco a uno de los hombres que seguían a ésos dos. Estuvo en nuestra comisaría hace un par de meses impartiendo un cursillo de infiltración para los policías de la secreta. Tiene mujer y dos hijos, si no me equivoco. Le han metido en esa ratonera para saber dónde está Sergei —añadió, meneando la cabeza de lado a lado.
—¡Dios! —exclamé, dándome cuenta de las posibles complicaciones que podían surgir—. Si algo sale mal va a ser un auténtico baño de sangre. Si alguno de ésos dos se da cuenta de que les siguen ya puede darse por muerto.
—Esperemos que sean tan estúpidos como aparentan.
Pasaron unos minutos más sin que hubiese ningún movimiento por parte del escuadrón de intervención del cuerpo de operaciones especiales. Ya no se molestaban en ocultar su presencia, y un llamativo cordón de cinta de plástico se colocó cortando el acceso a las calles colindantes. El tráfico empezó a ser regulado por la Policía Local entre las airosas protestas de los automovilistas, que, ajenos al transcurrir de la operación, empezaron a expresar su malestar con unos furibundos toques de claxon.
—¡Malditos estúpidos! —vociferó Medallas encolerizado—. ¡Van a joderlo todo!
De repente todos los operativos comenzaron a introducirse con rapidez en el portal. En la azotea de los edificios colindantes empezaron a destellar los impolutos cañones de acero bruñido de los francotiradores del cuerpo de élite de la policía. Un auténtico hervidero de gente comenzó a revolverse inquieta observando la extraña marea de hombres armados que deambulaba por la calle. Me pareció estar viviendo en primera persona una extraña escena de acción hollywoodense.
Al cabo de unos segundos se escucharon unos disparos. Al principio solamente eran detonaciones aisladas y amortiguadas, pero en cuestión de segundos el intercambio de disparos era de tal magnitud que se volvió un traqueteo continuo en el que se mezclaban ráfagas de armas automáticas y estampidos de todo tipo. Reconocí el peculiar castañeteo de los AK-47. Los hombres del coronel debían de estar metidos en un buen aprieto. Sin poder evitarlo volví a sentirme en el Belgrado más incierto y peligroso, inmerso en plena Guerra Civil. Un extraño escalofrío se adueñó de mi médula espinal, haciendo que me convirtiese en un puerco espín gigantesco. Todos los vellos de mi cuerpo estaban enhiestos, prestos a captar la más mínima turbación del entorno, transformándome de nuevo en una bestia primitiva y sedienta de acción. Medallas debió de darse cuenta de mi transformación, porque su mano derecha se aferró a uno de mis brazos reteniéndome a su lado.
—¡Tenemos bajas! —gritó desencajado el joven oficial que dirigía el equipo de asalto—. ¡Quiero esas ambulancias aquí ahora mismo!
En ese preciso instante una voluta de humo surgió de una de las ventanas superiores; y una granada autopropulsada RPG explosionó a medio metro de la Mercedes atestada de antenas parabólicas. Una lluvia de cascotes hizo retroceder despavorida a la gente que hasta ese momento se apretujaba en busca de un buen ángulo desde el que grabar alguna escena con sus teléfonos móviles. La puerta corredera se deslizó y todos los ocupantes de la furgoneta se dispersaron por la calle justo antes de que un segundo proyectil impactase con mejor fortuna haciendo que el chasis quedase reducido a un montón de hierros retorcidos y humeantes. No tuve tiempo de observar si Luna Méndez había podido salir de esa mortífera trampa. Un auténtico enjambre de sirenas comenzó a imponerse poco a poco atestando la atmósfera de inquietantes zumbidos.

 


Sergei nunca había sido un paranoico pero su experiencia le había hecho adquirir ciertas medidas elementales de seguridad. Es por ello que nunca se movía sin escolta armada, y cuando se retiraba a descansar al piso que había escogido como guarida siempre dejaba un retén de hombres de guardia en el portal. Ya le había alertado hacía minutos la llamada de Dimitri informándole de la presencia de una extraña furgoneta de la que entraban y salían policías uniformados y de paisano sin cesar; pero no fue hasta ese momento cuando fue consciente de que la presa a la que perseguían era él. Se lo acababa de confirmar Chuflo con voz preocupada nada más entrar por la puerta acompañado de su joven primo Alexei.
—¡Creo que nos siguen, jefe! —había afirmado escuetamente el preocupado delincuente mientras le arrojaba la voluminosa maleta de cuero—. ¡Aquí tiene el dinero de la chica! ¡Es una trampa!
Sergei echó un rápido vistazo al contenido del maletín. Todo parecía en orden. Billetes de valor nominal comprendido entre los 20 y los 100 euros, usados y no correlativos en sus números de serie. Indetectables. A continuación señaló hacia la puerta de salida.
—Siempre os digo que os aseguréis de que nadie os sigue. Sois unos estúpidos. ¡Nikola, arma a todos los hombres! ¿Cuántos tenemos aquí?
—Entre chulos, camellos y recaderos yo creo que podemos juntar sin problema a más de una docena, jefe. Eso sin contarnos a nosotros cuatro.
—Bien… —afirmó Sergei, extendiendo una larga hilera de cocaína sobre la mesa de cristal del salón. Llámalos a todos. Les quiero aquí en menos de dos minutos, armados y listos.
—Entendido.
Antes de que Nikola oprimiese el botón de su teléfono móvil se escuchó un estampido en el descansillo del portal. Chuflo entró disparado portando un revólver aún humeante.
—¡Era un poli, jefe! ¡Le he pillado hablando con alguien por radio! A estas alturas ya deben de saber dónde estamos. ¡Esto es una ratonera! ¿Qué hacemos?
No pudo acabar la frase, porque un cerco en mitad de la frente marcó el lugar exacto en el que una bala de grueso calibre acababa de hacer puntería a través de uno de los cristales del salón. Instintivamente todos se tiraron al suelo, cubriéndose la cabeza con las manos. Sin embargo no se produjo ningún disparo más. El francotirador debía de estar situado a su misma altura, porque de lo contrario ya hubiese abatido otro objetivo sin lugar a dudas.
Presa del pánico, Sergei comenzó a disponer órdenes contradictorias, sin saber muy bien cómo afrontar esa situación tan imprevista. Nikola, en cambio, mantenía una actitud serena y profesional, acorde a la dilatada experiencia militar que poseía. En lugar de acobardarse decidió tomar las riendas de la situación.
—¡Alexei… abre esa caja metálica que tienes a tu espalda! ¡Hazlo ya o somos hombres muertos, joder!
El bisoño jovenzuelo intentó abrir la pesada caja metálica sin éxito. Uno de los pasadores estaba demasiado duro para sus temblorosas manos. El experimentado militar no pudo evitar una imprecación.
—¡Maldito estúpido! ¡Aparta de ahí, hazme un hueco detrás de ese sofá! ¡Sergei! —gritó en dirección a su embobado jefe—. ¡Deja de mirar a Chuflo y haz algo de provecho! ¡Préndele fuego a todo, necesitamos una cortina de humo que nos oculte de esos hijos de puta!
Sergei pareció despertar de repente, incorporándose como un puma y corriendo en dirección a uno de los ventanales. Acercó la llama de un encendedor a una de las ligeras cortinas de encaje, que pronto se vio envuelta en llamas. A continuación se sirvió de una silla de madera para ir haciendo añicos las vidrieras de las ventanas del salón. Cuando las primeras columnas de humo denso y negro empezaron a impedirles respirar se sintieron lo suficientemente a salvo para moverse libremente por la habitación. Nikola ya se había equipado con unos lanzagranadas que acababa de sacar de la voluminosa caja metálica, y desde el suelo arrodillado le ofrecía un AK-47 de culata retráctil armado y listo para ser usado. Su primo Alexei había hecho acopio igualmente de un arsenal de considerables proporciones.
—¿Ahora qué? —preguntó con ansiedad, aceptando el fusil ametrallador y colocándose varios cargadores repletos a la cintura.
Volvía a ser el Sergei aguerrido de siempre, valeroso, fuerte y a veces incluso hasta suicida. Nikola se sintió un poco más tranquilo.
—Tienen que estar dirigiendo todo esto desde algún lado. Hay que localizar su puesto de mando y destruirlo. Eso les dejará confusos y descoordinados.
—¡La furgoneta! —exclamó Sergei, dándole una fuerte palmada en el hombro a su lugarteniente. ¡Hay una furgoneta aparcada justo enfrente de la entrada principal! ¡Vuélala por los aires!
