martes, 8 de marzo de 2016

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 35,36,37,38,39




Capítulo
35

L
a cerradura de la entrada protestó forzada por unas llaves, y a continuación la puerta se cerró con un ruido sordo. La elegante cadencia de unos tacones femeninos se acercó por el pasillo peligrosamente.
Abrí los ojos desconcertado, borracho aún de amor, aturdido todavía por el recuerdo de nuestros encendidos besos. Tuve que tocarla con la mano para asegurarme de que no era un sueño; de que todo lo que había ocurrido durante esas horas en nuestra habitación no había sido fruto de mi imaginación. A mi lado estaba ella, que me devolvió la mirada con un brillo divertido, volviéndome a llenar de fuego.
—Ya está aquí tu hermana —susurré sobresaltado.
—¡Mierda…! ¿Qué hora es?
Giré el pequeño despertador digital, comprobando con sorpresa que habían pasado más de dos horas desde nuestro apasionado encuentro.
—Es casi la hora de comer. Nos hemos debido de quedar dormidos…
—¿Y ahora qué hacemos? —murmuró ella divertida.
—Pues qué va a ser… salir de la cama —contesté sencillamente.
—Eso ya lo sé, tonto… —me reprendió ella, reprimiendo una carcajada—. Me refiero a lo nuestro; me refiero a… esto… —añadió, mientras levantaba la sábana descubriendo nuestros cuerpos desnudos.
—¡Joder! —exclamé—. Voy a vestirme ahora mismo. Como me pille tu hermana aquí en pelotas no me lo quiero ni imaginar…
Salté de la cama y empecé a buscar mi ropa interior. Estaba tan nervioso que no podía encontrarla en el caótico montón de sábanas revueltas de nuestra cama. El taconeo se fue acercando poco a poco, incrementando a la par mi excitación nerviosa. De repente encontré mis calzoncillos. Estaban colgados de uno de los tiradores del armario. Con toda la velocidad que me permitieron mis adormilados sentidos me abalancé sobre ellos, resbalando con una de las mantas que estaban tiradas por el suelo. Mis pies se enredaron en esa trampa inesperada y di con mis desnudos huesos en el frío suelo de baldosas de cerámica.
Nos esforzamos en ocultar nuestras risas, pero cuando quisimos darnos cuenta ya era tarde. Natalia nos observaba desde el quicio de la puerta con una expresión mitad homicida mitad suicida. Estaba claro que se arrepentía de haber abierto la puerta; porque se quedó paralizada sin emitir ningún sonido, con la boca colgando como un nido de golondrinas.
—Podrías haber avisado —protesté, avergonzado.
Estaba desnudo completamente de las rodillas hacia arriba. Con las prisas del momento se me había olvidado quitarme los calcetines. Mi cómico aspecto dejaba bastante que desear. Penélope debió de pensar lo mismo que yo, porque se retorcía muerta de risa, completamente desnuda encima de la cama.
—¡Penélope! ¿Es que te has vuelto loca o qué? Balagar, esto es increíble. De verdad, increíble…
—¿Qué pasa, Natalia; tú nunca lo has hecho?
—Esto es repugnante —dijo, simulando una arcada—. Me habéis quitado las ganas de comer. Esto es surrealista. ¡Por el amor de Dios! —exclamó, tapándose la cara con las manos—. Parecéis dos estúpidos adolescentes.
El marco de madera tembló a punto de venirse abajo merced al tremendo portazo con el que nos despidió Natalia. Su taconeo se hizo más rápido y enérgico mientras se alejaba en dirección a la cocina. Empezaron a retumbar unos cacharrazos tremendos.
Tardamos varios minutos en recobrar la compostura y la dignidad suficientes para salir de la habitación. Cuando lo hicimos ya habían llegado Rubén y Judith, que nos recibieron con una mirada pícara y divertida. Natalia en cambio parecía la furiosa reencarnación de alguna sangrienta divinidad india. Su furibunda mirada parecía a punto de exigir cualquier tipo de sacrificio humano, previsiblemente el mío. Sospeché que como buena divinidad podría contentarse solamente con una amputación, pero me reservé el chiste.
—Mírale... —me espetó, con el desprecio asomando a sus ojos en cuanto me vio aparecer por la cocina—. Viene muerto de la risa, el muy miserable… ¡Estarás orgulloso de ello, crápula, vicioso! ¡Eres asqueroso, Balagar!
Penélope venía a mi lado, sonrojada como una traviesa colegiala. No se esperaba una hostilidad tan manifiesta de su hermana, por lo que se quedó rezagada a mi espalda, un poco avergonzada. Natalia achacó su silencio a su falta de juicio y volvió a la carga.
—Es que eres como un animal, muchacho... Nunca has tenido modales, pero nunca pensé que te fueses a atrever a hacer una cosa semejante y menos en mi casa. Tendrían que castrarte —afirmó con desdén.
“Ya sabía yo que lo de la castración iba a salir a flote”—pensé divertido.
—¡No te rías, no…! ¡Bastardo! ¡Mira que aprovecharte de mi hermana a mis espaldas! ¡Eres un malnacido!
Rubén y Judith borraron la sonrisa de sus caras. La situación se estaba convirtiendo en una escena que tenía bastante de ofensiva y desconsiderada. Así lo debió de entender también Penélope, porque rompió su silencio.
—¿Puedo dar mi opinión? —exclamó, adelantándose hacia su hermana. La aludida cerró la boca sorprendida.
—Sé que siempre te has preocupado por mí y te lo agradezco. Lo has hecho desde que éramos niñas —Natalia afirmó con la cabeza, no muy convencida.
—Nunca has dejado de estar a mi lado y sé que buscas lo mejor para mí, pero ya no soy una niña.
—Eso es evidente, Penélope —repuso con desdén su hermana, fulminándola con la mirada.
—Sé que puede parecer que no es el momento ni el lugar, pero tienes que ponerte en mi situación.
—Eso es precisamente lo que estoy haciendo… —rezongó, malhumorada.
—No, no lo estás haciendo. Tú no sabes por lo que yo he pasado, Natalia…
—Eso es cierto —asumió derrotada—. No sé por lo que has pasado, pero sé perfectamente lo que no quiero que te pase. Hasta hace cuatro días contados no sabías ni quién eras… ¿No crees que te estás precipitando? Además… con alguien como él —señaló, dirigiéndome una mueca de desprecio —. Te mereces algo mejor. Somos unas Saavedra, que no se te olvide…
—No, Natalia. No te equivoques. Tú eres una Saavedra. Yo no… —su hermana acusó el golpe. Sus ojos se humedecieron mientras su boca se torcía en un gesto de dolor.
—No pienses tanto en mí y empieza a pensar un poco en ti —continuó Penélope, envalentonada—. Yo estoy recuperando mi vida. Soy mayorcita para tomar mis decisiones y creo que son perfectamente respetables. Empieza a recuperar tú la tuya, Natalia…
—Estás siendo injusta conmigo —contestó enfurruñada—. Esto que me estás diciendo es cruel, y lo sabes.
—Y tú lo estás siendo conmigo y con él. Has sido muy grosera. Creo que nos merecemos un poco de respeto. Si tanto quisieras protegerme ya deberías de haberte dado cuenta de que hace días que nos deseamos. El primer beso no se da con la boca, sino con la mirada; y ya deberías haber leído la nuestra. Si lo hubieses hecho esto no te habría pillado de sorpresa.
—Supongo que tienes razón —farfulló Natalia, haciendo pucheritos como una lactante—. Has dejado de ser una Saavedra. Recuerda que has sido tú quien lo ha decidido. Te deseo suerte. Creo que mi labor aquí ya ha terminado.
—No saques las cosas de quicio —dijo Penélope con lágrimas también en sus ojos. Sabes que somos y seremos hermanas hasta que nos muramos. Es tu apellido el que me horroriza y me llena de miedo. Te quiero, y quiero tenerte a mi lado, independientemente de que seamos Saavedra, Tudela o Borbón.
—Dame un abrazo, hermana. No podría soportar perderte. Yo también te quiero demasiado.
Las dos hermanas se fundieron en un emotivo y apretado abrazo. Reprimiendo sus sollozos Natalia se dirigió a nosotros con ánimo conciliador.
—Tenéis que perdonarme, chicos. No sé qué me pasa últimamente, pero no soy yo.
—No hay nada que perdonar —dijo Rubén, un tanto indulgente—. ¿Nos sentamos a comer? No sé vosotros, pero yo tengo un hambre que me muero…
Nos sentamos a comer, envueltos en un incómodo silencio; pero Rubén nos amenizó la comida con una sucesión constante de chistes y anécdotas divertidas. Tanto que casi nos habíamos olvidado de la decisión de Penélope de romper con su pasado. Aprovechando un descanso de nuestro monologuista del día dejé escapar un comentario que cayó como un obús de cuatrocientos kilos en la mesa del comedor.
—Vamos a abrir el sobre.
Lo dije apenas en un susurro, sin ningún ánimo de boicotear su brillante actuación, pero tuvo el devastador efecto de hacer que todas las miradas se concentrasen en mí como unos girasoles hambrientos. Rubén se quedó callado, con el tenedor sin llegar a tocar su boca. Se quedó mirándome con sorpresa, a medio camino de hacer como si nada. A medio camino de contar el chiste que venía preparando desde hacía dos patatas fritas y un trozo de salchicha; molesto por entender que su protagonismo acababa de esparcirse volatilizado como un mosquito en una mortífera trampa eléctrica. Su expresión decepcionada duró apenas un segundo, porque al momento reaccionó exhibiendo una franca sonrisa de emoción.
—¡Eso es fantástico! ¿A qué esperamos? —exclamó entusiasmado.
Judith comenzó a dar saltitos de alegría alrededor de la mesa, aplaudiendo como una inquieta colegiala. A Natalia no pareció hacerle tanta gracia, porque secándose la boca con una servilleta se limitó a mostrar una cínica sonrisa mientras gruñía.
—Es una noticia maravillosa. Supongo que te vendrá bien empezar todo de cero — añadió con ironía—. Ya veo que soy siempre la última en enterarme de las cosas. ¡Ah, claro…! Olvidaba que el apellido Saavedra ahora te produce urticaria…
Estaba claro que Natalia estaba sufriendo un nuevo ataque de celos. Le estaba costando demasiado asumir que su hermana tenía un nuevo bastón en el que apoyarse. Todos nos quedamos expectantes, ansiosos por observar su reacción. Esta se limitó a envolver la mano de Natalia con las suyas, mirándola con una benévola e indulgente compasión.
—Nada ha cambiado, y nada cambiará. Puede que por nuestras venas no corra la misma sangre, pero podemos hacer juntas este viaje. Necesito tu apoyo más que nunca; pero tengo que hacerlo. Necesito hacerlo… Quiero ser al fin dueña de mi propia vida.
Natalia se ablandó con la húmeda mirada de su hermana, comprendiendo que la vida sin riesgos no merecía la pena ser vivida, y así se lo hizo ver a Penélope, devolviéndole la sonrisa; aceptando su petición y asumiéndola como un nuevo desafío al que hacerle frente.
—¿Juntas? —preguntó, mirándola fijamente.
—Juntas… Como siempre ha sido… Como será siempre. Hemos nacido hermanas, y hermanas seremos hasta la muerte.
—Hagámoslo.





