sábado, 5 de marzo de 2016

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 22,23,24,25,26



Capítulo
22

L
a mañana había resultado agotadora para Iñaki Bengoechea. Asistir al entierro de Ana María Tudela había supuesto para él abrir de nuevo muchas puertas que creía cerradas para siempre. Había vuelto a sentir emociones que creía desterradas, recuerdos felices, inciertos, dolorosos también… Le dolía un poco la cabeza.
Quizás lo que más le había afectado habían sido las palabras que aquella chica joven le había susurrado subrepticiamente al pasar a su lado al final del funeral: “Dejemos descansar en paz a los muertos. Con su silencio se han ganado este derecho. Ocúpese a partir de ahora en atender a los vivos, porque ella así lo quiere”.
Podía tratarse tan solo de una lunática, una entrometida que se había creído con derecho a molestarle; pero había algo en la seguridad de su voz que le había hecho estremecer.
¿Podría tratarse de ella? ¿Sería posible que Ana María le hubiese dicho quien era realmente su padre? la edad coincidía porque difícilmente aparentaba una treintena, pero no podía ser. No guardaba parecido alguno con él, y con su madre tampoco… Fuera como fuese había hecho renacer en él un sentimiento de culpabilidad que creía olvidado. El mismo sentimiento de culpabilidad que había amenazado destruirle en su juventud. Quizás a causa de esa deuda moral no satisfecha había nacido el impulso irreflexivo de acercarse a ella y contestarle.
En aquel momento le había parecido inteligente pero ahora mismo se arrepentía de haber concertado con ella una cita para esa misma tarde. Eso implicaba escarbar en el pasado; un pasado cargado de mentiras, de secretos y recuerdos dolorosos. Llevaba toda la mañana intentando prepararse, pero no estaba tan seguro de querer revivir todo aquello de nuevo.
Iñaki se levantó con dificultad de su sillón favorito en el salón. Se trataba de un viejo sillón de mimbre con orejeras, testigo mudo de interminables noches en vela, de conspiraciones e intrigas, de veladas confidencias. Apagó su cigarrillo habano con aire distraído en el pesado cenicero de bronce que su mujer Arantxa le había regalado con motivo de su 20° aniversario de bodas y paseó la vista distraído por el salón.
Los trofeos que colgaban de las paredes parecían observarle intrigados, reprochándole quizás el pecado cometido, para acabar allí expuestos como meros objetos de admiración. Iñaki sintió por un segundo que su conciencia estaba cargada de esqueletos, que tenía una obligación moral insatisfecha; una carga que era necesario liberar. Se acercó a la ventana. Sus pasos quedaron ahogados por la mullida alfombra de piel de oso. Poco a poco levantó una de las pesadas venecianas de color arena decorada con escenas de caza, permitiendo que el lánguido sol de ese atardecer invadiese el salón cubriéndolo de reflejos dorados.
En el jardín aún jugaban sus dos nietas pequeñas, Aintza e Izaskun. Le maravilló observar que el estímulo de la maternidad ejercía en ellas su influjo desde la más tierna infancia. Hasta allí llegaban amortiguadas sus alborozadas carcajadas, tiernas e infantiles. Izaskun se empeñaba en alimentar a su muñeca con una papilla hecha a base de tierra y agua, mientras Aintza protestaba porque “estaba demasiado fría y le dolería la barriga”.
Las dos estaban manchadas de barro de los pies a la cabeza pero Arantxa las dejaba hacer con la veteranía de una madre que ha criado a otros cuatro cachorrillos; con la sabiduría que solamente las horas de cuidado atento y preocupaciones son capaces de inculcar en una madre. Iñaki fue consciente en ese momento de que se había perdido la infancia de sus hijos, pues solamente cuando se habían acercado a él en su adolescencia se había sentido capaz de brindarles su apoyo y protección.
¿Dónde estaría su sentido paternal? —se preguntó— Quizás había quedado muerto en el recuerdo de su primera concepción, encubierto conscientemente con largas horas de reuniones, viajes y compromisos políticos. Había negado injustamente su cariño a sus propios hijos, y lo había hecho tratando de cauterizar una herida que aún estaba abierta, una sangrante brecha que era necesario cerrar cuanto antes. Se lo debía a sí mismo pero sobre todo se lo debía a su familia, a sus hijos, a su pareja… Era necesario que saldase su deuda con el pasado si realmente quería ser libre en el futuro, y esa chica parecía tener la clave para llegar a ello.
El reloj de pared empezó a machacar el silencio con su ordenada y rutinaria cadencia. Eran las ocho en punto de la tarde. La chica debería de estar a punto de llegar. Su instinto de conservación le hizo reparar en el detalle de que no sabía nada de esa muchacha. Hacía varios años que se había retirado de las intrigas políticas, abandonando una militancia que le había quitado más de lo que le había dado. Se estremeció ante la posibilidad de que ella fuese realmente una actriz reclutada por algún servicio de inteligencia.
No sería la primera vez que intentaban acceder a él, escarbando en su pasado a sabiendas de que era como cualquier ser humano, vulnerable a los recuerdos. Su casa era su santuario, su mausoleo sagrado, su más seguro refugio. Ningún extraño había accedido jamás a ese lugar, y con ella estaba haciendo una arriesgada excepción. El paso de los años le había convertido en un desconfiado paranoico, pero gracias a su celo había logrado sobrevivir en un mundo en el que todo se concertaba en secreto, y las confidencias se hacían en silencio.
Muchos compañeros habían sido víctimas de traiciones y de engaños. Decidió correr el riesgo. Ya era demasiado viejo para temer por su vida. Se había cruzado con adversarios temibles de veras. Sería ridículo que le atemorizase una simple muchacha. Una muchacha que podría ser su hija. La incertidumbre de esa posibilidad le heló la sangre en las venas, estremeciéndose involuntariamente.
Unas pisadas en el pasillo le indicaron que ya era tarde para sentir recelos. Ella acababa de llegar. Iñaki tomó aire resueltamente, decidido a enfrentarse a esa muchacha fuese quien fuese. Venía acompañada de Zadornín, su primogénito. Ambos tendrían la misma edad aproximadamente, pero no podrían ser más distintos.
Su hijo había heredado sus mismos rasgos faciales. Para un “euskauldune” de pura raza ese tipo de detalles eran importantes. Zadornín poseía, al menos bajo su particular punto de vista; una bellísima y prominente nariz, orgullo y signo de identidad de los Bengoechea: alta, erguida y puntiaguda. Su poblada barba negra ocultaba una perilla sobresaliente, y de una de sus desproporcionadas orejotas de soplillo colgaba un enorme pendiente de oro. Se parecía a él como una gota de agua a otra.
Ella en cambio era sin duda una “bellarri motzak”, una extranjera. Todos sus rasgos indicaban que no tenían nada en común genéticamente. Se tomó unos segundos para examinarla detenidamente sin ocultar su interés antes de indicarle con un gesto a su hijo que los dejase solos. El rostro de la muchacha era redondeado, de unas suaves facciones ovaladas. Su piel era de un atractivo tono moreno, tersa y suave. Sus manos eran delicadas y pequeñas; con unas uñas pulcramente atendidas. Una manicura francesa impecable denotaba un gusto exquisito por los detalles. Unos divertidos ojos verdes destacaban bajo unas oscuras y pobladas pestañas, largas como una noche de ausencia. Su oscuro pelo negro azabache formaba un remolino de bucles que explosionaban sobre un escote generoso y seductor. El brillo color esmeralda de sus ojos delataba unos ojos exentos de maldad, que asistían divertidos a su exhaustivo análisis. Hasta él llegó un sutil aroma, una fragancia fresca y femenina. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba resultando un poco grosero observándola de esa manera, y avergonzado bajó la cabeza murmurando.
—No eres ella, es imposible…
Habló para sí mismo, y lo hizo en castellano, una cosa que solamente se permitía en presencia de extraños. Al momento pareció darse cuenta de que aún no había saludado a la recién llegada y que esta esperaba con educación un gesto de bienvenida, porque se encontraba en el umbral de la puerta, sin atreverse a entrar en el salón.
—Lo siento, muchacha. Lo siento —repitió, un poco turbado—. Hablaba conmigo mismo. Pase, por favor. Perdone mi comportamiento. No son muchas las visitas que recibo de desconocidas, comprenda mi recelo.
