Capítulo
35
L
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a cerradura de
la entrada protestó forzada por unas llaves, y a continuación la puerta se
cerró con un ruido sordo. La elegante cadencia de unos tacones femeninos se
acercó por el pasillo peligrosamente.
Abrí
los ojos desconcertado, borracho aún de amor, aturdido todavía por el recuerdo
de nuestros encendidos besos. Tuve que tocarla con la mano para asegurarme de
que no era un sueño; de que todo lo que había ocurrido durante esas horas en
nuestra habitación no había sido fruto de mi imaginación. A mi lado estaba
ella, que me devolvió la mirada con un brillo divertido, volviéndome a llenar
de fuego.
—Ya
está aquí tu hermana —susurré sobresaltado.
—¡Mierda…!
¿Qué hora es?
Giré
el pequeño despertador digital, comprobando con sorpresa que habían pasado más
de dos horas desde nuestro apasionado encuentro.
—Es
casi la hora de comer. Nos hemos debido de quedar dormidos…
—¿Y
ahora qué hacemos? —murmuró ella divertida.
—Pues
qué va a ser… salir de la cama —contesté sencillamente.
—Eso
ya lo sé, tonto… —me reprendió ella, reprimiendo una carcajada—. Me refiero a
lo nuestro; me refiero a… esto… —añadió, mientras levantaba la sábana
descubriendo nuestros cuerpos desnudos.
—¡Joder!
—exclamé—. Voy a vestirme ahora mismo. Como me pille tu hermana aquí en pelotas
no me lo quiero ni imaginar…
Salté
de la cama y empecé a buscar mi ropa interior. Estaba tan nervioso que no podía
encontrarla en el caótico montón de sábanas revueltas de nuestra cama. El
taconeo se fue acercando poco a poco, incrementando a la par mi excitación
nerviosa. De repente encontré mis calzoncillos. Estaban colgados de uno de los
tiradores del armario. Con toda la velocidad que me permitieron mis adormilados
sentidos me abalancé sobre ellos, resbalando con una de las mantas que estaban
tiradas por el suelo. Mis pies se enredaron en esa trampa inesperada y di con
mis desnudos huesos en el frío suelo de baldosas de cerámica.
Nos
esforzamos en ocultar nuestras risas, pero cuando quisimos darnos cuenta ya era
tarde. Natalia nos observaba desde el quicio de la puerta con una expresión
mitad homicida mitad suicida. Estaba claro que se arrepentía de haber abierto la
puerta; porque se quedó paralizada sin emitir ningún sonido, con la boca
colgando como un nido de golondrinas.
—Podrías
haber avisado —protesté, avergonzado.
Estaba
desnudo completamente de las rodillas hacia arriba. Con las prisas del momento
se me había olvidado quitarme los calcetines. Mi cómico aspecto dejaba bastante
que desear. Penélope debió de pensar lo mismo que yo, porque se retorcía muerta
de risa, completamente desnuda encima de la cama.
—¡Penélope!
¿Es que te has vuelto loca o qué? Balagar, esto es increíble. De verdad,
increíble…
—¿Qué
pasa, Natalia; tú nunca lo has hecho?
—Esto
es repugnante —dijo, simulando una arcada—. Me habéis quitado las ganas de
comer. Esto es surrealista. ¡Por el amor de Dios! —exclamó, tapándose la cara
con las manos—. Parecéis dos estúpidos adolescentes.
El
marco de madera tembló a punto de venirse abajo merced al tremendo portazo con
el que nos despidió Natalia. Su taconeo se hizo más rápido y enérgico mientras
se alejaba en dirección a la cocina. Empezaron a retumbar unos cacharrazos
tremendos.
Tardamos
varios minutos en recobrar la compostura y la dignidad suficientes para salir
de la habitación. Cuando lo hicimos ya habían llegado Rubén y Judith, que nos
recibieron con una mirada pícara y divertida. Natalia en cambio parecía la
furiosa reencarnación de alguna sangrienta divinidad india. Su furibunda mirada
parecía a punto de exigir cualquier tipo de sacrificio humano, previsiblemente
el mío. Sospeché que como buena divinidad podría contentarse solamente con una
amputación, pero me reservé el chiste.
—Mírale...
—me espetó, con el desprecio asomando a sus ojos en cuanto me vio aparecer por
la cocina—. Viene muerto de la risa, el muy miserable… ¡Estarás orgulloso de
ello, crápula, vicioso! ¡Eres asqueroso, Balagar!
Penélope
venía a mi lado, sonrojada como una traviesa colegiala. No se esperaba una
hostilidad tan manifiesta de su hermana, por lo que se quedó rezagada a mi
espalda, un poco avergonzada. Natalia achacó su silencio a su falta de juicio y
volvió a la carga.
—Es
que eres como un animal, muchacho... Nunca has tenido modales, pero nunca pensé
que te fueses a atrever a hacer una cosa semejante y menos en mi casa. Tendrían
que castrarte —afirmó con desdén.
“Ya
sabía yo que lo de la castración iba a salir a flote”—pensé divertido.
—¡No
te rías, no…! ¡Bastardo! ¡Mira que aprovecharte de mi hermana a mis espaldas! ¡Eres
un malnacido!
Rubén
y Judith borraron la sonrisa de sus caras. La situación se estaba convirtiendo
en una escena que tenía bastante de ofensiva y desconsiderada. Así lo debió de
entender también Penélope, porque rompió su silencio.
—¿Puedo
dar mi opinión? —exclamó, adelantándose hacia su hermana. La aludida cerró la
boca sorprendida.
—Sé
que siempre te has preocupado por mí y te lo agradezco. Lo has hecho desde que
éramos niñas —Natalia afirmó con la cabeza, no muy convencida.
—Nunca
has dejado de estar a mi lado y sé que buscas lo mejor para mí, pero ya no soy
una niña.
—Eso
es evidente, Penélope —repuso con desdén su hermana, fulminándola con la
mirada.
—Sé
que puede parecer que no es el momento ni el lugar, pero tienes que ponerte en
mi situación.
—Eso
es precisamente lo que estoy haciendo… —rezongó, malhumorada.
—No,
no lo estás haciendo. Tú no sabes por lo que yo he pasado, Natalia…
—Eso
es cierto —asumió derrotada—. No sé por lo que has pasado, pero sé
perfectamente lo que no quiero que te pase. Hasta hace cuatro días contados no
sabías ni quién eras… ¿No crees que te estás precipitando? Además… con alguien
como él —señaló, dirigiéndome una mueca de desprecio —. Te mereces algo mejor.
Somos unas Saavedra, que no se te olvide…
—No,
Natalia. No te equivoques. Tú eres una Saavedra. Yo no… —su hermana acusó el
golpe. Sus ojos se humedecieron mientras su boca se torcía en un gesto de
dolor.
—No
pienses tanto en mí y empieza a pensar un poco en ti —continuó Penélope,
envalentonada—. Yo estoy recuperando mi vida. Soy mayorcita para tomar mis
decisiones y creo que son perfectamente respetables. Empieza a recuperar tú la
tuya, Natalia…
—Estás
siendo injusta conmigo —contestó enfurruñada—. Esto que me estás diciendo es
cruel, y lo sabes.
—Y
tú lo estás siendo conmigo y con él. Has sido muy grosera. Creo que nos merecemos
un poco de respeto. Si tanto quisieras protegerme ya deberías de haberte dado
cuenta de que hace días que nos deseamos. El primer beso no se da con la boca,
sino con la mirada; y ya deberías haber leído la nuestra. Si lo hubieses hecho
esto no te habría pillado de sorpresa.
—Supongo
que tienes razón —farfulló Natalia, haciendo pucheritos como una lactante—. Has
dejado de ser una Saavedra. Recuerda que has sido tú quien lo ha decidido. Te
deseo suerte. Creo que mi labor aquí ya ha terminado.
—No
saques las cosas de quicio —dijo Penélope con lágrimas también en sus ojos.
Sabes que somos y seremos hermanas hasta que nos muramos. Es tu apellido el que
me horroriza y me llena de miedo. Te quiero, y quiero tenerte a mi lado,
independientemente de que seamos Saavedra, Tudela o Borbón.
—Dame
un abrazo, hermana. No podría soportar perderte. Yo también te quiero
demasiado.
Las
dos hermanas se fundieron en un emotivo y apretado abrazo. Reprimiendo sus
sollozos Natalia se dirigió a nosotros con ánimo conciliador.
—Tenéis
que perdonarme, chicos. No sé qué me pasa últimamente, pero no soy yo.
—No
hay nada que perdonar —dijo Rubén, un tanto indulgente—. ¿Nos sentamos a comer?
No sé vosotros, pero yo tengo un hambre que me muero…
Nos
sentamos a comer, envueltos en un incómodo silencio; pero Rubén nos amenizó la
comida con una sucesión constante de chistes y anécdotas divertidas. Tanto que
casi nos habíamos olvidado de la decisión de Penélope de romper con su pasado.
Aprovechando un descanso de nuestro monologuista del día dejé escapar un
comentario que cayó como un obús de cuatrocientos kilos en la mesa del comedor.
—Vamos
a abrir el sobre.
Lo
dije apenas en un susurro, sin ningún ánimo de boicotear su brillante
actuación, pero tuvo el devastador efecto de hacer que todas las miradas se
concentrasen en mí como unos girasoles hambrientos. Rubén se quedó callado, con
el tenedor sin llegar a tocar su boca. Se quedó mirándome con sorpresa, a medio
camino de hacer como si nada. A medio camino de contar el chiste que venía
preparando desde hacía dos patatas fritas y un trozo de salchicha; molesto por
entender que su protagonismo acababa de esparcirse volatilizado como un
mosquito en una mortífera trampa eléctrica. Su expresión decepcionada duró
apenas un segundo, porque al momento reaccionó exhibiendo una franca sonrisa de
emoción.
—¡Eso
es fantástico! ¿A qué esperamos? —exclamó entusiasmado.
Judith
comenzó a dar saltitos de alegría alrededor de la mesa, aplaudiendo como una
inquieta colegiala. A Natalia no pareció hacerle tanta gracia, porque secándose
la boca con una servilleta se limitó a mostrar una cínica sonrisa mientras
gruñía.
—Es
una noticia maravillosa. Supongo que te vendrá bien empezar todo de cero —
añadió con ironía—. Ya veo que soy siempre la última en enterarme de las cosas.
¡Ah, claro…! Olvidaba que el apellido Saavedra ahora te produce urticaria…
Estaba
claro que Natalia estaba sufriendo un nuevo ataque de celos. Le estaba costando
demasiado asumir que su hermana tenía un nuevo bastón en el que apoyarse. Todos
nos quedamos expectantes, ansiosos por observar su reacción. Esta se limitó a
envolver la mano de Natalia con las suyas, mirándola con una benévola e
indulgente compasión.
—Nada
ha cambiado, y nada cambiará. Puede que por nuestras venas no corra la misma
sangre, pero podemos hacer juntas este viaje. Necesito tu apoyo más que nunca;
pero tengo que hacerlo. Necesito hacerlo… Quiero ser al fin dueña de mi propia
vida.
Natalia
se ablandó con la húmeda mirada de su hermana, comprendiendo que la vida sin
riesgos no merecía la pena ser vivida, y así se lo hizo ver a Penélope,
devolviéndole la sonrisa; aceptando su petición y asumiéndola como un nuevo
desafío al que hacerle frente.
—¿Juntas?
—preguntó, mirándola fijamente.
—Juntas…
Como siempre ha sido… Como será siempre. Hemos nacido hermanas, y hermanas
seremos hasta la muerte.
—Hagámoslo.
Capítulo
36
E
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l aroma del café
flotaba aún en la habitación cuando volví a entrar en el salón. En mi mano
derecha colgaba aprisionado el misterioso sobre lacrado que Ana María Tudela le
había entregado a Penélope en Pamplona. Afortunadamente nadie había reparado en
el discreto escondite en el que había descansado oculto todas esas semanas.
Mi
casa había aparecido toda revuelta, víctima de algunas torpes manos sabiondas y
destructoras, pero a pesar de haberse llevado todos mis recuerdos y mis fotos
no habían logrado su propósito. El mártir de sus codiciosos anhelos pendía
triunfal y desafiante de mis dedos.
No
abultaba demasiado, pero estaba resultándonos una carga muy pesada. Tanto que
aún no estaba muy seguro de que mereciese la pena el riesgo de salvar su
misterio. Recordé un antiguo pasaje que había escuchado hacía tiempo. Decía
algo parecido a que las palabras son efímeras, muriendo como insectos víctimas
del silencio en poco tiempo; pero las letras son eternas, y cuando se equivocan
de destinatario se vuelven imperecederas, haciendo desgraciado a su quebrantado
dueño. ¿Merecerían estas letras tanto sufrimiento?
Cuando
entré en el soleado salón un molesto y denso silencio ralentizó mis movimientos.
Todas las miradas estaban concentradas en el inofensivo y a la vez amenazador
sobre que yo acababa de depositar en la mesilla del salón. Empezamos a mirarnos
los unos a los otros indecisos y acobardados. Fue Penélope la que rompió la
quietud de ese momento, cavilando para sí.