Capítulo
36

E
l aroma del café flotaba aún en la habitación cuando volví a entrar en el salón. En mi mano derecha colgaba aprisionado el misterioso sobre lacrado que Ana María Tudela le había entregado a Penélope en Pamplona. Afortunadamente nadie había reparado en el discreto escondite en el que había descansado oculto todas esas semanas.
Mi casa había aparecido toda revuelta, víctima de algunas torpes manos sabiondas y destructoras, pero a pesar de haberse llevado todos mis recuerdos y mis fotos no habían logrado su propósito. El mártir de sus codiciosos anhelos pendía triunfal y desafiante de mis dedos.
No abultaba demasiado, pero estaba resultándonos una carga muy pesada. Tanto que aún no estaba muy seguro de que mereciese la pena el riesgo de salvar su misterio. Recordé un antiguo pasaje que había escuchado hacía tiempo. Decía algo parecido a que las palabras son efímeras, muriendo como insectos víctimas del silencio en poco tiempo; pero las letras son eternas, y cuando se equivocan de destinatario se vuelven imperecederas, haciendo desgraciado a su quebrantado dueño. ¿Merecerían estas letras tanto sufrimiento?
Cuando entré en el soleado salón un molesto y denso silencio ralentizó mis movimientos. Todas las miradas estaban concentradas en el inofensivo y a la vez amenazador sobre que yo acababa de depositar en la mesilla del salón. Empezamos a mirarnos los unos a los otros indecisos y acobardados. Fue Penélope la que rompió la quietud de ese momento, cavilando para sí.
—Supongo que ya no hay marcha atrás.
—Pues no —contesté con un hilo de voz.
—¿Lo haces tú o lo hago yo? —preguntó con la voz quebrada por la emoción.
—Nadie puede hacer esto por ti. Es tu decisión. ¡Venga! —la animé con una sonrisa—. No puede ser tan malo. Recupera tu vida. Mereces ser feliz… —Natalia asintió en silencio.
Judith y Rubén corearon al unísono.
—Hazlo…
La blanca y elegante mano de Penélope acarició durante unos instantes el áspero papel de rafia que envolvía su futuro, y con la yema de los dedos acarició el lustroso sello de lastre de color burdeos. Tenía unas iniciales grabadas: AMT. “Ana María Tudela”—se repitió en silencio— ¿Qué secretos guardará la genealogía Tudela para mí?
Venciendo el miedo que sentía introdujo con cuidado la pequeña hoja de la navaja que Rubén le tendía con gesto expectante. El papel produjo un leve quejido al ser rasgado lentamente, y ante las contenidas respiraciones de cinco pechos apareció el primero de los legajos. Tenía aspecto de ser añejo e importante, a juzgar por la enorme cantidad de sellos que aparecían estampados en toda su superficie. Penélope se entretuvo en ojearlo durante un largo rato, provocando que nuestros latidos se acelerasen hasta el infinito. Rubén fue el primero que se atrevió a romper ese respetuoso silencio.
—¡Nos vas a matar de la intriga! —protestó— ¿Qué es lo que trae?
—Es un certificado de nacimiento —afirmó aturdida Penélope—. Está fechado el 15 de agosto de 1970. Le acompaña una fe jurada, firmada por Ana María Tudela.
—En el certificado aparecen mi nombre y apellidos reales. Verónica Bengoechea Tudela… —murmuró meditabunda—. Supongo que es el nombre que mi madre decidió ponerme.
—Es un nombre bonito… —apreció Rubén prudentemente.
—Dejadla continuar —aconsejó Natalia frotándose nerviosa las manos—. Hay un montón de papeles todavía en ese sobre…
Penélope asintió con la cabeza, acabando de rasgar la pequeña abertura que había practicado con el cuchillo. Con mano temblorosa extrajo el resto de manuscritos esparciéndolos en un completo desorden encima de la mesa. No había gran cosa. Solamente dos sobres escritos a mano con la misma letra. En uno de ellos se podía leer: “Leonor Tudela. Tu verdadera madre”. En el otro solamente un funesto mensaje: “Mis últimas voluntades”. Penélope dudó entre abrir uno u otro, pero decidió decantarse por el más pequeño de ellos. “Sus últimas voluntades”. Estaban allí por culpa de esa monja. Sus últimas voluntades parecían interesantes.
A medida que iba leyendo la pequeña nota manuscrita podía percibirse con nitidez el cambio de su semblante. Llegó un momento que Rubén no pudo más y volvió a exclamar fuera de sí.
—¿Qué es lo que pone? ¿Qué trae?
—Acabo de heredar una propiedad en Navarra. Eso es lo que trae —dijo, desconcertada.
—¿Ehhhh? Explícate, Penélope. No entendemos nada…
Penélope carraspeó con suavidad. Acercándose la nota comenzó a transcribirnos en voz baja:

“Querida niña…
Si estás leyendo esta carta es que has decidido afrontar con valentía el último tramo de mi vida y el primero de la tuya como legítima heredera de los Tudela. Probablemente cuando leas estas líneas yo ya me haya reunido con El Creador; pero no quiero que sientas miedo. El miedo solo conduce a un estado de silencio y frío que tú no te mereces.
No es tuya la responsabilidad de mantener nuestro linaje, puesto que la opción ya se te fue negada desde el mismo momento de tu nacimiento; pero quiero que levantes la vista con orgullo asumiendo que eres la descendiente de unas personas que fueron tan víctimas como tú de unas circunstancias que les hicieron terriblemente desgraciadas.
Nunca me perdonaré el haber tardado tanto en darme cuenta de lo valioso que es el tiempo en la vida de las personas. He sacrificado la felicidad de mi sobrina de una manera egoísta, y he tenido que llorarla para darme cuenta de la crueldad de haberla privado de lo único que ha sido realmente suyo en su vida: tú.
Te preguntarás los motivos de mi prolongado silencio. Ni tan siquiera yo misma podría responderte. En un principio por miedo a mi hermano, luego por miedo a Dios y luego por miedo a mí misma.
Una vez más te pido perdón por haber sido parte y testigo de un despreciable crimen que nunca será subsanado. Ya no me quedan más lágrimas que verter. Nunca podré pagar el daño que he causado.
Te pido por favor que al menos aceptes como válidas mis últimas voluntades. No pretendo saldar ninguna deuda con mis decisiones; solo quiero devolver a su legítimo propietario unos bienes que nunca debieron dejar de ser suyos. Es por ello que he dispuesto que la propiedad en la que se asienta El Sauce Llorón (continente y contenido) pasen a ser propiedad de mi legítima heredera: tú misma. Te ruego que no niegues por despecho algo que es tuyo por derecho propio. He dejado dispuesto que sea la señora Dolores Menguada quien mantenga abierta la esperanza de redimir todas y cada una de mis faltas. Has de saber que no fuiste el primero ni el último de los bebés que fueron dados en adopción por una causa u otra. Ella tiene todos los detalles de nuestros abominables actos. Te ruego que la escuches y la ayudes; ella te dará las respuestas que te falten cuando yo me haya ausentado para siempre. En su poder están todos los documentos. Tuya es la decisión de tomar este testigo que te ofrezco; este puente abierto hacia la liberación de más almas que no merecían haber sido separadas de las personas que Dios había designado para ser sus padres. He atentado contra ti, contra mí y contra Dios Nuestro Señor. Dios es misericordioso y sé que podrá perdonarme. Solo le pido que te dé fuerzas para que tú también puedas hacerlo algún día.
Deseo que la vida te ofrezca a partir de ahora la felicidad que te hemos negado. La felicidad que todo ser humano se merece por derecho propio. Te mereces ser feliz. Con todo mi afecto:

Ana María Tudela y Montes de Iruña.

Un profundo y respetuoso silencio se adueñó de la habitación cuando Penélope terminó de leer el escueto manuscrito. Ana María Tudela había afrontado su final de una forma tan sucinta y reservada como al parecer había trascurrido su vida. A ninguno de nosotros se nos escapaba que asumir la propiedad de esa finca encerraba demasiadas responsabilidades, demasiados compromisos con el pasado y con el presente de muchas personas.
Una vez más fue Rubén el que rompió esa atmósfera de reflexión y dudas. Lo hizo con una cautela tan exquisita que más bien parecía miedo.
—¿Qué vas a hacer?
Penélope se quedó en silencio unos segundos, incapaz de responder. Estaba claro que no estaba preparada para asumir tanta responsabilidad.
—No lo sé… —confesó desconcertada—. Nunca me hubiese imaginado una cosa así…
—Nadie te obliga a tomar una decisión, al menos de momento —sugirió Rubén con una enigmática sonrisa—. ¿Por qué no abres el otro sobre? Tal vez nos saque a todos de dudas.
—¡Mira que eres cotilla, Rubén! —le regañó divertida Judith, tapándole la boca con la mano para impedirle seguir hablando.
—Yo creo —dije con voz prudente mientras me levantaba—, que el último de los sobres debería leerlo a solas…
—Tienes razón —admitió Rubén mientras se levantaba a su vez del sillón—. Vámonos, chicos, dejémosle un poco de intimidad.
Todos nos levantamos en silencio, admitiendo que el encuentro de Penélope con su madre era un acto demasiado íntimo y privado. No hicieron falta palabras, fue un pensamiento común. Cuando estaba a punto de franquear la puerta en dirección a la cocina ella me hizo una petición inesperada.
—Tú no, Balagar. Quédate a mi lado. Empezamos juntos en esto. Es justo que me acompañes en este momento también.
Me quedé indeciso, halagado por la enorme confianza que estaba depositando en mí en ese preciso instante. Me estaba ofreciendo el origen de su alma, permitiéndome asistir a su propia concepción. Era un honor imposible de rechazar. Me sentí emocionado.
Nos sentamos juntos en el sofá de desgastado cuero negro, uniendo nuestras manos en silencio. Antes de abrir el último de los sobres me miró con una expresión que era a la vez de bienvenida y de despedida. Bienvenida a su nuevo mundo, prometedor e inesperado; y despedida a una vida que le había sido asignada sin su consentimiento. Afirmé con un silencioso cabeceo y ella se aclaró la garganta:

Villaviciosa, a 15 de agosto de 2009

Comenzar una carta siempre es difícil. Es como empezar una vida. Empiezas con paso titubeante y sin poder expresarte y poco a poco todo va surgiendo con naturalidad palabra tras palabra.
Esta es sin duda la carta más difícil de mi vida. ¿Cómo expresar con palabras que he dejado escapárseme la vida entre los dedos sin hacer nada para retenerla? ¿Cómo expresarte con palabras que he soñado contigo día a día?
Solo una madre podría decirte de lo que hablo. Es una certeza que siempre me ha acompañado. El mismo día que mi vientre se desgarró dándote vida creí sentir tu desprotegido llanto; pero me fue negada tu existencia; y yo fui tan insensata de creerlo.
No existe en el mundo una palabra para definir lo que yo he sido. Te he abandonado; me he abandonado a mí misma, a mi futuro, a mi esperanza…He negado noche tras noche tu recuerdo con la crueldad de un asesino, intentando no imaginar tu rostro, tus ojos, tus manos… He llorado torturándome segundo a segundo hasta que he aprendido a olvidarte.
Yo me fui de ti, lo admito; pero tú de mí nunca te has ido. Pensé que esta tristeza algún día se acabaría; que Dios sabría perdonar mi atrevimiento; pero hoy, día de tu cumpleaños me ha llegado la certeza de que existes; de que se ha hecho realidad mi negado sueño.
No ha sido fácil; he empeñado más de treinta años de mi vida en ser capaz de admitir que te había perdido. No te puedes imaginar lo que significa para una madre perder un hijo. Es como si el cuerpo y el alma se te quebrasen carcomidos, como si tu boca seca fuese incapaz de empujar las palabras a un mundo triste y estéril; como si tus manos fuesen de madera, ajenas al tacto y las caricias…
Es una muerte en vida cruel; una muerte que te desangra todo tu ser, invadiéndote de una sombra que te absorbe toda la energía de las entrañas. He tardado más de treinta años en aceptar que Dios me había impuesto esta penitencia en pago por mi atrevimiento, poniéndome a prueba y castigándome por la insolencia de mi falta de disciplina.
Justo cuando había aprendido a vivir soportando tu pérdida Dios vuelve a mortificarme, exigiendo el cumplimiento de mi castigo nuevamente. Justo cuando he aprendido a olvidarte Dios vuelve a obligarme a desear recordarte. No es honesto por su parte negarme el derecho a descansar.
Quisiera poder decir que ansío de nuevo ser consciente de que mi vientre ha dado vida; pero no sería justo ni para ti ni para mí. Una madre tiene que proteger, que ayudar a vencer la soledad; no ser ella la soledad. Una madre tiene que ayudar a vencer las pesadillas y los monstruos; no convertirse en uno más de ellos.
Durante años he prestado fiel servicio a Dios Nuestro Señor, sabedora de que la absolución de mi pecado ocuparía muchos años de abnegada penitencia y oración. Creí que con el paso de los años mi culpa quedaría expiada; pero veo que ha sucedido justamente lo contrario.
Mi dolor se ha visto aumentado exponencialmente en el preciso instante en el que yo ya lo creía inexistente. Soy culpable en primer lugar de haber alimentado un amor a la espalda de Nuestra Madre Iglesia; pero a pesar de los muchos años transcurridos jamás renegaría de ese calor; ese sentimiento que un día gobernó mi alma suspirando por el rostro de mi amado Iñaki.
Nunca sería capaz de repudiar esas manos que me hicieron vibrar dándome vida por vez primera en mi existencia. A su lado fui consciente de que el amor puede y debe ser vivido sintiéndolo segundo a segundo, minuto a minuto…
Estos años de ausencia tan profunda han marcado a fuego mi alma, haciéndola esclava del silencio. Mis labios se han marchitado, obligados a negarse a otros labios. Mis besos han perdido por completo la lascivia del deseo, resignados a olvidar el sabor de otros labios tan ansiosos como ellos. Se han quedado marchitos, agrietados y secos como hojas de otoño, alejados del deseo. Tan solo el crucifijo y las estampas de mis santos son ahora merecedores de mis besos.
El sabor de la fe se vuelve amargo cuando lo que ansías es la respuesta de otros besos tan voraces como los que son entregados en vigorosa ofrenda. Con todo y pese a todo el recuerdo de ese amor ha conseguido que aun habiendo sido tan fugaz se haya vuelto en mi interior imperecedero, haciendo que con la noche vuelvan insistentemente a visitarme mis fantasmas.
Es algo sistemático, irremediable, aniquilador…. Se empeñan en dejarme desnuda, con las manos envueltas en torpe arpillera. En innumerables ocasiones he sentido que me ahogaba, que mis menguados pulmones eran incapaces de sostener la poca vida que aún me queda.
Hija mía… quiero que seas consciente de que eres fruto de un amor sincero, que te he llorado amargamente como solo una madre puede llorar a un hijo; sabiéndote perdida, triste y abandonada, inútilmente parida… Me he arrastrado vacía y seca, moribunda, encontrando refugio en esta mi guarida como una alimaña desvalida. Cuando supe que vivías mi primer impulso fue correr a conocerte, cubrirte de mil besos y caricias; pero la razón puede más que el instinto, y posiblemente no quieras reconocer mi existencia.
Me he obligado a mí misma a esperarte, y desde que he sabido de tu existencia vivo muriendo en una suerte de agonía que me vuelve totalmente indiferente. Ya no encuentro diferencia entre noche y día. He podido descubrir que la Naturaleza es muy sabia, y los lazos de sangre están tejidos de una curiosa magia. Pese a no haberte conocido te he sentido siempre mía, y el dolor de darte por perdida me ha ido sumiendo poco a poco en la demencia.
Son pocos los momentos en los que aún conservo lucidez; y es que me he perdido tu inocencia, tus primeras miradas, tus llamadas de socorro… Si he de hacer justicia a la palabra no soy digna de decir que soy tu madre, porque la palabra me viene demasiado grande. Una madre no es solamente el vientre que da vida; una madre son unos pechos que alimentan, unas manos que protegen y acarician y unos labios que besan y educan. Yo no he podido ofrecerte nada de eso, y sería injusto que en el ocaso de mi vida pretendiese tener ningún derecho sobre ti.
Nada me queda ya que ofrecerte aparte de mi vejez, y sería injusto por mi parte hacerte partícipe de esta. La vida es para ser vivida, y yo me he dado cuenta demasiado tarde, por desgracia…
A estas alturas de mi carta posiblemente hayas abandonado la lectura, aburrida por mis locos desvaríos. No te culpo, debería haber luchado por ti y no lo he hecho. Es tan solo que mientras te escribo te sueño, te siento, te añoro. En una palabra…Te vivo.
Soy la única culpable de tu abandono, y eso nada ni nadie podría cambiarlo. Lo único que necesito que sepas desesperadamente es que no has sido repudiada en ningún momento.
Has sido fruto de un amor real, consciente y puro; pero por desgracia prohibido. Ignoro la suerte de Iñaki, porque en este encierro voluntario no llegan las noticias; pero estoy segura de que hubiésemos sido unos buenos padres para ti. Es un hombre valiente, inteligente, culto, íntegro…. Es el único hombre al que he amado en mi vida. De hecho aún le amo. Amo su recuerdo por lo que me hizo sentir, por el encendido fuego de su mirada, por su ternura, por su amor… Juntos podríamos haber desafiado a todo el mundo, empezando por mi padre…
Por desgracia cuando yo me quedé encinta de ti mi padre ordenó hacerle preso. Ignoro si le han silenciado para siempre (Dios no lo quiera); pero si ha logrado rehacer su vida te pido por favor que le des una oportunidad. Es tan culpable como yo de haberte dado vida, y tan víctima como yo de haberte dado por muerta.
Por Dios bendito, hija mía… perdona nuestra cobardía. Yo si de algo soy culpable es de haberte deseado en cuerpo y alma; pero no he tenido la valentía de hacerle frente al mundo, no he sabido luchar por ti. Habría dado todo cuanto tengo por haber estado a tu lado; pero ahora ya es demasiado tarde para todo.
Ya que no puedo ser la madre que debería haber sido para ti debo al menos ofrecerme ante ti como amiga, como consejera… como lo que tú decidas. En tu mano queda admitir mi presencia a tu lado en lo que me resta de vida. Con todo mi ser te ofrezco todo cuanto tengo, solo tú puedes decidir si me aceptas o no. Sé feliz. Mereces un mundo, aunque yo no pueda dártelo. Te amaré eternamente.
Leonor Tudela y Montes de Iruña Sonseca

Cuando terminó de leer ambos estábamos llorando. Las palabras de esa mujer reflejaban una vida demasiado triste y tormentosa. Una mujer débil, víctima de los manejos de una mano cruel y egoísta. Una madre engañada y reducida a un simple esqueleto, incapaz de soportar en su frágil espalda el peso de un mundo que la empequeñecía a la vista de un creador inmisericorde. Abracé a Penélope con fuerza. La sentí temblar bajo mi cuerpo pese a estar en pleno agosto. Todavía no habíamos abierto la boca ninguno de los dos cuando unos tímidos golpes en la puerta del salón nos hicieron reaccionar. El rostro descompuesto y temeroso de Rubén asomaba por el quicio de la hoja de madera contrachapada recién abierta.
—Lo siento… —balbuceó sofocado—. No era mi intención interrumpiros. Creo que deberíais de encender la televisión. Ha pasado algo…
Busqué con nerviosismo el mando a distancia, sintonizando uno de los canales de los informativos regionales. En ese preciso instante se anunciaba en unos sorprendentes titulares: “Ingresado en estado muy grave el conocido político Adolfo Saavedra”. Me quedé paralizado.
Al cabo de unos segundos un aniñado locutor con voz aguda ampliaba la información con apatía: “Nos acaban de informar de que el candidato favorito a la presidencia del Principado de Asturias, don Adolfo Saavedra, acaba de ser ingresado en el Hospital Central de Asturias, víctima de un agudo ataque al corazón. Su pronóstico es reservado y…”.
No nos dio tiempo de acabar a escuchar la noticia, porque una sombra cruzó el pasillo como una exhalación, cerrando la puerta de la escalera tras de sí con un furibundo portazo. Natalia acababa de irse sin ninguna explicación; sin tan siquiera despedirse.