La muchacha sonrió. Tenía una sonrisa nacarada. El anciano se quedó en silencio.
—Supongo que usted esperaba que yo fuese realmente otra persona ¿no es así?
Iñaki pareció sorprendido por la seguridad de la muchacha, pero no dijo nada. Ella tomó de nuevo la iniciativa, acercándose a él lentamente, sin desviar sus ojos de los suyos.
—Mi nombre es Luna. Luna Méndez. Creo que es justo que usted sepa quién soy, ya que en ese sentido se encuentra en desventaja; porque yo lo sé todo de usted.
La confidencia de la chica desconcertó por completo al político retirado, que se quedó completamente pálido, tratando de analizar todas las opciones que ese descubrimiento implicaba. Ella volvió a intervenir.
—No, no se preocupe. No soy peligrosa. Vengo a ayudarle. Digamos que soy… un puente. Un puente entre su presente y su pasado. Vengo a limpiar su conciencia.
En ese momento Iñaki no pudo ocultar el profundo temor que empezaba a paralizar sus articulaciones. Tuvo un pequeño acceso de pánico.
—¿Quién la envía? ¿Para quién trabaja? ¿Es otra de las artimañas de la mente enfermiza del coronel?
Se había fijado que el coronel Maraña también había asistido al entierro. Ambos eran viejos conocidos. De hecho, unos cuantos de los años que había pasado en prisión se los debía precisamente a él.
—No trabajo para nadie —contestó la muchacha, volviendo a mostrarle su sonrisa—. Ya le he dicho que no soy un peligro para usted. Siéntese, por favor. Lo que vengo a decirle nos llevará tiempo, y será mejor que se acomode.
Cuando el temeroso político hubo tomado asiento ella continuó.
—¿Cree usted que es posible la comunicación con los muertos, señor Bengoechea? —él negó con la cabeza.
—Bueno —continuó ella—. Entonces es posible que me vaya de aquí sin que usted me haya tomado en serio. ¿Sabe al menos lo que es la parapsicología?
—Señorita… —repuso enfadado Iñaki—. Que no crea en ello no quiere decir que sea un ignorante.
—Tiene usted razón —se apresuró a corregir la vidente—. Tal vez no me haya expresado correctamente. El caso, señor Bengoechea, es que yo tengo la extraña capacidad de captar la presencia de determinados… “entes”, por así decirlo.
Una mueca de burla asomó a los labios del vasco. Era evidente que no la estaba tomando demasiado en serio. La vidente continuó su exposición con vehemencia.
—Lo sé, lo sé… Entiendo que usted no me tome en serio pero debería escucharme. Tengo un mensaje para usted, pero no de la mujer que han enterrado esta mañana; sino de su sobrina Leonor. Parece extraño, pero ella me ha dicho que ustedes tenían una deuda pendiente; una deuda de sangre o algo así…
El rostro de Iñaki se demudó por completo y una mueca de estupor asomó a su sonrojada cara. En seguida se transformó en otra de asombro y furia.
—¿Cómo se atreve? ¡Niñata insensata! ¿Quién la ha informado de mi relación con Leonor? ¡Debería irse de mi casa ahora mismo!
El político se levantó bruscamente de su sillón, haciendo unos violentos aspavientos con sus gigantescas manos. Luna tuvo miedo de que uno de sus manotazos la alcanzase y se protegió la cara encogiéndose sobre sí misma. Al cabo de un par de minutos que a la chica se le hicieron eternos Iñaki pareció relajarse un poco, momento que aprovechó ella para susurrar con voz temblorosa.
—Cálmese, señor Bengoechea… Ella tan solo me dijo que le mencionase lo siguiente: Bayona, verano de 1969, jardines de la casa parroquial, ¿le dice algo?
Iñaki bajó la vista, transportado sin duda a momentos pasados. Era indudable que estaba recordando algo, pero permanecía en silencio. La vidente comprendió que había abierto una brecha en la coraza del belicoso anciano. Decidió continuar, animada por el permisivo silencio del político retirado.
—Ella me ha dicho que fueron los mejores meses de su vida. Los encuentros a la salida del Colegio Mayor, los paseos a escondidas por el barrio antiguo, su primer beso a la sombra del sauce… Nunca le olvidó, Iñaki; y quiere que lo sepa.
El anciano volvió a dejarse caer sobre el sofá de mimbre, aturdido y visiblemente emocionado.
—Leonor fue el amor de mi vida. Fue el rayo de luz que alumbró la oscuridad en la que yo vivía. Me apartó de la violencia. Me hizo más humano ¿sabe usted? —Iñaki dejó asomar algo parecido a una lágrima, que brilló fugazmente antes de que este la hiciera desaparecer con el dorso de su mano desnuda—. No tiene derecho a hablar de ella… No es posible lo que está diciendo, y sin embargo —murmuró para sí el anciano—, sin embargo nadie más aparte de nosotros dos podría saber lo del primer beso. No es posible.
—Sé que le puede parecer increíble, pero lo cierto es que ella está aquí en este momento. Nunca le ha abandonado. Quiere que sepa que la promesa que le hizo bajo la sombra de ese sauce solitario la acompañó hasta el mismo día de su muerte, y se arrepiente de no haber tenido las fuerzas suficientes para luchar por usted y por su hija.
—¿Mi hija? ¿Cómo es posible que usted sepa eso? Solamente Ana María podría habérselo dicho a usted…
—Aún no ha entendido nada —suspiró, resignada, la vidente—. Es necesario que abra su mente por completo y acepte lo que le estoy diciendo. Es Leonor quien me lo ha dicho, la misma Leonor a la que le regaló la medalla de oro de San Fermín que murió acariciando, fiel a su memoria y a la promesa de no amar jamás a otro hombre que no fuese usted.
—¿Me está diciendo que ella también sabía lo de nuestra hija? No es posible; ella hubiese luchado por su hija; ella fue la que le dio la vida. Hubiese muerto por ella…
—Cuando supo de la existencia de su hija ya era demasiado tarde. No tuvo fuerzas. Podría decirse que murió por ella, efectivamente; pero no en el sentido que usted cree. No pudo soportar la idea de su existencia. Su corazón no lo pudo soportar.
—¿Eso le ha dicho ella? —Iñaki parecía aceptar por vez primera la posibilidad de que luna realmente pudiera comunicarse con su difunto y primer amor—. ¿Cómo es posible que se comunicase con usted? ¿Qué relación tiene con nosotros?
—La casualidad —contestó la vidente—. Pura y simple casualidad. Déjeme que se lo explique: como ya le he dicho mi nombre es luna. Luna Méndez. No es un nombre común y supongo que mis padres no me lo pusieron por casualidad. Provengo de una familia poseedora de unas capacidades que nos hacen… especiales, diría yo. Mi madre y mi abuela antes que mi madre tenían la extraña facultad de ver cosas que los demás no podían. En su tiempo fueron tachadas de locas, de brujas… Fueron marginadas y temidas por una sociedad que no entendía ni quería entender. La educación católica nunca aceptó el esoterismo. Es triste, porque podríamos haber llegado a entender muchas cosas si hubiésemos trabajado en común, pero bueno, en fin… el caso es que mi educación fue diferente y desde niña aprendí a convivir con mis habilidades, consiguiendo potenciar mi talento hasta el límite de que con tan solo quince años ya podía comunicarme con “el otro lado” —Iñaki escuchaba atentamente, pero comenzaba a impacientarse.
—Eso está muy bien. Digamos que me ha convencido, pero eso no explica que usted esté aquí, ni que Leonor envíe mensajes a través de usted.
—Todo tiene una explicación, no se impaciente. El caso es que con el paso de los años la gente comenzó a acudir a mí para solicitar mis servicios como vidente. Muchas personalidades solicitaron mis servicios con intención de ponerse en paz con sus seres queridos; y un buen día me surgió la oportunidad de trabajar en una revista especializada en el esoterismo y las ciencias ocultas como colaboradora.
Luna miró de refilón a Iñaki. El viejo no se perdía ni un detalle de sus palabras. Decidió continuar.