—Supongo
que ya no hay marcha atrás.
—Pues
no —contesté con un hilo de voz.
—¿Lo
haces tú o lo hago yo? —preguntó con la voz quebrada por la emoción.
—Nadie
puede hacer esto por ti. Es tu decisión. ¡Venga! —la animé con una sonrisa—. No
puede ser tan malo. Recupera tu vida. Mereces ser feliz… —Natalia asintió en
silencio.
Judith
y Rubén corearon al unísono.
—Hazlo…
La
blanca y elegante mano de Penélope acarició durante unos instantes el áspero
papel de rafia que envolvía su futuro, y con la yema de los dedos acarició el
lustroso sello de lastre de color burdeos. Tenía unas iniciales grabadas: AMT.
“Ana María Tudela”—se repitió en silencio— ¿Qué secretos guardará la genealogía
Tudela para mí?
Venciendo
el miedo que sentía introdujo con cuidado la pequeña hoja de la navaja que
Rubén le tendía con gesto expectante. El papel produjo un leve quejido al ser
rasgado lentamente, y ante las contenidas respiraciones de cinco pechos
apareció el primero de los legajos. Tenía aspecto de ser añejo e importante, a
juzgar por la enorme cantidad de sellos que aparecían estampados en toda su
superficie. Penélope se entretuvo en ojearlo durante un largo rato, provocando
que nuestros latidos se acelerasen hasta el infinito. Rubén fue el primero que
se atrevió a romper ese respetuoso silencio.
—¡Nos
vas a matar de la intriga! —protestó— ¿Qué es lo que trae?
—Es
un certificado de nacimiento —afirmó aturdida Penélope—. Está fechado el 15 de
agosto de 1970. Le acompaña una fe jurada, firmada por Ana María Tudela.
—En
el certificado aparecen mi nombre y apellidos reales. Verónica Bengoechea
Tudela… —murmuró meditabunda—. Supongo que es el nombre que mi madre decidió
ponerme.
—Es
un nombre bonito… —apreció Rubén prudentemente.
—Dejadla
continuar —aconsejó Natalia frotándose nerviosa las manos—. Hay un montón de
papeles todavía en ese sobre…
Penélope
asintió con la cabeza, acabando de rasgar la pequeña abertura que había
practicado con el cuchillo. Con mano temblorosa extrajo el resto de manuscritos
esparciéndolos en un completo desorden encima de la mesa. No había gran cosa.
Solamente dos sobres escritos a mano con la misma letra. En uno de ellos se
podía leer: “Leonor Tudela. Tu verdadera madre”. En el otro solamente un
funesto mensaje: “Mis últimas voluntades”. Penélope dudó entre abrir uno u
otro, pero decidió decantarse por el más pequeño de ellos. “Sus últimas
voluntades”. Estaban allí por culpa de esa monja. Sus últimas voluntades
parecían interesantes.
A
medida que iba leyendo la pequeña nota manuscrita podía percibirse con nitidez
el cambio de su semblante. Llegó un momento que Rubén no pudo más y volvió a
exclamar fuera de sí.
—¿Qué
es lo que pone? ¿Qué trae?
—Acabo
de heredar una propiedad en Navarra. Eso es lo que trae —dijo, desconcertada.
—¿Ehhhh?
Explícate, Penélope. No entendemos nada…
Penélope
carraspeó con suavidad. Acercándose la nota comenzó a transcribirnos en voz
baja:
“Querida niña…
Si estás leyendo esta carta es que has decidido afrontar con
valentía el último tramo de mi vida y el primero de la tuya como legítima
heredera de los Tudela. Probablemente cuando leas estas líneas yo ya me haya
reunido con El Creador; pero no quiero que sientas miedo. El miedo solo conduce
a un estado de silencio y frío que tú no te mereces.
No es tuya la responsabilidad de mantener nuestro linaje,
puesto que la opción ya se te fue negada desde el mismo momento de tu
nacimiento; pero quiero que levantes la vista con orgullo asumiendo que eres la
descendiente de unas personas que fueron tan víctimas como tú de unas
circunstancias que les hicieron terriblemente desgraciadas.
Nunca me perdonaré el haber tardado tanto en darme cuenta de
lo valioso que es el tiempo en la vida de las personas. He sacrificado la
felicidad de mi sobrina de una manera egoísta, y he tenido que llorarla para
darme cuenta de la crueldad de haberla privado de lo único que ha sido
realmente suyo en su vida: tú.
Te preguntarás los motivos de mi prolongado silencio. Ni tan
siquiera yo misma podría responderte. En un principio por miedo a mi hermano,
luego por miedo a Dios y luego por miedo a mí misma.
Una vez más te pido perdón por haber sido parte y testigo de
un despreciable crimen que nunca será subsanado. Ya no me quedan más lágrimas
que verter. Nunca podré pagar el daño que he causado.
Te pido por favor que al menos aceptes como válidas mis
últimas voluntades. No pretendo saldar ninguna deuda con mis decisiones; solo
quiero devolver a su legítimo propietario unos bienes que nunca debieron dejar
de ser suyos. Es por ello que he dispuesto que la propiedad en la que se
asienta El Sauce Llorón (continente y contenido) pasen a ser propiedad de mi
legítima heredera: tú misma. Te ruego que no niegues por despecho algo que es
tuyo por derecho propio. He dejado dispuesto que sea la señora Dolores Menguada
quien mantenga abierta la esperanza de redimir todas y cada una de mis faltas.
Has de saber que no fuiste el primero ni el último de los bebés que fueron
dados en adopción por una causa u otra. Ella tiene todos los detalles de
nuestros abominables actos. Te ruego que la escuches y la ayudes; ella te dará
las respuestas que te falten cuando yo me haya ausentado para siempre. En su
poder están todos los documentos. Tuya es la decisión de tomar este testigo que
te ofrezco; este puente abierto hacia la liberación de más almas que no
merecían haber sido separadas de las personas que Dios había designado para ser
sus padres. He atentado contra ti, contra mí y contra Dios Nuestro Señor. Dios
es misericordioso y sé que podrá perdonarme. Solo le pido que te dé fuerzas
para que tú también puedas hacerlo algún día.
Deseo que la vida te ofrezca a partir de ahora la felicidad
que te hemos negado. La felicidad que todo ser humano se merece por derecho
propio. Te mereces ser feliz. Con todo mi afecto:
Ana María Tudela y Montes de Iruña.
Un
profundo y respetuoso silencio se adueñó de la habitación cuando Penélope
terminó de leer el escueto manuscrito. Ana María Tudela había afrontado su
final de una forma tan sucinta y reservada como al parecer había trascurrido su
vida. A ninguno de nosotros se nos escapaba que asumir la propiedad de esa
finca encerraba demasiadas responsabilidades, demasiados compromisos con el
pasado y con el presente de muchas personas.
Una
vez más fue Rubén el que rompió esa atmósfera de reflexión y dudas. Lo hizo con
una cautela tan exquisita que más bien parecía miedo.
—¿Qué
vas a hacer?
Penélope
se quedó en silencio unos segundos, incapaz de responder. Estaba claro que no
estaba preparada para asumir tanta responsabilidad.
—No
lo sé… —confesó desconcertada—. Nunca me hubiese imaginado una cosa así…
—Nadie
te obliga a tomar una decisión, al menos de momento —sugirió Rubén con una
enigmática sonrisa—. ¿Por qué no abres el otro sobre? Tal vez nos saque a todos
de dudas.
—¡Mira
que eres cotilla, Rubén! —le regañó divertida Judith, tapándole la boca con la
mano para impedirle seguir hablando.
—Yo
creo —dije con voz prudente mientras me levantaba—, que el último de los sobres
debería leerlo a solas…
—Tienes
razón —admitió Rubén mientras se levantaba a su vez del sillón—. Vámonos,
chicos, dejémosle un poco de intimidad.
Todos
nos levantamos en silencio, admitiendo que el encuentro de Penélope con su
madre era un acto demasiado íntimo y privado. No hicieron falta palabras, fue
un pensamiento común. Cuando estaba a punto de franquear la puerta en dirección
a la cocina ella me hizo una petición inesperada.
—Tú
no, Balagar. Quédate a mi lado. Empezamos juntos en esto. Es justo que me
acompañes en este momento también.
Me
quedé indeciso, halagado por la enorme confianza que estaba depositando en mí
en ese preciso instante. Me estaba ofreciendo el origen de su alma,
permitiéndome asistir a su propia concepción. Era un honor imposible de
rechazar. Me sentí emocionado.
Nos
sentamos juntos en el sofá de desgastado cuero negro, uniendo nuestras manos en
silencio. Antes de abrir el último de los sobres me miró con una expresión que
era a la vez de bienvenida y de despedida. Bienvenida a su nuevo mundo,
prometedor e inesperado; y despedida a una vida que le había sido asignada sin
su consentimiento. Afirmé con un silencioso cabeceo y ella se aclaró la
garganta:
Villaviciosa, a 15 de agosto de 2009
Comenzar una carta siempre es difícil. Es como empezar una
vida. Empiezas con paso titubeante y sin poder expresarte y poco a poco todo va
surgiendo con naturalidad palabra tras palabra.
Esta es sin duda la carta más difícil de mi vida. ¿Cómo
expresar con palabras que he dejado escapárseme la vida entre los dedos sin
hacer nada para retenerla? ¿Cómo expresarte con palabras que he soñado contigo
día a día?
Solo una madre podría decirte de lo que hablo. Es una
certeza que siempre me ha acompañado. El mismo día que mi vientre se desgarró dándote
vida creí sentir tu desprotegido llanto; pero me fue negada tu existencia; y yo
fui tan insensata de creerlo.
No existe en el mundo una palabra para definir lo que yo he
sido. Te he abandonado; me he abandonado a mí misma, a mi futuro, a mi esperanza…He
negado noche tras noche tu recuerdo con la crueldad de un asesino, intentando
no imaginar tu rostro, tus ojos, tus manos… He llorado torturándome segundo a
segundo hasta que he aprendido a olvidarte.
Yo me fui de ti, lo admito; pero tú de mí nunca te has ido.
Pensé que esta tristeza algún día se acabaría; que Dios sabría perdonar mi
atrevimiento; pero hoy, día de tu cumpleaños me ha llegado la certeza de que
existes; de que se ha hecho realidad mi negado sueño.
No ha sido fácil; he empeñado más de treinta años de mi vida
en ser capaz de admitir que te había perdido. No te puedes imaginar lo que
significa para una madre perder un hijo. Es como si el cuerpo y el alma se te
quebrasen carcomidos, como si tu boca seca fuese incapaz de empujar las
palabras a un mundo triste y estéril; como si tus manos fuesen de madera,
ajenas al tacto y las caricias…
Es una muerte en vida cruel; una muerte que te desangra todo
tu ser, invadiéndote de una sombra que te absorbe toda la energía de las
entrañas. He tardado más de treinta años en aceptar que Dios me había impuesto
esta penitencia en pago por mi atrevimiento, poniéndome a prueba y castigándome
por la insolencia de mi falta de disciplina.
Justo cuando había aprendido a vivir soportando tu pérdida
Dios vuelve a mortificarme, exigiendo el cumplimiento de mi castigo nuevamente.
Justo cuando he aprendido a olvidarte Dios vuelve a obligarme a desear
recordarte. No es honesto por su parte negarme el derecho a descansar.
Quisiera poder decir que ansío de nuevo ser consciente de
que mi vientre ha dado vida; pero no sería justo ni para ti ni para mí. Una
madre tiene que proteger, que ayudar a vencer la soledad; no ser ella la
soledad. Una madre tiene que ayudar a vencer las pesadillas y los monstruos; no
convertirse en uno más de ellos.
Durante años he prestado fiel servicio a Dios Nuestro Señor,
sabedora de que la absolución de mi pecado ocuparía muchos años de abnegada
penitencia y oración. Creí que con el paso de los años mi culpa quedaría
expiada; pero veo que ha sucedido justamente lo contrario.
Mi dolor se ha visto aumentado exponencialmente en el
preciso instante en el que yo ya lo creía inexistente. Soy culpable en primer
lugar de haber alimentado un amor a la espalda de Nuestra Madre Iglesia; pero a
pesar de los muchos años transcurridos jamás renegaría de ese calor; ese
sentimiento que un día gobernó mi alma suspirando por el rostro de mi amado Iñaki.
Nunca sería capaz de repudiar esas manos que me hicieron vibrar
dándome vida por vez primera en mi existencia. A su lado fui consciente de que
el amor puede y debe ser vivido sintiéndolo segundo a segundo, minuto a minuto…
Estos años de ausencia tan profunda han marcado a fuego mi
alma, haciéndola esclava del silencio. Mis labios se han marchitado, obligados
a negarse a otros labios. Mis besos han perdido por completo la lascivia del
deseo, resignados a olvidar el sabor de otros labios tan ansiosos como ellos.