Nikola dispuso el primero de los proyectiles y asomó la cabeza con prudencia por uno de los ventanales. El ángulo de disparo no era el más adecuado, pero podría hacer puntería desde allí. Quitó el pasador de seguridad y apretó el gatillo. La granada se deslizó con suavidad adoptando una trayectoria descendente perfecta en dirección a su objetivo. Apenas un segundo después una deflagración hacía temblar los cimientos del edificio. El proyectil había impactado a escasos metros de su objetivo.
El ruso maldijo mientras recargaba el tubo de su RPG. Nunca hubiese creído que fallaría a tan corta distancia, pero lo había hecho; y ahora era necesario repetir el disparo. Tenía los ojos enrojecidos por el humo y le costaba respirar, pero para él no era una situación novedosa. Había tenido su bautismo de fuego siendo apenas un adolescente. Con la intención de encontrar mejor posición se desplazó un metro más a su izquierda, y esa vez no falló. El furgón saltó hecho pedazos, envuelto en una columna de humo. El ulular de decenas de sirenas le anunció que era el momento de escapar. A su espalda le esperaba Sergei interrogándolo con la mirada.
—Está hecho, hermano —aseguró, con una mueca que pretendía ser una sonrisa—. Ahora viene lo más difícil. Tenemos que bajar por las escaleras, enfrentándonos a todo lo que nos salga al paso. ¿Preparado?
—Nací preparado, hermano —sentenció envalentonado Sergei, abalanzándose sobre la puerta con los ojos llorosos por el humo.
Cuando salieron al pasillo se toparon con el cuerpo sin vida del policía ejecutado por Chuflo apenas unos segundos antes. Nikola se agachó sobre él, apoderándose de un pequeño aparato de radio.
—Ahora sabremos tanto como ellos —su comentario fue acogido por una agradecida sonrisa de satisfacción—. Jefe… —añadió, señalando el pesado maletín de cuero—. Creo que deberías dejar eso aquí. El dinero no nos servirá a ninguno de nosotros cuando estemos muertos.
—Aquí no se morirá nadie que no hayamos matado nosotros. Nos iremos de aquí, y lo haremos a lo grande, como hemos hecho siempre, ¿estamos?
Unos pasos retumbaron en el pasillo. Nikola alzó su arma, pero la volvió a bajar al reconocer entre la cortina de humo a los recién llegados. Eran hombres de su grupo. Era el momento de abrirse camino hasta la planta baja.
—¡En esa habitación hay armas! —exclamó, envalentonado con la llegada de sus hombres—. ¡Daos prisa o no saldremos vivos ninguno de aquí!
—Tenemos menos de dos minutos —dijo, tras escuchar con atención las instrucciones que se entremezclaban por el pinganillo de su radio—. Está subiendo un equipo de operaciones especiales. Están en el primer piso. Es un pelotón de seis hombres. Llevan chalecos antibalas. Apuntad a la cabeza y a las extremidades —ordenó a los recién llegados.
—¡Ya lo habéis oído! —ratificó Sergei con los ojos enrojecidos por el humo—. ¡Vosotros tres iréis en cabeza! —ordenó a los recién llegados— . ¡Disparad contra todo lo que se mueva por delante de nosotros! ¿Lo habéis entendido?
Los asustados esbirros confirmaron sus palabras con unos secos chasquidos de sus armas automáticas. A continuación emprendieron la huida con precaución a través de las escaleras. Les esperaba un descenso cargado de muerte y destrucción.
Se toparon con el pelotón de las fuerzas especiales en el rellano del cuarto piso. Fue un enfrentamiento desigual y sanguinario, porque los hombres de Sergei les esperaban emboscados en el recodo de la escalera. Con el factor sorpresa de su lado abordaron a sus enemigos en terreno descubierto y sin clemencia. Los cuatro primeros hombres cayeron como un racimo de fruta madura ante las ráfagas de los mortíferos AK-47, y los dos hombres restantes se vieron obligados a retroceder sobre sus pasos, intercambiando disparos metro a metro, centímetro a centímetro, luchando durante unos minutos que se les hicieron eternos hasta obligarse a admitir que se enfrentaban a unas fuerzas tremendamente superiores. Así lo hizo saber el sargento Sonseca en su desesperada llamada: “Nos vemos obligados a replegarnos a la planta baja. Las fuerzas hostiles son claramente superiores. Tenemos cuatro bajas. Solicitamos fuerzas de contención en la planta baja. Repito. Solicitamos refuerzos en la planta baja”.
Medallas torció el gesto preocupado. Llevaba varios minutos con la oreja pegada al pequeño receptor de radio, brincando de un lado a otro y lamentándose de la ineptitud de luna
Méndez a la hora de desplegar el dispositivo. En un momento dado arrojó con rabia lejos de sí el cigarrillo que colgaba a medio consumir de la comisura de sus labios.
—¡Se les van a escapar! —exclamó desesperado—. Están bajando por las escaleras y han desbordado al equipo táctico de combate. Balagar… tenemos que hacer algo. Tenemos que hacer algo o se escaparán para siempre.
—¿Han dicho algo de Adolfo Saavedra?
—Negativo. A ese malnacido parece habérselo tragado la tierra. Posiblemente esté escondido como la alimaña que es en alguno de los pisos superiores. ¿Estás conmigo?—añadió, mirándome fijamente a los ojos.
—Sabes que sí —respondí—. Hasta la muerte si hace falta. Yo creo que esos bastardos están intentando abrirse paso en dirección a la antigua estación de autobuses. Tenemos que cortarles el paso antes de que puedan subirse en algún coche y escapar.
—¿A qué esperamos, entonces? —Medallas se acercó a su coche, y del maletero sacó una escopeta semiautomática de calibre 12 Franchi reglamentaria.
—Toma —me dijo—. Está cargada con postas del 00. Me la estoy jugando, pero siempre te he debido una…
—Gracias, amigo —respondí emocionado.
El grueso de los efectivos policiales se había concentrado alrededor del portal. Había uniformes entremezclados de la Policía Local, la Policía Nacional y la Guardia Civil. De entre todos ellos destacaba una mujer empeñada en coordinar esas fuerzas tan distintas entre sí, parapetada tras los humeantes hierros retorcidos de lo que antes había sido una furgoneta. Parecía magullada y herida, pero estaba viva; de eso no cabía la menor duda. Varios militares vestidos de civiles enfilaban también sus armas automáticas al interior del edificio con la tensión pintada en sus contraídas mandíbulas, expectantes ante la inminente llegada de unos enemigos que no acababan de dar la cara.
Medallas y yo en cambio evitamos la entrada al edificio, rodeando el inmueble en dirección a la calle Llano Ponte, donde solamente se encontraban dos parejas de la Policía Local intentando regular el tráfico. Decenas de coches se encontraban atravesados en medio de la calle, pugnando por encontrar un hueco que les permitiese alejarse cuanto antes de esa zona de barbarie.
—Van a salir por aquí —señaló Medallas, indicándome con su brazo armado la entrada a los garajes del supermercado Mercadona—. ¡Policía Nacional! —gritó, identificándose mientras enseñaba su acreditación a los preocupados policías locales—. ¡Que nadie entre ni salga por esta calle, soy el comisario Medallas!
Los agentes locales bajaron sus armas al reconocer el orondo corpachón de mi buen amigo Medallas, y se hicieron a un lado dejándonos entrar a la carrera por el hueco de la barrera que conducía al parking subterráneo del supermercado.
La parte baja del edificio no se había evacuado por completo, y unos asustados ciudadanos intentaban sin éxito comprender el motivo de los recientes disparos y explosiones. La corriente eléctrica y el gas se habían cortado hacía varios minutos, como medida de seguridad, y era evidente que se habían vivido escenas de verdadero pánico en el aparcamiento subterráneo. Las luces de emergencia se revelaron insuficientes para iluminar un escenario caótico en el que cada cual intentaba ponerse a salvo de la manera más rápida posible.
De improviso comenzaron a escucharse de nuevo ráfagas de armas automáticas en el exterior. Medallas y yo nos miramos el uno al otro, temiendo habernos equivocado en nuestras conclusiones, pero el policía me obligó a permanecer en silencio con un inequívoco gesto de su dedo índice.
—Han abatido a cuatro hombres de Sergei —informó—. Al parecer han intentado una huida suicida a través de la entrada principal. Ha sido una auténtica carnicería. Dicen que quedan al menos otros tres individuos sin abatir.
—Ha sido un señuelo. Estoy seguro —afirmé, notando que me temblaba la voz por la tensión—. Te apuesto lo que quieras a que ese hijo de puta aparecerá por aquí de un momento a otro.