Capítulo
37

E
l teléfono móvil que me había dejado Medallas tembló sumido en los macabros acordes del Réquiem. Penélope aún me miraba consternada, incapaz de asimilar el continuo torrente de estímulos nerviosos que se empeñaban en martillearla. Me sentí en el deber de tratar de reconfortarla por la noticia que acababan de anunciar en la televisión; pero no encontré ninguna frase adecuada. Estaría mal decir que le deseaba la muerte a Adolfo Saavedra; pero si dijese lo contrario no sería sincero. Me limité a devolverle la mirada, abrazándola con empatía. No sé cuántas llamadas dejé pasar; pero cuando contesté Maraña estaba totalmente fuera de sí.
—¡Balagar! ¡Quiero ver esos documentos! ¡Los quiero aquí y ahora! —su orden era tajante, incontestable. Quise protestar, pero no supe qué decir… estábamos en sus manos, y él lo sabía.
—Maraña… —susurré suavemente—. No creo que sea el momento más adecuado para esto.
—Diez minutos —dijo, silabeando como una peligrosa serpiente—. Os quiero aquí en diez minutos. Con los papeles. Todos los papeles… —añadió con suspicacia—. Ahora mismo mando a alguien para recogerles.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó intrigada Penélope volviendo a buscar mi abrazo protector.
—Que nos preparemos para salir. Tenemos una entrevista con él ahora mismo.
—¿Ahora? ¿Con estas pintas?
Reparé en que ambos estábamos en pijama. Penélope se pasó la mano por la cabeza inconscientemente repudiando su forzado corte militar. Adiviné lo que pensaba.
—Estás muy guapa así — no le mentía—, tú siempre estás guapa. ¡Vamos! —añadí animándola—. Por fin tenemos una disculpa para salir de este agujero. Vas a conocer al famoso Maraña. Supongo que para muchos sería un honor.
—¿Seguro que estoy presentable?
Un timbrazo en la puerta de la entrada anunció que los asalariados del coronel acababan de llegar.
—Vamos, Pe, cielo; démonos prisa. Me da la impresión de que Maraña no es de los que les gusta que les hagan esperar. Pongámonos cualquier cosa. No te olvides los papeles…
Diez minutos después atravesábamos a toda velocidad la plaza de España, dejándonos nuestros improvisados chóferes en la mismísima puerta principal del Gobierno Militar. Penélope se quedó un poco desconcertada.
—¿El Gobierno Militar? —me preguntó al ver el imponente edificio de piedra.
—Pues claro —contesté—, Maraña es un espía; pero supongo que empezó su carrera siendo militar. Ya te había dicho que le tratan de coronel.
Un soldado que hacía guardia a la entrada nos miró, extrañado al percibir nuestra indecisión.
—Yo pensaba que los espías siempre vivían escondidos en algún búnker de hormigón —susurró Penélope mientras apretaba el paso para alcanzarme.
—Eso es en las películas. En la vida real los espías son bastante más normales. Y más cabrones, también…
Me callé porque vimos que se acercaba a paso rápido un militar al que parecía que le habían metido una escoba vieja por el culo. Cuando estaba a dos metros escasos de nosotros le dirigió una orden en tono seco al soldado que custodiaba la entrada.
—¡Descanse, soldado, yo me encargo!
El soldado se cuadró llevándose el fusil al pecho con fuerza mientras daba un fuerte taconazo en el suelo.
—¡A la orden, mi teniente!
El recién llegado nos observó detenidamente y sin disimulo antes de presentarse, y lo hizo con la misma voz seca y autoritaria que había empleado para amedrentar a su subordinado con anterioridad.
—Buenas tardes, señores. Soy el teniente Óscar Sandoval. Les doy la bienvenida a nuestro puesto de mando avanzado. El coronel les espera. Hagan el favor de acompañarme y no hagan preguntas. No me gusta perder el tiempo… —añadió, mirándonos de reojo mientras se dirigía al interior del vetusto edificio a grandes zancadas.
No me gustó demasiado la falta de tacto con la que nos había recibido pero mi experiencia con los militares me decía que con ellos era mejor obedecer; sobre todo con los que estaban acostumbrados a dar órdenes sin que nadie les contraviniese. Cogí suavemente del brazo a Penélope y emprendimos la carrera guiándonos por el eco de sus pesadas botas de combate. Estábamos a punto de alcanzarle cuando de repente se detuvo en seco, obligándonos a hacer un auténtico esfuerzo para no llevárnoslo por delante. Se quedó unos segundos allí parado, hierático como una estatua en medio de la ebullición constante de civiles y militares que transitaban en ambas direcciones unos abarrotados pasillos. Se llevó la mano derecha a uno de los oídos y enarcó las cejas con expectación. Un instante después murmuraba como para sí.
—Recibido. A la orden…
—Usted se queda aquí, Balagar. El coronel quiere reunirse con la chica en privado. Volverán a reunirse en cuanto se hayan aclarado algunas pequeñas dudas.
—¡Eso no es posible! —protestó vehementemente Penélope, indignada. Solo puse una condición para venir aquí y era que él me acompañase en todo momento.
—Lo siento, señora. Me limito a cumplir órdenes —contestó el militar, con una suavidad engañosa.
—Señorita, si no le importa —respondió ofuscada Penélope.
—Discúlpeme, señorita —contestó ruborizándose un poco el teniente—. Créame si le digo que su acompañante tiene asuntos suficientes que atender aquí. No le necesitará usted para nada. Le doy mi palabra de honor de que el coronel solamente quiere “orientarla” un poco, por así decirlo…
Penélope me miró indecisa. Yo no tenía ni puñetera idea de lo que quería decir el teniente con eso de “asuntos que atender allí”; pero si el coronel quería hablar a solas con ella era porque los asuntos que hubiesen de tratar eran estrictamente confidenciales. No sería yo quien llevase la contraria a Maraña y mucho menos después de cumplir su parte del trato de una manera tan exquisita como había hecho. De no ser por él no hubiésemos tenido acceso a los medicamentos, y para bien o para mal le debíamos un gran favor.
—Ve con él, cielo —le dije, con la mayor seguridad de la que fui capaz—. No creo que tengamos nada que temer. Además, el teniente Sandoval parece un hombre de palabra.
El militar sonrió halagado, relajando un poco la tensión de sus hombros. Me pareció que la miraba con más intensidad de la normal, pero nadie podría reprochárselo. Estaba arrebatadora con esos simples leggins y sudadera. Yo en cambio estaba ridículo con mis bermudas azules, las chanclas de playa y una camiseta de tirantes. Lo sabía por las miradas burlonas que me dirigían todos los que se cruzaban con nosotros. Estaba tan fuera de lugar como un mono en un casino.
—Le están esperando, Balagar —comentó el teniente, señalando una puerta con un pequeño letrero. “Servicio de Inteligencia. Jefe de sección”
—Es una mujer… —añadió, con sorna—. No sería de caballeros hacerla esperar, ¿verdad?
Asentí, pero no estaba muy convencido de esa afirmación. Por mi vida habían pasado demasiadas mujeres que me creían obligado cumplidor de unas atenciones desmedidas; solo por el hecho de ser mujeres. Penélope se abrazó a mí, regalándome un beso de despedida.
—Pórtate bien…
—Tú sabes que lo haré —contesté, guiñándole un ojo con una mueca divertida.
Penélope sonrió nerviosa, relajándose un poco. Tenía la piel de los nudillos blanca, de tanto apretar el voluminoso sobre de rafia color sepia. Lo llevaba atrapado como si le fuese la vida en ello. Nos quedamos mirándonos fijamente, despidiéndonos en silencio.
—Cuando usted quiera, señorita.
El teniente Sandoval franqueó el paso a Penélope, que se alejó trotando de nuevo separándose de mí. Me dirigió una última mirada antes de perderse en el interminable corredor. Una mirada que pretendía ser firme y segura; pero que en realidad era todo lo contrario. Al cabo de unos segundos era una sombra más en la vorágine de visitantes y trabajadores que transitaban el atestado pasillo.
Puse en orden mis ideas y después de tomar aire golpeé con suavidad la liviana puerta de contrachapado. Desde dentro me respondió una voz femenina. Sandoval no me había engañado.
—Adelante.
Percibí un poco de inseguridad en la voz de esa mujer. Era contradictorio. El cartelito de la entrada rezaba “Jefe de sección”. Un jefe inseguro… No entendía nada.
Envalentonado por la aparente debilidad de la propietaria de ese despacho, entré con toda la pomposidad de la que fui capaz. No había dado ni tres pasos cuando todo mi mundo se quedó paralizado. Era como si mis pasos se hubiesen ralentizado hasta convertirme en un muñegote que se desplazaba a cámara lenta. Mi mente se empeñaba en jugarme una mala pasada. Estaba claro que no era posible. No, no podía ser; y sin embargo…
—Pasa, Balagar —invitó con suavidad la voz femenina—. No estás soñando, soy yo…
—¿Sole? ¿Eres tú? Eres igual que ella, pero… No, no es posible… ¿Me han dado alguna droga? ¿Estoy drogado? —me entró un pequeño ataque de pánico—. ¡Coronel! ¡Coronel, es usted un hijo de la gran puta! ¿Dónde están las cámaras? ¿Dónde? —grité, girando la vista como un energúmeno y moviéndome como un animal enjaulado de un lado a otro de la habitación. La chica pareció asustarse un poco con mi comportamiento, porque se llevó la mano a la pistolera que le colgaba del cinto con expresión asustada.
—Tranquilízate, Balagar —susurró conminatoriamente.
Un familiar brillo de fiereza animal se escapaba de su encendida mirada. Era como si un desconsiderado gigante le hubiese dado la vuelta a todo mi mundo y mi seguridad se me escurriese por los bolsillos del pantalón como vulgar calderilla. Traté de recomponerme.
—¿Eres tú de verdad, Sole?
—Soy yo, por supuesto que soy yo… —repuso ella, mirándome fijamente a los ojos—. Tú me conocías por Zulema la última vez que nos vimos. Pero no soy Soledad Jiménez. Tampoco Zulema. Ni tan siquiera luna Méndez, que es como se me conoce ahora. Eso solo son nombres, Balagar. Yo ya no sé quién soy, he perdido mi identidad.
—No es posible… —contesté azorado—. Soledad está muerta. Armando me lo confesó antes de morir. Me dijo que te había disparado, recreándose mientras te desangrabas.
Me dijo que había disfrutado viendo cómo te apagabas poco a poco hasta morirte.
—Ya ves que no fue así —sentenció ella.
Una pequeña sonrisa relajó un poco la tirantez de su rostro. Ambos sabíamos que me debía una explicación. La dejé continuar hablando.
—No sabes nada, Balagar. A veces las cosas llegan cuando las dejas de buscar.
Sus dedos comenzaron a juguetear con los bolígrafos que había encima de la mesa. Un silencio incómodo caló a bayoneta en mi pecho, impidiéndome respirar. Sentí que era el momento de liberar toda la tensión acumulada a lo largo de tantos y tantos meses. Quise que mi voz transmitiera seguridad, pero era incapaz de hablar. Me aclaré la garganta.
—Me reventaste el corazón —conseguí balbucear—, y lo sabes. Cuando tú te fuiste solo quedó un cadáver.
Ella no dijo nada. Ni tan siquiera me miró a los ojos. Decidí continuar hablando.
—El dolor más insoportable es aquel en el que no puedes hacer nada por remediarlo. Es un dolor desconsolado, voraz… Es un dolor que te aniquila por completo, Soledad. Me dejaste tan desnudo y desvalido que solamente me quedó la piel para cubrirme, acurrucado en mí mismo como un puto animal, esperando tu regreso.
—No quería irme así, Balagar; pero no me quedó otro remedio.
—¡Que no te quedó otro remedio! ¡No seas mezquina, Zulema! Siempre hay opciones para todo. Es una cuestión de querer, no de poder. En los últimos once años no he dejado de pensar qué pudo haber pasado aquella noche para que te fueses.
—Tenía que tomar una decisión, y tú saliste perdiendo. Lo siento… —agregó, con una mirada que parecía sincera.
—¿Así de fácil? ¡Que salí perdiendo, dices…! Me dijiste que te esperase en la plaza de Trascorrales si algo salía mal. ¡Y vaya si salió…! ¡Todos muertos, y tú fugada con ese asqueroso de Armando! No hay nada peor que el silencio, Soledad. Estuve dos meses esperándote, creyendo que algún día volverías.
—Lo sé, y lo siento. De veras… Me equivoqué. ¿Crees que yo no he pensado nunca en ti en todo este tiempo?
—¿Crees que es así de fácil, Soledad? ¿O aún eres Zulema, la Zulema que me dejó tirado como una miserable mierda de perro en medio de la noche? Vi cómo te ibas con él en su moto, agarrada a su cintura, apretujada contra su cuerpo. ¿En qué lugar me deja eso, Soledad? ¡Yo creía que había algo entre nosotros! —exclamé mirándola con rabia.
—Lo sé… —admitió ella, con el rostro humedecido—. Me acerqué demasiado a Armando. Tanto que llegó a confundirme. Las últimas noches antes de nuestra huida me dijo que se estaba enamorando de mí, y yo le creí —añadió con desazón.
—¿Que se estaba enamorando? ¡Vamos, no me hagas reír! —proferí descompuesto—. Yo sí que podría haber llegado a amarte; pero no, le elegiste a él… Dime al menos por qué, porque nunca he llegado a entenderlo. ¿Cómo pudo suceder?