Se han quedado marchitos, agrietados y secos como hojas de otoño, alejados del
deseo. Tan solo el crucifijo y las estampas de mis santos son ahora merecedores
de mis besos.
El sabor de la fe se vuelve amargo cuando lo que ansías es
la respuesta de otros besos tan voraces como los que son entregados en vigorosa
ofrenda. Con todo y pese a todo el recuerdo de ese amor ha conseguido que aun
habiendo sido tan fugaz se haya vuelto en mi interior imperecedero, haciendo
que con la noche vuelvan insistentemente a visitarme mis fantasmas.
Es algo sistemático, irremediable, aniquilador…. Se empeñan
en dejarme desnuda, con las manos envueltas en torpe arpillera. En innumerables
ocasiones he sentido que me ahogaba, que mis menguados pulmones eran incapaces
de sostener la poca vida que aún me queda.
Hija mía… quiero que seas consciente de que eres fruto de un
amor sincero, que te he llorado amargamente como solo una madre puede llorar a
un hijo; sabiéndote perdida, triste y abandonada, inútilmente parida… Me he
arrastrado vacía y seca, moribunda, encontrando refugio en esta mi guarida como
una alimaña desvalida. Cuando supe que vivías mi primer impulso fue correr a
conocerte, cubrirte de mil besos y caricias; pero la razón puede más que el
instinto, y posiblemente no quieras reconocer mi existencia.
Me he obligado a mí misma a esperarte, y desde que he sabido
de tu existencia vivo muriendo en una suerte de agonía que me vuelve totalmente
indiferente. Ya no encuentro diferencia entre noche y día. He podido descubrir
que la Naturaleza es muy sabia, y los lazos de sangre están tejidos de una
curiosa magia. Pese a no haberte conocido te he sentido siempre mía, y el dolor
de darte por perdida me ha ido sumiendo poco a poco en la demencia.
Son pocos los momentos en los que aún conservo lucidez; y es
que me he perdido tu inocencia, tus primeras miradas, tus llamadas de socorro…
Si he de hacer justicia a la palabra no soy digna de decir que soy tu madre,
porque la palabra me viene demasiado grande. Una madre no es solamente el
vientre que da vida; una madre son unos pechos que alimentan, unas manos que
protegen y acarician y unos labios que besan y educan. Yo no he podido
ofrecerte nada de eso, y sería injusto que en el ocaso de mi vida pretendiese
tener ningún derecho sobre ti.
Nada me queda ya que ofrecerte aparte de mi vejez, y sería
injusto por mi parte hacerte partícipe de esta. La vida es para ser vivida, y
yo me he dado cuenta demasiado tarde, por desgracia…
A estas alturas de mi carta posiblemente hayas abandonado la
lectura, aburrida por mis locos desvaríos. No te culpo, debería haber luchado
por ti y no lo he hecho. Es tan solo que mientras te escribo te sueño, te
siento, te añoro. En una palabra…Te vivo.
Soy la única culpable de tu abandono, y eso nada ni nadie
podría cambiarlo. Lo único que necesito que sepas desesperadamente es que no
has sido repudiada en ningún momento.
Has sido fruto de un amor real, consciente y puro; pero por
desgracia prohibido. Ignoro la suerte de Iñaki, porque en este encierro
voluntario no llegan las noticias; pero estoy segura de que hubiésemos sido
unos buenos padres para ti. Es un hombre valiente, inteligente, culto,
íntegro…. Es el único hombre al que he amado en mi vida. De hecho aún le amo.
Amo su recuerdo por lo que me hizo sentir, por el encendido fuego de su mirada,
por su ternura, por su amor… Juntos podríamos haber desafiado a todo el mundo,
empezando por mi padre…
Por desgracia cuando yo me quedé encinta de ti mi padre
ordenó hacerle preso. Ignoro si le han silenciado para siempre (Dios no lo
quiera); pero si ha logrado rehacer su vida te pido por favor que le des una
oportunidad. Es tan culpable como yo de haberte dado vida, y tan víctima como
yo de haberte dado por muerta.
Por Dios bendito, hija mía… perdona nuestra cobardía. Yo si
de algo soy culpable es de haberte deseado en cuerpo y alma; pero no he tenido
la valentía de hacerle frente al mundo, no he sabido luchar por ti. Habría dado
todo cuanto tengo por haber estado a tu lado; pero ahora ya es demasiado tarde
para todo.
Ya que no puedo ser la madre que debería haber sido para ti
debo al menos ofrecerme ante ti como amiga, como consejera… como lo que tú
decidas. En tu mano queda admitir mi presencia a tu lado en lo que me resta de
vida. Con todo mi ser te ofrezco todo cuanto tengo, solo tú puedes decidir si
me aceptas o no. Sé feliz. Mereces un mundo, aunque yo no pueda dártelo. Te
amaré eternamente.
Leonor Tudela y Montes de Iruña Sonseca
Cuando
terminó de leer ambos estábamos llorando. Las palabras de esa mujer reflejaban
una vida demasiado triste y tormentosa. Una mujer débil, víctima de los manejos
de una mano cruel y egoísta. Una madre engañada y reducida a un simple
esqueleto, incapaz de soportar en su frágil espalda el peso de un mundo que la
empequeñecía a la vista de un creador inmisericorde. Abracé a Penélope con
fuerza. La sentí temblar bajo mi cuerpo pese a estar en pleno agosto. Todavía
no habíamos abierto la boca ninguno de los dos cuando unos tímidos golpes en la
puerta del salón nos hicieron reaccionar. El rostro descompuesto y temeroso de
Rubén asomaba por el quicio de la hoja de madera contrachapada recién abierta.
—Lo
siento… —balbuceó sofocado—. No era mi intención interrumpiros. Creo que
deberíais de encender la televisión. Ha pasado algo…
Busqué
con nerviosismo el mando a distancia, sintonizando uno de los canales de los
informativos regionales. En ese preciso instante se anunciaba en unos
sorprendentes titulares: “Ingresado en estado muy grave el conocido político
Adolfo Saavedra”. Me quedé paralizado.
Al
cabo de unos segundos un aniñado locutor con voz aguda ampliaba la información
con apatía: “Nos acaban de informar de que el candidato favorito a la
presidencia del Principado de Asturias, don Adolfo Saavedra, acaba de ser
ingresado en el Hospital Central de Asturias, víctima de un agudo ataque al
corazón. Su pronóstico es reservado y…”.
No
nos dio tiempo de acabar a escuchar la noticia, porque una sombra cruzó el
pasillo como una exhalación, cerrando la puerta de la escalera tras de sí con
un furibundo portazo. Natalia acababa de irse sin ninguna explicación; sin tan
siquiera despedirse.
Capítulo
37
E
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l teléfono móvil
que me había dejado Medallas tembló sumido en los macabros acordes del Réquiem. Penélope aún me miraba
consternada, incapaz de asimilar el continuo torrente de estímulos nerviosos
que se empeñaban en martillearla. Me sentí en el deber de tratar de
reconfortarla por la noticia que acababan de anunciar en la televisión; pero no
encontré ninguna frase adecuada. Estaría mal decir que le deseaba la muerte a
Adolfo Saavedra; pero si dijese lo contrario no sería sincero. Me limité a
devolverle la mirada, abrazándola con empatía. No sé cuántas llamadas dejé
pasar; pero cuando contesté Maraña estaba totalmente fuera de sí.
—¡Balagar!
¡Quiero ver esos documentos! ¡Los quiero aquí y ahora! —su orden era tajante,
incontestable. Quise protestar, pero no supe qué decir… estábamos en sus manos,
y él lo sabía.
—Maraña…
—susurré suavemente—. No creo que sea el momento más adecuado para esto.
—Diez
minutos —dijo, silabeando como una peligrosa serpiente—. Os quiero aquí en diez
minutos. Con los papeles. Todos los papeles… —añadió con suspicacia—. Ahora
mismo mando a alguien para recogerles.
—¿Qué
te ha dicho? —preguntó intrigada Penélope volviendo a buscar mi abrazo
protector.
—Que
nos preparemos para salir. Tenemos una entrevista con él ahora mismo.
—¿Ahora?
¿Con estas pintas?
Reparé
en que ambos estábamos en pijama. Penélope se pasó la mano por la cabeza
inconscientemente repudiando su forzado corte militar. Adiviné lo que pensaba.
—Estás
muy guapa así — no le mentía—, tú siempre estás guapa. ¡Vamos! —añadí
animándola—. Por fin tenemos una disculpa para salir de este agujero. Vas a
conocer al famoso Maraña. Supongo que para muchos sería un honor.
—¿Seguro
que estoy presentable?
Un
timbrazo en la puerta de la entrada anunció que los asalariados del coronel
acababan de llegar.
—Vamos,
Pe, cielo; démonos prisa. Me da la impresión de que Maraña no es de los que les
gusta que les hagan esperar. Pongámonos cualquier cosa. No te olvides los
papeles…
Diez
minutos después atravesábamos a toda velocidad la plaza de España, dejándonos
nuestros improvisados chóferes en la mismísima puerta principal del Gobierno
Militar. Penélope se quedó un poco desconcertada.
—¿El
Gobierno Militar? —me preguntó al ver el imponente edificio de piedra.
—Pues
claro —contesté—, Maraña es un espía; pero supongo que empezó su carrera siendo
militar. Ya te había dicho que le tratan de coronel.
Un
soldado que hacía guardia a la entrada nos miró, extrañado al percibir nuestra
indecisión.
—Yo
pensaba que los espías siempre vivían escondidos en algún búnker de hormigón —susurró
Penélope mientras apretaba el paso para alcanzarme.
—Eso
es en las películas. En la vida real los espías son bastante más normales. Y
más cabrones, también…
Me
callé porque vimos que se acercaba a paso rápido un militar al que parecía que
le habían metido una escoba vieja por el culo. Cuando estaba a dos metros
escasos de nosotros le dirigió una orden en tono seco al soldado que custodiaba
la entrada.
—¡Descanse,
soldado, yo me encargo!
El
soldado se cuadró llevándose el fusil al pecho con fuerza mientras daba un
fuerte taconazo en el suelo.
—¡A
la orden, mi teniente!
El
recién llegado nos observó detenidamente y sin disimulo antes de presentarse, y
lo hizo con la misma voz seca y autoritaria que había empleado para amedrentar
a su subordinado con anterioridad.
—Buenas
tardes, señores. Soy el teniente Óscar Sandoval. Les doy la bienvenida a nuestro
puesto de mando avanzado. El coronel les espera. Hagan el favor de acompañarme
y no hagan preguntas. No me gusta perder el tiempo… —añadió, mirándonos de
reojo mientras se dirigía al interior del vetusto edificio a grandes zancadas.
No
me gustó demasiado la falta de tacto con la que nos había recibido pero mi
experiencia con los militares me decía que con ellos era mejor obedecer; sobre
todo con los que estaban acostumbrados a dar órdenes sin que nadie les
contraviniese. Cogí suavemente del brazo a Penélope y emprendimos la carrera
guiándonos por el eco de sus pesadas botas de combate. Estábamos a punto de
alcanzarle cuando de repente se detuvo en seco, obligándonos a hacer un
auténtico esfuerzo para no llevárnoslo por delante. Se quedó unos segundos allí
parado, hierático como una estatua en medio de la ebullición constante de
civiles y militares que transitaban en ambas direcciones unos abarrotados
pasillos. Se llevó la mano derecha a uno de los oídos y enarcó las cejas con
expectación. Un instante después murmuraba como para sí.
—Recibido.
A la orden…
—Usted
se queda aquí, Balagar. El coronel quiere reunirse con la chica en privado.
Volverán a reunirse en cuanto se hayan aclarado algunas pequeñas dudas.
—¡Eso
no es posible! —protestó vehementemente Penélope, indignada. Solo puse una
condición para venir aquí y era que él me acompañase en todo momento.
—Lo
siento, señora. Me limito a cumplir órdenes —contestó el militar, con una suavidad
engañosa.
—Señorita,
si no le importa —respondió ofuscada Penélope.
—Discúlpeme,
señorita —contestó ruborizándose un poco el teniente—. Créame si le digo que su
acompañante tiene asuntos suficientes que atender aquí. No le necesitará usted
para nada. Le doy mi palabra de honor de que el coronel solamente quiere “orientarla”
un poco, por así decirlo…
Penélope
me miró indecisa. Yo no tenía ni puñetera idea de lo que quería decir el
teniente con eso de “asuntos que atender allí”; pero si el coronel quería
hablar a solas con ella era porque los asuntos que hubiesen de tratar eran
estrictamente confidenciales. No sería yo quien llevase la contraria a Maraña y
mucho menos después de cumplir su parte del trato de una manera tan exquisita
como había hecho. De no ser por él no hubiésemos tenido acceso a los
medicamentos, y para bien o para mal le debíamos un gran favor.
—Ve
con él, cielo —le dije, con la mayor seguridad de la que fui capaz—. No creo
que tengamos nada que temer. Además, el teniente Sandoval parece un hombre de
palabra.