Medallas iba a responder, pero una de las puertas metálicas situadas al fondo del aparcamiento reventó expelida como por arte de magia a más de tres metros de distancia, arrastrando con ella gran parte de la carga de cemento y yeso en la que se encontraba anclada. A través de la nube de humo y polvo surgió como un fantasma un rostro ennegrecido por el hollín y con los ojos incandescentes de rabia. Sin mediar palabra se abalanzó sobre nosotros gritando como una demencial reencarnación brutal de algún milenario dios cirílico de la guerra. Una lluvia de esquirlas de cemento y plomo nos obligaron a buscar refugio tras el improvisado parapeto de una columna de hormigón.
Medallas trató de devolverle el fuego, pero su pequeña H&K 9 mm Parabelum pronto quedó en evidencia ante la formidable potencia de fuego del fusil de asalto soviético. Sus pesadas balas blindadas de calibre 7.62 nos mantenían pegados al suelo como dos lombrices. Aproveché un pequeño momento de tregua para asomar la cabeza. El ruso parecía estar recargando el arma, pero no pude localizar su posición exacta. Supuse que estuviese tratando de rodearnos para atacarnos por uno de nuestros flancos, así que haciéndole una seña a Medallas me alejé reptando por debajo de los coches. Tratando de dominar el pesado ruido de mi respiración, me detuve unos segundos a escuchar. El inconfundible golpeteo de unas suelas de zapato me dejaron sin aliento. Por el boquete abierto en la puerta apareció Sergei acompañado por el inexperto mozalbete que había ido a recogerle el maletín a Natalia anteriormente.
Quise avisar a Medallas, pero ya era tarde. La irrupción de los recién llegados le había sorprendido tratando de acercarse con sigilo al lugar que anteriormente ocupaba el primer atacante. Un intenso fuego cruzado se inició a continuación entre los recién llegados y el comisario, haciendo que el primer atacante se confiase, asomando la cabeza desde detrás de una columna. Fue un gesto instintivo. Aún ahora no recuerdo cómo fui capaz de hacerlo, pero el caso es que la cabeza de ese malnacido se abrió como una frágil sandía atravesada por las pesadas postas de la escopeta Franchi.
La baja de su lugarteniente causó un profundo efecto psicológico en Sergei. Igualadas nuestras fuerzas a dos contra dos ya no se sentía tan seguro de salir victorioso en la batalla. Empezó a discutir en su idioma patrio con el muchacho, que no parecía dispuesto a seguir sus indicaciones.
Medallas aprovechó para recargar su arma. Haciéndome una seña comenzó a moverse lentamente en dirección a ellos, aprovechando para protegerse una larga hilera de carritos de la compra encajados entre sí. Yo también busqué un lugar con un mejor ángulo de ataque, desplazándome unos metros a la derecha. El tiempo se detuvo, acelerando hasta el infinito nuestros latidos.
Al fin parecieron ponerse de acuerdo los dos delincuentes, porque el más joven de ellos salió disparado en mi dirección, emprendiendo una alocada carrera. Fue una decisión desacertada, porque cuando le tenía a cuatro metros de mí frené su carrera en seco de un solo disparo. Nunca hubiese pensado que los perdigones de la escopeta saliesen tan concentrados a tan corta distancia. El resultado fue que su pierna derecha se quebró como una espiga, cercenada por la mitad. El desgraciado muchacho no volvería a correr jamás, pero al menos podría conservar la vida. Me acerqué a él y de una patada alejé el pesado fusil de asalto que se empeñaba en levantar contra mí. Aterrado por la idea de morir el pobre desgraciado se desmayó.
Con la tensión del momento me había olvidado de Sergei. Volví la vista en dirección a Medallas y me encontré a mi amigo agachado en el suelo, llevándose la mano al vientre.
Cuando llegué a su lado comprobé que no parecía una herida de gravedad, pero sí lo bastante dolorosa como para inutilizarle. La sangre manaba en pequeña cantidad. Había visto muchas heridas como esa, por desgracia; pero afortunadamente en ese caso la pesada bala blindada parecía haber salido limpiamente. Saldría de esa.
—Cógele, muchacho —gimoteó, entre muecas de dolor—. No he podido frenarle, se ha ido en aquélla dirección —dijo, señalando con esfuerzo la puerta de salida—. Yo me ocupo del chaval, no te preocupes.
No hizo falta que me espolease más. A la altura de la barrera de salida del parking reconocí perfectamente el singular traqueteo de un AK-47. Seguramente que Sergei había pillado por sorpresa a los inexpertos policías locales.
Me incorporé impelido por un repentino deseo de revancha, alojando un nuevo cartucho en la recámara de mi escopeta de corredera. Mientras me acercaba a toda velocidad a la cegadora salida recargué el cargador con dos cartuchos más.
Al fondo de la calle distinguí el enorme corpachón de Sergei trotando alocadamente calle abajo. No había ni rastro de policía en toda la calle. Un ensordecedor ruido de sirenas se había adueñado de toda la ciudad, y pequeños grupos de personas corrían despavoridas de un sitio a otro sin saber muy bien hacia dónde dirigirse.
Hice lo único que podía hacer: correr con todas mis fuerzas detrás de mi presa. Cuando llevaba recorridos cincuenta metros reparé en la pareja de policías locales. Estaban acurrucados en uno de los portales. Aparentemente ninguno parecía estar herido; pero estaban paralizados por el pánico. No podrían servir de gran ayuda a nadie; así que tragándome la furia ante tanta ineptitud aceleré el paso, acercándome poco a poco a Sergei.
Estaba claro que el ruso no era un hombre habituado a hacer deportes, porque antes de llegar a la avenida Aureliano San Román detuvo en seco su carrera, boqueando como un pez fuera del agua. A mí también me ardían los pulmones a causa del esfuerzo. Dándose la vuelta me apuntó con su temible fusil ametrallador y me lanzó una interminable ráfaga de disparos. Sentí la quemazón de una de las balas rozándome la frente, y un hilillo de sangre empezó a enturbiarme la vista; pero había salido indemne.
Aprovechando la pequeña ventaja que suponía tener a mi adversario descargado apunté lo mejor que pude en su dirección, y le descerrajé tres disparos, aparentemente sin ninguna consecuencia, porque Sergei reemprendió su carrera una vez recargada el arma. Empecé a temer que mi decisión de enfrentarme a él me costase a mí la vida; pero cuando pasé por el lugar donde el ruso había recargado el arma advertí unas pequeñas gotas de sangre reciente. Le había alcanzado, de eso no cabía duda.
Poco a poco Sergei fue perdiendo fuerzas, hasta que al cabo de unos cientos de metros no le quedó otra alternativa que refugiarse en la inclinada entrada de uno de los garajes de la zona del Milán. Estaba tan preocupado por salvar su vida que no se había preocupado por buscar un vehículo con el que alejarse de mi acoso. En silencio bendije esa circunstancia, porque en ese momento estábamos solamente él y yo. El ruido de las sirenas había quedado atrás hacía tiempo; y la poca gente que se había ido cruzando en nuestro camino se había ido apartando aterrada al comprobar que éramos dos locos armados disparándonos el uno al otro sin ningún reparo.
Me tomé mi tiempo antes de lanzarme al ataque definitivo. El resuello de Sergei era perfectamente audible, aun desde tanta distancia. Sonaba como un fuelle roto, y el reguero de sangre se había ido haciendo poco a poco más visible. Yo sabía que me estaría esperando como un animal acorralado, ansioso por acabar conmigo.
Cuando asomé la cabeza fui recibido por una nutrida salva de disparos. Por fortuna no me había acertado, porque había tenido la precaución de asomarme a una distancia del suelo en la que él no me esperaba. Era un viejo truco aprendido en mis años de servicio activo.
Guiándome por la intuición asomé el liso cañón de mi escopeta y disparé al azar. Un quejido me indicó que había acertado, pero no quise volver a jugármela. De uno de los bolsillos interiores de mi pantalón saqué mi teléfono móvil, y lo puse en modo de grabación de vídeo. Asomando el artefacto comprobé en la pequeña pantalla de plasma que Sergei se encontraba sentado en el suelo con el pecho ensangrentado. Abandonando entonces toda precaución salí de mi escondite, y de una patada alejé el arma automática de sus enormes manazas.
—El tiempo pone a cada uno en su sitio, Sergei… —mascullé asqueado—. ¿Dónde está Adolfo?
—Ni lo sé ni me importa, cabrón… —contestó el gigantón, escupiendo un poco de sangre—. Ya ha dejado de ser un problema mío. Ahora dime tú una cosa… ¿Podrás vivir el resto de tu vida sabiendo que eres el responsable de la muerte de tantos hombres? tienes toda la pinta de ser uno de esos maricones que lloran con la muerte de los demás.