—En uno de mis trabajos contacté con Leonor. Era un trabajo rutinario. Se trataba de hacer unas grabaciones en un caserón próximo al convento de las hermanas clarisas de Villaviciosa. Muchas personas en la zona afirmaban que desde la parte colindante a los muros traseros del convento se escuchaban ruidos extraños, gimoteos y llantos de niños. Las primeras noches contacté con un montón de personas fallecidas, y ya estábamos acabando el artículo cuando Leonor se acopló conmigo. Sus mensajes estaban cargados de una profunda tristeza. Llamó mi atención desde el primer momento, conmoviéndome tan profundamente que no me quedó más remedio que ponerme en contacto con usted. Está usted en su derecho de creer que soy una lunática, una desequilibrada… yo solamente le digo lo que hay.
—Digamos que la creo —dijo el político empezando a relajarse—. ¿Qué es lo que busca Leonor después de tantos años? Yo ya he rehecho mi vida; me he casado, he tenido hijos, nietos…
—Quiere que haga lo que ella no ha tenido el valor de hacer. Darle una oportunidad a su hija. Quiere que la conozca, se entreviste con ella y le explique los motivos que les alejaron a ustedes. Quiere saber por qué usted no luchó por recuperarla cuando supo que existía. Dice que ella nunca perdió la esperanza de volver a saber de usted, que murió enloquecida de amor, recordando su manera de mirarla, de abrazarla, de besarla. Dice que aún le ama.
Un silencio profundo se adueñó por completo de la estancia. Un frío glacial pareció invadir el cuerpo de Iñaki, que tembló sacudido por un gigantesco escalofrío. El vello de todo su cuerpo se erizó. Con una voz pastosa y chirriante se dirigió a la vidente:
—Leonor fue mi primer amor. También el más grande y sincero que yo haya podido vivir jamás. Recuerdo perfectamente el primer día que la vi; porque desde ese momento soñé con tocarla, con hablarle; con ser merecedor de tan solo una de sus miradas. Mi padre regentaba una tienda en la calle Goroabe. Siempre nos hemos dedicado a la venta de txapelas y trajes regionales. Ella estudiaba en el Colegio Mayor Goroabe. Estaba en la promoción de 1969, y ese año acababa los estudios de enfermería, por lo que su padre, don Miguel Ángel Tudela le había prometido que le compraría el mejor euskal jantziak (traje de campesina) que hubiese en la tienda. Pude escuchar a su padre comentarle al mío que ese año acudirían a las fiestas de Bayona a celebrar su graduación. Ella no me pudo ver, porque la observaba escondido desde un hueco de la trastienda; pero no me perdí ni un detalle de su elección. No pude menos que alabar su buen gusto, porque escogió un discreto conjunto de aldeana gris con una toquilla de hilo a juego. Desde ese momento comencé a fantasear con ella, pero no fue hasta pasados unos días cuando realmente me di cuenta de que haría lo que fuese necesario para conocerla.
Iñaki miró por encima de sus gruesas gafas de pasta a la vidente, que asintió levemente con un movimiento de cabeza.
—Desde ese día Leonor se convirtió en una verdadera obsesión para mí. Me levantaba pensando en ella y me acostaba deseando soñar con ella. Todas las noches depositaba un beso en mi almohada imaginando que eran sus labios los que recogían mi sincera ofrenda. Me aprendí sus hábitos de memoria, de manera que a la salida diaria de la misa en la catedral hacía lo posible para cruzarme con ella. Llegó un momento que ella debió de darse cuenta, porque sus amigas murmuraban y sonreían cada vez que nos saludábamos en la calle.
—En efecto —le interrumpió la joven—. Leonor afirma divertida que sus amigas siempre bromeaban cuando el sermón del cura se alargaba diciendo que “Txapelita” estaría nervioso esperando a que salieran de una vez —Iñaki esbozó una sonrisa de complicidad.
—Es cierto. El resto del día carecía de interés para mí. Dejé de acudir a las reuniones del Partido por verla a ella; y mis amigos comenzaron a decir que estaba como ausente. Mi padre empezó a sospechar que algo raro estaba pasando, porque todos los días a la hora de la salida de misa me surgían encargos urgentes que repartir. Llegó a prohibirme incluso que me ausentase del negocio, preocupado como estaba por la posibilidad de que me estuviese metiendo en líos políticos. Una tarde de julio me decidí a intentar hablar con ella.
—Leonor me dice que lo recuerda perfectamente. Dice que fue una tarde memorable, en la que el maestro Manuel Benítez había cortado siete orejas y dos rabos en la plaza de toros de Pamplona. Dice que jamás olvidaría el momento en el que un mozo muy bien plantado (pero algo orejudo y cabezón, según dice ella), se le había dirigido torpemente y con los mofletes bien colorados. Dice que con la excusa de ser un mandado de la tienda donde había encargado el traje había aprovechado con disimulo para deslizarle en la mano una nota manuscrita. Me dice que estuvo a punto de no leerla, porque su prima Inés había captado ese movimiento y le había reprochado su ligereza.
—Pero la leyó, vaya si la leyó —comentó divertido Iñaki.
—En efecto, la leyó, pero tardó en traducirla una noche entera; porque estaba escrita en euskera. Me dice que la sorprendió el profundo romanticismo de su declaración de amor, especialmente los párrafos más trágicos. No; no ponga esa cara de extrañeza… ¿No era usted quien afirmaba que sería capaz de suicidarse si una mujer tan bella no era capaz de darle una oportunidad al amor más sincero que podría encontrarse en su vida?
—Eran cosas de la edad —se justificó el anciano, apoyándose la cabeza sobre una mano y acariciando distraídamente un mechón de cabello—. Éramos casi unos críos. Yo tendría unos veinticinco años. Ella era mayor que yo. Ella había retomado los estudios después de unos años de retiro espiritual. Recuerdo que siempre me decía que la llamada de Cristo no había hecho mucha mella en su corazón, más dispuesto siempre al gozo terrenal que a la Gloria Divina…
—Eso que está usted insinuando no le ha gustado nada, señor Bengoechea. Quiere que le diga que está resultando un poco grosero en sus comentarios. Ella era, en efecto, según me dice, unos pocos años mayor que usted; pero había vivido bajo el influjo de una educación estrictamente católica. Quiere que le recuerde que su padre era amigo íntimo de don José María Escrivá de Balaguer. Dice que su padre y San José María compartían la misma visión de la vida y que en su casa siempre se había respirado un profundo fervor religioso. Usted fue su primer y único novio, por así decir. Usted debería saberlo.
—Es cierto —corrigió el industrial, carraspeando incómodo—. Ella era mayor que yo pero saltaba a la vista que no había tenido tratos con ningún hombre, hasta que me conoció a mí. Ni tan siquiera era capaz de mirarme a la cara sin ruborizarse. Nuestra situación familiar tampoco ayudaba demasiado porque yo provenía de una familia de “gudaris”, combatientes de la Euskal Herria y ella provenía de una familia franquista. Siempre había sentido un poco de repugnancia hacia los extranjeros de nuestra tierra, pero con Leonor no pude sentir otra cosa que amor y deseo. En mi primera nota la animaba a escribirme, mediante un discreto sistema de intercambio de mensajes.
—En efecto —aseveró luna Méndez—. Ella me comenta divertida que la instaba a dejarle a usted una nota todas las tardes, escondida en una de las jardineras del patio de su casa; y que usted a cambio le dejaba una nota todas las noches a ella. Dice que las guardaba todas con un profundo cariño en una cajita de marfil, en su mesita de noche, y que muchas noches cuando se sentía triste las releía una y otra vez con la esperanza de volver a sentir esa sensación tan reconfortante de ser amada por alguien.
—Me alegro de que las guardase. Yo también lo hacía, pero mi padre las quemó al cabo de unos años porque le parecían comprometedoras. Es una de las cosas que jamás le pude perdonar.
—No se aflija, señor Bengoechea. Leonor está feliz de saber que su amor fue correspondido. No deja de insistir en que todo lo demás carece de importancia. A ella solo le importa saber si la ha amado en la misma medida que ella a usted.