El
militar sonrió halagado, relajando un poco la tensión de sus hombros. Me
pareció que la miraba con más intensidad de la normal, pero nadie podría
reprochárselo. Estaba arrebatadora con esos simples leggins y sudadera. Yo en cambio estaba ridículo con mis bermudas
azules, las chanclas de playa y una camiseta de tirantes. Lo sabía por las miradas
burlonas que me dirigían todos los que se cruzaban con nosotros. Estaba tan
fuera de lugar como un mono en un casino.
—Le
están esperando, Balagar —comentó el teniente, señalando una puerta con un
pequeño letrero. “Servicio de Inteligencia. Jefe de sección”
—Es
una mujer… —añadió, con sorna—. No sería de caballeros hacerla esperar, ¿verdad?
Asentí,
pero no estaba muy convencido de esa afirmación. Por mi vida habían pasado
demasiadas mujeres que me creían obligado cumplidor de unas atenciones
desmedidas; solo por el hecho de ser mujeres. Penélope se abrazó a mí,
regalándome un beso de despedida.
—Pórtate
bien…
—Tú
sabes que lo haré —contesté, guiñándole un ojo con una mueca divertida.
Penélope
sonrió nerviosa, relajándose un poco. Tenía la piel de los nudillos blanca, de
tanto apretar el voluminoso sobre de rafia color sepia. Lo llevaba atrapado
como si le fuese la vida en ello. Nos quedamos mirándonos fijamente,
despidiéndonos en silencio.
—Cuando
usted quiera, señorita.
El
teniente Sandoval franqueó el paso a Penélope, que se alejó trotando de nuevo
separándose de mí. Me dirigió una última mirada antes de perderse en el
interminable corredor. Una mirada que pretendía ser firme y segura; pero que en
realidad era todo lo contrario. Al cabo de unos segundos era una sombra más en
la vorágine de visitantes y trabajadores que transitaban el atestado pasillo.
Puse
en orden mis ideas y después de tomar aire golpeé con suavidad la liviana
puerta de contrachapado. Desde dentro me respondió una voz femenina. Sandoval
no me había engañado.
—Adelante.
Percibí
un poco de inseguridad en la voz de esa mujer. Era contradictorio. El cartelito
de la entrada rezaba “Jefe de sección”. Un jefe inseguro… No entendía nada.
Envalentonado
por la aparente debilidad de la propietaria de ese despacho, entré con toda la
pomposidad de la que fui capaz. No había dado ni tres pasos cuando todo mi
mundo se quedó paralizado. Era como si mis pasos se hubiesen ralentizado hasta
convertirme en un muñegote que se desplazaba a cámara lenta. Mi mente se
empeñaba en jugarme una mala pasada. Estaba claro que no era posible. No, no
podía ser; y sin embargo…
—Pasa,
Balagar —invitó con suavidad la voz femenina—. No estás soñando, soy yo…
—¿Sole?
¿Eres tú? Eres igual que ella, pero… No, no es posible… ¿Me han dado alguna
droga? ¿Estoy drogado? —me entró un pequeño ataque de pánico—. ¡Coronel! ¡Coronel,
es usted un hijo de la gran puta! ¿Dónde están las cámaras? ¿Dónde? —grité,
girando la vista como un energúmeno y moviéndome como un animal enjaulado de un
lado a otro de la habitación. La chica pareció asustarse un poco con mi
comportamiento, porque se llevó la mano a la pistolera que le colgaba del cinto
con expresión asustada.
—Tranquilízate,
Balagar —susurró conminatoriamente.
Un
familiar brillo de fiereza animal se escapaba de su encendida mirada. Era como
si un desconsiderado gigante le hubiese dado la vuelta a todo mi mundo y mi
seguridad se me escurriese por los bolsillos del pantalón como vulgar
calderilla. Traté de recomponerme.
—¿Eres
tú de verdad, Sole?
—Soy
yo, por supuesto que soy yo… —repuso ella, mirándome fijamente a los ojos—. Tú
me conocías por Zulema la última vez que nos vimos. Pero no soy Soledad
Jiménez. Tampoco Zulema. Ni tan siquiera luna Méndez, que es como se me conoce
ahora. Eso solo son nombres, Balagar. Yo ya no sé quién soy, he perdido mi
identidad.
—No
es posible… —contesté azorado—. Soledad está muerta. Armando me lo confesó
antes de morir. Me dijo que te había disparado, recreándose mientras te
desangrabas.
Me
dijo que había disfrutado viendo cómo te apagabas poco a poco hasta morirte.
—Ya
ves que no fue así —sentenció ella.
Una
pequeña sonrisa relajó un poco la tirantez de su rostro. Ambos sabíamos que me
debía una explicación. La dejé continuar hablando.
—No
sabes nada, Balagar. A veces las cosas llegan cuando las dejas de buscar.
Sus
dedos comenzaron a juguetear con los bolígrafos que había encima de la mesa. Un
silencio incómodo caló a bayoneta en mi pecho, impidiéndome respirar. Sentí que
era el momento de liberar toda la tensión acumulada a lo largo de tantos y
tantos meses. Quise que mi voz transmitiera seguridad, pero era incapaz de
hablar. Me aclaré la garganta.
—Me
reventaste el corazón —conseguí balbucear—, y lo sabes. Cuando tú te fuiste
solo quedó un cadáver.
Ella
no dijo nada. Ni tan siquiera me miró a los ojos. Decidí continuar hablando.
—El
dolor más insoportable es aquel en el que no puedes hacer nada por remediarlo.
Es un dolor desconsolado, voraz… Es un dolor que te aniquila por completo,
Soledad. Me dejaste tan desnudo y desvalido que solamente me quedó la piel para
cubrirme, acurrucado en mí mismo como un puto animal, esperando tu regreso.
—No
quería irme así, Balagar; pero no me quedó otro remedio.
—¡Que
no te quedó otro remedio! ¡No seas mezquina, Zulema! Siempre hay opciones para
todo. Es una cuestión de querer, no de poder. En los últimos once años no he
dejado de pensar qué pudo haber pasado aquella noche para que te fueses.
—Tenía
que tomar una decisión, y tú saliste perdiendo. Lo siento… —agregó, con una
mirada que parecía sincera.
—¿Así
de fácil? ¡Que salí perdiendo, dices…! Me dijiste que te esperase en la plaza
de Trascorrales si algo salía mal. ¡Y vaya si salió…! ¡Todos muertos, y tú
fugada con ese asqueroso de Armando! No hay nada peor que el silencio, Soledad.
Estuve dos meses esperándote, creyendo que algún día volverías.
—Lo
sé, y lo siento. De veras… Me equivoqué. ¿Crees que yo no he pensado nunca en
ti en todo este tiempo?
—¿Crees
que es así de fácil, Soledad? ¿O aún eres Zulema, la Zulema que me dejó tirado
como una miserable mierda de perro en medio de la noche? Vi cómo te ibas con él
en su moto, agarrada a su cintura, apretujada contra su cuerpo. ¿En qué lugar
me deja eso, Soledad? ¡Yo creía que había algo entre nosotros! —exclamé
mirándola con rabia.
—Lo
sé… —admitió ella, con el rostro humedecido—. Me acerqué demasiado a Armando.
Tanto que llegó a confundirme. Las últimas noches antes de nuestra huida me
dijo que se estaba enamorando de mí, y yo le creí —añadió con desazón.
—¿Que
se estaba enamorando? ¡Vamos, no me hagas reír! —proferí descompuesto—. Yo sí
que podría haber llegado a amarte; pero no, le elegiste a él… Dime al menos por
qué, porque nunca he llegado a entenderlo. ¿Cómo pudo suceder?
—Tú
lo sabes tan bien como yo, Balagar… Para trabajar encubierto hay que romper con
el pasado, adoptar una nueva identidad. Mi identidad como Zulema se enamoró de Armando.
Era un hombre culto, inteligente, sensible. Supo leer mi alma como nadie había
hecho hasta aquel momento…
Bajé
la cabeza, humillado. Hasta ese momento yo había creído ser el único hombre que
la había hecho sentir algo diferente. Su confesión me hizo mucho daño.
Fui
consciente una vez más de que el amor cuando no es correspondido se vuelve
cruel y egoísta, y ella se empeñaba en recordármelo una vez más. Volví a
sentirme como una cáscara vacía. Volví a sentir de nuevo todo el peso de su
ausencia, incrementado por mil sobre mi espalda. El sabor de la derrota se
vuelve aún más amargo cuando lo contemplas con la certeza de que tú podrías
haber sido mejor, de que tú la merecías más que él. No pude mirarla a la cara.
Aún conservaba esa belleza rabiosa y salvaje, esas proporciones que tanto
recordaba a fuerza de soñarla y añorarla noche tras noche.
Sentí
que la vida empezaba a devorarme de nuevo, y sentí miedo. Miedo a esclavizarme
nuevamente de esos ojos tan cargados de tristeza. Miedo a que ella volviese a
convertirse en el centro de mi mundo. Tuve miedo de volver a sentir la soledad
que me había dejado su ausencia. No hay nada más triste que alimentarse de
recuerdos, porque en lugar de llenarte de vida te llenan de vacío y de
angustia. No; no quería volver a pasar por eso.
—He
aprendido a vivir sin ti, Soledad. Ya no te necesito. Búscate a otro títere con
el que entretenerte. He malgastado once años de mi vida recordándote. No te
mereces ese honor. Te amé, te recordé; te amé y te volví a recordar hasta
volverme loco. Rodé como un alma vagabunda, como un perro sin dueño… a cambio
tú solamente me dejaste silencio. El silencio es un tirano esclavizador,
¿sabes?; se apropia de tus pensamientos, dejándote vacío y seco. Creí que me
iba a morir de pena. Nunca te lo perdonaré.
—¿Crees
que para mí ha sido fácil? Yo también te quería…
—Bonita
forma de demostrármelo —repuse disgustado—. Ya; ya me lo has dicho… Tenías que
escoger, y yo salí perdiendo, ¿no es así? —exclamé, sintiendo que la sangre se
agolpaba en mi cerebro.
—No
se trataba de ganar o perder, Balagar —dijo ella mirándome por vez primera a
los ojos—. En un amor como el nuestro ambos acabaríamos perdiendo. Era una
simple cuestión de tiempo. Yo también te he recordado, te he recordado todos y
cada uno de los días que hemos estado separados. Tuve que perderte para darme
cuenta de que me importabas de verdad.
—Ahora
es tarde para eso —contesté, rehuyendo su mirada—. No fui yo quien decidió
huir. Yo nunca te hubiese abandonado —musité dolido—. Tú acabaste con lo
nuestro. Ya no habrá más amaneceres para nosotros envueltos en risas, ni
promesas que ninguno cumpliremos…
—¿Es
por ella? —preguntó desilusionada—. Sabes que podría matarla y nadie se enteraría…
—añadió con una brutal mirada.
—No,
no es por ella; es por ti… te lloré con cada poro de mi piel, sintiéndome
culpable por no haberte protegido. Yo te di por muerta. No puedes hacerme esto
de nuevo…
—¿Hacerte
qué? —preguntó con suavidad, acercándose a mí con paso lento—. Un corazón
enamorado no se rinde jamás, lucha hasta quedar exhausto, y nada ni nadie puede
detenerlo. Ha llegado el momento de que yo luche por ti… —pude sentir la
calidez de su aliento mientras se acercaba aún más a mí, enlazándome con sus
brazos por la cintura.
—No
puedes volver a entrar en mi vida como si tal cosa —dije, mientras me apartaba
de ella con delicadeza. No estoy preparado para vivirte de nuevo. ¿Cómo luchar
por algo perdido de antemano? Podrías haberme escrito, llamado por teléfono…
—¿Hubiese
servido de algo?
—Al
menos no te hubiese llorado dándote por muerta. No sufre de la misma manera el que
se va que el que se queda. La noche que huiste con Armando estábamos enfadados.
¿Te imaginas la tortura que ha supuesto para mí el creer que habías muerto
enfadada conmigo? He soñado muchas veces con ello y no es nada agradable,
créeme.
—No
entiendes nada, Balagar. Llevábamos muchos días discutiendo, eso es cierto —
admitió—. Yo por aquel entonces me encontraba mal. Tú creías que era porque
estaba enfadada contigo, pero la verdad es que tenía un secreto que no te podía
confesar.
Me
quedé aturdido, a la espera de su siguiente aclaración.
—Mi
malestar no era solamente anímico. ¡Estaba jodida de verdad…! —continuó, con
una mueca de dolor—. Estaba embarazada… —susurró—. ¿Qué demonios querías que
hiciera?
—¿Que
estabas qué?
—Embarazada
—murmuró, hablando para sí.
El
mundo se me vino abajo completamente. Ni en la peor de mis pesadillas hubiese
imaginado que pudiese haber estado embarazada. ¿De quién? De mí estaba claro
que no, porque en los últimos meses de nuestra convivencia nos habíamos visto
obligados a mantener las apariencias dentro de la secta. De repente lo vi todo
nítido como un cristal recién lavado.
—Era
suyo, ¿verdad? —musité, sintiendo que se me reventaba el corazón, convertido en
pedacitos de diminuto confeti.