—Todavía no te he matado —contesté—, y llamar hombres a escoria como tú sería halagarles demasiado, ¿no crees? Los mierdas como tú ya saben que nunca llegarán a viejos, si es a eso a lo que te refieres —añadí, mirándole directamente a los ojos. No percibí miedo ni sorpresa. Solamente fracaso.
Acerqué el cañón de mi escopeta a su cabeza y sus ojos se limitaron a brillar fugazmente, con una chispa de diversión incomprensible para mí. Volvió a escupir un cuajo de sangre y masculló algo en ruso que yo no pude entender. Supuse que estaba lamentándose de su mala suerte.
—Esto es por Balbi, hijo de puta… —dije, a punto de perder la paciencia por completo—. ¿La recuerdas? —Sergei negó con la cabeza, desviando su mirada de la mía.
—¿Vas a matarme? Si me matas aquí y ahora es que no eres mejor que yo —jadeó con dificultad retorciéndose de dolor.
—Mírame a los ojos, hijo de perra —le dije—. Mírame a los ojos y dime que lamentas lo que le hicisteis.
—Solamente era una puta —protestó, encogiéndose sobre sí mismo.
No pude contenerme, y le descargué un furibundo culatazo en su mano derecha, a la altura de las falanges. Un siniestro crujido me indicó que varios huesecillos se habían deshecho como si hubiesen sido de yeso. Sergei aulló como un lobo.
—¿Te gusta, cabrón? —espeté fuera de mí—. ¡Pues esto es solamente el principio! ¿Cuánto tiempo estuvisteis en casa de Balbi, hijos de perra? ¿Una hora, una hora y media?
—Solamente era una puta —insistió—. Eran negocios. Siempre han sido negocios.
Le cerré la boca de otro certero culatazo. Escupió con dificultad unos trozos de diente sanguinolentos, porfiando por atrapar una bocanada de aire limpio, asfixiándose con la sangre que le brotaba por los partidos labios.
—Tenemos tiempo, Sergei. Mucho tiempo… —afirmé, enfocándole con la cámara de mi teléfono móvil—. Voy a grabar esto para recordarlo el resto de mis días una y otra vez. Te lo voy a repetir una vez más: ¿te arrepientes de lo que le hicisteis a Balbi?
Sergei dejó de mirarme con la superioridad con la que lo había hecho hasta ese momento. Pude percibir el miedo emanando por cada uno de los poros de su piel. Hedía a mezquindad, a cobardía, a miseria… El ruso señaló con la mano ensangrentada el maletín de cuero.
—En esa bolsa hay cuatrocientos mil euros. Si me dejas en paz yo no diré nunca nada. Para mí nunca habrás existido. ¿Sabes lo que te quiero decir?
—No entiendes nada de nada, Sergei… Yo solamente busco justicia. No es justo que Balbi se haya quedado postrada en una maldita silla de ruedas mientras tú caminas. No eres digno de respirar, no eres digno de vivir. Eres una alimaña, y a las alimañas hay que exterminarlas.
—¡Pues hazlo ya, cabrón! —me espetó, mirándome desafiante—. ¡No tienes cojones!—masculló.
—No será tan sencillo —contesté tranquilo—. Quiero que sientas todo lo que sintió ella atada a aquella miserable cama, quiero que hagas memoria, despidiéndote de todo lo que haya podido significar algo en tu asquerosa vida. Quiero que busques las palabras adecuadas para abrirle los brazos al demonio en persona, porque el infierno que te espera no será nada comparado al tormento que yo pueda darte.
Sergei abrió mucho los ojos y me lanzó una risotada burlona.
—¿Te parezco el tipo de hombre que tiene miedo a algo? Yo me he follado a la Virgen María cuando aún era una adolescente. Yo le he dado por el culo a ese Dios vuestro. Me la pone dura tu infierno, maricona. Allí estaré como en mi propia casa, rodeado de putas, ladrones y asesinos. ¿Quieres que te diga que me arrepiento de lo que le hicimos a ese travestorro? Pues te lo diré… —añadió, mirándome desafiante—. Me arrepiento de no haberle dado más hostias. Me arrepiento de no haberlo matado allí mismo, lentamente; me arrepiento…
No le dejé terminar. Sé que era lo que pretendía, pero no pude soportarlo ni un segundo más. Me he repetido muchas veces que aquello no debería haber ocurrido, pero un extraño demonio tomó posesión de mi cuerpo, obligándome a soltarle un furioso culatazo en la sien. Sergei se desplomó como un saco de cemento con los ojos en blanco, convertido en un fantasma. En cierta manera podría decirse que había hecho justicia, pero si algo he de admitir es que en aquel momento yo no me encontraba en condiciones de ser ecuánime ni benevolente. El recuerdo de mi querida Balbi me escocía en la retina pidiéndome a gritos que la rescatase de ese abismo de indefensión y limitaciones.
La voz enronquecida de Soledad me hizo volver a la realidad. No sabía cuánto tiempo llevaba ella allí, ni qué parte de nuestra conversación había escuchado, pero estaba acompañada por un par de hombres armados que me miraban con aire reprobatorio.
—Vete de aquí, Balagar —dijo con tono seco—. Vete antes de que me arrepienta. Estos hombres te acompañarán hasta un lugar seguro. En mi informe no haré constar nada de lo que he visto y escuchado. En lo que a mí respecta tú nunca has estado aquí.
Me sentí obligado a protestar. Al fin y al cabo era mi responsabilidad. Nada le hubiese ocurrido a Sergei si yo no le hubiese perseguido. Por mucho que lo intentase nunca sería capaz de hacer nada que pudiese perjudicar a Soledad, y ella lo sabía perfectamente.
—Tendrás que dar muchas explicaciones —contesté—. Explicaciones que podrían suponer el final de tu carrera.
—No me hagas reír —contestó—, el final de mi carrera ya ha llegado. Todos los medios informativos nacionales están emitiendo ahora mismo en directo imágenes de este desastre. Desde el Ministerio exigirán que rueden cabezas. Tú no te mereces algo así. Te has portado como un héroe. Sálvate, aún estás a tiempo…
Estaba a punto de decir que no cuando ella añadió algo que me hizo recapacitar. Algo que cambió mi vida para siempre:
—Hazlo por ella. Tiene suerte de que la quiera un hombre como tú. Yo ya me he dado cuenta de que a mí nunca podrás volver a hacerlo —afirmó entristecida.
He meditado muchas veces sobre lo que hubiese pasado si ella no me hubiese recordado a Penélope. En aquellos momentos estaba siendo engullido de nuevo por el odio, inmerso de lleno en una sed de venganza tan devoradora que me impedía pensar con claridad. Al evocar a Penélope sentí de nuevo ganas de vivir.
Me fui sin despedirme, sin tan siquiera volver la vista atrás, porque temía que el reflejo de los ojos de Soledad me devolviesen una imagen de mí mismo que no pudiese soportar. Por primera vez en mi vida decidí huir, sabiendo que si me quedaba un segundo más, ella volvería a sumergirme en el precipicio incierto en el que había sobrevivido los últimos
años de mi vida.








Capítulo
41

H
acía varios días que Penélope había llegado de Gibraltar, pero aún le parecía estar viviendo una aventura imaginaria y surrealista. El mes de agosto estaba pasando a una velocidad de vértigo. Parecía que fuese ayer cuando el coronel Maraña la había dejado en el aeropuerto de Ranón segundos después de pasar el control de seguridad de la Guardia Civil. Nadie le había preguntado qué era lo que llevaba en la pequeña maleta de viaje; y a nadie le había extrañado que sus acompañantes cargasen a su vez con unos equipajes de mano excesivamente voluminosos y pesados.
Se encontraba muy atareada coordinando el traslado de todo el personal y los enseres de la asociación que gestionaba Gema en Oviedo con destino a Pamplona. Lágrimas silenciosas quedaría englobado a partir de ese momento en un proyecto personal suyo; y para ello se serviría de la herencia que le había dejado su desprendido y enigmático abuelo. El Sauce Llorón absorbería a la pequeña asociación ovetense.