—¿Amarla? Amarla es poco, señora mía… Yo la idolatraba. Si hubiese podido adorarla como a una virgen hubiese dedicado mis rezos a su persona. Ella me hizo feliz. Cuando se acabó el curso Leonor se trasladó a la finca que su familia poseía en lo que antes eran las afueras de Pamplona. Yo creí enloquecer, porque dejamos de vernos todos los días. En su propiedad disponían de una capilla propia, a donde se desplazaba un cura tres veces por semana para dar misa. Nuestros encuentros esporádicos se vieron frenados de repente; así que no me quedó más remedio que presentarme allí con la excusa de llevarle el traje que había encargado para las fiestas.
Cuando su padre reparó en el águila negra que exhibía orgulloso en mi txapela a punto estuvo de no recibirme, porque no hacía ni un año del asesinato de Melitón Manzanas, el tan odiado jefe de la policía de San Sebastián. Muchas de las pintadas que reivindicaban su autoría incluían el “arrano beltza” navarro. Yo creo que me dejó entrar en su finca por deferencia hacia mi padre.
—¿Su padre? ¿Acaso tenían amistad su padre y el padre de Leonor? —luna se quedó un rato ausente, como si escuchase atentamente alguna voz ininteligible—. Leonor afirma que no sabía nada de la amistad entre sus respectivos padres…
—Don Miguel Ángel era un personaje muy conocido y respetado en la Heuskal Herria. Todo el mundo sabía que era un estadista con un temperamento fuerte e impredecible; pero yo sabía que bajo esa fachada de hombre inflexible y centralista habitaba un fuerte corazón navarro. Todos sus antepasados habían portado sangre navarra. Sabía por sus idas y venidas a la tienda de mi padre que trataba de llevar la paz a mi tierra. Mi padre era militante activo del PNV desde niño; pero en los últimos años se había separado un poco del partido, porque muchos de los cabezas de filas le acusaban de ser demasiado españolista. Desde principios de los años sesenta comenzaban a levantarse voces que abogaban por una lucha armada, voces que se habían materializado en la creación de un partido político. Se le llamó “Euskadi Ta Askatasuna” —algunos lo tradujeron como “País Vasco y libertad”.
—¿Formaba parte su padre de ese partido político? —Iñaki suspiró, reflexivo, apartando con la mano una mosca imaginaria.
—Mi padre no estaba demasiado de acuerdo con esa línea de actuación. Yo siempre he sospechado que actuaba como chivato o como agente al servicio de las fuerzas de información del Estado. Los encuentros de Miguel Ángel Tudela con mi padre siempre se produjeron en horas de trabajo, pero el hecho de que se encerrasen en la trastienda para hablar a solas indicaba que llevaban a cabo algún tipo de reunión conspiratoria.
En 1964 el PNV mostró públicamente su desvinculación con Eta, declarando que “no existía ningún lazo de disciplina entre ellos”. Eso no era del todo cierto, porque muchos de los integrantes de las Juventudes del PNV se habían unido a los grupos de acción directa de Ekin, y posteriormente a ETA. Los lazos de amistad y de ideologías se mantuvieron en muchos casos inalterados, aunque difiriesen en los métodos de actuación.
En el caso de mi padre la ruptura había sido pacífica y consensuada, porque tenía un alto poder específico dentro del partido. Era un hombre muy respetado entre las filas de su formación. Muchos se unieron a él y a muchos otros en lo que llamaban ETA Berri (ETA nueva), pero su partido no tardó en disolverse por falta de apoyo público y las enormes diferencias ideológicas que había entre ellos.
Yo creo que uno de los factores desequilibrantes dentro del partido había sido la postura de mi padre, que actuaba como abogado del diablo. Fueron los últimos años de mi padre como político, y los últimos de su vida también. Cuando se murió a causa de un infarto yo ya estaba encarcelado; pero eso es otra historia… ¿Quiere usted tomar algo? ¿Un refresco, agua, algún licor? —el anciano se levantó y abrió una pequeña nevera que se encontraba disimulada en una de las esquinas del salón.
—No, muchas gracias… Estoy bien.
—Bueno, pues si no le importa, yo me tomaré un agua con gas. Es uno de mis pequeños vicios, ¿sabe usted? —el viejo tomó un pequeño sorbo y eructó con discreción—. Disculpe mi ausencia de modales. Me ayuda a aliviarme —confesó, sonriendo divertido— ¿de qué estábamos hablando? Mi cabeza ya no es la que era…
—Estaba usted recordando los encuentros que había tenido con Leonor en casa de su padre. Me estaba diciendo que no había tenido más remedio que ir a buscarla a la finca con el pretexto de llevarle un traje.
—¡Ah, si…! El traje… Bueno; el caso es —ella lo recordará perfectamente— que en uno de los bolsillos de su traje le dejé una nota citándome con ella para después de cenar al abrigo de un enorme árbol que había en su jardín. Me pasé toda la noche esperándola en vano. Estaba a punto de irme, convencido de que su padre había interceptado mi mensaje cuando a eso de la medianoche ella apareció. Todavía recuerdo el sobresalto que me produjo el leve roce de su vestido al deslizarse a hurtadillas, amparada por la noche y recuerdo aún mejor la adorable expresión de su cara asustada.
Desprendía un embriagador aroma a rosas y jazmines y me quedé embobado, admirando su belleza a la incierta luz de la luna creciente. No fue necesario cruzar ni una sola palabra para saber que ambos nos necesitábamos con desesperación. Debajo de ese árbol centenario nos besamos por primera vez, con la pasión y la lujuria de dos adolescentes, dejando que nuestras ávidas manos recorriesen nuestro cuerpo de principio a fin. Estreché su cuerpo con la violencia y la lascivia que había hecho crecer la soledad y la distancia en mi cuerpo, y sentí que ella me respondía con la misma emoción, hasta que el amanecer nos sorprendió entregados en cuerpo y alma el uno al otro.
Fundidos aún nuestros cuerpos le prometí al oído que jamás podría amar a otra, y lo hice con la sinceridad y el desapego del que no tiene otra alternativa. En esos momentos hubiese muerto por ella sin dudarlo. Me sentí cruelmente castigado por la vida al separarme de ella, y le entregué como muestra de mi amor hacia ella una medalla de San Fermín, el patrón de mi ciudad, de mi tierra.
—Ella dice que también le entregó algo a usted a cambio —le interrumpió la vidente.
—Cierto, cierto. Ella me entregó a mí una imagen de la Virgen de Covadonga. Prometí llevarla siempre conmigo a pesar de que en esa época me consideraba a mí mismo un comunista de izquierdas. Todo mi círculo de amistades estaba implicado en una nueva corriente marxista que nos resultaba muy atractiva a todos. Todavía la guardo con un cariño muy especial y en algunas ocasiones me la pongo. Yo siempre he sido fiel a los recuerdos, siempre he honrado las fechas que me parecen significativas en mi vida; porque solamente desde el recuerdo se puede construir un futuro.
—Tiene usted toda la razón. Leonor afirma que esa noche todo su cuerpo perdió su independencia, porque empezó a necesitarle como el pez al agua; como el pájaro a su libertad. Dice que su cuerpo y su alma se anegaron a la suya, instalándose en su cabeza como el mejor y más dulce de sus pensamientos. Vivía por y para usted, respiraba a través de usted, perdiendo el interés por todo lo que no fuera la impaciente espera de su siguiente encuentro clandestino.
—Ella sabe que ambos sentíamos lo mismo —el anciano esbozó una relajada y franca sonrisa—. Durante semanas estuvimos reuniéndonos noche tras noche al embozo de ese frondoso árbol, noble y añoso, hasta que la confianza nos llevó a citarnos en las fiestas de Bayona. Ese fue nuestro primer error, el principio del fin… —musitó, súbitamente entristecido, un mustio Iñaki.
—Perdone mi curiosidad, señor Bengoechea; pero Leonor ahora mismo parece tan triste como usted… ¿Qué es lo que sucedió en las fiestas de Bayona?
—Era agosto de 1969. Recuerdo perfectamente que lo teníamos todo planeado; o al menos eso creíamos nosotros. Yo tenía un partido muy importante de pelota vasca. Si ganaba ese partido me convertiría en el primer pelotari que afrontase dos temporadas seguidas sin perder un solo partido. Muchos miembros de la prensa regional estaban detrás de mí ese día; y ese era un detalle con el que nosotros no habíamos contado. La presencia de Leonor entre el público me ayudó enormemente, impulsándome a ganar con una autoridad que convirtió ese partido en algo histórico, por lo que tuve que atender a numerosas entrevistas a lo largo de la mañana. Leonor se mantuvo discretamente apartada de mí, acompañada por dos de sus mejores amigas.