—Si…
—confesó ella, con voz afligida—. Quizás no lo puedas comprender, pero por
aquel entonces yo era muy joven e inexperta. Estaba muy confusa y me creí todas
sus promesas. Me convenció para que me fuese con él. Me dijo que viviríamos
juntos toda la vida… cuando armando se enteró de mi embarazo ya estábamos lejos
de Oviedo. Se lo dije dos meses después, cuando ya estaba de veintitrés semanas
de gestación.
—¿Y
el bebé? Ahora debería de tener al menos diez años —calculé desconsolado.
—Armando
se volvió loco. Me dijo que mataría al bebé en cuanto naciese. Dijo que un niño
sería un estorbo demasiado grande. Que jamás lo consentiría… Era mi bebé, mi
niño… ¡Yo le quería! ¡Les quería a los dos!
—Hablas
en pasado —afirmé, temblándome la voz—. No es posible. Dime que no… —no pude
acabar la frase.
—No
pudo ser, Balagar. Tú y yo estamos en la misma puta situación. Ambos perdimos
lo que más queríamos. Yo perdí a mi bebé y tú me perdiste a mí…
—¿Cómo
pasó? —le pregunté con brutalidad, taladrándola con la mirada.
—Después
del Fin de Año en Oviedo Marcos y Armando se vieron obligados a esconderse.
Todos los servicios de inteligencia del país y la policía les seguían los
talones, en parte gracias a los informes que yo me apañaba para ir dejándole al
coronel.
—¿A
Maraña? —pregunté aturdido.
—En
efecto, a Maraña… Cuando José —afirmó, refiriéndose a Medallas— solicitó mi
traslado a Oviedo le dije que podría ser posible, pero mi trasferencia no se
hizo efectiva hasta que el coronel autorizó mi asignación al caso. Por aquel
entonces yo ya trabajaba para el servicio secreto, pero no pude negarme a la
petición de José Manuel. Siempre le he tenido mucho afecto. El equipo del
teniente Sandoval nos siguió en nuestra alocada huida hasta Andalucía. Siempre
estuve protegida, aunque no te lo dijese.
—No
me has contestado a lo del niño —mascullé con gesto hosco.
—Ni
tú me has dicho a mí cómo diste con Armando y con Marcos —protestó ella.
—Tú
primero… —acepté, de mala gana.
—Como
te estaba diciendo llegó un momento en el que mi abultado vientre me delataba.
Marcos se enfadó. Dijo que era un estorbo, que deberían abandonarme. Por su
mirada supe que no se refería precisamente a dejarme alojada en un hotel de
cinco estrellas. Tú ya me entiendes… —añadió con una amarga mueca.
—Hice
lo único que podía hacer en aquellos momentos. Escapar —suspiró incómoda.
—Aprovechando
un descuido salté por una de las ventanas del piso en el que estábamos. Era una
planta baja; pero no tuve en cuenta mi estado, de manera que caí en mala
postura… —una pequeña lágrima asomó a su rostro, humedeciéndolo. Empezó a
quebrársele la voz.
—No
les resultó difícil encontrarme. Apenas pude recorrer doscientos metros. Algo
se me partió por dentro, escurriéndoseme las tripas envueltas en sangre… Fue un
dolor inigualable, pero no un dolor físico. Pude escuchar el chasquido de mi
alma al partirse por el medio como un junco seco. Cuando Armando y Marcos me
encontraron se burlaron de mí, y me molieron a patadas como a un animal.
Soledad
cerró los ojos, que estaban en ese momento totalmente anegados de lágrimas.
—Deberían
haberme matado, pero eran tan inútiles que ni tan siquiera eso supieron hacer
bien… Se limitaron a dispararme en el estómago, y me dejaron allí tirada como a
un montón de estiércol. Le debo la vida a Sandoval, pero ese día mi carne y mi
alma se quedaron allí muertos. En aquel momento juré que si sobrevivía mataría
a Marcos y a Armando. Y luego tú me quitaste el placer de la venganza.
—No
diré que lo siento... En aquellos momentos creía estar haciendo lo correcto.
—¿Cómo
les encontraste? —preguntó ella, entornando los ojos aviesamente.
—De
casualidad, como suceden todas estas cosas siempre. Un día me llegó a casa un
paquete sin remitente ni matasellos. Contenía un montón de fotos y de
información.
—¿Así
de simple?
—Así
de simple. Nunca me hice preguntas. Lo acepté como un regalo de Dios. Marcos se
había hecho la cirugía estética, y armando estaba más gordo y con el pelo
teñido; pero no había duda. Eran ellos… —añadí, con una mueca feroz y salvaje—.
Fue sencillo. Ellos se creían completamente a salvo. Ni tan siquiera me
reconocieron hasta que les tuve atados.
—¿Qué
sentiste? —preguntó ella con un brillo brutal en la mirada.
—No
lo sé… Al principio fue liberador. Descargué toda mi frustración golpe a golpe,
y disfruté… disfruté de una manera salvaje e inhumana. Perdí la conciencia, y
todo el rencor que tenía acumulado alimentó mi alma de una manera monstruosa.
No quise escuchar sus lamentos, ni sus súplicas. Solamente podía pensar en que
se merecían una muerte cruel y despiadada. Lloraron como niños implorando
clemencia, pero en aquel momento yo no era una persona; me había convertido en
un carnicero sin corazón. El demonio adopta mil formas, Soledad; y aquel día
invadió mi cuerpo, condenando a esos desgraciados a una muerte lenta y
dolorosa. Puedes estar segura de que purgaron sus delitos. Tú no lo hubieses
hecho mejor.
—¿Y
después?
—¿Después,
qué? —pregunté desconcertado.
—Has
dicho que al principio fue liberador. ¿Qué pasó después?
—Después
todo se hizo más difícil. Volví a recordar noche tras noche sus rostros
machacados, sus lamentos… Una vez pasado el sanguinario deseo de venganza me
sentí sucio. Volví a sentirme como cuando asistía a las fosas comunes en
Sarajevo, incapaz de comprender tanta barbarie. Llegué a preguntarme si podría
vivir con ello. Es como si el alma se te pudriese por dentro. Dejas de sentirte
humano. Solamente tu recuerdo me daba fuerzas para repetirme a mí mismo que
había hecho lo correcto. Tú y los cadáveres esparcidos de los integrantes de la
Iglesia de los Siete Sellos. A partir
de ahora será peor, porque antes al menos tenía una excusa para hacer lo que
hice.
—Hiciste
lo correcto —dijo ella con gravedad—. La justicia no hubiese hecho otra cosa
que protegerlos. En este país se protege al que delinque. No te martirices.
Hiciste lo correcto —repitió, cabeceando convencida—. Creo que sé quién te
mandó las fotos. Creo que el coronel nos debe una explicación a los dos —afirmó
con aspereza.
A
doscientos metros de allí estaba teniendo lugar una reunión desigual. Penélope
se encontraba cohibida y amedrentada por la intensa mirada escrutadora de
Maraña. Sentada tras la imponente mesa de madera estaba acurrucada sin
atreverse a iniciar la conversación. El militar volvió al ataque.
—Ya
le he dicho que estamos solos. Solamente usted y yo… Lo que usted y yo hablemos
en esta sala no saldrá jamás de aquí. Tiene que confiar usted en mí.
—Y
yo ya le he dicho a usted que en estos documentos no se habla en ningún momento
de dinero. No sé a qué se refiere con eso de “el oro de mi abuelo”. Tenga,
compruébelo por usted mismo —añadió tendiéndole el sobre—. Le vuelvo a repetir
que hasta hace escasos meses yo no sabía ni que Miguel Ángel Tudela era mi
abuelo. Ya no sé cómo decírselo para que lo entienda de una vez.
—Señorita
Saavedra… —Maraña empleó un tono suave y comprensivo—. No tiene usted ni idea
de quién era en realidad su abuelo, ¿verdad?
—La
verdad es que no… —asumió ella, derrotada.
—Fue
una especie de héroe —comenzó con tono afectado el coronel—. Yo le admiraba; y
como yo otros muchos. Le adoraba como a un dios… Fue un gran patriota. Podría
decirse que fue el hombre que trajo la paz a España después de la Guerra Civil…
¿Sabe usted lo especial que debería de sentirse usted?
—Pues
no, la verdad —admitió Penélope con indiferencia.
—Francisco
Franco Bahamonde ganó la guerra, pero Miguel Ángel Tudela se ganó al pueblo. Él
trajo la paz a nuestra tierra. Nadie lo supo nunca, y por desgracia nadie lo
sabrá jamás, posiblemente… —añadió en tono reservado—, pero su abuelo era el
asesor personal secreto de Franco.
—No
puedo creérmelo —afirmó desorientada Penélope—. Esto es como un sueño…
—Escúcheme
bien, señorita Saavedra —dijo muy serio el coronel—. Lo que le voy a contar es
alto secreto. Soy la única persona conocedora de los detalles que le voy a
revelar. No hace falta que le diga lo que eso significa.
La
muchacha captó perfectamente la velada amenaza que encerraban sus palabras.
—Le
escucho.
—Supongo
que le sonará a usted de algo la leyenda que existe en torno a las reservas de
oro republicanas durante la Guerra Civil, ¿verdad? —ella asintió. Su padre se
lo había explicado sobradamente cuando aún era una chiquilla.
—Bien,
pues está perfectamente documentado que a mediados de septiembre de 1936 el
gobierno de Negrín tomó la determinación de incautar todo el oro almacenado en
el Banco de España, con la intención de trasladarlo a un sitio seguro. Franco
avanzaba hacia Madrid y todos temían que pudiese apropiarse de él, haciendo
peligrar la convertibilidad de la peseta republicana.
—Lo
recuerdo perfectamente —afirmó Penélope muy seria—. Mi padre lo llamaba “El oro
de Moscú”…
—Exactamente,
señorita. Usted lo ha dicho: el oro de Moscú. Bien… —continuó con seriedad—. Todas
esas reservas fueron colocadas en cajas de madera de 30,5x48,2x17,7 cm. Usted
no lo sabe, pero esas son las medidas que se utilizaban por aquel entonces para
el transporte de municiones. Todos los metales preciosos y las gemas fueron
sacados por ese procedimiento de las instalaciones del Banco y trasladados en camiones
hasta la Estación del Mediodía, desde donde se enviaron a los polvorines de La Algameca,
en Cartagena.
—Muy
interesante… —afirmó con ironía Penélope, un poco aburrida.
—No
se burle de mí, señorita Saavedra. Lo interesante del caso es que ese traslado
se hizo en un riguroso orden, aparentemente; pero en la realidad no fue tan
ordenado como se afirma. Las cajas de madera fueron contabilizadas y
documentadas en origen y destino; pero no fueron numeradas ni ordenadas. Eso
sin tener en cuenta el hecho de que todas las cajas no tenían el mismo peso ni
el mismo contraste en el metal. Sea como fuere el caso es que cuando se envió
la primera de las remesas hacia el puerto ruso de Odesa se comprobaron una
serie de irregularidades. Al final del proceso de carga y descarga se constató
que faltaba el equivalente a unas cien cajas; unos 7500 kg de oro.
—¡Increíble!
—exclamó repentinamente interesada Penélope.
—Sí
que lo es, señorita… —repuso con seguridad el militar—. Sea por error o por
otras circunstancias es un hecho probado que al menos cien cajas desaparecieron
sin dejar rastro.
—¿Cómo
pudo suceder?
—No
hay nada probado, pero la teoría más sólida apunta a que el conteo fue
interrumpido la primera noche que se empezaron a cargar las cajas de oro.
—¿Interrumpido?
—Efectivamente,
interrumpido. El oro tardó tres días en ser embarcado rumbo a Rusia. Se
aprovecharon de la oscuridad de la noche para tratar de hacer más discreta la
operación; pero la noche del 22 de octubre de 1936 el jefe del tesoro don
Francisco Méndez Aspe, hombre de total confianza de Negrín, abandonó el
polvorín durante un bombardeo de la aviación alemana. El proceso de carga no se
vio interrumpido pero sí el conteo de la carga, que asumió uno de sus
ayudantes.
—¿Y
ese oro nunca apareció?
—Desgraciadamente,
no; pero aquí es donde entra en juego la genialidad de su abuelo.
—¿Mi
abuelo? —repuso desconcertada.
—Su
abuelo, efectivamente. A mediados de 1938 Miguel Ángel Tudela y Montes de Iruña
ocupaba un cargo de alta responsabilidad en la plana mayor nacionalista. Se
encargaba personalmente de la gestión de Intendencia y Aprovisionamiento de la I
División Navarra, que se encontraba operando en dirección al frente del Ebro en
el mes de julio.
—Le
escucho —dijo Penélope cambiando de postura para escuchar con mayor facilidad.
—Las
columnas de la I División Navarra, a cargo del coronel Mohammed Ben Mizzian se
movían en el mes de julio de 1938 en dirección al frente con órdenes de actuar
“de tenaza” en los primeros compases de la Batalla del Ebro, cuando se hicieron
cargo de un misterioso cargamento, señorita Saavedra. Un cargamento aprehendido
en una pequeña estación de ferrocarril y firmado por su abuelo.