—Tú lo sabes tan bien como yo, Balagar… Para trabajar encubierto hay que romper con el pasado, adoptar una nueva identidad. Mi identidad como Zulema se enamoró de Armando. Era un hombre culto, inteligente, sensible. Supo leer mi alma como nadie había hecho hasta aquel momento…
Bajé la cabeza, humillado. Hasta ese momento yo había creído ser el único hombre que la había hecho sentir algo diferente. Su confesión me hizo mucho daño.
Fui consciente una vez más de que el amor cuando no es correspondido se vuelve cruel y egoísta, y ella se empeñaba en recordármelo una vez más. Volví a sentirme como una cáscara vacía. Volví a sentir de nuevo todo el peso de su ausencia, incrementado por mil sobre mi espalda. El sabor de la derrota se vuelve aún más amargo cuando lo contemplas con la certeza de que tú podrías haber sido mejor, de que tú la merecías más que él. No pude mirarla a la cara. Aún conservaba esa belleza rabiosa y salvaje, esas proporciones que tanto recordaba a fuerza de soñarla y añorarla noche tras noche.
Sentí que la vida empezaba a devorarme de nuevo, y sentí miedo. Miedo a esclavizarme nuevamente de esos ojos tan cargados de tristeza. Miedo a que ella volviese a convertirse en el centro de mi mundo. Tuve miedo de volver a sentir la soledad que me había dejado su ausencia. No hay nada más triste que alimentarse de recuerdos, porque en lugar de llenarte de vida te llenan de vacío y de angustia. No; no quería volver a pasar por eso.
—He aprendido a vivir sin ti, Soledad. Ya no te necesito. Búscate a otro títere con el que entretenerte. He malgastado once años de mi vida recordándote. No te mereces ese honor. Te amé, te recordé; te amé y te volví a recordar hasta volverme loco. Rodé como un alma vagabunda, como un perro sin dueño… a cambio tú solamente me dejaste silencio. El silencio es un tirano esclavizador, ¿sabes?; se apropia de tus pensamientos, dejándote vacío y seco. Creí que me iba a morir de pena. Nunca te lo perdonaré.
—¿Crees que para mí ha sido fácil? Yo también te quería…
—Bonita forma de demostrármelo —repuse disgustado—. Ya; ya me lo has dicho… Tenías que escoger, y yo salí perdiendo, ¿no es así? —exclamé, sintiendo que la sangre se agolpaba en mi cerebro.
—No se trataba de ganar o perder, Balagar —dijo ella mirándome por vez primera a los ojos—. En un amor como el nuestro ambos acabaríamos perdiendo. Era una simple cuestión de tiempo. Yo también te he recordado, te he recordado todos y cada uno de los días que hemos estado separados. Tuve que perderte para darme cuenta de que me importabas de verdad.
—Ahora es tarde para eso —contesté, rehuyendo su mirada—. No fui yo quien decidió huir. Yo nunca te hubiese abandonado —musité dolido—. Tú acabaste con lo nuestro. Ya no habrá más amaneceres para nosotros envueltos en risas, ni promesas que ninguno cumpliremos…
—¿Es por ella? —preguntó desilusionada—. Sabes que podría matarla y nadie se enteraría… —añadió con una brutal mirada.
—No, no es por ella; es por ti… te lloré con cada poro de mi piel, sintiéndome culpable por no haberte protegido. Yo te di por muerta. No puedes hacerme esto de nuevo…
—¿Hacerte qué? —preguntó con suavidad, acercándose a mí con paso lento—. Un corazón enamorado no se rinde jamás, lucha hasta quedar exhausto, y nada ni nadie puede detenerlo. Ha llegado el momento de que yo luche por ti… —pude sentir la calidez de su aliento mientras se acercaba aún más a mí, enlazándome con sus brazos por la cintura.
—No puedes volver a entrar en mi vida como si tal cosa —dije, mientras me apartaba de ella con delicadeza. No estoy preparado para vivirte de nuevo. ¿Cómo luchar por algo perdido de antemano? Podrías haberme escrito, llamado por teléfono…
—¿Hubiese servido de algo?
—Al menos no te hubiese llorado dándote por muerta. No sufre de la misma manera el que se va que el que se queda. La noche que huiste con Armando estábamos enfadados. ¿Te imaginas la tortura que ha supuesto para mí el creer que habías muerto enfadada conmigo? He soñado muchas veces con ello y no es nada agradable, créeme.
—No entiendes nada, Balagar. Llevábamos muchos días discutiendo, eso es cierto — admitió—. Yo por aquel entonces me encontraba mal. Tú creías que era porque estaba enfadada contigo, pero la verdad es que tenía un secreto que no te podía confesar.
Me quedé aturdido, a la espera de su siguiente aclaración.
—Mi malestar no era solamente anímico. ¡Estaba jodida de verdad…! —continuó, con una mueca de dolor—. Estaba embarazada… —susurró—. ¿Qué demonios querías que hiciera?
—¿Que estabas qué?
—Embarazada —murmuró, hablando para sí.
El mundo se me vino abajo completamente. Ni en la peor de mis pesadillas hubiese imaginado que pudiese haber estado embarazada. ¿De quién? De mí estaba claro que no, porque en los últimos meses de nuestra convivencia nos habíamos visto obligados a mantener las apariencias dentro de la secta. De repente lo vi todo nítido como un cristal recién lavado.
—Era suyo, ¿verdad? —musité, sintiendo que se me reventaba el corazón, convertido en pedacitos de diminuto confeti.
—Si… —confesó ella, con voz afligida—. Quizás no lo puedas comprender, pero por aquel entonces yo era muy joven e inexperta. Estaba muy confusa y me creí todas sus promesas. Me convenció para que me fuese con él. Me dijo que viviríamos juntos toda la vida… cuando armando se enteró de mi embarazo ya estábamos lejos de Oviedo. Se lo dije dos meses después, cuando ya estaba de veintitrés semanas de gestación.
—¿Y el bebé? Ahora debería de tener al menos diez años —calculé desconsolado.
—Armando se volvió loco. Me dijo que mataría al bebé en cuanto naciese. Dijo que un niño sería un estorbo demasiado grande. Que jamás lo consentiría… Era mi bebé, mi niño… ¡Yo le quería! ¡Les quería a los dos!
—Hablas en pasado —afirmé, temblándome la voz—. No es posible. Dime que no… —no pude acabar la frase.
—No pudo ser, Balagar. Tú y yo estamos en la misma puta situación. Ambos perdimos lo que más queríamos. Yo perdí a mi bebé y tú me perdiste a mí…
—¿Cómo pasó? —le pregunté con brutalidad, taladrándola con la mirada.
—Después del Fin de Año en Oviedo Marcos y Armando se vieron obligados a esconderse. Todos los servicios de inteligencia del país y la policía les seguían los talones, en parte gracias a los informes que yo me apañaba para ir dejándole al coronel.
—¿A Maraña? —pregunté aturdido.
—En efecto, a Maraña… Cuando José —afirmó, refiriéndose a Medallas— solicitó mi traslado a Oviedo le dije que podría ser posible, pero mi trasferencia no se hizo efectiva hasta que el coronel autorizó mi asignación al caso. Por aquel entonces yo ya trabajaba para el servicio secreto, pero no pude negarme a la petición de José Manuel. Siempre le he tenido mucho afecto. El equipo del teniente Sandoval nos siguió en nuestra alocada huida hasta Andalucía. Siempre estuve protegida, aunque no te lo dijese.
—No me has contestado a lo del niño —mascullé con gesto hosco.
—Ni tú me has dicho a mí cómo diste con Armando y con Marcos —protestó ella.
—Tú primero… —acepté, de mala gana.
—Como te estaba diciendo llegó un momento en el que mi abultado vientre me delataba. Marcos se enfadó. Dijo que era un estorbo, que deberían abandonarme. Por su mirada supe que no se refería precisamente a dejarme alojada en un hotel de cinco estrellas. Tú ya me entiendes… —añadió con una amarga mueca.
—Hice lo único que podía hacer en aquellos momentos. Escapar —suspiró incómoda.
—Aprovechando un descuido salté por una de las ventanas del piso en el que estábamos. Era una planta baja; pero no tuve en cuenta mi estado, de manera que caí en mala postura… —una pequeña lágrima asomó a su rostro, humedeciéndolo. Empezó a quebrársele la voz.
—No les resultó difícil encontrarme. Apenas pude recorrer doscientos metros. Algo se me partió por dentro, escurriéndoseme las tripas envueltas en sangre… Fue un dolor inigualable, pero no un dolor físico. Pude escuchar el chasquido de mi alma al partirse por el medio como un junco seco. Cuando Armando y Marcos me encontraron se burlaron de mí, y me molieron a patadas como a un animal.
Soledad cerró los ojos, que estaban en ese momento totalmente anegados de lágrimas.
—Deberían haberme matado, pero eran tan inútiles que ni tan siquiera eso supieron hacer bien… Se limitaron a dispararme en el estómago, y me dejaron allí tirada como a un montón de estiércol. Le debo la vida a Sandoval, pero ese día mi carne y mi alma se quedaron allí muertos. En aquel momento juré que si sobrevivía mataría a Marcos y a Armando. Y luego tú me quitaste el placer de la venganza.
—No diré que lo siento... En aquellos momentos creía estar haciendo lo correcto.
—¿Cómo les encontraste? —preguntó ella, entornando los ojos aviesamente.
—De casualidad, como suceden todas estas cosas siempre. Un día me llegó a casa un paquete sin remitente ni matasellos. Contenía un montón de fotos y de información.
—¿Así de simple?
—Así de simple. Nunca me hice preguntas. Lo acepté como un regalo de Dios. Marcos se había hecho la cirugía estética, y armando estaba más gordo y con el pelo teñido; pero no había duda. Eran ellos… —añadí, con una mueca feroz y salvaje—. Fue sencillo. Ellos se creían completamente a salvo. Ni tan siquiera me reconocieron hasta que les tuve atados.
—¿Qué sentiste? —preguntó ella con un brillo brutal en la mirada.
—No lo sé… Al principio fue liberador. Descargué toda mi frustración golpe a golpe, y disfruté… disfruté de una manera salvaje e inhumana. Perdí la conciencia, y todo el rencor que tenía acumulado alimentó mi alma de una manera monstruosa. No quise escuchar sus lamentos, ni sus súplicas. Solamente podía pensar en que se merecían una muerte cruel y despiadada. Lloraron como niños implorando clemencia, pero en aquel momento yo no era una persona; me había convertido en un carnicero sin corazón. El demonio adopta mil formas, Soledad; y aquel día invadió mi cuerpo, condenando a esos desgraciados a una muerte lenta y dolorosa. Puedes estar segura de que purgaron sus delitos. Tú no lo hubieses hecho mejor.
—¿Y después?
—¿Después, qué? —pregunté desconcertado.
—Has dicho que al principio fue liberador. ¿Qué pasó después?
—Después todo se hizo más difícil. Volví a recordar noche tras noche sus rostros machacados, sus lamentos… Una vez pasado el sanguinario deseo de venganza me sentí sucio. Volví a sentirme como cuando asistía a las fosas comunes en Sarajevo, incapaz de comprender tanta barbarie. Llegué a preguntarme si podría vivir con ello. Es como si el alma se te pudriese por dentro. Dejas de sentirte humano. Solamente tu recuerdo me daba fuerzas para repetirme a mí mismo que había hecho lo correcto. Tú y los cadáveres esparcidos de los integrantes de la Iglesia de los Siete Sellos. A partir de ahora será peor, porque antes al menos tenía una excusa para hacer lo que hice.
—Hiciste lo correcto —dijo ella con gravedad—. La justicia no hubiese hecho otra cosa que protegerlos. En este país se protege al que delinque. No te martirices. Hiciste lo correcto —repitió, cabeceando convencida—. Creo que sé quién te mandó las fotos. Creo que el coronel nos debe una explicación a los dos —afirmó con aspereza.
A doscientos metros de allí estaba teniendo lugar una reunión desigual. Penélope se encontraba cohibida y amedrentada por la intensa mirada escrutadora de Maraña. Sentada tras la imponente mesa de madera estaba acurrucada sin atreverse a iniciar la conversación. El militar volvió al ataque.
—Ya le he dicho que estamos solos. Solamente usted y yo… Lo que usted y yo hablemos en esta sala no saldrá jamás de aquí. Tiene que confiar usted en mí.
—Y yo ya le he dicho a usted que en estos documentos no se habla en ningún momento de dinero. No sé a qué se refiere con eso de “el oro de mi abuelo”. Tenga, compruébelo por usted mismo —añadió tendiéndole el sobre—. Le vuelvo a repetir que hasta hace escasos meses yo no sabía ni que Miguel Ángel Tudela era mi abuelo. Ya no sé cómo decírselo para que lo entienda de una vez.
—Señorita Saavedra… —Maraña empleó un tono suave y comprensivo—. No tiene usted ni idea de quién era en realidad su abuelo, ¿verdad?
—La verdad es que no… —asumió ella, derrotada.
—Fue una especie de héroe —comenzó con tono afectado el coronel—. Yo le admiraba; y como yo otros muchos. Le adoraba como a un dios… Fue un gran patriota. Podría decirse que fue el hombre que trajo la paz a España después de la Guerra Civil… ¿Sabe usted lo especial que debería de sentirse usted?
—Pues no, la verdad —admitió Penélope con indiferencia.
—Francisco Franco Bahamonde ganó la guerra, pero Miguel Ángel Tudela se ganó al pueblo. Él trajo la paz a nuestra tierra. Nadie lo supo nunca, y por desgracia nadie lo sabrá jamás, posiblemente… —añadió en tono reservado—, pero su abuelo era el asesor personal secreto de Franco.