Lentamente fue pasando el día. Yo me vi obligado a aceptar la invitación del señor alcalde para comer juntos. El convite corría a cargo de la comisión de fiestas del pueblo. Se celebró en un pequeño restaurante. Todas las personalidades locales estaban invitadas al festín, incluyendo a Miguel Ángel Tudela. A Leonor le pareció que sería buena idea acompañar a su padre a la comilona, de manera que cuando nos sentamos a comer logró situarse con habilidad a mi lado en la mesa.
—Leonor está sonriendo, señor Bengoechea. Me dice que se acuerda perfectamente de esa comida. Me pide que le diga que continúe, que escucharlo de sus labios significa que usted tampoco lo ha podido olvidar.
—Nuestro cruce de miradas fue constante —continuó, visiblemente animado, el político—. Aprovechábamos cualquier ocasión para acariciarnos disimuladamente por debajo del mantel. Su padre, ajeno a nosotros, conversaba animadamente con unos y otros, sirviendo una copa de vino tras otra a los vecinos de mesa más cercanos. Eso me incluía a mí, claro está; y embotado como estaba por el alcohol poco a poco empecé a envalentonarme. Al final de la comida yo ya había cantado tres canciones regionales y le había dedicado un picaresco guiño de ojos a Leonor. Ese detalle no debió de pasar inadvertido para Miguel Ángel, que a pesar de su afición por el vino no parecía perderse ni un solo detalle de todo lo que sucedía a su alrededor.
A media tarde me disculpé con la excusa de ir al servicio, siguiéndome Leonor disimuladamente al poco rato. Confiábamos en que nadie notase nuestra ausencia, en parte por la multitud de gente que se había sumado a la sobremesa; amenizada por un organista y una cantante que no lo hacía demasiado mal; y en parte por los efectos de las generosas libaciones alcohólicas generalizadas.
Una vez fuera del restaurante le hice señas a Leonor para que me siguiera hasta un pajar cercano, donde nos entregamos con una ansiedad que nos asemejaba a animales. Recuerdo que recorrí uno tras otro todos los recovecos de su cuerpo, un cuerpo que conocía de memoria de tanto añorarlo y soñarlo. Nos despojamos de la ropa y dejé que ella se acomodara encima de mí, acompasando mi respiración y mis movimientos a los suyos. Estábamos tan embebidos que no le oímos llegar. Nos sorprendió desnudos, encajados el uno en el otro como un complejo puzle carnal, gruñendo como animales en celo.
El primer golpe de su bastón me alcanzó en la cabeza, e inmediatamente sentí cómo un manantial de densa y tibia sangre me cegaba la vista. Pude escuchar los gritos de Leonor tratando de cubrir su cuerpo desnudo mientras su padre la insultaba. La llamó cerda, puta indecente. Dijo que era la vergüenza de la familia…
El curtido industrial hizo una pausa, secándose una pequeña lágrima que no llegó a hacerse visible con un gesto fugaz de su temblorosa mano.
—Los siguientes recuerdos son muy confusos, porque todo lo que sucedió a continuación aún a día de hoy no estoy muy seguro de que realmente sucediese en el orden que yo creo. Después del primer golpe vinieron muchos más y cuando desperté, magullado y dolorido, una gran mancha de sangre empapaba la paja seca que me rodeaba. Era de noche, y busqué a tientas mi ropa para vestirme; pero al parecer el padre de Leonor se la había llevado. Con dificultad me arrastré hasta una casa vecina, y allí robé de un primitivo tendal de cuerda una camisa y unos pantalones que me venían demasiado grandes y estaban húmedos. Con un trapo de la cocina vendé como mejor pude la cabeza y bajé hasta el pueblo. Las calles estaban desiertas, porque todos los vecinos se habían ido a la romería que se celebraba en un prado de las afueras. Recuerdo que sería aproximadamente la medianoche cuando al fin logré llegar a la habitación que había alquilado en la pensión “Txacala”. Lo sé porque para esa hora estaba programado que se tirasen unos fuegos artificiales; y desde mi camastro veía el resplandor fantasmagórico de las explosiones de luz.
—Leonor quiere saber por qué no luchó por ella, por qué la abandonó en el momento que más la necesitaba…
—Ella sabe perfectamente por qué no la fui a buscar. A la mañana siguiente un escuadrón de policía militar echó abajo la puerta de mi habitación. Desnudo de nuevo y encapuchado me llevaron a la cárcel de Mozuelas del Palacio, en el Pirineo Aragonés, donde me tuvieron encerrado tres meses y medio acusado de pertenencia a banda armada. Al parecer alguien me había delatado como uno de los autores de un atentado fallido contra un guardia civil en Zumárraga.
Allí me tuvieron encerrado como a una alimaña, dándome para comer un rancho escaso e insípido, y dedicándome todas las noches unas largas sesiones de interrogatorios. Había un policía (el teniente Arnaldo Suárez), que parecía obtener un placer morboso y enfermizo al producirme cortes con una pequeña navaja; y lo hacía con la dedicación y la entrega de un monstruo sádico y diabólico. Me destrozaron a golpes, señorita Méndez. Lo hicieron a conciencia, aun a sabiendas de que las acusaciones que pesaban sobre mí estaban injustificadas. Al final fue necesaria la intervención de la prensa para que me dejasen en libertad. Mi padre tenía un amigo que trabajaba para “El Diario Alerta”, afín al régimen franquista, y desde allí redactó una serie de artículos que ponían de manifiesto mi inocencia. El día que se me acusaba de haber encañonado al guardia civil yo me encontraba jugando un partido de pelota vasca en Hondarribia, de manera que el apoyo público obligó a mis captores a liberarme.
Eso me valió para granjearme la simpatía de los partidarios de la lucha armada, que a partir de ese momento comenzaron una cruzada propagandística a mi favor. Para muchos vascos descontentos con la ocupación de su patria yo pasé a ser un ejemplo vivo de la represión fascista; una víctima más de un sistema brutal y represivo al que enfrentarse.
—¿Y usted qué pensaba en aquellos momentos?
—En aquellos momentos yo solamente pensaba en vengarme; en devolver sangre con sangre, carne con carne. Me había convertido en una bestia ávida de gloria, de poder…
—¿Y Leonor? ¿Cómo es que no trató de buscarla?
—Lo hice, señorita. Vaya si lo hice… cada paliza, cada corte en mi piel, cada uña arrancada con saña por mis verdugos me recordaba que tenía una razón para sobrevivir; y un día tras otro, una noche tras otra respondía a sus castigos con burlas y desprecios. Aprendí a convivir con el dolor, señorita Méndez; haciéndolo mío y atesorándolo para saber que aún era capaz de sentir. Solamente esa certeza me recordaba al acostarme que aún no había perdido mi condición de ser humano.
Cuando me liberaron solamente mi padre se atrevió a venir a buscarme, porque las redadas policiales y los chivatazos estaban a la orden del día; y a nadie le apetecía aparecer en las fichas de los comandos informativos. Mi padre me contó que había hablado con Miguel Ángel Tudela. Este le había hecho prometer que me mantendría alejado de su hija bajo amenaza de muerte. Cuando mi padre me dijo que había quemado todas las cartas de Leonor creí enloquecer. Le dije a mi padre un montón de cosas que no sentía realmente, cosas que le hicieron mucho daño. Esa misma noche salté los muros de la finca donde tantas veces nos habíamos reunido y escalé los muros de la casa para colarme en su habitación.
—Ella dice que lo recuerda. Pensaba que se trataba de algún ladrón o un secuestrador. Fue la última vez que se vieron cara a cara. Su última noche; su última despedida…
—Así es, por desgracia. Yo no lo sabía, pero su padre había tomado la decisión de enviarla a Asturias. Al parecer acababa de adquirir una propiedad en Gijón y quería que su hija estuviese con él en todo momento. Cuando entré en su habitación ya tenía las maletas preparadas para trasladarse al día siguiente, por lo que deduzco que su padre había organizado su mudanza con la evidente intención de separarla de mí definitivamente.