Penélope
entendió de repente el motivo del inusitado interés por su abuelo. Los ojos se
le agrandaron por la sorpresa. De ser cierto lo que afirmaba Maraña su abuelo
podría haber tenido algo que ver con la desaparición de aquella enorme cantidad
de oro. No se atrevió a decir nada; pero su rostro se descompuso debido a los
nervios. El coronel la miró fijamente a los ojos intuyendo sus pensamientos,
pero continuó como si nada.
—Con
fecha 16/7/1938 el capitán Trabado elabora un informe en el que se hace mención
a la recepción fortuita de 238 cajas de munición de un peso aproximado de unos
75 kg/unidad. El destino oficial de ese envío parecía ser una estación
francesa, y el contenido de las cajas material de guerra defectuoso
republicano. Dicho cargamento fue precintado y enviado a la atención del
coronel jefe de intendencia, don Miguel Ángel Tudela.
Dos
días más tarde su abuelo acredita otro documento en el que se informa de la
recepción de esa mercancía. Mercancía que se notifica como oficialmente
destruida unas semanas después. En el informe firmado por su abuelo se hace
constar que el contenido de esas cajas ha sido destruido por manifiesta
inutilidad. La revisión pericial afirma que se trata de municiones caducadas y
con el fulminante en mal estado. El teniente Salgado da fe de su destrucción
mediante voladura controlada el día 8 de agosto de 1938.
—¿Qué
tiene eso de especial? —repuso desilusionada Penélope—. No me lo tenga usted en
cuenta, pero me da la impresión de que es usted un poco fantasioso, coronel.
—No
insulte a mi inteligencia, señorita Saavedra.
—Penélope,
si no le importa. No me asigne usted un apellido desacertado, por favor.
—No
me infravalore usted, señorita. No soy tan necio como para empeñarme en una quimera
descabellada. Mis afirmaciones se sostienen en datos. Datos como que el
teniente Salgado pide la exención del servicio activo una semana después de
firmar la destrucción del cargamento, perdiéndose misteriosamente su pista para
siempre. Datos como que un militar de tradición como el capitán Trabado deserta
en plena ofensiva de la Batalla del Ebro emigrando clandestinamente a
argentina, donde monta una empresa de importación y exportación.
—Eso
no significa nada. Usted mismo lo ha dicho… estaban inmersos en plena Guerra Civil
Española. Mucha gente emigró y mucha gente desapareció misteriosamente. Hay
miles de testimonios sobre ello. Existen cientos de libros que se hacen eco de
sucesos similares, sin que eso quiera decir que hubiese ninguna intención
conspiratoria.
—Son
los hechos, señorita —contestó irritado el coronel—. ¿No le parece curioso que
en esas mismas fechas hubiese decidido su abuelo convertir una de sus fincas
particulares en residencia militar privada? No me ponga esa cara… En agosto de
1938 Miguel Ángel Tudela establece como dirección de contacto permanente su
residencia privada de la finca conocida coloquialmente como “la del Sauce Llorón”.
Docenas de camiones pesados descargaron material durante semanas impunemente,
sin que exista constancia de la finalidad de esos envíos. Ahora, dígame… ¿Qué
demonios iban a buscar usted y Balagar en Pamplona? ¿Cuál era el motivo de su
visita a la difunta Ana María Tudela?
Penélope
palideció, quedándosele la boca seca de repente.
—¿Podría
usted darme un vaso de agua?
El
militar se levantó de su mesa, acercándose a un pequeño armario de madera
maciza.
Penélope
respiró ansiosamente, tratando de poner en orden sus ideas nuevamente. Después
de un largo trago de agua se sintió preparada para contestar, aunque su voz reseca
evidenciaba lo contrario.
—Ana
María Tudela me invitó a visitarla. Quería informarme de la verdadera identidad
de mis padres.
—Quisiera
creerla, señorita; pero no puedo —replicó desconfiado el militar—. Es curioso
que después de más de una década vigilando los movimientos de Ana María Tudela
pretenda usted hacerme creer que todo lo que ha sucedido es casual. Le diré lo
que yo creo:
—Le
escucho —contestó con sumisión Penélope.
—Lo
que yo creo —comenzó el coronel, con voz potente—, es que su abuelo se sirvió
del oro desaparecido para financiar el asentamiento político de Franco una vez
que ganó la guerra, ganándose con ello el puesto de confianza que el
Generalísimo le dispensó. Creo que su padre oficioso, don Adolfo Saavedra,
tenía conocimiento de la existencia de un remanente importante de ese oro, y
que conspiró con su padre verdadero, don Iñaki Bengoechea para asesinar a su
abuelo con la secreta intención de adueñarse del dinero. Al no lograr su
objetivo debieron dar por hecho que el tesoro se encontraba oculto en algún
lugar, y que solamente Ana María Tudela podría arrojar pistas sobre su
paradero; y decidieron esperar a que fuese ella la que rompiese su silencio…
¿Me equivoco?
—De
cabo a rabo, coronel. No voy a decir que no me crea lo que me ha contado usted
sobre ese fantástico cargamento de oro y todo eso; pero le puedo asegurar que
Ana María Tudela no me dijo nada de ningún tesoro, y mucho menos mi
despreciable padre… ¿Está usted ciego? ¿No ha entendido usted nada de lo que me
ha pasado hasta ahora? ¡Mi padre me encerró en un sótano y por poco me mata!
—Efectivamente,
señorita, efectivamente —repuso con socarronería el coronel—. Eso es
precisamente lo que me ha abierto a mí los ojos… ¿Qué otra cosa podría empujar
a un padre como él a hacerle daño a una hija? Bajo mi punto de vista está
meridianamente claro… Adolfo Saavedra la encerró con la intención manifiesta de
sonsacarle la información que le acababa de suministrar Ana María Tudela.
Dígame por favor dónde está depositado ese oro y no me haga perder más el
tiempo. No quisiera tener que hacerle daño —amenazó, endureciendo su mirada.
—Lo
siento mucho, coronel; pero me temo que no puedo ayudarle —afirmó Penélope con
el corazón palpitándole alocadamente—. Le diré lo que hay: soy heredera de una propiedad
que no podría mantener ni en sueños. Mi padre me ha cancelado todas las
tarjetas de crédito hace tiempo, así que puede usted hacerse una idea de mi
situación. Ahora mismo no podría ni pagarme un par de zapatos de mercadillo.
—Haga
memoria, señorita Saavedra. Ana María tuvo que dejarle algún tipo de mensaje;
alguna pista que la conduzca al tesoro desaparecido. Haga memoria, porque de
aquí no saldremos hasta que me dé alguna respuesta que me satisfaga.
—Pudiera
ser, coronel —comenzó Penélope pensativa, acariciándose el labio inferior
meditabunda—. Pudiera ser, pero no; es imposible… —remató, espantando la idea
de un manotazo como si fuese un incómodo moscardón.
—Pudiera
ser, ¿qué? —Maraña se levantó esperanzado del sillón con las pupilas dilatadas
como un demente.
—Pudiera
ser que mi abuelo hubiese dejado algo para mí, pero no fue Ana María Tudela
quien me lo dijo; sino mi padre. Y de eso hace ya mucho, mucho tiempo…
—Explíquese.
Maraña
comenzó a frotarse las manos. Le ardían como si estuviesen envueltas en fuego,
a pesar de tenerlas frías y sudorosas.
—Cuando
aún era una niña mi padre me contó una historia en la que afirmaba que un
pariente mío me había dejado en herencia una cuenta bancaria en Gibraltar. Me
dijo que solamente yo tendría acceso a esa cuenta al cumplir la mayoría de
edad, y me entregó una llave que abre algún tipo de caja fuerte.
—¡Demonios!
¿Es que me va a decir usted que nunca ha sentido el deseo de abrir esa caja y
ver su contenido? ¡Me parece increíble, señorita Saavedra!
—Nunca
lo he necesitado, coronel. Hasta ahora he tenido todo lo que he necesitado. Tal
vez haya llegado el momento de hacerlo, ¿no le parece?
El
coronel se acercó a Penélope a grandes zancadas. Con una de sus huesudas manos
ancló uno de sus hombros, obligándola a levantarse.
—¿A
qué estamos esperando, entonces?
Los
ojos del veterano militar emitieron un delator brillo codicioso.
—Quiero
que después de esto nos deje en paz, coronel —afirmó con seguridad Penélope—.
Es la única condición que le pongo. A mí y a Balagar. Si lo único que le
preocupa es el dinero pierda el cuidado. Yo haré cuanto esté en mi mano para
ayudarle. Tiene mi palabra.
El
coronel iba a añadir algo, pero de repente se abrió la pesada puerta de madera
maciza apareciendo el semblante preocupado del teniente Sandoval, que no sabía
cómo disculpar su brusca irrupción.
—¿Qué
ocurre, Sandoval? —gritó exacerbado el coronel, levantándose bruscamente de su
escritorio—. ¡Creí haber dejado perfectamente claro que nadie debería
molestarnos!
—Disculpe
usted mi atrevimiento, coronel. Creo que debería usted escuchar lo que tengo
que decirle: Adolfo Saavedra ha desaparecido.
Capítulo
38
N
|
atalia suspiró
aliviada. Estaban a doscientos metros del aparcamiento y nadie había observado
nada. Miró por el espejo retrovisor de su BMW y se recreó en la mirada de
gratitud que le enviaba su progenitor. Había sido más sencillo de lo que ella
imaginaba. Tan solo había sido necesaria una silla de ruedas para sacar a su
padre del hospital. Ni las enfermeras ni los médicos que pululaban por los
pasillos se habían percatado de que Adolfo Saavedra se ocultaba tras aquellas
gafas de sol tan extravagantes.
—¿Se
encuentra bien, padre? —preguntó visiblemente preocupada, sin apartar la vista
del ceniciento rostro de Adolfo.
—Me
encontraré mejor cuando estemos lejos de Oviedo, de España y de toda esta
mierda —contestó el político con un suave hilo de voz.
—¿Está
seguro de que aguantará? No quiero sentirme responsable si le vuelve a dar un
ataque.
—Tú
misma escuchaste lo que dijo el doctor. Mi estado es delicado, pero el peligro
ya ha pasado. Solamente se trata de una pequeña parálisis parcial. Nada que no
se pueda arreglar con reposo y rehabilitación. Escucha, hija mía —exclamó
levantando la voz un poco más de lo necesario—. Necesito que hagas eso por mí.
No olvides nunca que eres una Saavedra.
—Lo
sé, padre; pero no me siento capaz de hacerlo. Es peligroso. Peligroso para
usted, para mí y para ella.
—Hazme
caso y acelera. Tenemos que darnos prisa antes de que se vayan. El doctor lo ha
dicho claramente: tengo que alejarme de todas las situaciones que puedan
provocarme ansiedad. Ellos son los responsables de que yo me encuentre en este
estado.
—Tiene
razón, padre. Como siempre... —admitió con docilidad Natalia.
Quince
minutos más tarde dejaba aparcada su lujosa berlina en el camino de grava que
conducía a la puerta principal de la casa familiar.
—¡Date
prisa, hija mía! —exclamó el demacrado político con ansiedad—. Solamente el
dinero en efectivo y las joyas. ¡Date prisa, por favor…! —añadió, preocupado.
Natalia
salió del coche precipitadamente, entrando en la opulenta residencia sin
molestarse en saludar siquiera a un servicio doméstico que se quedó
boquiabierto y alarmado ante su presencia. No se atreverían a decirle nada,
conscientes como eran de que había heredado el mal genio de su madre Victoria,
pero era obvio que les intrigaban sus movimientos nerviosos de una a otra
habitación.
—La
señorita ha aparecido, Rodolfo —murmuró discretamente la doncella en dirección
al receptor digital de su teléfono móvil.
—¿La
señorita Penélope? —preguntó emocionado el jardinero—. ¡Eso es maravilloso! —exclamó,
sinceramente animado.
—Esa
señorita no, la otra… —bisbiseó suavemente la veterana doncella—. Deberías
venir a verla. Parece haberse vuelto loca, hablando sola por toda la casa y
revolviéndolo todo.
—Esperemos
que no venga para quedarse —confesó el jardinero, evitando un estremecimiento
de repulsa—. Ese mal bicho nos volvería a hacer la vida imposible.
—Pues
sí —respondió el ama de llaves ahogando un profundo suspiro—, ahora que nos
habíamos librado de la señora Victoria resulta que vuelve al nido el peor de
sus polluelos.
No
ha cambiado nada… —añadió con resignación—. Sigue tan estirada y engreída como
de pequeña. Te dejo. Creo que se acerca ese horrible monstruo…
—Dios
nos ampare —pensó el preocupado jardinero antes de colgar.