—No puedo creérmelo —afirmó desorientada Penélope—. Esto es como un sueño…
—Escúcheme bien, señorita Saavedra —dijo muy serio el coronel—. Lo que le voy a contar es alto secreto. Soy la única persona conocedora de los detalles que le voy a revelar. No hace falta que le diga lo que eso significa.
La muchacha captó perfectamente la velada amenaza que encerraban sus palabras.
—Le escucho.
—Supongo que le sonará a usted de algo la leyenda que existe en torno a las reservas de oro republicanas durante la Guerra Civil, ¿verdad? —ella asintió. Su padre se lo había explicado sobradamente cuando aún era una chiquilla.
—Bien, pues está perfectamente documentado que a mediados de septiembre de 1936 el gobierno de Negrín tomó la determinación de incautar todo el oro almacenado en el Banco de España, con la intención de trasladarlo a un sitio seguro. Franco avanzaba hacia Madrid y todos temían que pudiese apropiarse de él, haciendo peligrar la convertibilidad de la peseta republicana.
—Lo recuerdo perfectamente —afirmó Penélope muy seria—. Mi padre lo llamaba “El oro de Moscú”…
—Exactamente, señorita. Usted lo ha dicho: el oro de Moscú. Bien… —continuó con seriedad—. Todas esas reservas fueron colocadas en cajas de madera de 30,5x48,2x17,7 cm. Usted no lo sabe, pero esas son las medidas que se utilizaban por aquel entonces para el transporte de municiones. Todos los metales preciosos y las gemas fueron sacados por ese procedimiento de las instalaciones del Banco y trasladados en camiones hasta la Estación del Mediodía, desde donde se enviaron a los polvorines de La Algameca, en Cartagena.
—Muy interesante… —afirmó con ironía Penélope, un poco aburrida.
—No se burle de mí, señorita Saavedra. Lo interesante del caso es que ese traslado se hizo en un riguroso orden, aparentemente; pero en la realidad no fue tan ordenado como se afirma. Las cajas de madera fueron contabilizadas y documentadas en origen y destino; pero no fueron numeradas ni ordenadas. Eso sin tener en cuenta el hecho de que todas las cajas no tenían el mismo peso ni el mismo contraste en el metal. Sea como fuere el caso es que cuando se envió la primera de las remesas hacia el puerto ruso de Odesa se comprobaron una serie de irregularidades. Al final del proceso de carga y descarga se constató que faltaba el equivalente a unas cien cajas; unos 7500 kg de oro.
—¡Increíble! —exclamó repentinamente interesada Penélope.
—Sí que lo es, señorita… —repuso con seguridad el militar—. Sea por error o por otras circunstancias es un hecho probado que al menos cien cajas desaparecieron sin dejar rastro.
—¿Cómo pudo suceder?
—No hay nada probado, pero la teoría más sólida apunta a que el conteo fue interrumpido la primera noche que se empezaron a cargar las cajas de oro.
—¿Interrumpido?
—Efectivamente, interrumpido. El oro tardó tres días en ser embarcado rumbo a Rusia. Se aprovecharon de la oscuridad de la noche para tratar de hacer más discreta la operación; pero la noche del 22 de octubre de 1936 el jefe del tesoro don Francisco Méndez Aspe, hombre de total confianza de Negrín, abandonó el polvorín durante un bombardeo de la aviación alemana. El proceso de carga no se vio interrumpido pero sí el conteo de la carga, que asumió uno de sus ayudantes.
—¿Y ese oro nunca apareció?
—Desgraciadamente, no; pero aquí es donde entra en juego la genialidad de su abuelo.
—¿Mi abuelo? —repuso desconcertada.
—Su abuelo, efectivamente. A mediados de 1938 Miguel Ángel Tudela y Montes de Iruña ocupaba un cargo de alta responsabilidad en la plana mayor nacionalista. Se encargaba personalmente de la gestión de Intendencia y Aprovisionamiento de la I División Navarra, que se encontraba operando en dirección al frente del Ebro en el mes de julio.
—Le escucho —dijo Penélope cambiando de postura para escuchar con mayor facilidad.
—Las columnas de la I División Navarra, a cargo del coronel Mohammed Ben Mizzian se movían en el mes de julio de 1938 en dirección al frente con órdenes de actuar “de tenaza” en los primeros compases de la Batalla del Ebro, cuando se hicieron cargo de un misterioso cargamento, señorita Saavedra. Un cargamento aprehendido en una pequeña estación de ferrocarril y firmado por su abuelo.
Penélope entendió de repente el motivo del inusitado interés por su abuelo. Los ojos se le agrandaron por la sorpresa. De ser cierto lo que afirmaba Maraña su abuelo podría haber tenido algo que ver con la desaparición de aquella enorme cantidad de oro. No se atrevió a decir nada; pero su rostro se descompuso debido a los nervios. El coronel la miró fijamente a los ojos intuyendo sus pensamientos, pero continuó como si nada.
—Con fecha 16/7/1938 el capitán Trabado elabora un informe en el que se hace mención a la recepción fortuita de 238 cajas de munición de un peso aproximado de unos 75 kg/unidad. El destino oficial de ese envío parecía ser una estación francesa, y el contenido de las cajas material de guerra defectuoso republicano. Dicho cargamento fue precintado y enviado a la atención del coronel jefe de intendencia, don Miguel Ángel Tudela.
Dos días más tarde su abuelo acredita otro documento en el que se informa de la recepción de esa mercancía. Mercancía que se notifica como oficialmente destruida unas semanas después. En el informe firmado por su abuelo se hace constar que el contenido de esas cajas ha sido destruido por manifiesta inutilidad. La revisión pericial afirma que se trata de municiones caducadas y con el fulminante en mal estado. El teniente Salgado da fe de su destrucción mediante voladura controlada el día 8 de agosto de 1938.
—¿Qué tiene eso de especial? —repuso desilusionada Penélope—. No me lo tenga usted en cuenta, pero me da la impresión de que es usted un poco fantasioso, coronel.
—No insulte a mi inteligencia, señorita Saavedra.
—Penélope, si no le importa. No me asigne usted un apellido desacertado, por favor.
—No me infravalore usted, señorita. No soy tan necio como para empeñarme en una quimera descabellada. Mis afirmaciones se sostienen en datos. Datos como que el teniente Salgado pide la exención del servicio activo una semana después de firmar la destrucción del cargamento, perdiéndose misteriosamente su pista para siempre. Datos como que un militar de tradición como el capitán Trabado deserta en plena ofensiva de la Batalla del Ebro emigrando clandestinamente a argentina, donde monta una empresa de importación y exportación.
—Eso no significa nada. Usted mismo lo ha dicho… estaban inmersos en plena Guerra Civil Española. Mucha gente emigró y mucha gente desapareció misteriosamente. Hay miles de testimonios sobre ello. Existen cientos de libros que se hacen eco de sucesos similares, sin que eso quiera decir que hubiese ninguna intención conspiratoria.
—Son los hechos, señorita —contestó irritado el coronel—. ¿No le parece curioso que en esas mismas fechas hubiese decidido su abuelo convertir una de sus fincas particulares en residencia militar privada? No me ponga esa cara… En agosto de 1938 Miguel Ángel Tudela establece como dirección de contacto permanente su residencia privada de la finca conocida coloquialmente como “la del Sauce Llorón”. Docenas de camiones pesados descargaron material durante semanas impunemente, sin que exista constancia de la finalidad de esos envíos. Ahora, dígame… ¿Qué demonios iban a buscar usted y Balagar en Pamplona? ¿Cuál era el motivo de su visita a la difunta Ana María Tudela?
Penélope palideció, quedándosele la boca seca de repente.
—¿Podría usted darme un vaso de agua?
El militar se levantó de su mesa, acercándose a un pequeño armario de madera maciza.
Penélope respiró ansiosamente, tratando de poner en orden sus ideas nuevamente. Después de un largo trago de agua se sintió preparada para contestar, aunque su voz reseca evidenciaba lo contrario.
—Ana María Tudela me invitó a visitarla. Quería informarme de la verdadera identidad de mis padres.
—Quisiera creerla, señorita; pero no puedo —replicó desconfiado el militar—. Es curioso que después de más de una década vigilando los movimientos de Ana María Tudela pretenda usted hacerme creer que todo lo que ha sucedido es casual. Le diré lo que yo creo:
—Le escucho —contestó con sumisión Penélope.
—Lo que yo creo —comenzó el coronel, con voz potente—, es que su abuelo se sirvió del oro desaparecido para financiar el asentamiento político de Franco una vez que ganó la guerra, ganándose con ello el puesto de confianza que el Generalísimo le dispensó. Creo que su padre oficioso, don Adolfo Saavedra, tenía conocimiento de la existencia de un remanente importante de ese oro, y que conspiró con su padre verdadero, don Iñaki Bengoechea para asesinar a su abuelo con la secreta intención de adueñarse del dinero. Al no lograr su objetivo debieron dar por hecho que el tesoro se encontraba oculto en algún lugar, y que solamente Ana María Tudela podría arrojar pistas sobre su paradero; y decidieron esperar a que fuese ella la que rompiese su silencio… ¿Me equivoco?
—De cabo a rabo, coronel. No voy a decir que no me crea lo que me ha contado usted sobre ese fantástico cargamento de oro y todo eso; pero le puedo asegurar que Ana María Tudela no me dijo nada de ningún tesoro, y mucho menos mi despreciable padre… ¿Está usted ciego? ¿No ha entendido usted nada de lo que me ha pasado hasta ahora? ¡Mi padre me encerró en un sótano y por poco me mata!
—Efectivamente, señorita, efectivamente —repuso con socarronería el coronel—. Eso es precisamente lo que me ha abierto a mí los ojos… ¿Qué otra cosa podría empujar a un padre como él a hacerle daño a una hija? Bajo mi punto de vista está meridianamente claro… Adolfo Saavedra la encerró con la intención manifiesta de sonsacarle la información que le acababa de suministrar Ana María Tudela. Dígame por favor dónde está depositado ese oro y no me haga perder más el tiempo. No quisiera tener que hacerle daño —amenazó, endureciendo su mirada.
—Lo siento mucho, coronel; pero me temo que no puedo ayudarle —afirmó Penélope con el corazón palpitándole alocadamente—. Le diré lo que hay: soy heredera de una propiedad que no podría mantener ni en sueños. Mi padre me ha cancelado todas las tarjetas de crédito hace tiempo, así que puede usted hacerse una idea de mi situación. Ahora mismo no podría ni pagarme un par de zapatos de mercadillo.
—Haga memoria, señorita Saavedra. Ana María tuvo que dejarle algún tipo de mensaje; alguna pista que la conduzca al tesoro desaparecido. Haga memoria, porque de aquí no saldremos hasta que me dé alguna respuesta que me satisfaga.
—Pudiera ser, coronel —comenzó Penélope pensativa, acariciándose el labio inferior meditabunda—. Pudiera ser, pero no; es imposible… —remató, espantando la idea de un manotazo como si fuese un incómodo moscardón.
—Pudiera ser, ¿qué? —Maraña se levantó esperanzado del sillón con las pupilas dilatadas como un demente.
—Pudiera ser que mi abuelo hubiese dejado algo para mí, pero no fue Ana María Tudela quien me lo dijo; sino mi padre. Y de eso hace ya mucho, mucho tiempo…
—Explíquese.
Maraña comenzó a frotarse las manos. Le ardían como si estuviesen envueltas en fuego, a pesar de tenerlas frías y sudorosas.
—Cuando aún era una niña mi padre me contó una historia en la que afirmaba que un pariente mío me había dejado en herencia una cuenta bancaria en Gibraltar. Me dijo que solamente yo tendría acceso a esa cuenta al cumplir la mayoría de edad, y me entregó una llave que abre algún tipo de caja fuerte.
—¡Demonios! ¿Es que me va a decir usted que nunca ha sentido el deseo de abrir esa caja y ver su contenido? ¡Me parece increíble, señorita Saavedra!
—Nunca lo he necesitado, coronel. Hasta ahora he tenido todo lo que he necesitado. Tal vez haya llegado el momento de hacerlo, ¿no le parece?
El coronel se acercó a Penélope a grandes zancadas. Con una de sus huesudas manos ancló uno de sus hombros, obligándola a levantarse.
—¿A qué estamos esperando, entonces?
Los ojos del veterano militar emitieron un delator brillo codicioso.
—Quiero que después de esto nos deje en paz, coronel —afirmó con seguridad Penélope—. Es la única condición que le pongo. A mí y a Balagar. Si lo único que le preocupa es el dinero pierda el cuidado. Yo haré cuanto esté en mi mano para ayudarle. Tiene mi palabra.
El coronel iba a añadir algo, pero de repente se abrió la pesada puerta de madera maciza apareciendo el semblante preocupado del teniente Sandoval, que no sabía cómo disculpar su brusca irrupción.
—¿Qué ocurre, Sandoval? —gritó exacerbado el coronel, levantándose bruscamente de su escritorio—. ¡Creí haber dejado perfectamente claro que nadie debería molestarnos!
—Disculpe usted mi atrevimiento, coronel. Creo que debería usted escuchar lo que tengo que decirle: Adolfo Saavedra ha desaparecido.