Significaba mucho para Penélope. Era la primera vez en su vida que se involucraba tan firmemente en un proyecto, y había empeñado hasta el último de sus euros en que todo saliese bien. En Pamplona ya llevaban días acometiendo las obras necesarias para la ampliación de los pabellones comunes. Ya no le cabía duda de que a las mujeres maltratadas les vendría bien la paz y el sosiego de los inmensos jardines del centro de retiro; y a los ancianos no les vendría mal una inyección de vitalidad. A partir de ese momento comprobaría si la paciencia y la experiencia eran capaces de interaccionar e interactuar con la inexperiencia y la desesperación. Estaba segura. Sería un rotundo éxito: el ying y el yang, el bien y el mal… Era tan viejo como la existencia. Los humanos siempre dando muestras de ser en el fondo animales ansiosos de contrastes, del necesario equilibrio diario en su particular día a día: noche y día, luna y sol, dormir y despertar; matar para sobrevivir.
Balagar se había trasladado esa misma mañana a Pamplona. Habían operado con éxito al comisario, y ya estaba fuera de todo peligro. En su viaje le habían acompañado Rubén y Judith. Entre todos habían acordado destinar hasta el último de sus recursos en la recuperación de Balbi. Todos los neurocirujanos consultados habían coincidido en una cosa: los mejores especialistas del país estaban en el Hospital Universitario de Pamplona. No había sido necesario valerse de ninguna influencia; a Balbi la habían admitido sin poner ningún problema, aparte del previsible y desaforado desembolso económico. Si el santo Escrivá de Balaguer levantase la cabeza quizás se hubiese avergonzado de los cambios que se estaban produciendo en su “Obra de Dios”. En la sociedad actual parecía demostrado que el dinero era el pasaporte más solicitado como moneda de cambio.
Mientras trataba de embutir en la pesada maleta de viaje lo poco que quedaba de su vida Penélope no pudo evitar un escalofrío. En Oviedo aún eran evidentes los destrozos ocasionados por las fuerzas de seguridad del estado. Hacía días que no se hablaba de otra cosa en la ciudad que no fuese el enfrentamiento entre los integrantes de la mafia rusa y la policía. A ella no se le escapaba que había estado a punto de perder lo que más quería en ese momento de su vida. Balagar había llenado un hueco que nadie podría ocupar en su alma. Llevaban solamente unas horas separados y ya le estaba echando de menos.
Sergei había caído en manos de la policía, y se encontraba internado en un hospital militar a la espera de ser operado de la médula espinal. Al parecer una de las balas disparadas por sus perseguidores se le había alojado en una zona susceptible de crearle problemas de movilidad si no era extraída de manera urgente. No debía de ser una operación sencilla, a juzgar por el detalle de que nadie se atrevía a hacerlo. Aún estaba muy reciente la noticia de su captura. Un error en la sala de operaciones supondría una lacra demasiado poco atractiva para cualquier cirujano que se prestase. Penélope sabía que debería de alegrarse de que fuese el ruso y no Balagar el que se encontrase herido; pero extrañamente sentía algo parecido a la lástima por ese desgraciado. Algo que podría llamarse lealtad entre maleantes había mantenido hasta el momento la boca de Sergei cerrada, y no había desvelado el paradero de su padre. La lealtad siempre le había parecido un signo de nobleza; y a pesar de que debería odiar a ese malnacido no era capaz. Eso la hacía sentirse extrañamente frustrada. Le ocurría lo mismo con su padrastro. Quería odiarle; pero lo único que sentía era decepción y tristeza.
Un contradictorio sentimiento de odio y ambigüedad se le había anclado en el alma; y el hecho de que Natalia se empeñase en llamarla diariamente para echarle en cara su desidia no ayudaba demasiado a retomar las relaciones con su díscola hermana. Natalia era uno de los principales motivos de que necesitase alejarse desesperadamente de Oviedo. Ella era el único vínculo que la mantenía encerrada en ese estado de ausencia tan doloroso. Necesitaba huir de Natalia, de Adolfo y de todos los recuerdos que guardaban para ella. En Pamplona la esperaba Balagar; y con él una prometedora vida nueva. Un prometedor pasado nuevo. Un ansiado futuro.
Dolores Menguada se había mostrado agradecida por su intención de invertir la recién adquirida fortuna en el acondicionamiento y puesta en marcha de la nueva asociación. Ella y Gema formarían un tándem formidable al cargo del nuevo centro de mujeres maltratadas. El carácter originario del centro permanecería invariable, con doce ancianos a cargo de sus experimentados trabajadores; pero la inclusión de algunas mujeres con pasados traumáticos no habría de ser ningún problema en un centro en el que el espacio físico era la mayor de las garantías de convivencia.
El teléfono que estaba sobre la pequeña mesita de madera comenzó a emitir un quejumbroso zumbido. En la pantalla de plasma un intermitente parpadeo impreso en letras mayúsculas anunció: “Número privado”. Penélope dudó. Quedaba menos de media hora para que la pasase a recoger Gema. Tal vez fuese ella para avisarla de que se iba a retrasar. Decidió contestar.
—¿Dígame?
—¿Señorita Saavedra? —la persona que hablaba tenía una voz muy femenina y de marcado acento latino—. La llamo del Consulado español en Colombia. Mi nombre es Jeannette Rodera.
A Penélope se le heló la sangre en las venas. Balagar la había advertido de la existencia en Colombia de un peligroso cártel de la droga, del que un tal Cardozo parecía ser su cabeza visible. No podía ser casualidad. Las noticias que llegasen de Colombia no podrían ser buenas noticias. No pudo evitar que le temblase un poco la voz al contestar.
—En efecto, soy Penélope Saavedra —contestó nerviosa, masajeándose la nuca con el pulgar de la mano que le quedaba libre.
—Me temo que tengo una mala noticia que darle, señorita… Su padre ha muerto.
El mundo comenzó a girar nuevamente en perversos remolinos haciendo que la pequeña habitación de hotel se volviese inestable y etérea. Se había mentalizado para asumir la desaparición de Adolfo. Incluso su muerte, pero la certeza de su final la había afectado más de lo que nunca hubiese querido admitir.
—¿Está usted ahí? ¿Señorita Saavedra?
—Sí, sí… estoy aquí —consiguió contestar, respirando con ansiedad—. Es solo que me ha pillado usted de sorpresa.
—Lo lamento mucho —confesó la joven, un poco cohibida—. Solamente la llamo porque necesitamos que un familiar venga a identificar su cadáver. ¿Tendría usted algún inconveniente en viajar a nuestro país para iniciar los trámites de su repatriación?
—Lo siento mucho, señorita. La relación con mi padre no estaba pasando por uno de sus mejores momentos. ¿Podría decirme cómo ha muerto?
—Me temo que es un poco desagradable, señorita Saavedra. Su padre ha sido asesinado.
—¿Asesinado? ¿En Colombia?
—Lamentablemente así parece. La policía está investigando este hecho tan luctuoso, pero todo indica que se trata de un ajuste de cuentas.
—¿Le han disparado? —preguntó, tratando de frenar los desbocados latidos de su corazón.
—Para nada, señorita… En su país tienen un nombre para lo que le ha sucedido a su señor padre. En su país le llaman corbata colombiana.
Penélope palideció. El espeluznante símil de imaginarse la lengua de su padre asomando por su cercenada tráquea a modo de corbata la hizo tambalearse. Había leído las suficientes historias sobre narcotraficantes y chivatos para darse cuenta de que su padrastro había sido ajusticiado por algún cartel colombiano, y el mensaje no podía ser más nítido: Adolfo había sido castigado por “irse de la lengua”.
La imagen proyectada no podía ser más siniestra. Seguramente que también se habían ensañado antes con él torturándole para sonsacarle toda la información que pudiese perjudicarles. Una lágrima rebelde e indeseada se abrió camino a través de su mejilla. Quemaba como el fuego, y a medida que descendía parecía pretender grabarse como un oscuro tatuaje en su piel. Alejó inmediatamente esa tentación. Se había prometido a sí misma que no lloraría por alguien que a ella nunca la hubiese llorado. Tomó otra decisión trascendental. En las últimas semanas se estaba viendo obligada a tomar muchas decisiones trascendentales, demasiadas; a su entender.
—No puedo ayudarles… —musitó, con la voz ahogada por la emoción—. Tiene usted que llamar a mi hermana Natalia. Ella sabrá lo que hay que hacer. Es la última persona con la que habló mi difunto padre. Yo no puedo ayudarles —repitió, tragándose una desagradable bola de hiel—. No vuelvan a llamarme, por favor. No puedo… no puedo ayudarles.
Sus manos temblaban intentando cerrar la cremallera de su pequeño bolso de mano. Sus ojos estaban totalmente anegados en lágrimas. Le estaba resultando más difícil de lo que creía enterrar todo su pasado. Siempre había pensado que el odio podía llegar a ser un sentimiento reconfortante. Muchas personas eran capaces de abandonarse abrazándole a pesar de su espinoso contacto; pero ella no. Por alguna extraña razón su cerebro se empeñaba en exigirle una y otra vez que tomase el camino del perdón. No podía permitírselo. Había jurado ser fuerte; había jurado no volver a tener miedo. No podía perdonar. Si perdonase volvería a estar indefensa.