Todavía
recordaba las caprichosas veleidades de Natalia. Su carácter era una verdadera
montaña rusa cargada de extravagancias absurdas y manías insensatas. No era una
buena noticia para ellos que volviese al hogar de los Saavedra. Arrojando con
desprecio la colilla del consumido cigarrillo que colgaba muerto de su boca se
escupió las manos y reanudó sus labores de limpieza con la azada. ¿A quién le
importaba la patrona estando invadidos de maleza sus rosales?
Liliana
escondió el pequeño teléfono móvil justo a tiempo. Su gesto de culpabilidad le
pasó inadvertido a Natalia; que se deslizó a su lado como una exhalación.
Estaba a punto de salir de nuevo por la puerta en dirección al aparcamiento de
la entrada principal cuando pareció percatarse por vez primera de su presencia
allí.
—¿Cómo
se llamaba usted? —inquirió con un ladrido, mirándola como a uno más de los
muebles del recibidor.
—Liliana,
señorita Saavedra, Lili, si lo prefiere…
—Bien,
Liliana. Es usted el ama de llaves de mi padre, ¿verdad?
—En
efecto —admitió la doncella, estrujando el delantal con sus rugosas manos.
—Quiero
que me traiga usted ahora mismo todo lo que hay en la Caja de Imprevistos.
—¿A
qué está esperando? —ladró Natalia, gesticulando como una loca—. ¡No tengo toda
la tarde! ¡Vamos, vieja estúpida!
La
vieja sirvienta se quedó exactamente donde estaba, sin mover ni un solo músculo
de la cara. Lo que Natalia llamaba “La Caja de Imprevistos” era una pequeña
caja de caudales en la que Adolfo Saavedra depositaba todos los meses el dinero
necesario para el mantenimiento de la residencia familiar, incluyendo nóminas y
gastos imprevistos, tales como reparaciones, renovación de mobiliario y demás.
La dotación de ese presupuesto se acordaba semestralmente, de manera que en ese
momento estaba llena a rebosar de dinero en efectivo.
—No
haré tal cosa, señorita… —murmuró con humildad la doncella, fijando su cansada
vista en sus gastados y deslucidos zapatos.
No
tenían nada que ver con los extraordinarios —y sin duda carísimos— botines que
adornaban los tobillos de su joven patrona.
—No
me haga perder la poca paciencia que me queda, vieja chacha… —espetó
brutalmente Natalia, mientras taladraba con unos ojos fríos y amenazadores a la
doncella.
La
vieja aguantó estoicamente la virulencia de su mirada, inclinando a
continuación la cabeza con sumisión.
—Hemos
visto la noticia en la televisión, señorita Saavedra. Ese dinero es todo lo que
tenemos para subsistir hasta final de año. Siento mucho lo del señor, pero
solamente él puede exigirme lo que usted me está pidiendo. No se lo daré.
Compréndame… —añadió a modo de disculpa débilmente.
—¡Estúpida!
—exclamó Natalia mientras le propinaba un sonoro bofetón—. ¡Algún día te
arrepentirás de haberme hablado de esa manera, vejestorio! ¡Vete despidiéndote
de todo esto, porque volveré antes de lo que tú te crees y me adueñaré de todo!
¡Soy Natalia Saavedra Heredia; y me pertenece hasta la más ínfima mota de polvo
que hay en esta casa! No tengo tiempo para tonterías con viejas inútiles y
necias como tú; pero volveré, y cuando vuelva las cosas van a cambiar mucho
para todos…
La
amenaza de Natalia erizó la piel de la doncella, que mantenía su postura de
obediencia haciendo caso omiso al doloroso latido de su castigada mejilla,
intentando no pensar en que la arrogante solterona que tenía ante sí cumpliría
su promesa. No volvió a erguirse hasta que no escuchó el furioso taconeo de su
patrona abandonando la residencia; y lo hizo con la resignación del que se sabe
vencido por una fuerza avasalladora y cruel. Hizo un repaso mental de sus
ahorros. Más de cuarenta y cinco años trabajando y no le alcanzaba ni para
costearse una residencia en el futuro. Nunca habían cotizado por ella a la
Seguridad Social, a pesar de sus continuas protestas. Se sintió aterradoramente
abandonada. “¿Dónde acabarían sus tristes huesos?”. En silencio enterró su
cabeza entre las manos y rompió a llorar.
Natalia
cerró con violencia la puerta de su coche lanzando una furibunda mirada hacia
la casa. Desde la parte trasera de la lujosa berlina surgió la voz preocupada
de su padre.
—¿Ocurre
algo, hija?
Un
atisbo de nerviosismo hizo que le temblase la voz con una emoción inusitada en
él. No podría llamarse miedo, porque un hombre como él nunca ofrecería una
imagen de debilidad semejante ante nadie, pero a Natalia no se le escapó le
tensión que parecía estar invadiéndole en esos momentos. Recordó el motivo de
su presencia allí, y la recomendación de los doctores de mantener en un
ambiente de calma a su padre; así que lanzando un prolongado suspiro se estiró
sobre su asiento y giró la llave de contacto del motor. El rugido de la potente
bestia la reconfortó un poco, y con un fuerte acelerón despegó arrojando
pequeñas partículas de gravilla tras de sí.
—¿Ha
ocurrido algo ahí dentro, hija? —insistió el político incorporándose con
dificultad—. ¿Estaba todo el dinero donde te dije?
—Sí,
padre… —masculló Natalia, enfilando la última recta del jardín antes de
incorporarse a la carretera general—. 455.000 euros. Bonos y obligaciones del
Estado a largo plazo y todas las joyas de la familia. Creo que no se me ha
olvidado nada. Repítame la dirección, por favor —añadió con un bufido.
—Natalia…
—se desesperó el político—. Necesito que te calmes. En estos momentos eres todo
mi apoyo. Solo puedo confiar en ti.
—Lo
sé, padre. Es solo que he tenido un contratiempo con una de las chachas. No
recuerdo su nombre… Una vieja desagradable, con pinta de bruja.
—¿Con
Liliana? ¡Me parece increíble! ¡Esa mujer lleva con nosotros toda la vida, hija
mía! a ti misma te cuidó infinidad de veces cuando estabas enferma siendo aún
una niña. Seguro que ha sido un malentendido.
Adolfo
fijó sus interrogadores ojos en su hija. Ella trataba inútilmente de aparentar
despreocupación, desviando la vista hacia el espejo retrovisor izquierdo; pero
su agitada respiración la traicionaba. Durante un par de segundos mantuvo la
vista inexpresivamente fija en el reflejo imaginario de algo, pero después
explotó; y lo hizo de una manera que sorprendió desagradablemente a su
progenitor.
—¡Esa
vieja descarada se atrevió a llevarme la contraria, padre! ¡Le dije que me
diera el dinero de “La Caja de Imprevistos” y se negó!
Natalia
hizo un giro brusco incorporándose a la carretera general y mezclándose con el
creciente tráfico descendente.
—Hija
mía —rezongó el político mirándola con dureza—. Eres una Saavedra. Lo que le
has pedido a esa mujer es solamente calderilla. No deberías haberlo hecho,
porque cuando yo me vaya tú deberás hacerte cargo de todas nuestras posesiones.
—¡Por
eso mismo! —protestó ella colérica, con la carótida a punto de reventarle—. ¡Tienen
que obedecer a su dueño!
—Natalia.
Pobre niña. Espero que lo hayas hecho porque estás muy asustada —repuso
conciliador Adolfo—; lo contrario querría decir que yo no te he enseñado nada.
Nunca olvides que lo que tenemos los ricos es siempre gracias a los pobres.
Nunca les humilles, ni les menosprecies abiertamente; porque en ese momento les
estarás dando un motivo para rebelarse. El servicio de nuestra casa nunca te
respetará si tú misma no les muestras respeto.
—¿Cómo
voy a respetarles, si solamente son escoria?
—Hija
mía… Debería haber pasado más tiempo a tu lado. Nunca hubiese pensado que te
parecieses tanto a tu madre. No sabes cuánto lo lamento… —añadió—. Te voy a
decir una cosa, y quiero que la tengas muy presente siempre, mi niña —Adolfo se
mesó entristecido sus largos bigotes.
—Le
escucho, padre —contestó ella, mirándole con atención por el espejo interior.
—Las
personas a los que tú llamas escoria se encargan de las tareas más
desagradables. Tareas a las que una mujer como tú nunca se rebajaría, como
limpiar lo que tú manchas, cocinar lo que tú comes… Si algún día decides tener
hijos, ellos serán los que te los cuiden y alimenten; porque tú estarás
demasiado ocupada en recuperar tu figura como para atenderles. Muéstrales
respeto, aunque no lo sientas; porque tu calidad de vida depende en gran medida
de lo satisfechos que estén tus empleados contigo. Por muy estricta que seas
con ellos nunca te ganarás su consideración. El mejor esclavo es el que no sabe
que está encadenado. Dales libertad para que se crean libres y trabajarán
pensando que tu hogar es su hogar, que tus deseos son los suyos…
—Lo
haré, padre; pero antes echaré a esa vieja estúpida… Siempre ha sido usted un
idealista. Un esclavo nunca ansiaría la libertad si no la hubiese conocido.
—Veo
que no quieres entenderlo. No hay hombre más ciego que el que se empeña en
cerrar los ojos. Eres muy joven todavía. Conduce más despacio, por favor. No
quisiera haberme escapado de las garras de la muerte en el hospital para
morirme aquí, huyendo como un ratón acobardado. Es aquí al lado, en la rotonda
del General Primo de Rivera. Aparca allí, en esa zona de carga y descarga, en
la rotonda. No tardaré mucho —añadió, dando por zanjada la conversación.
La
plaza del General Primo de Rivera estaba abarrotada de coches. Toda la avenida
del General Elorza trataba de contener a duras penas la serpenteante huida de
los trabajadores menos afortunados, que aun confiaban en llegar a tiempo de
aprovechar los últimos rayos de sol. “Yo todavía no he pisado la playa este
año. Nunca en mi vida había estado tan pálida. ¿Quién me mandaría hacerle caso
a Balagar?”—pensó Natalia, asomando la cabeza unos centímetros por la
ventanilla.
—¿Me
ayudas a salir, por favor?
La
voz de su padre se le antojó irreal. Estaba tan acostumbrada a escucharle dando
voces e imponiendo su voluntad que no se acostumbraba a imaginárselo
implorando; y mucho menos a ella. No pudo evitar sentir un poco de vanidad.
—Espere.
No está en condiciones de hacer nada. Le acompañaré.
No
quiso resultar autoritaria, pero Adolfo entendió perfectamente su indefensión.
En otras circunstancias hubiese protestado enérgicamente; pero se limitó a
inclinar la cabeza con resignación.
La
chica sacó la pesada silla de ruedas del maletero. Adolfo entendió sin lugar a
dudas que su vida había cambiado hasta el extremo de que ni tan siquiera podía
valerse por sí mismo para salir del coche. Haciendo acopio de fuerzas abrió la
portezuela del coche, y con toda la dignidad de la que fue capaz se dejó caer
sobre el duro respaldo sintético.
Se
le antojó una crueldad del destino el verse anclado a ese humillante asiento
ortopédico. Pudo leerlo en el rostro de su hija, que miraba en derredor,
avergonzada. No sabía si sería capaz de volver a caminar con dignidad algún
día, pero lo que sí tuvo claro en ese preciso momento era que preferiría morir
antes que verse obligado a depender de una persona para las tareas cotidianas.
—¿Hacia
dónde, padre?
—El
portal de la esquina. El que tiene escaleras.
Natalia
maldijo para sus adentros. El portal no tenía rampa adaptada para minusválidos.
—¡Maldita
sea! ¡Esto es humillante! ¡Debería haberse quedado usted en el hospital. No
tiene usted necesidad de pasar por esto. Es humillante para usted, pero más aún
para mí. Debería haber traído con nosotras a esa vieja chacha. Yo no tengo
fuerzas para empujarle hasta ahí arriba.
—Apresúrate,
hija —exclamó entristecido el político—. No tenemos tiempo.
Después
de tres intentos infructuosos Natalia dejó caer pesadamente la silla de ruedas.
Por más que lo intentaba era incapaz de elevar el peso de ese artefacto más
allá de unos pocos centímetros. No era suficiente para salvar ni tan siquiera
el primero de los escalones. Un jovenzuelo pareció adivinar las dificultades
por las que estaba pasando la imponente muchacha vestida con zapatos de tacón
de aguja y maquillada como una actriz. Debió de tomarla por alguna de las
numerosas prostitutas que frecuentaban los incontables pisos de contactos de la
zona. Por un momento pareció tentado de girarse sobre sus talones reemprendiendo
su marcha original, pero al final pudo más su educación que sus reparos, y se
acercó con precaución.
—¿Puedo
ayudarla, señorita?
—¡No
solo puede, sino que debe, caballero! ¡Esto es intolerable! ¿Cómo es posible
que en este condenado edificio se les permita tener estos escalones infernales?
¡Por Dios bendito! —exclamó agotada, llameando de furia.
—Se
nota que es usted “de fuera” —contestó el muchacho, mostrando una dentadura
sana y cuidada—. Pero no tiene acento... ¿De dónde es usted? —añadió divertido,
con una interrogante mirada curiosa y divertida.