Capítulo
38

N
atalia suspiró aliviada. Estaban a doscientos metros del aparcamiento y nadie había observado nada. Miró por el espejo retrovisor de su BMW y se recreó en la mirada de gratitud que le enviaba su progenitor. Había sido más sencillo de lo que ella imaginaba. Tan solo había sido necesaria una silla de ruedas para sacar a su padre del hospital. Ni las enfermeras ni los médicos que pululaban por los pasillos se habían percatado de que Adolfo Saavedra se ocultaba tras aquellas gafas de sol tan extravagantes.
—¿Se encuentra bien, padre? —preguntó visiblemente preocupada, sin apartar la vista del ceniciento rostro de Adolfo.
—Me encontraré mejor cuando estemos lejos de Oviedo, de España y de toda esta mierda —contestó el político con un suave hilo de voz.
—¿Está seguro de que aguantará? No quiero sentirme responsable si le vuelve a dar un ataque.
—Tú misma escuchaste lo que dijo el doctor. Mi estado es delicado, pero el peligro ya ha pasado. Solamente se trata de una pequeña parálisis parcial. Nada que no se pueda arreglar con reposo y rehabilitación. Escucha, hija mía —exclamó levantando la voz un poco más de lo necesario—. Necesito que hagas eso por mí. No olvides nunca que eres una Saavedra.
—Lo sé, padre; pero no me siento capaz de hacerlo. Es peligroso. Peligroso para usted, para mí y para ella.
—Hazme caso y acelera. Tenemos que darnos prisa antes de que se vayan. El doctor lo ha dicho claramente: tengo que alejarme de todas las situaciones que puedan provocarme ansiedad. Ellos son los responsables de que yo me encuentre en este estado.
—Tiene razón, padre. Como siempre... —admitió con docilidad Natalia.
Quince minutos más tarde dejaba aparcada su lujosa berlina en el camino de grava que conducía a la puerta principal de la casa familiar.
—¡Date prisa, hija mía! —exclamó el demacrado político con ansiedad—. Solamente el dinero en efectivo y las joyas. ¡Date prisa, por favor…! —añadió, preocupado.
Natalia salió del coche precipitadamente, entrando en la opulenta residencia sin molestarse en saludar siquiera a un servicio doméstico que se quedó boquiabierto y alarmado ante su presencia. No se atreverían a decirle nada, conscientes como eran de que había heredado el mal genio de su madre Victoria, pero era obvio que les intrigaban sus movimientos nerviosos de una a otra habitación.
—La señorita ha aparecido, Rodolfo —murmuró discretamente la doncella en dirección al receptor digital de su teléfono móvil.
—¿La señorita Penélope? —preguntó emocionado el jardinero—. ¡Eso es maravilloso! —exclamó, sinceramente animado.
—Esa señorita no, la otra… —bisbiseó suavemente la veterana doncella—. Deberías venir a verla. Parece haberse vuelto loca, hablando sola por toda la casa y revolviéndolo todo.
—Esperemos que no venga para quedarse —confesó el jardinero, evitando un estremecimiento de repulsa—. Ese mal bicho nos volvería a hacer la vida imposible.
—Pues sí —respondió el ama de llaves ahogando un profundo suspiro—, ahora que nos habíamos librado de la señora Victoria resulta que vuelve al nido el peor de sus polluelos.
No ha cambiado nada… —añadió con resignación—. Sigue tan estirada y engreída como de pequeña. Te dejo. Creo que se acerca ese horrible monstruo…
—Dios nos ampare —pensó el preocupado jardinero antes de colgar.
Todavía recordaba las caprichosas veleidades de Natalia. Su carácter era una verdadera montaña rusa cargada de extravagancias absurdas y manías insensatas. No era una buena noticia para ellos que volviese al hogar de los Saavedra. Arrojando con desprecio la colilla del consumido cigarrillo que colgaba muerto de su boca se escupió las manos y reanudó sus labores de limpieza con la azada. ¿A quién le importaba la patrona estando invadidos de maleza sus rosales?
Liliana escondió el pequeño teléfono móvil justo a tiempo. Su gesto de culpabilidad le pasó inadvertido a Natalia; que se deslizó a su lado como una exhalación. Estaba a punto de salir de nuevo por la puerta en dirección al aparcamiento de la entrada principal cuando pareció percatarse por vez primera de su presencia allí.
—¿Cómo se llamaba usted? —inquirió con un ladrido, mirándola como a uno más de los muebles del recibidor.
—Liliana, señorita Saavedra, Lili, si lo prefiere…
—Bien, Liliana. Es usted el ama de llaves de mi padre, ¿verdad?
—En efecto —admitió la doncella, estrujando el delantal con sus rugosas manos.
—Quiero que me traiga usted ahora mismo todo lo que hay en la Caja de Imprevistos.
—¿A qué está esperando? —ladró Natalia, gesticulando como una loca—. ¡No tengo toda la tarde! ¡Vamos, vieja estúpida!
La vieja sirvienta se quedó exactamente donde estaba, sin mover ni un solo músculo de la cara. Lo que Natalia llamaba “La Caja de Imprevistos” era una pequeña caja de caudales en la que Adolfo Saavedra depositaba todos los meses el dinero necesario para el mantenimiento de la residencia familiar, incluyendo nóminas y gastos imprevistos, tales como reparaciones, renovación de mobiliario y demás. La dotación de ese presupuesto se acordaba semestralmente, de manera que en ese momento estaba llena a rebosar de dinero en efectivo.
—No haré tal cosa, señorita… —murmuró con humildad la doncella, fijando su cansada vista en sus gastados y deslucidos zapatos.
No tenían nada que ver con los extraordinarios —y sin duda carísimos— botines que adornaban los tobillos de su joven patrona.
—No me haga perder la poca paciencia que me queda, vieja chacha… —espetó brutalmente Natalia, mientras taladraba con unos ojos fríos y amenazadores a la doncella.
La vieja aguantó estoicamente la virulencia de su mirada, inclinando a continuación la cabeza con sumisión.
—Hemos visto la noticia en la televisión, señorita Saavedra. Ese dinero es todo lo que tenemos para subsistir hasta final de año. Siento mucho lo del señor, pero solamente él puede exigirme lo que usted me está pidiendo. No se lo daré. Compréndame… —añadió a modo de disculpa débilmente.
—¡Estúpida! —exclamó Natalia mientras le propinaba un sonoro bofetón—. ¡Algún día te arrepentirás de haberme hablado de esa manera, vejestorio! ¡Vete despidiéndote de todo esto, porque volveré antes de lo que tú te crees y me adueñaré de todo! ¡Soy Natalia Saavedra Heredia; y me pertenece hasta la más ínfima mota de polvo que hay en esta casa! No tengo tiempo para tonterías con viejas inútiles y necias como tú; pero volveré, y cuando vuelva las cosas van a cambiar mucho para todos…
La amenaza de Natalia erizó la piel de la doncella, que mantenía su postura de obediencia haciendo caso omiso al doloroso latido de su castigada mejilla, intentando no pensar en que la arrogante solterona que tenía ante sí cumpliría su promesa. No volvió a erguirse hasta que no escuchó el furioso taconeo de su patrona abandonando la residencia; y lo hizo con la resignación del que se sabe vencido por una fuerza avasalladora y cruel. Hizo un repaso mental de sus ahorros. Más de cuarenta y cinco años trabajando y no le alcanzaba ni para costearse una residencia en el futuro. Nunca habían cotizado por ella a la Seguridad Social, a pesar de sus continuas protestas. Se sintió aterradoramente abandonada. “¿Dónde acabarían sus tristes huesos?”. En silencio enterró su cabeza entre las manos y rompió a llorar.
Natalia cerró con violencia la puerta de su coche lanzando una furibunda mirada hacia la casa. Desde la parte trasera de la lujosa berlina surgió la voz preocupada de su padre.
—¿Ocurre algo, hija?
Un atisbo de nerviosismo hizo que le temblase la voz con una emoción inusitada en él. No podría llamarse miedo, porque un hombre como él nunca ofrecería una imagen de debilidad semejante ante nadie, pero a Natalia no se le escapó le tensión que parecía estar invadiéndole en esos momentos. Recordó el motivo de su presencia allí, y la recomendación de los doctores de mantener en un ambiente de calma a su padre; así que lanzando un prolongado suspiro se estiró sobre su asiento y giró la llave de contacto del motor. El rugido de la potente bestia la reconfortó un poco, y con un fuerte acelerón despegó arrojando pequeñas partículas de gravilla tras de sí.
—¿Ha ocurrido algo ahí dentro, hija? —insistió el político incorporándose con dificultad—. ¿Estaba todo el dinero donde te dije?
—Sí, padre… —masculló Natalia, enfilando la última recta del jardín antes de incorporarse a la carretera general—. 455.000 euros. Bonos y obligaciones del Estado a largo plazo y todas las joyas de la familia. Creo que no se me ha olvidado nada. Repítame la dirección, por favor —añadió con un bufido.
—Natalia… —se desesperó el político—. Necesito que te calmes. En estos momentos eres todo mi apoyo. Solo puedo confiar en ti.
—Lo sé, padre. Es solo que he tenido un contratiempo con una de las chachas. No recuerdo su nombre… Una vieja desagradable, con pinta de bruja.
—¿Con Liliana? ¡Me parece increíble! ¡Esa mujer lleva con nosotros toda la vida, hija mía! a ti misma te cuidó infinidad de veces cuando estabas enferma siendo aún una niña. Seguro que ha sido un malentendido.
Adolfo fijó sus interrogadores ojos en su hija. Ella trataba inútilmente de aparentar despreocupación, desviando la vista hacia el espejo retrovisor izquierdo; pero su agitada respiración la traicionaba. Durante un par de segundos mantuvo la vista inexpresivamente fija en el reflejo imaginario de algo, pero después explotó; y lo hizo de una manera que sorprendió desagradablemente a su progenitor.
—¡Esa vieja descarada se atrevió a llevarme la contraria, padre! ¡Le dije que me diera el dinero de “La Caja de Imprevistos” y se negó!
Natalia hizo un giro brusco incorporándose a la carretera general y mezclándose con el creciente tráfico descendente.
—Hija mía —rezongó el político mirándola con dureza—. Eres una Saavedra. Lo que le has pedido a esa mujer es solamente calderilla. No deberías haberlo hecho, porque cuando yo me vaya tú deberás hacerte cargo de todas nuestras posesiones.
—¡Por eso mismo! —protestó ella colérica, con la carótida a punto de reventarle—. ¡Tienen que obedecer a su dueño!
—Natalia. Pobre niña. Espero que lo hayas hecho porque estás muy asustada —repuso conciliador Adolfo—; lo contrario querría decir que yo no te he enseñado nada. Nunca olvides que lo que tenemos los ricos es siempre gracias a los pobres. Nunca les humilles, ni les menosprecies abiertamente; porque en ese momento les estarás dando un motivo para rebelarse. El servicio de nuestra casa nunca te respetará si tú misma no les muestras respeto.
—¿Cómo voy a respetarles, si solamente son escoria?
—Hija mía… Debería haber pasado más tiempo a tu lado. Nunca hubiese pensado que te parecieses tanto a tu madre. No sabes cuánto lo lamento… —añadió—. Te voy a decir una cosa, y quiero que la tengas muy presente siempre, mi niña —Adolfo se mesó entristecido sus largos bigotes.
—Le escucho, padre —contestó ella, mirándole con atención por el espejo interior.
—Las personas a los que tú llamas escoria se encargan de las tareas más desagradables. Tareas a las que una mujer como tú nunca se rebajaría, como limpiar lo que tú manchas, cocinar lo que tú comes… Si algún día decides tener hijos, ellos serán los que te los cuiden y alimenten; porque tú estarás demasiado ocupada en recuperar tu figura como para atenderles. Muéstrales respeto, aunque no lo sientas; porque tu calidad de vida depende en gran medida de lo satisfechos que estén tus empleados contigo. Por muy estricta que seas con ellos nunca te ganarás su consideración. El mejor esclavo es el que no sabe que está encadenado. Dales libertad para que se crean libres y trabajarán pensando que tu hogar es su hogar, que tus deseos son los suyos…
—Lo haré, padre; pero antes echaré a esa vieja estúpida… Siempre ha sido usted un idealista. Un esclavo nunca ansiaría la libertad si no la hubiese conocido.
—Veo que no quieres entenderlo. No hay hombre más ciego que el que se empeña en cerrar los ojos. Eres muy joven todavía. Conduce más despacio, por favor. No quisiera haberme escapado de las garras de la muerte en el hospital para morirme aquí, huyendo como un ratón acobardado. Es aquí al lado, en la rotonda del General Primo de Rivera. Aparca allí, en esa zona de carga y descarga, en la rotonda. No tardaré mucho —añadió, dando por zanjada la conversación.
La plaza del General Primo de Rivera estaba abarrotada de coches. Toda la avenida del General Elorza trataba de contener a duras penas la serpenteante huida de los trabajadores menos afortunados, que aun confiaban en llegar a tiempo de aprovechar los últimos rayos de sol. “Yo todavía no he pisado la playa este año. Nunca en mi vida había estado tan pálida. ¿Quién me mandaría hacerle caso a Balagar?”—pensó Natalia, asomando la cabeza unos centímetros por la ventanilla.
—¿Me ayudas a salir, por favor?
La voz de su padre se le antojó irreal. Estaba tan acostumbrada a escucharle dando voces e imponiendo su voluntad que no se acostumbraba a imaginárselo implorando; y mucho menos a ella. No pudo evitar sentir un poco de vanidad.
—Espere. No está en condiciones de hacer nada. Le acompañaré.
No quiso resultar autoritaria, pero Adolfo entendió perfectamente su indefensión. En otras circunstancias hubiese protestado enérgicamente; pero se limitó a inclinar la cabeza con resignación.
La chica sacó la pesada silla de ruedas del maletero. Adolfo entendió sin lugar a dudas que su vida había cambiado hasta el extremo de que ni tan siquiera podía valerse por sí mismo para salir del coche. Haciendo acopio de fuerzas abrió la portezuela del coche, y con toda la dignidad de la que fue capaz se dejó caer sobre el duro respaldo sintético.