Capítulo
42
N
o eran todavía las dos de la tarde cuando me empezó a vibrar algo en el bolsillo exterior de las bermudas. Llevábamos toda la mañana viajando en dirección a Pamplona y hacía apenas unos minutos que habíamos llegado al Sauce Llorón. Tuve que excusarme antes de levantarme interrumpiendo la animada sobremesa que acabábamos de iniciar con la directora, doña Dolores Menguada. He de reconocer que lo hice un poco molesto, porque Dolores estaba resultando ser inesperadamente sagaz e inteligente y me estaba maravillando escuchar su apasionada exposición de las reformas y proyectos que habrían de acometerse en las próximas semanas. Era Penélope la que llamaba, y me extrañó, porque acababa de hablar con ella hacía unos instantes para comunicarle que habíamos tenido un buen viaje.
—Dime, cielo —contesté con resignación.
—Balagar —dijo ella con voz quebrada—. Me acaban de llamar por teléfono. Mi padre ha aparecido. Le han encontrado…
Por la emoción de su voz deduje que me llamaba demasiado afectada. El verbo “aparecer” y “encontrar” no parecían demasiado esperanzadores. Me sonaron un poco como a rescates marítimos, naufragios o cosas por el estilo.
—¿Aparecido? ¿Encontrado? ¿Es que se ha ahogado o qué? —pregunté, mientras buscaba un lugar desde el que continuar hablando con mayor intimidad que el abarrotado comedor en el que me encontraba. Ella tardó en contestarme unos segundos.
—Podría decirse que se ha ahogado, si… —musitó débilmente—. Pero no lo ha hecho solo.
—Explícate, Penélope, me tienes en un brete… —supliqué.
—Le han encontrado tirado en uno de los arrabales de Medellín. Le han reconocido por las huellas dactilares. Al parecer no llevaba nada encima. Ni dinero, ni documentación.
—¿En Medellín? —exclamé perplejo.
—Ya sé que parece increíble —contestó ella—, pero así es. Unos chavales le encontraron de casualidad, enterrado en la basura. Estaba desnudo y desfigurado, así que tuvieron que recurrir a sus huellas para tratar de adivinar quién era. De no ser porque la INTERPOL le estaba buscando nunca hubiesen identificado su cadáver.
—Lo siento mucho…
—No lo sientas. No merece la pena. Me ha llamado Natalia —añadió.
Me dio la impresión de que parecía más preocupada por esto último que por la noticia de la muerte de su padre.
—Te escucho —respondí.
—Esta tarde sale de Barajas un vuelo directo a Colombia. Me ha dejado bien claro que yo debería acompañarla en ese avión.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Quieres que vaya contigo?
—No lo sé… Por eso te llamo. No sé qué hacer. Una parte de mí quiere ir y acompañarla en este momento tan difícil, pero mi yo más consciente y realista me dice que esa parte de mi vida ya está muerta desde hace tiempo. Creo que no merece la pena continuar llorándole. Adolfo hace tiempo que está muerto para mí, y tú bien lo sabes…
—Haz lo que te dicte tu conciencia. Nadie mejor que tú sabrá lo que debes hacer.
—Natalia me ha dicho que está muy decepcionada conmigo, y que si no la acompaño a Colombia no me lo perdonará mientras viva.
—Tienes que hacer lo que te haga sentir mejor, Penélope. Por nosotros no te preocupes. Balbi está encantada con su nueva residencia. Rubén ha dicho que le ha visto algo parecido a una sonrisa cuando la llevó a dar un paseo en la silla de ruedas alrededor del jardín. Dolores parece una mujer muy sensata e inteligente. Podremos arreglárnoslas sin ti. Haz lo que tengas que hacer.
—Ya lo sé, pero yo no sé si podré arreglármelas sin vosotros. Sobre todo sin ti, Balagar…
No supe qué contestar. De haber estado a su lado me hubiese bastado con abrazarla y mirarla a los ojos para que fuese consciente de que el sentimiento era mutuo, pero la frialdad del teléfono me había contagiado. Yo siempre había sido un hombre de distancias cortas y de pocas palabras. Me arrepentí de haberla dejado sola.
—Balagar… —murmuró ella tímidamente.
—Dime… —contesté.
—¿Crees que Iñaki sería merecedor de algo mejor?
La pregunta me pilló por sorpresa. ¿Por qué Iñaki? ¿Por qué en ese momento y no en otro?
—¿Balagar?
—Sí, cielo, estoy aquí… —contesté azorado—. No sé qué decirte, cariño. Supongo que eso tienes que decidirlo por ti misma.
—Tienes razón —exclamó—. Eso mismo llevo yo pensando más de media hora. ¡Gracias!
—¿Gracias? ¿Por qué?
—Porque llevo días intentando encontrar una razón para no darle una oportunidad a Iñaki. La muerte de Adolfo me ha abierto los ojos. No quiero esperar a que Iñaki se muera para decidir si le quise lo suficiente para llorarle. Tengo que conocerle, y lo quiero hacer antes de que sea demasiado tarde.
Lo inesperado de su decisión me dejó sin palabras. Yo llevaba tiempo pensando que debería haber aceptado antes el ofrecimiento del vasco de pasar por su casa; pero que decidiese hacerlo en un momento como ese resultaba cuanto menos peligroso. Peligroso para ambos; porque las consecuencias de acudir a un encuentro semejante con los sentimientos desbocados podrían resultar imprevisibles.
—Dile a Dolores que necesito que concierte una cita con él esta misma noche —dijo con seguridad—. Lo haremos en El Sauce Llorón. Salgo de Oviedo ahora mismo, así que no debería de haber problema en hacerlo antes de cenar. ¿Qué te parece?
—Es tu decisión, Penélope —respondí con sinceridad—. A los demás solamente nos compete respetarla y desearte suerte.
—Llámame si hay algún problema. Conducirá Gema. Si no hay novedad estaremos ahí en menos de cinco horas.
—Tened cuidado en la carretera, ¿vale?
—No es la carretera lo más peligroso. Lo más peligroso me espera precisamente ahí.
—Lo sé, cielo. Tranquilízate. Ya hablamos cuando lleguéis. Buen viaje…
—Gracias. Nos vemos en nada. Un besito…
Cuando regresé a la mesa advertí que el tono de la conversación había cambiado. La charla se había vuelto superficial, como si todos hubiesen estado conjeturando sobre los motivos que me habían impulsado a salir del comedor. Una vez más admiré la sagacidad de la directora del centro, Dolores, y su valentía; porque fue la primera en interesarse por mi estado.
—¿Te encuentras bien, Balagar? Cualquiera diría que has visto a un fantasma.
—Es cierto —corroboró con preocupación Rubén—. Estás pálido… ¿Va todo bien?
—Supongo que sí —contesté, sin estar muy convencido—. Era Penélope. Su padre ha muerto.
—¿Iñaki ha muerto? —exclamó Dolores, asombrada—. ¡Eso sí que es una tragedia! ¡Pobre chica…!
—No, no ha sido Iñaki —repuse con inocencia, aun a sabiendas de que ella sabía a la perfección que no me refería a él—. Su “otro” padre, Adolfo Saavedra.
Nadie pareció escandalizarse por la noticia. La única que hizo un comentario fue Judith, y lo hizo con fastidio, como restándole importancia al hecho de que acabase de morir un hombre.
—¡Vaya por dios! ¡Ahora que empezaban a tranquilizarse las cosas!
—¡Judith! —le recriminó Rubén.
—¿Qué? ¿Crees que ese hombre se merece el más mínimo respeto después de todo lo que le ha hecho pasar a Penélope? Yo la quiero como a la hermana que nunca he tenido, y desde mi punto de vista Adolfo debería haberse muerto hace mucho tiempo ya. Eso le hubiese evitado a ella la mayoría de los problemas que ha tenido.
—Estoy de acuerdo con Judith —afirmé, dando por zanjado el asunto—. Dolores… Penélope me ha dicho que necesita entrevistarse con Iñaki esta misma noche. ¿Crees que puede ser posible?
—Puedo intentarlo —aseguró ella, levantándose como un resorte—. Me ha llamado varias veces en las últimas semanas preguntando por ella, así que supongo que estará encantado de que haya cambiado de opinión. Hoy mismo tenía previsto acudir aquí. Siempre viene de visita el 15 de agosto. Es el día del cumpleaños de Penélope —añadió, con una enigmática mirada—. Con vuestro permiso.