No me dio tiempo a explicarle los motivos de mi prolongada ausencia; porque en cuanto me reconoció me rodeó con sus brazos, lamiendo las cicatrices que tatuaban todo mi cuerpo. Yo di por hecho que no me pedía explicaciones porque de sobra sabía mi paradero de los últimos meses, y a los pies del enorme crucifijo que presidía su habitación terminamos lo que su padre no nos había dejado terminar en aquel lejano pajar de Bayona cuatro meses atrás. Volvimos a prometernos amor eterno; y Leonor me dio su palabra de enviarme carta con su dirección en Asturias, a fin de que yo la fuese a buscar cuando resultara posible. Esa es la última noticia que tuve de Leonor, hasta el día de su muerte…
El reloj del salón marcó las nueve de la noche. Iñaki se dio cuenta de que llevaba horas sincerándose con una extraña, con una extranjera a la que no conocía de nada. Su hijo Zadornín asomó extrañado la cabeza por el quicio de la puerta entreabierta, visiblemente sorprendido por la duración de la visita.
—¿Va todo bien, padre? ¿Necesita usted que le traiga algo?
El joven se quedó expectante, clavando su inquisitiva mirada en el rostro de Iñaki. Este no dio muestras de reparar siquiera en la presencia de su hijo, y con la mirada perdida en un vacío que solamente él podía entender, susurró una orden a su vástago.
—Ya casi estamos acabando, Zadornín. Déjanos solos otro rato más, por favor.
Cuando la puerta se hubo cerrado de nuevo Iñaki dedicó una intensa mirada interrogativa a la vidente.
—¿Está ella aquí todavía? No se ha ido, ¿verdad?
—No, no se ha ido, señor Bengoechea.
—Perdóneme —se excusó el anciano—, es que no sé cómo funciona esto exactamente.
—Funciona como usted quiera que funcione, señor Bengoechea —contestó con seguridad luna Méndez—. Solamente tiene que creer y abrir su corazón como lo venía haciendo hasta ahora. Leonor me dice que ahora se siente mucho más en paz consigo misma. Llevaba años reprochándose a sí misma el no haber tenido el valor de emprender su búsqueda. Necesitaba respuestas, y usted se las está facilitando. Esto les vendrá bien a los dos, señor Bengoechea.
—¿Por qué no me escribió la carta que me había prometido? —preguntó Iñaki—. Yo lo hubiese dejado todo por ella si me lo hubiese pedido.
La vidente sintió lástima por el envejecido hombre que se mostraba desnudando su alma sin tapujos ante ella. De sus ojos emanaba una pena tan ardiente y sincera que no pudo evitar desviar sus ojos de los suyos. Se obligó a sí misma a continuar.
—No es tan sencillo, señor Bengoechea. Ella me dice que su padre la encerró en una habitación de la casa y que solamente una doncella tenía acceso a esa habitación. El mundo exterior le quedó vedado hasta que le llegase la hora de internarse en un convento de Villaviciosa. Su padre había previsto que la acogiesen las monjas clarisas a principios de verano, pero quiso la fatalidad que su embarazo fuese evidente mucho antes…
—Nadie me informó de ese embarazo —declamó Iñaki, un tanto cohibido—. Yo hubiese dado la vida por ella y el bebé. Debería haberse puesto en contacto conmigo.
—¿Cómo? ¿Cómo lo haría, señor Bengoechea? Ella le acaba de decir que estaba encerrada en su casa, que era prisionera de su propio padre…
—Podría haberse escapado.
—¡Podría, podría! ¿Dónde estaba usted para ayudarla?
—Yo no podría haberla ayudado aunque hubiese querido —se justificó el anciano, poniéndose a la defensiva nuevamente—. No me encontraba en situación de ayudar a nadie, porque me había perdido en el fondo de mí mismo. Con cada semana que pasaba sin noticias de Leonor se avivaba en mí un rencor asesino. Un rencor que me empujaba a ser enemigo de todo el mundo; a no respetar a nadie ni a nada. Empecé a involucrarme con el movimiento abertzale sin tomar precauciones de ningún tipo, hasta que en agosto de 1970 me volvieron a hacer preso. Cuando debería de estar asistiendo a la llegada de mi primer descendiente realmente me estaban conduciendo en un furgón de presos hacia una cárcel de Albacete. Allí me tuvieron hasta que en 1975 Dios tuvo la feliz idea de llamar a su lado al Sr. Francisco Franco Bahamonde.
Con el gobierno de Suárez se me concedió la amnistía como muestra de buena voluntad, de manera que cuando volví a ser libre en 1976 decidí que definitivamente Leonor ya no formaba parte de mi vida. Quizás fue una decisión egoísta; pero para mí tenía sentido, cuanto más al confirmarme mi padre que en todos esos años no había llegado ningún mensaje para mí de ella.
En 1980 me casé con la que ahora es mi mujer, Arantxa Garmendia; y a su lado hice frente a la muerte de mi padre. Eran unos años muy duros, en los que la represión policial aún estaba a la orden del día. De hecho yo creo que mi padre murió porque no pudo soportar la presión que ejercían sobre él los llamados “Guerrilleros de Cristo Rey”. Todas las mañanas aparecían en el buzón de casa pasquines con su caricatura en medio de un punto de mira; y el entorno de ETA le había dado también la espalda porque le consideraba abiertamente un colaborador del Estado Español. El mismo día que le enterré juré sobre su tumba que yo abandonaría la política, de manera que me pasé los siguientes cinco años levantando el negocio familiar; hasta el punto de que en 1985 ya tenía dos fábricas a pleno rendimiento y más de una docena de tiendas al por menor. La vida empezaba a sonreírme por primera vez en mi vida, y al lado de Arantxa formé una familia. Fueron unos años muy felices y quiero que así se lo haga saber a Leonor, señorita Méndez. Yo tenía derecho a ser feliz.
—Ella nunca ha dicho que no lo tuviera —susurró la vidente—. Lo único que no comprende aún es por qué le dio la espalda a ella y a su hija cuando supo de su existencia.
—Hay muchas cosas que ella jamás entendería; créame, señorita Méndez… A partir de 1982 Miguel Ángel Tudela fue perdiendo influencia y poder. La llegada de los socialistas al Gobierno propició un ocaso en su partido. Solamente algunos de sus más fieles seguidores, como Adolfo Saavedra se mantuvieron a su lado; de manera que se fue encontrando cada vez más solo e indefenso. Acudí a su casa varias veces, aquí y en Asturias; y él siempre me dijo que su hija estaba muerta.
—¿Y usted le creyó? —interpeló la vidente.
—¿Acaso tenía otra opción? No tenía otra alternativa, pero algo me decía que Miguel Ángel me mentía. Yo nunca renuncié a la búsqueda de Leonor, de manera que a finales de los noventa localicé a su tía; Ana María Tudela, en un asilo del opus Dei, aquí, en Navarra. Es curioso; pero nos reunimos a la sombra del mismo sauce que antaño había servido para ocultar nuestros escarceos amorosos en la juventud. Mientras esperaba a Ana María Tudela aún podía sentir el aroma de Leonor a mi lado, la suave piel de sus manos…
El anciano cerró los ojos deleitándose con la calidez que esos recuerdos evocaban en él, inspirando profundamente. Sin duda ese aroma aún flotaba en algún lejano rincón de su memoria. Al cabo de unos segundos continuó.
—Llegué a pensar que el Destino podría ser benevolente conmigo por primera vez en mi vida. Le pregunté por Leonor y ella afirmó no saber nada, pero al cabo de unos años me envió una carta informándome de que Leonor había pasado los últimos años de su vida en un convento de clausura. También me decía la fecha exacta de su muerte, y me aseguraba que el 15 de agosto de 1970 había nacido un bebé que llevaba nuestra misma sangre. Un bebé cuya concepción había sido silenciada y ocultada por su propio abuelo.
—¿No hizo usted nada por averiguar el paradero de ese bebé?