Se le antojó una crueldad del destino el verse anclado a ese humillante asiento ortopédico. Pudo leerlo en el rostro de su hija, que miraba en derredor, avergonzada. No sabía si sería capaz de volver a caminar con dignidad algún día, pero lo que sí tuvo claro en ese preciso momento era que preferiría morir antes que verse obligado a depender de una persona para las tareas cotidianas.
—¿Hacia dónde, padre?
—El portal de la esquina. El que tiene escaleras.
Natalia maldijo para sus adentros. El portal no tenía rampa adaptada para minusválidos.
—¡Maldita sea! ¡Esto es humillante! ¡Debería haberse quedado usted en el hospital. No tiene usted necesidad de pasar por esto. Es humillante para usted, pero más aún para mí. Debería haber traído con nosotras a esa vieja chacha. Yo no tengo fuerzas para empujarle hasta ahí arriba.
—Apresúrate, hija —exclamó entristecido el político—. No tenemos tiempo.
Después de tres intentos infructuosos Natalia dejó caer pesadamente la silla de ruedas. Por más que lo intentaba era incapaz de elevar el peso de ese artefacto más allá de unos pocos centímetros. No era suficiente para salvar ni tan siquiera el primero de los escalones. Un jovenzuelo pareció adivinar las dificultades por las que estaba pasando la imponente muchacha vestida con zapatos de tacón de aguja y maquillada como una actriz. Debió de tomarla por alguna de las numerosas prostitutas que frecuentaban los incontables pisos de contactos de la zona. Por un momento pareció tentado de girarse sobre sus talones reemprendiendo su marcha original, pero al final pudo más su educación que sus reparos, y se acercó con precaución.
—¿Puedo ayudarla, señorita?
—¡No solo puede, sino que debe, caballero! ¡Esto es intolerable! ¿Cómo es posible que en este condenado edificio se les permita tener estos escalones infernales? ¡Por Dios bendito! —exclamó agotada, llameando de furia.
—Se nota que es usted “de fuera” —contestó el muchacho, mostrando una dentadura sana y cuidada—. Pero no tiene acento... ¿De dónde es usted? —añadió divertido, con una interrogante mirada curiosa y divertida.
—Espere, deje que la ayude… —añadió, fijando sus ávidos ojos en el generoso escote de Natalia—. Colombiana. Seguro que es colombiana. O brasileña. Apostaría a que es brasileira…
No obtuvo respuesta. Menos aún el ansiado número de teléfono. Esa engreída ni tan siquiera le había dado las gracias por ayudarla a subir la pesada silla de ruedas. Se alejó calle abajo, prometiéndose a sí mismo que no volvería a malgastar esfuerzos por algo que podría haber obtenido su cartera.
A Natalia, en cambio, no le había parecido lo mismo. Estaban llegando a la quinta planta y todavía no podía quitarse de la cabeza la impertinencia de ese joven tan maleducado.
Había estado a punto de gritarle que era una Saavedra, que su árbol genealógico tenía las raíces más asentadas en Oviedo de lo que toda su mediocre familia hubiese podido soñar jamás; pero se había tenido que callar, porque sin su ayuda nunca hubiese podido elevar la carga de su padre por los otros tramos de escaleras que la esperaban dentro del portal hasta llegar al ascensor.
La cabina se detuvo con brusquedad, mientras un desagradable pitido anunciaba la llegada al sexto piso. Se obligó a sí misma a reprimir una arcada. El ascensor olía a humo de tabaco mezclado con el hedor del vómito reciente. Cuando la portezuela de acero se deslizó agradeció la entrada de aire fresco, aunque estuviera tan viciado a humo como el de la cabina. Con dificultad arrastró el peso de su convaleciente padre hacia el exterior. A la luz artificial de unos focos halógenos les esperaba un hombre con una mirada escalofriante. Una profunda cicatriz cruzaba su cara, y la comisura inferior de su boca colgaba muerta, como si alguien le hubiese cercenado algunos de los músculos de su desagradable cara en alguna pelea patibularia.
—Pasen ustedes. Sergei les espera —anunció.
A Natalia le temblaron un poco las piernas, pero procuró que el aterrador personaje que la observaba con lascivia no se percatase del desagrado que en esos momentos trataba de ocultar. Volvió a preguntarse cómo podría haber acabado relacionándose su padre con ese tipo de calaña, pero no quiso precipitarse en sacar conclusiones. Su padre era probablemente la persona más inteligente que ella hubiese conocido nunca, así que algún motivo tendría para mantener tratos comerciales con esos rusos. Hasta ese preciso instante había sido presa de una reciente fantasía en la que Sergei se presentaba como el hombre de sus sueños: alto, musculoso, de ojos claros y frente despejada. Esperaba que no se pareciese en nada al desconcertante matón que les había recibido. Su fantasía les esperaba cómodamente instalado en un enorme salón.
El ruso estaba recostado sobre un maltrecho sillón de cuero que originalmente debería de haber sido blanco, pero que en esos momentos parecía gris. En el salón flotaba un aroma a sudor mezclado con alcohol que hizo a Natalia arrugar la nariz con desagrado. La estancia estaba adornada con una infinidad de cuadros de dudoso gusto que se centraban en mostrar las diferentes posturas del acto sexual, en unas actitudes groseramente explícitas. Llamaba la atención uno inmenso que presidía la estancia, en el que aparecía una joven ciertamente poco agraciada tratando de lamerse su propio órgano sexual. Su obesidad mórbida no le impedía flexionarse hasta lograrlo, pero los pliegues de su piel hacían imposible adivinar el triunfo de su cometido.
Natalia apartó la vista con repugnancia, observando con descaro a su anfitrión. No era tan desagradable como ella se temía. Era un hombre muy corpulento, a juzgar por sus anchos hombros. Tenía la mandíbula cuadrada y unos rasgos faciales muy marcados. Su pelo pajizo estaba cortado al estilo militar, y destacaban unos ojos rasgados de un peligroso azul metálico. Unos ojos que la miraban con una intensidad que la hizo ruborizarse.
—¡Nunca me lo hubiese imaginado! —comenzó divertido Sergei, poniéndose aún más cómodo sobre el sofá—. ¡El mismísimo señor Saavedra! ¡Esto sí que no lo hubiese creído posible ni en el mejor de mis sueños! ¿Qué le trae por aquí, “señor” Saavedra? —preguntó con una mueca despectiva.
—Necesito tu ayuda, Sergei. Ernesto ha muerto —afirmó el político, arredrado desde su precaria posición.
—Lo sé, Adolfo; lo sé. Yo le he matado —aseveró el matón con un gesto brutal.
La cara de Adolfo sufrió una transformación evidente. Estaba claro que no se esperaba esa confesión. El ruso encendió un cigarrillo. Exhaló el humo con satisfacción.
—Aún no me ha contestado —dijo, divertido—. Esta es su otra hija, ¿verdad? —preguntó mientras señalaba con uno de sus enormes dedos a Natalia.
—Eso no te importa, Sergei. Escúchame. Necesito que…
—¿Escúchame? —le interrumpió con ferocidad Sergei—. No te equivoques, mequetrefe. Podría aplastarte con una sola de mis manos antes de que te diese tiempo a rezar un puto padrenuestro. Las cosas han cambiado. Ahora yo soy mi propio dueño, y tú solamente eres un mierda que vienes a pedirme algo, ¿no es así? —el político asintió con la cabeza, humillado.
—Padre… —intervino escandalizada Natalia, fulminando con la mirada a Sergei.—. ¿Cómo puede consentir que le trate así este mal nacido?
—¿Tú sabes quién es mi padre, desgraciado? —continuó ella, con las lágrimas a punto de escapársele de pura frustración.
—Sé quién era, cariño —se limitó a replicar visiblemente divertido el ruso—. Y también sé quién no volverá a ser. Ahora mismo tu padre es poco más que un cadáver, cielo… ¡Por cierto! —exclamó el delincuente, dirigiéndose al político—. Esta hija tuya sí que es una fiera. Nada que ver con la mosquita muerta esa de la Penélope. Esta me la pone más dura aún que la otra. Tal vez lleguemos a un trato. Dime lo que necesitas y yo te diré el precio.
—Mi hija está al margen de todo esto, ¿queda claro? —protestó el político, adivinando sin duda las aviesas intenciones de su anfitrión—. Creo que ha sido un error venir aquí —masculló asqueado—. Mejor lo dejamos, ¿de acuerdo? En lo que a mí respecta es como si no hubiese venido nunca… ¿OK? ¡Natalia, nos vamos!
—¡De aquí no se va nadie! —silabeó Sergei amenazadoramente, levantándose del sillón con deliberada lentitud—. Dime lo que has venido a proponerme de una puta vez o te mato ahora mismo después de follarme a tu hija.
Natalia gritó horrorizada al notar que unas férreas manos la agarraban por la espalda. Giró la cabeza aterrorizada y reconoció el asqueroso gesto de lujuria que le dedicaba su captor mientras se relamía, escapándosele la baba por el flácido y mustio labio inferior. Por primera vez en su vida supo lo que era el miedo. El miedo en mayúsculas. Si había algo peor que la muerte era la posibilidad de ser violada en aquel asqueroso cuchitril por ese deforme lisiado y toda la miríada de parásitos que le acompañaban. Gritó, y gritó con todas sus fuerzas; pero no le sirvió de nada, porque con el primer bofetón fue suficiente. El mundo comenzó a girar alrededor de su cabeza a una velocidad endiablada hasta que se derrumbó.
—Así está mejor —proclamó Sergei, acercando su cara al asustado político—. Ahora dime a lo que has venido de una puta vez, y procura que me guste lo que me vengas a proponer. Nunca me has gustado, Adolfo. He soñado este momento desde el mismo día que te dirigiste a mí por primera vez. Las cosas han cambiado, ya lo creo que han cambiado… ¿Dónde guardas ahora esa mirada de desprecio? ¿Dónde, maldito cabrón?
—Relájate, Sergei. Somos hombres de negocios. Así no ganaremos nada ninguno de los dos —imploró el político, comprendiendo que su precaria posición se volvía indefendible por momentos.
—Escupe lo que tengas que decir.
—Necesito la avioneta.
—¿La Cessna? ¡Estás loco! ¡Toda la policía española debe de estar buscándote a estas horas! ¡Deberías de estar en el hospital ahora mismo! Si, Adolfo, hasta los macarras como yo vemos las noticias por la televisión.
—Puedo pagarte bien —repuso el político con humildad—. Cuatrocientos mil ahora. Otro tanto cuando esté en Colombia, en un lugar seguro.
—Ummmm… Cuatrocientos mil. Suena bien, ¿verdad Nikola? —el aludido afirmó con la cabeza.
—¿Tú qué piensas, Chuflo? —preguntó, dirigiéndose al desagradable pistolero que se afanaba en toquetear a la inerte Natalia.
—Tú mandas, jefe. Es mucha pasta. Podríamos ampliar el negocio. Falta poco para la fiesta de las piraguas en el Sella. Necesitaremos mover mucha mercancía en agosto. Parece buena idea. A mí me apetece más tirarme a esta pija de mierda. Seguro que grita como una puta primeriza… —se masajeó la entrepierna mientras lo decía.
—Yo no lo consentiría, Sergei —afirmó Adolfo con valentía, enfrentándose a la mirada del excitado esbirro—. Ella es la que os pagará la segunda parte del trabajo. Sin ella no hay pasta, y me imagino que si permites que se la tire ese asqueroso hijo de puta nunca veréis ni un miserable céntimo de euro…
Las palabras del político surtieron el efecto deseado. Sergei indicó con un brusco gesto de la mano a su lacayo que se alejase del cuerpo de la chica. Chuflo obedeció, pero no pudo evitar que se le escapase una profunda mirada de odio hacia el político.
—Sea… —concedió Sergei con una sonrisa forzada—. Cuatrocientos mil ahora y cuatrocientos mil cuando hables con tu hija para decirle que todo está OK… ¿te parece bien?
—Me parece perfecto —concedió Adolfo aliviado—. Ahora necesito que tus hombres nos lleven a Natalia y a mí hasta La Morgal. Tengo que salir esta misma noche de Asturias. Que tu piloto establezca el plan de vuelo que mejor le venga. Necesito salir de España esta misma noche.
—No te preocupes. Todo estará preparado cuando lleguéis a Lugo de Llanera. ¡Ya lo habéis oído! —ordenó a sus secuaces con autoridad—. ¡Cuatrocientos, ni uno más ni uno menos!
—¡Chuflo! —añadió antes de que franqueasen la puerta de salida—. Si algo se tuerce mátalos a los dos; pero a ella no le toques ni un pelo. Respondes con tu vida. Te acompañará Alexei.
—Lo que tú digas, jefe. ¡Vamos chico! —exclamó mientras palmeaba la espalda de un flacucho adolescente—. ¡Verás que bien te lo pasas empujando a este vejete!
La puerta se cerró tras ellos. Alexei era un chico imberbe de unos dieciocho años, que hasta el momento se había mantenido expectante y nervioso. Debía de tratarse de una de las últimas incorporaciones a la banda, porque le temblaban un poco las manos.
El ascensor les condujo al garaje subterráneo directamente y desde allí partieron a toda velocidad en dirección al aeródromo de La Morgal, en Lugo de Llanera.
—¿Le dejarás irse, Sergei? —preguntó Nikola mientras se encendía un pitillo de hachís.
—¿Por qué no? Ochocientos mil no están nada mal. Le pediré otros doscientos mil a Cardozo por enviárselo.
—Eres un genio, jefe. Nada que ver con el gilipollas de Ernesto.
—No me comas tanto la polla, Nikola —repuso Sergei ensombreciéndosele el semblante—. Ernesto era un buen tío. Me jodió tener que matarle.
—¿Sabes lo que es la corbata colombiana? —preguntó, cambiando de tema con una sonrisa.
—Pues claro. Es una putada de las buenas. Te rajan la garganta y te hacen tragarte tu propia lengua. Es una muerte jodida. ¿Crees que le harán eso?
—Me juego la polla a que sí… Le he dicho a Cardozo que Adolfo Saavedra es el culpable de todos los chivatazos que hemos estado dando nosotros para cargarnos a la competencia. Es perfecto. Sin testigos. Sin consecuencias… Podremos largar toda la droga que tenemos sin que Cardozo llegue a imaginarse que se la hemos robado nosotros.
—Eres un genio, jefe…
—Siempre me han gustado los negocios, Nikola. Nos haremos ricos en este país de gilipollas y maricones afeminados. Recuerda lo que te digo. Volveremos a casa forrados de pasta.
—¿Quieres? —dijo el secuaz, tendiéndole el porro.
—Pues claro, atontao



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Ayúdame a poner un poco de orden en este caótico desván. Exprésate, opina, discrepa, sugiere...