Su orondo corpachón se alejó con rapidez por el pasillo en dirección a su despacho.
Maldije en silencio mi descuido. Dolores tenía razón. Había sido un fallo imperdonable no haberla felicitado, pero dudaba mucho que ella misma fuese consciente de esa circunstancia. Me prometí a mí mismo que la felicitaría en cuanto se bajase del coche. Una sirena anunció que la hora de comer había terminado. Poco a poco el comedor se fue quedando vacío.
Aproveché la circunstancia de que todos los residentes hubiesen salido para hablar con mayor libertad con Judith y Rubén. Les relaté con todo detalle las circunstancias en las que habían encontrado el cadáver de Adolfo, así como la decisión de Penélope de dar por zanjada esa parcela de su vida. No se sorprendieron demasiado. Entre todos acordamos esperarla, tomándonos el resto de la tarde libre. A fin de cuentas era un día festivo. Para bien o para mal era 15 de agosto.
Judith alegó estar cansada y se retiró a dormir la siesta. Yo creía que Rubén iba a aprovechar esa circunstancia para acompañarla a su habitación y tener unos momentos de intimidad, pero me sorprendió cuando aceptó mi invitación de acompañarme a echar un vistazo a la antiquísima capilla de estilo gótico. Yo llevaba mucho tiempo deseando
Admirar de cerca los frescos de las paredes. La representación del Juicio Final me había dejado asombrado por su realismo en mi primera y hasta el momento única visita. La compañía de un licenciado en Historia como Rubén me parecía un exquisito complemento a mi ávida curiosidad.
Al pasar al lado del despacho de Dolores nos pareció escuchar un tintineo como de cristal chocando con cristal; pero pasamos de largo sin hacer ningún comentario.
—Una mujer sorprendente, esta directora —comentó despreocupadamente Rubén—.¡Es todo un carácter!
—Pues sí… —admití—. ¿Me he perdido algo cuando me he levantado de la mesa?
—¡Que si te has perdido algo? ¡Te has perdido lo mejor…! —respondió divertido, lanzando una carcajada.
—Cuando te levantaste —continuó, sin borrársele la sonrisa de la cara— nos estuvo hablando de ese cardenal del Vaticano que parece estar empeñado en “saquearle su capilla”, como ella dice…
—¿Y qué te hace tanta gracia? —pregunté desconcertado.
—Cuando le preguntamos cómo era ese entrometido ella se limitó a decir: “Es el típico lameculos de iglesia. Todo le parece mal, y su naturaleza corrompida le ha obligado a darse tantas duchas frías que cuando se le moja la calva al llover tiene que disimular sus erecciones”.
No pude evitar contagiarme de la sonrisa de Rubén. Estaba seguro de que Dolores y yo llegaríamos a ser grandes amigos algún día, porque compartíamos un sentido del humor bastante ácido y grosero.
—¿Y aparte de eso? —pregunté, cuando nos hubimos hartado de reír.
—Aparte de eso poca cosa… Parece ser que el buen señor Espigno ha montado en cólera, porque Penélope está en condiciones de rescindir la mayor parte de los créditos que tenía suscritos Ana María Tudela con ellos desde hace años. Dolores dice que el centro puede salvarse con una gestión acertada. Solamente es cuestión de tiempo.
—Magnífica noticia… —admití—. ¿Crees que eso lo sabe Penélope?
—No tengo ni idea —respondió Rubén—. ¿Dónde estamos? —preguntó, al percatarse de que no podíamos continuar. Una maciza puerta de madera con pesados remaches de bronce nos cortaba el camino.
Mientras hablábamos habíamos ido descendiendo por unas pequeñas escaleras de mármol blanco que nos había enseñado Dolores hacía un par de horas. Un pequeño pasadizo conectaba las dependencias privadas de la difunta Ana María Tudela con la pequeña capilla. Las gastadas losas de mármol evidenciaban un uso frecuente, aparte de unos orígenes que habrían de remontarse a varios cientos de años. Todo indicaba que la pequeña galería había sido excavada aprovechando alguna cavidad natural en la roca antes incluso de que la capilla hubiese sido construida. Rubén no pudo ocultar su incredulidad.
—¡Son grabados medievales! —exclamó—. ¡Yo diría que anteriores a 1512! ¡Aquí habla del reinado de Iruña; viene a decir que solamente los descendientes de la sangre de los Iruña son dignos de cruzar bajo los arcos protectores, o algo así! ¡Esto es magnífico! ¿Te das cuenta del valor histórico de este pasadizo?
Yo no entendía de valores históricos, pero una palabra se me había quedado grabada a fuego en la mente. “La sangre de los Iruña”. Yo había escuchado algo parecido, pero referido a los descendientes de los Tudela. ¿No era Penélope la que me había dicho que en el testamento de su abuelo se refería a “la sangre de los Tudela”? Una idea fue cobrando forma en mi interior.
—¡Es más que eso, Rubén! Presiento que esto es solamente el principio. ¿Has dicho Iruña? —pregunté para asegurarme.
—Eso creo —corroboró desconcertado Rubén, volviendo a iluminar con su linterna las inscripciones de la puerta—. No hay duda… Iruña. Eso es lo que pone. Lo que no tengo tan claro es que se refiera a los arcos protectores refiriéndose a los arcos arquitectónicos o a los arcos de los soldados que defendían esta entrada al sepulcro.
—Eso no importa. ¡Vamos, crucemos la puerta! —exclamé animado, empujando la pesada hoja de madera—. ¿Sabes cómo se apellidaba el abuelo de Penélope? —Rubén negó con la cabeza—. ¡Tudela y Montes de Iruña!
—¿Insinúas que el abuelo de Penélope es descendiente de los primeros propietarios de estas galerías? Iruña es el apellido de los primeros moradores del reino de Navarra. ¡Podemos estar a punto de entrar en la tumba de uno de los primeros reyes de Navarra!
—No lo insinúo, Rubén. Lo afirmo.
En ese momento estaba notando una excitación semejante a la que experimentaba en el campo de batalla. Saboreé en mis carnes el placer solamente reservado a los arqueólogos afortunados por algún hallazgo trascendental. Rubén parecía estar imbuido en una corriente semejante. Su perplejidad le confería un aspecto cómico.
—¿A qué esperas, Rubén? ¡Ayúdame a empujar esta maldita puerta!
Pese a su antigüedad la puerta giró perfectamente sobre sus goznes. No cabía duda de que había sido engrasada recientemente. El potente haz de luz de nuestras linternas iluminó una estancia visiblemente más amplia. Las paredes estaban pacientemente trabajadas, perfectamente pulidas y sin ninguna arista; pero a pesar de su buen aspecto y conservación solamente las arañas reinaban en aquella sala. Una mueca de decepción asomó al rostro de Rubén.
—Ya me parecía a mí que no podía ser —comentó desilusionado—. Esto tiene toda la pinta de haber sido la capilla primitiva. Seguramente que allí estaba el altar —añadió, señalando en dirección al fondo de la espaciosa caverna—. Si alguna vez hubo aquí un mausoleo alguien lo ha trasladado. Si hubiese enterrado algún rey en las proximidades ya habríamos encontrado algún osario.
—No te rindas tan pronto —le dije, animoso—. Tiene que haber una salida. Esto tiene que conducirnos a la capilla. Dolores me dijo que Ana María utilizaba este pasadizo en invierno para evitar mojarse y pasar frío. A lo mejor en la capilla encontramos algo interesante.
—¡Fíjate en esto...! —gritó Rubén, alumbrando en dirección a una pequeña puerta mimetizada con las paredes de piedra.
Cuando llegué a su lado jadeante por la excitación, Rubén no tuvo paciencia ya para explicaciones. Con un ansia febril empujó la pequeña puerta. Una claridad inesperada nos hirió la vista a ambos. Estábamos en uno de los extremos del altar de la capilla. Un pequeño tapiz servía de camuflaje a la pequeña puerta, que se cerró tras nosotros con suavidad.
—¿Es esta la capilla? —preguntó entusiasmado Rubén mientras observaba detenidamente la talla de madera de la Virgen que presidía el altar.
—En efecto —afirmé, sintiéndome un poco cohibido.
Estaba claro que Rubén se encontraba como un niño en una juguetería. Para él cada objeto tenía un significado y un origen, y su emoción era evidente.
—¡Santo Cielo! ¿Qué es esta maravilla? ¡Parece una réplica exacta de la Virgen de Covadonga!. ¿Y qué me dices de este retablo? —exclamó excitado— ¡Jamás había visto una representación de la Última Cena de Jesucristo tan exquisita! ¡Medieval, sin duda…! ¡Y los frescos! ¡Esto es un tesoro, Balagar…! Ahora entiendo el interés del Vaticano por estas maravillas. El valor de estas reliquias es incalculable.