—Espere,
deje que la ayude… —añadió, fijando sus ávidos ojos en el generoso escote de
Natalia—. Colombiana. Seguro que es colombiana. O brasileña. Apostaría a que es
brasileira…
No
obtuvo respuesta. Menos aún el ansiado número de teléfono. Esa engreída ni tan
siquiera le había dado las gracias por ayudarla a subir la pesada silla de
ruedas. Se alejó calle abajo, prometiéndose a sí mismo que no volvería a
malgastar esfuerzos por algo que podría haber obtenido su cartera.
A
Natalia, en cambio, no le había parecido lo mismo. Estaban llegando a la quinta
planta y todavía no podía quitarse de la cabeza la impertinencia de ese joven
tan maleducado.
Había
estado a punto de gritarle que era una Saavedra, que su árbol genealógico tenía
las raíces más asentadas en Oviedo de lo que toda su mediocre familia hubiese
podido soñar jamás; pero se había tenido que callar, porque sin su ayuda nunca
hubiese podido elevar la carga de su padre por los otros tramos de escaleras
que la esperaban dentro del portal hasta llegar al ascensor.
La
cabina se detuvo con brusquedad, mientras un desagradable pitido anunciaba la
llegada al sexto piso. Se obligó a sí misma a reprimir una arcada. El ascensor
olía a humo de tabaco mezclado con el hedor del vómito reciente. Cuando la
portezuela de acero se deslizó agradeció la entrada de aire fresco, aunque
estuviera tan viciado a humo como el de la cabina. Con dificultad arrastró el
peso de su convaleciente padre hacia el exterior. A la luz artificial de unos
focos halógenos les esperaba un hombre con una mirada escalofriante. Una
profunda cicatriz cruzaba su cara, y la comisura inferior de su boca colgaba
muerta, como si alguien le hubiese cercenado algunos de los músculos de su
desagradable cara en alguna pelea patibularia.
—Pasen
ustedes. Sergei les espera —anunció.
A
Natalia le temblaron un poco las piernas, pero procuró que el aterrador
personaje que la observaba con lascivia no se percatase del desagrado que en
esos momentos trataba de ocultar. Volvió a preguntarse cómo podría haber
acabado relacionándose su padre con ese tipo de calaña, pero no quiso
precipitarse en sacar conclusiones. Su padre era probablemente la persona más
inteligente que ella hubiese conocido nunca, así que algún motivo tendría para
mantener tratos comerciales con esos rusos. Hasta ese preciso instante había
sido presa de una reciente fantasía en la que Sergei se presentaba como el
hombre de sus sueños: alto, musculoso, de ojos claros y frente despejada.
Esperaba que no se pareciese en nada al desconcertante matón que les había
recibido. Su fantasía les esperaba cómodamente instalado en un enorme salón.
El
ruso estaba recostado sobre un maltrecho sillón de cuero que originalmente
debería de haber sido blanco, pero que en esos momentos parecía gris. En el
salón flotaba un aroma a sudor mezclado con alcohol que hizo a Natalia arrugar
la nariz con desagrado. La estancia estaba adornada con una infinidad de
cuadros de dudoso gusto que se centraban en mostrar las diferentes posturas del
acto sexual, en unas actitudes groseramente explícitas. Llamaba la atención uno
inmenso que presidía la estancia, en el que aparecía una joven ciertamente poco
agraciada tratando de lamerse su propio órgano sexual. Su obesidad mórbida no le
impedía flexionarse hasta lograrlo, pero los pliegues de su piel hacían
imposible adivinar el triunfo de su cometido.
Natalia
apartó la vista con repugnancia, observando con descaro a su anfitrión. No era
tan desagradable como ella se temía. Era un hombre muy corpulento, a juzgar por
sus anchos hombros. Tenía la mandíbula cuadrada y unos rasgos faciales muy
marcados. Su pelo pajizo estaba cortado al estilo militar, y destacaban unos
ojos rasgados de un peligroso azul metálico. Unos ojos que la miraban con una
intensidad que la hizo ruborizarse.
—¡Nunca
me lo hubiese imaginado! —comenzó divertido Sergei, poniéndose aún más cómodo
sobre el sofá—. ¡El mismísimo señor Saavedra! ¡Esto sí que no lo hubiese creído
posible ni en el mejor de mis sueños! ¿Qué le trae por aquí, “señor” Saavedra?
—preguntó con una mueca despectiva.
—Necesito
tu ayuda, Sergei. Ernesto ha muerto —afirmó el político, arredrado desde su
precaria posición.
—Lo
sé, Adolfo; lo sé. Yo le he matado —aseveró el matón con un gesto brutal.
La
cara de Adolfo sufrió una transformación evidente. Estaba claro que no se
esperaba esa confesión. El ruso encendió un cigarrillo. Exhaló el humo con
satisfacción.
—Aún
no me ha contestado —dijo, divertido—. Esta es su otra hija, ¿verdad? —preguntó
mientras señalaba con uno de sus enormes dedos a Natalia.
—Eso
no te importa, Sergei. Escúchame. Necesito que…
—¿Escúchame?
—le interrumpió con ferocidad Sergei—. No te equivoques, mequetrefe. Podría
aplastarte con una sola de mis manos antes de que te diese tiempo a rezar un
puto padrenuestro. Las cosas han cambiado. Ahora yo soy mi propio dueño, y tú
solamente eres un mierda que vienes a pedirme algo, ¿no es así? —el político
asintió con la cabeza, humillado.
—Padre…
—intervino escandalizada Natalia, fulminando con la mirada a Sergei.—. ¿Cómo
puede consentir que le trate así este mal nacido?
—¿Tú
sabes quién es mi padre, desgraciado? —continuó ella, con las lágrimas a punto
de escapársele de pura frustración.
—Sé
quién era, cariño —se limitó a replicar visiblemente divertido el ruso—. Y
también sé quién no volverá a ser. Ahora mismo tu padre es poco más que un
cadáver, cielo… ¡Por cierto! —exclamó el delincuente, dirigiéndose al
político—. Esta hija tuya sí que es una fiera. Nada que ver con la mosquita
muerta esa de la Penélope. Esta me la pone más dura aún que la otra. Tal vez
lleguemos a un trato. Dime lo que necesitas y yo te diré el precio.
—Mi
hija está al margen de todo esto, ¿queda claro? —protestó el político,
adivinando sin duda las aviesas intenciones de su anfitrión—. Creo que ha sido
un error venir aquí —masculló asqueado—. Mejor lo dejamos, ¿de acuerdo? En lo
que a mí respecta es como si no hubiese venido nunca… ¿OK? ¡Natalia, nos vamos!
—¡De
aquí no se va nadie! —silabeó Sergei amenazadoramente, levantándose del sillón
con deliberada lentitud—. Dime lo que has venido a proponerme de una puta vez o
te mato ahora mismo después de follarme a tu hija.
Natalia
gritó horrorizada al notar que unas férreas manos la agarraban por la espalda.
Giró la cabeza aterrorizada y reconoció el asqueroso gesto de lujuria que le
dedicaba su captor mientras se relamía, escapándosele la baba por el flácido y
mustio labio inferior. Por primera vez en su vida supo lo que era el miedo. El
miedo en mayúsculas. Si había algo peor que la muerte era la posibilidad de ser
violada en aquel asqueroso cuchitril por ese deforme lisiado y toda la miríada
de parásitos que le acompañaban. Gritó, y gritó con todas sus fuerzas; pero no
le sirvió de nada, porque con el primer bofetón fue suficiente. El mundo
comenzó a girar alrededor de su cabeza a una velocidad endiablada hasta que se
derrumbó.
—Así
está mejor —proclamó Sergei, acercando su cara al asustado político—. Ahora
dime a lo que has venido de una puta vez, y procura que me guste lo que me
vengas a proponer. Nunca me has gustado, Adolfo. He soñado este momento desde
el mismo día que te dirigiste a mí por primera vez. Las cosas han cambiado, ya
lo creo que han cambiado… ¿Dónde guardas ahora esa mirada de desprecio? ¿Dónde,
maldito cabrón?
—Relájate,
Sergei. Somos hombres de negocios. Así no ganaremos nada ninguno de los dos
—imploró el político, comprendiendo que su precaria posición se volvía
indefendible por momentos.
—Escupe
lo que tengas que decir.
—Necesito
la avioneta.
—¿La
Cessna? ¡Estás loco! ¡Toda la policía española debe de estar buscándote a estas
horas! ¡Deberías de estar en el hospital ahora mismo! Si, Adolfo, hasta los
macarras como yo vemos las noticias por la televisión.
—Puedo
pagarte bien —repuso el político con humildad—. Cuatrocientos mil ahora. Otro
tanto cuando esté en Colombia, en un lugar seguro.
—Ummmm…
Cuatrocientos mil. Suena bien, ¿verdad Nikola? —el aludido afirmó con la
cabeza.
—¿Tú
qué piensas, Chuflo? —preguntó, dirigiéndose al desagradable pistolero que se afanaba
en toquetear a la inerte Natalia.
—Tú
mandas, jefe. Es mucha pasta. Podríamos ampliar el negocio. Falta poco para la
fiesta de las piraguas en el Sella. Necesitaremos mover mucha mercancía en
agosto. Parece buena idea. A mí me apetece más tirarme a esta pija de mierda.
Seguro que grita como una puta primeriza… —se masajeó la entrepierna mientras
lo decía.
—Yo
no lo consentiría, Sergei —afirmó Adolfo con valentía, enfrentándose a la
mirada del excitado esbirro—. Ella es la que os pagará la segunda parte del
trabajo. Sin ella no hay pasta, y me imagino que si permites que se la tire ese
asqueroso hijo de puta nunca veréis ni un miserable céntimo de euro…
Las
palabras del político surtieron el efecto deseado. Sergei indicó con un brusco
gesto de la mano a su lacayo que se alejase del cuerpo de la chica. Chuflo
obedeció, pero no pudo evitar que se le escapase una profunda mirada de odio
hacia el político.
—Sea…
—concedió Sergei con una sonrisa forzada—. Cuatrocientos mil ahora y
cuatrocientos mil cuando hables con tu hija para decirle que todo está OK… ¿te
parece bien?
—Me
parece perfecto —concedió Adolfo aliviado—. Ahora necesito que tus hombres nos
lleven a Natalia y a mí hasta La Morgal. Tengo que salir esta misma noche de
Asturias. Que tu piloto establezca el plan de vuelo que mejor le venga.
Necesito salir de España esta misma noche.
—No
te preocupes. Todo estará preparado cuando lleguéis a Lugo de Llanera. ¡Ya lo
habéis oído! —ordenó a sus secuaces con autoridad—. ¡Cuatrocientos, ni uno más
ni uno menos!
—¡Chuflo!
—añadió antes de que franqueasen la puerta de salida—. Si algo se tuerce
mátalos a los dos; pero a ella no le toques ni un pelo. Respondes con tu vida.
Te acompañará Alexei.
—Lo
que tú digas, jefe. ¡Vamos chico! —exclamó mientras palmeaba la espalda de un
flacucho adolescente—. ¡Verás que bien te lo pasas empujando a este vejete!
La
puerta se cerró tras ellos. Alexei era un chico imberbe de unos dieciocho años,
que hasta el momento se había mantenido expectante y nervioso. Debía de
tratarse de una de las últimas incorporaciones a la banda, porque le temblaban
un poco las manos.
El
ascensor les condujo al garaje subterráneo directamente y desde allí partieron
a toda velocidad en dirección al aeródromo de La Morgal, en Lugo de Llanera.
—¿Le
dejarás irse, Sergei? —preguntó Nikola mientras se encendía un pitillo de
hachís.
—¿Por
qué no? Ochocientos mil no están nada mal. Le pediré otros doscientos mil a
Cardozo por enviárselo.
—Eres
un genio, jefe. Nada que ver con el gilipollas de Ernesto.
—No
me comas tanto la polla, Nikola —repuso Sergei ensombreciéndosele el
semblante—. Ernesto era un buen tío. Me jodió tener que matarle.
—¿Sabes
lo que es la corbata colombiana? —preguntó, cambiando de tema con una sonrisa.
—Pues
claro. Es una putada de las buenas. Te rajan la garganta y te hacen tragarte tu
propia lengua. Es una muerte jodida. ¿Crees que le harán eso?
—Me
juego la polla a que sí… Le he dicho a Cardozo que Adolfo Saavedra es el
culpable de todos los chivatazos que hemos estado dando nosotros para cargarnos
a la competencia. Es perfecto. Sin testigos. Sin consecuencias… Podremos largar
toda la droga que tenemos sin que Cardozo llegue a imaginarse que se la hemos
robado nosotros.
—Eres
un genio, jefe…
—Siempre
me han gustado los negocios, Nikola. Nos haremos ricos en este país de
gilipollas y maricones afeminados. Recuerda lo que te digo. Volveremos a casa
forrados de pasta.
—¿Quieres?
—dijo el secuaz, tendiéndole el porro.
—Pues
claro, atontao…
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