—Por supuesto que sí. Una vez repuesto de la certeza de la muerte de Leonor tomé la determinación de enfrentarme a Miguel Ángel Tudela. Con la carta en la mano me presenté en su casa, pero él no estaba. Me dijeron que ese fin de semana estaba en una zona de pesca cercana a Panes. Había reservado el coto salmonero de Trescares, en Peñamellera Alta para su disfrute y el de unos pocos acompañantes de su máxima confianza; así que me encaminé hacia allí con decisión. Me costó bastante trabajo encontrarle, saltando de peña en peña, de risco en risco hasta que al final me lo encontré sentado a la sombra de un inmenso roble compartiendo el almuerzo con el que hasta entonces era su mano derecha en el partido, don Adolfo Saavedra.
El viejo industrial bajó en ese momento la cabeza, extraviándose su mirada en algún curioso y confuso laberinto de recuerdos. La vidente carraspeó al cabo de unos segundos, devolviéndole a la realidad.
—Lo que sucedió en ese encuentro fue tan surrealista que aún es el día de hoy que no alcanzo a entenderlo, porque una vez pasada la sorpresa inicial de mi llegada (los dos pensaban que llevaba algún arma oculta para atentar contra ellos), se pusieron a discutir. Casi no había tiempo de exponer el motivo de mi presencia allí, cuando ellos se enzarzaron en una acalorada discusión. El Sr. Tudela era partidario de “acabar con esa farsa” (como él mismo decía) y Adolfo Saavedra le prohibía contarme nada.
Como espectador asistí a un acalorado debate en el que Miguel Ángel parecía posicionarse de mi lado, favorable a darme la satisfacción que yo creo sinceramente que me merecía. Afirmó que ya no podía soportar la carga de saber que su hija se había marchitado como una planta sedienta encerrada en el convento de Villaviciosa; aceptando ante mí por fin que todo había sido culpa suya. Denostaba su comportamiento, y quería hacerle comprender a su hombre de confianza que ya era un hombre viejo, que se moriría sin dejar descendientes. Abogaba por dejarle a su única descendiente natural una herencia que de otra manera iría a parar a un gobierno socialista que despreciaba abiertamente.
Adolfo se revolvía como un animal furioso, prohibiéndole con una autoridad que yo desconocía en él que me contase nada. Hablaron de pactos, de silencios y de acuerdos entre ellos, llegando a enfrentarse en una verdadera lucha cuerpo a cuerpo. Pronto pasaron de los empujones y las amenazas a los golpes, y, en un desafortunado traspiés, Miguel Ángel se resbaló, chocando su cabeza contra una roca. Yo asistí a esa escena como un borracho asiste a sus propias y surrealistas proyecciones etílicas. Cuando me quise dar cuenta ya era tarde para reaccionar, y el cuerpo de Miguel Ángel Tudela flotaba río abajo. Ni siquiera sé a ciencia cierta que estuviese muerto ya cuando se cayó al río. La única certeza era que con él se moría mi última esperanza de encontrar a mi hija. Sé que era una niña porque Ana María Tudela así me lo había hecho saber en su recado.
El industrial se detuvo, tomándose unos segundos para recuperar el resuello.
—Jamás entenderé el extraño proceder de Adolfo Saavedra pero el caso es que en lugar de acusarme de la muerte de su mentor, se empeñó en silenciar lo que había ocurrido. Me hizo prometerle que abandonaría la búsqueda de mi hija; sellando un pacto de silencio mutuo en el que yo debería aceptar definitivamente la desaparición de mi hija y él se encargaría de hacer las declaraciones pertinentes para demostrar que Miguel Ángel se había resbalado por accidente. El hecho es que muchos de sus simpatizantes lloraron su muerte aceptando la versión de un inoportuno resbalón.
—Leonor apunta que no debió ceder a ese chantaje. Usted era inocente, al fin y al cabo, ¿no es así?
—Pues sí, señorita Méndez. Era inocente, pero no era la primera vez que me podía ver enfrentado a unas acusaciones infundadas. Ahora tenía una familia, alguien que dependía de mí; no sería justo volver a privarles de mi compañía persiguiendo una quimera. Usted no lo entiende, señorita Méndez; pero la cárcel es un lugar monstruoso. Hace surgir lo peor de uno mismo. Te pudre el alma. Yo mejor que nadie sabía que no podría soportar otro encierro. Necesitaba ver crecer a mis hijos. Necesitaba vivir y para vivir era necesario darle la espalda a un pasado que no me había aportado más que tristeza y desencuentros.
Se quedó callado unos segundos, tanteando algunas ocultas sensaciones. Mirando de nuevo fijamente a la vidente añadió apesadumbrado:
—De todos modos, no se crea que no me trajo consecuencias ese incidente. Es difícil borrar el pasado. Siempre hay gente escéptica. Toda acción tiene una reacción, señorita Méndez.
—¿No acaba de decirme que se aceptó la versión del accidente como causa del fallecimiento del señor Tudela?
—Sí, la versión oficial fue esa; pero a la policía secreta no se le había escapado el detalle de que un antiguo activista del nacionalismo vasco había acudido a su residencia para entrevistarse con él ese mismo día. Estuve retenido en las dependencias policiales durante casi un mes aclarando todos los recelos de un joven coronel del servicio secreto. La sombra de los GAL aún planeaba con fuerza en el panorama político; por lo que llegué a temer seriamente por mi vida. Ese coronel —un tal Maraña— estaba empeñado en que yo había desempeñado un doble papel en mi vida política, y que Miguel Ángel Tudela había aportado financiación a mi causa a cambio de información. Nada de eso era cierto, pero el coronel parecía empeñado en recuperar un cargamento de dinero extraviado, del que hacía responsable al señor Tudela.
El coronel Maraña estaba firmemente convencido de que yo sabía algo de ese dinero, y aunque aflojó sus garras en torno a mí sé que aún lo cree; porque no ha dejado de vigilarme desde entonces ni un solo día. Seguro que se da cuenta de él, porque acudió también al sepelio de esta mañana.
—No sabría decirle —añadió, con ambigüedad, la vidente—. Me resulta más sencillo fijarme en los muertos que en los vivos. Usted ya me entiende. Hay una pregunta que he de hacerle: ¿Estaba en lo cierto?
—¿Quién? No entiendo su pregunta, señorita…
—Que si estaba en lo cierto ese tal… coronel Maraña.
—¿Cómo iba a aceptar dinero de ese monstruo? Acabo de contarle la historia de mi vida. ¿No se da cuenta de que ese demonio destruyó mi vida? Me negó el amor de la mujer a quien más he amado, me acusó injustamente de delitos que no había cometido, me torturó; me negó el acceso a mi propia hija… ¿Usted cree de veras que hubiese aceptado un solo céntimo de ese malnacido? Hija mía, usted no ha escuchado ni una sola de mis palabras…—el anciano se mostró decepcionado—. Jamás hubiese aceptado nada de ese leviatán perverso.
—¿Ni tan siquiera para financiar su partido?
—No se equivoque, señorita —censuró el anciano—. El pueblo vasco siempre ha sido un pueblo orgulloso y desprendido. Es cierto que nos faltaba planificación y gobierno, pero lo suplíamos con ilusión y compromiso. La nuestra es una tierra rica y pródiga en recursos, y el carácter de sus gentes es dadivoso y magnánimo. Yo mismo poseo un importante capital, logrado a base de esfuerzo y trabajo. El dinero jamás ha sido un problema en mi caso particular, pero créame si le digo que con gusto me desprendería de él a cambio de la oportunidad de rehacer mi pasado.
—Le creo, señor Bengoechea, y ella también. Quiere que le haga saber que le perdona, que al fin puede descansar, ahora que sabe que ambos fueron víctimas de las crueles manipulaciones de su padre. Me dice que le desea todo lo mejor y que aún le ama —el rostro del veterano político se relajó, visiblemente aliviado—. Solamente le pide una cosa—continuó la vidente—. Quiere que se asegure de que su hija se encuentra bien y que le diga que su madre la ha amado siempre. ¿cree que podrá hacerlo, señor Bengoechea?
—Eso ya no depende de mí, señorita Méndez. Ana María nunca me dijo su nombre, ni dónde encontrarla. Me dejó perfectamente claro que solamente mi hija tenía el derecho y el poder de decidir eso. Todos estos años he honrado la memoria de mi hija, acudiendo a entrevistarme cada uno de sus cumpleaños con la única que sabía su paradero. Antes de morir Ana María me prometió que le haría saber a mi hija la verdad; pero no sé si le dio tiempo a ponerse en contacto con ella o no, porque poco después de nuestro último encuentro, falleció.