—¿Podrías hacer una estimación?
—Imposible. Aquí hay obras de arte únicas. No se puede ponderar el valor de algo único en el mundo, pero puedo asegurarte que en las manos adecuadas podría valer varios millones de euros.
—¿Estás seguro? —dije, a punto de atragantarme.
—No soy ningún experto, pero las tallas y los tapices están perfectamente conservados. El altar mayor es de oro macizo con incrustaciones de piedras preciosas; la platería está impecable; los óleos parecen firmados por pintores célebres… todas las piezas son de una calidad excepcional, y a mi entender muchas de ellas únicas en su género. Solamente hay una que desentona un poco en el conjunto… —reflexionó meditando para sí Rubén.
—¿Cuál?
A mí todo lo que había en la capilla me parecía tan diferente entre sí que nunca se me habría ocurrido la idea de que algo pudiera resultar fuera de lugar.
—Aquélla imagen —dijo, señalando con el dedo una escultura de cobre macizo—. Toda la imaginería de la capilla gira en torno a pasajes del Nuevo Testamento. La Última Cena de Jesús, La Anunciación del Señor…
—¿Y qué hace diferente a esa estatua? —pregunté, sin acabar de ver la conexión que tan evidente resultaba para él.
—Es una chica…
—Eso es evidente —repliqué impaciente—. Dime algo que no sepa…
—Lo importante no es que sea una chica —dijo él sin inmutarse—, sino que a pesar de ser una chica no aparece vestida como una virgen. Tampoco parece una cortesana, sino más bien una guerrera. No tiene sentido…
—¿Por qué?
—Porque todo lo que hay en esta capilla refleja una profunda devoción religiosa. Si te fijas, todos los mosaicos y grabados hacen referencia a Dios y a su poder divino. La riqueza de los ornamentos también es un claro indicio de pleitesía a Dios y a su iglesia. La mayoría de piezas de esta capilla son anteriores al s. XVI. Esa estatua en cambio no tiene nada que ver con el resto de objetos que la rodean. Esa es una versión cristianizada de una imagen atea. Está hecha de cobre fundido, y todos los metales que la rodean son metales nobles. Ella forma parte de un mundo impío e innoble. No tiene sentido que la hayan colocado ahí. Nada de lo que hay aquí parece colocado al azar. Todo tiene su orden y su porqué.
—Si es cierto eso que dices de que todo lo que hay en esta capilla gira en torno a Dios… —repetí, meditando para mí— ¿por qué preside entonces una Virgen la capilla?
—Pues no lo sé —contestó flemático Rubén, frunciendo el entrecejo—. No parece muy acorde con la disposición medieval del resto de la estancia… ¿Dónde has dicho que se conocieron los padres de Penélope?
—Aquí, en Pamplona —contesté—. La madre de Penélope estudiaba en la Universidad.
—Por mediación de su abuelo, supongo… Esa podría ser la razón —especuló Rubén.
—Joder, Rubén. No me entero de nada… —protesté.
—Es muy sencillo, Balagar. Todo el mundo sabe que la Universidad de Pamplona fue creada por Josemaría Escrivá de Balaguer.
—Ya, eso lo sabía. El creador del Opus…
—En efecto, el creador del Opus Dei —repuso pacientemente Rubén—. Mucha gente no lo sabe, pero Escrivá de Balaguer siempre sintió una profunda devoción mariana. La imagen de la Virgen fomentó en él una inspiración tan reveladora que animó a las mujeres a empaparse de conocimientos. Supongo que el abuelo de Penélope llegó a tener relación con San Josemaría en algún momento de su vida. Eso explicaría posiblemente la posición dominante de la Virgen en el altar mayor.
—¿Y la chica soldado?
—Eso sí que es un enigma… a simple vista me recuerda una figura muy famosa. Tiene una similitud increíble con el Giraldillo de Sevilla.
—¿El giral qué?
—El Giraldillo, Balagar… Es una especie de veleta que fue construida para coronar la Giralda de Sevilla. Se cree que está inspirada en Minerva o en Atenea.
—¿Atenea no era una diosa griega? La de la guerra, creo recordar —dije, tratando de remendar la imagen de ignorante redomado que Rubén se estaba formando de mí con toda seguridad.
—En efecto, Balagar… Atenea era para los griegos lo mismo que Minerva para los romanos: la diosa de las artes y la ciencia, de la sabiduría… Y también de la guerra.
—Entonces sí que tiene sentido —afirmé, sin llegar a estar muy convencido de lo que decía—. Si ese tal Escrivá de no sé qué estaba empeñado en que la mujer se integrase en la sociedad tiene sentido que uno de sus seguidores colocase aquí a una diosa experta en artes, ciencia y sabiduría.
—Puede ser, Balagar, puede ser… acerquémonos. Quiero examinarla más de cerca.
Después de unos minutos que se me hicieron eternos Rubén pareció llegar a una conclusión, pero necesitó para ello observar desde todos los ángulos la incólume figura de cobre; afirmando finalmente que la estatua en cuestión era sin lugar a dudas una réplica exacta de lo que él llamó “El Triunfo de la Fe Victoriosa”
—¿Cómo la has llamado? —no podía salir de mi asombro—. ¿Has dicho “El Triunfo”? —Rubén asintió mediante un suave cabeceo.
—¡Es increíble! —celebré alborozado—. Llevo días dándole vueltas a una de las frases escritas por Miguel Ángel Tudela en su testamento: “Busca en tu origen el Triunfo de los Tudela, y tu alma sonreirá glorificada.”
—¿Podría referirse a este Triunfo, Rubén?
—Podría ser… —murmuró—. Tiene sentido… El origen de los Tudela podría estar escondido en algún lugar de esta capilla. La Gloria viene acompañada normalmente de un triunfo precedente. El triunfo ha de ser entonces el camino hacia la Gloria…
—¡La clave está en el Triunfo, entonces! ¿Pero, dónde? —me pregunté en voz alta.
Empezamos a toquetear la pesada figura de cobre con la esperanza de encontrar algún resorte escondido o alguna palanca que accionase algún compartimento secreto, pero al cabo de unos minutos desistimos. No había ninguna pieza móvil, al menos a la vista.
—Miguel Ángel tuvo que haberle dejado más pistas a Penélope… —caviló Rubén masajeándose las sienes pensativo. El origen… el origen de los Tudela.
—¡Pues claro, Rubén! ¡El origen! —grité entusiasmado. Había tenido una inesperada inspiración—. ¡Estábamos buscándole una explicación dogmática, pero Miguel Ángel parecía un hombre más preocupado por el origen de su sangre que por el origen de su alma! ¿Cuál es el origen de todo hombre?
—¡El vientre, por supuesto! —gritó jubiloso Rubén.
—El vientre ya lo hemos revisado. Ahí no hay nada… —comenté—. Yo estaba pensando en una zona más específica y pudorosa. Una zona en la que a nadie se le ocurriría husmear, y mucho menos hacer algo como… esto… —añadí, mientras introducía uno de mis dedos por una pequeña hendidura.
Un pequeño resorte similar a un gatillo de escopeta parecía estar oculto en su interior. Hice un poco de fuerza y el tirador se venció con facilidad.
La cara de sorpresa de Rubén al observar mi dedo introduciéndose por la oquedad no fue nada comparada a la que puso cuando la coraza protectora de la estatua se desplazó unos centímetros, dejando a la vista una pequeña cerradura a la altura del pecho izquierdo.
—¿Crees que podrás forzarla? —preguntó Rubén mientras acariciaba distraídamente el contorno de la cerradura.
—¿Te parece que la he forzado poco? Comportémonos, Rubén; que estamos en una capilla… Yo acabo de profanarle a una diosa su más íntima feminidad y tú te dedicas a toquetearle los pechos con lascivia… creo que sé dónde está la llave que abre esa cerradura.
—¿A qué esperamos, entonces?
—A que su propietaria tome la decisión de utilizarla. Tú deberías saber mejor que nadie que la verdad solamente resulta de utilidad cuando se está preparado para asumirla.
Rubén no dijo nada, pero yo sé que su pensamiento estaba en ese momento con su hermana. Solamente cuando él había estado preparado para asumir la verdadera realidad de Balbi le habían llegado las respuestas, y de nada hubiese servido que se las hubiesen servido antes. La verdad; como todas las cosas en la vida, puede ser interpretada erróneamente si llega en un momento desacertado.