La estancia se llenó de un incómodo silencio. El reloj de la pared se anunció de nuevo con diez solitarios campanazos. La chica recogió su diminuto bolso de mano levantándose con agilidad de su sillón.
—Creo que debo irme ya, señor Bengoechea.
—¿Ya se va? ¿Y qué será de Leonor?
—Leonor ya se ha despedido. No volverá a saber de ella porque ya ha encontrado la paz. Ha encontrado las respuestas que necesitaba y se ha retirado a descansar. Ha dicho que no le guarda rencor por nada, y que se merece ser feliz al lado de los suyos.
—¿Así de fácil? ¿Y adónde irá? ¿Podré reunirme con ella algún día?
—Quién sabe, señor Bengoechea, quién sabe —la vidente enarcó una ceja con un marcado gesto enigmático—. Ya se lo he dicho: yo solamente soy un puente. Solamente soy un punto de unión, un contacto entre el presente y el pasado; entre la vida y la muerte. No sé a dónde se van una vez que alcanzan la paz, pero puedo asegurarle que lo hacen a un sitio mejor; a un sitio donde al fin pueden descansar.
—Gracias, señorita Méndez. No se imagina cuánto necesitaba oír eso. He pasado más de treinta años honrando la memoria de un amor que creía perdido para siempre, pero he visto que en realidad nunca hemos dejado de querernos; y eso me hace tristemente feliz.
—Ustedes no tuvieron la culpa, señor Bengoechea. No tuvieron otra opción.
—Sí, sí que la tuvimos —repuso meditabundo Iñaki Bengoechea—. Solo que no lo sabíamos en aquel momento. Siempre hay otra opción y lucharé con todas mis fuerzas por saldar la deuda que aún me queda con mi pasado.
—Le deseo suerte, de verdad
La joven vidente se abalanzó sobre Iñaki, depositando en sus mejillas dos pequeños besos.
Llámeme cuando sepa algo de su hija, por favor… Su historia me ha conmovido. Quizás yo pueda ayudarla a entender muchas cosas.
—Así lo haré, no lo dude.
Iñaki se guardó en uno de los bolsillos de su traje la pequeña tarjeta que luna acababa de depositar en la palma de su mano. Zadornín salió al encuentro de la vidente nada más que esta hubo salido de la habitación; y mientras ambos se alejaban en silencio por el pasillo Iñaki se dejó caer una vez más en su fiel sillón de mimbre, dispuesto a dedicarle otra ofrenda más de insomnio mientras acariciaba con la yema de sus dedos la pequeña tarjeta de visita. “luna Méndez, parapsicóloga y vidente. Especialista en reencuentros”. Deseó con todas sus fuerzas que lo que ponía en la tarjeta fuera cierto. Ojalá fuese posible un reencuentro con su pasado.
Como si el destino se empeñase en demostrarle que nada indicaba lo contrario, un desconocido sentimiento de paz le invadió poco a poco, obligándole a cerrar los ojos y sumiéndole en un tranquilo sueño.








Capítulo
23

C
uando Sergei abrió la puerta del zulo parpadeó varias veces con incredulidad. Esperaba encontrarse allí a Nicola; pero en el camastro que antes ocupaba Penélope se encontraba un Ernesto sollozante y abatido. Nunca había visto a su jefe en un estado así; y no pudo evitar sentirse un poco avergonzado de trabajar para un monigote como él. Quizás debería haber sentido lástima y preocupación por su patrón; pero lo único que sentía en ese momento era desprecio y vergüenza. Un hombre de verdad jamás lloriquearía como una mujer.
Estaba tentado de volver a cerrar la puerta para no volver jamás, pero un detalle encendió todas sus alarmas mentales. Todo el local estaba atestado de sacos de cordura y envoltorios de plástico vacíos y diseminados de una forma caótica por todo el almacén. En seguida reconoció esos envoltorios y no pudo evitar sentir un repentino vacío en el estómago al darse cuenta de que su contenido había desaparecido. Eso significaba que se avecinaban problemas. Problemas de verdad. El tipo de problemas que asustarían hasta a un tipo duro como él, curtido en los más variopintos ambientes de delincuencia y marginalidad.
Todo indicaba que habían sufrido un robo, pero no se le ocurría quien podría ser tan inconsciente o tan suicida como para intentar una cosa así. Sus alarmas mentales pasaron de estar encendidas a desatar un verdadero holocausto cerebral. Corrió hacia Ernesto, y con una navaja rasgó la cinta adhesiva que le retenía al camastro.
Aunque todavía tenía las manos esposadas con unos grilletes Ernesto estaba libre pero no hizo ningún movimiento. Se limitó a mirar a su salvador con una mirada ausente y apática. Sergei comenzó a desesperarse.
—Espabile, jefe… ¿Qué ha pasado? ¡Nos han robado! ¿Quién ha sido, cómo, cuándo? ¿Dónde está la chica, jefe…?
Ernesto pareció despertar de su letargo, pero seguía sin moverse del incómodo camastro de hierro.
—Vamos, jefe… ¿Te han puesto algo raro? ¿Estás drogado o qué?
El empresario se frotó los ojos, aturdido, centrando por primera vez la vista en Sergei. Empezó a incorporarse poco a poco, frotándose las rodillas con sus esposadas manos. Lanzó una mirada a sus desnudas muñecas, y como si de repente hubiese reparado por vez primera en la presencia del ruso enarcó las cejas con desesperación.
—¿Qué hora es, Sergei?
—Las doce y media de la mañana.
—Nos sacan mucha ventaja. Podrían estar escondidos ya en cualquier parte. ¡Maldita sea! ¡Maldito sea el día en el que conocí a Penélope! ¿Dónde está Nikola?
Ernesto parecía haber recuperado de repente su energía y autoridad habitual. Sergei empezó a sentirse un poco más cómodo, contagiado por la súbita vitalidad del empresario.
—No lo sé, jefe… La verdad es que yo pensaba que estaría aquí. No está en su habitación y nadie sabe nada de él desde ayer a medianoche. Parece habérselo tragado la tierra.
—No se lo ha tragado la tierra, Sergei —musitó para sí Ernesto—. Se lo ha tragado Balagar y te juro por Dios que mataré a ese maldito fantoche con mis propias manos. Venga… —añadió, dándole un pequeño empellón al ruso—. Salgamos de aquí de una puta vez. Vete buscando algo para quitarme esta mierda —al decir esto extendió sus encadenadas manos hacia él—. ¡Vamos, muévete…!
Salieron del zulo apresuradamente, cada uno pensando en sus cosas. Ernesto ávido de venganza y de revancha, y Sergei cansado ya de obedecer las órdenes de un jefe incompetente e inútil.
Pero las sorpresas no se habían acabado, porque cuando Sergei abrió la portezuela del cobertizo donde se almacenaban las herramientas se encontró a Nikola tirado en el suelo.
—¡Joder! —exclamó el ruso—. ¿Qué cojones ha pasado esta noche aquí?
Nikola se revolvía en el suelo desesperado. En cuanto Sergei le hubo desatado se deshizo del pestilente calcetín que llevaba horas amenazando asfixiarle en su propio vómito y le espetó a su compadre:
—¡Ya pensaba que no vendría nadie a desatarme! —miró con urgencia su reloj de pulsera—. Hace más de diez horas que se han ido ya… ¡Puta mierda!
—¿Quién se ha ido; qué coño ha pasado aquí, Nikola?
La cara de desconcierto de Sergei era todo un poema. Era evidente que no entendía nada de lo que estaba pasando. Con una de sus manazas retuvo brutalmente a su compañero contra una de las paredes del casetón. Le acercó tanto la cara que por un momento Nikola pensó que se había vuelto completamente loco y le quisiera besar.
—De aquí no te mueves hasta que yo me entere de lo que ha pasado esta noche. ¿Entendido?
—Tranquilo, Sergei. Estamos en el mismo bando ¿recuerdas?
—No me queda paciencia para gilipolleces, Nikola. Empieza a largar de una puta vez.
El tono del ruso no dejaba lugar a dudas. Nikola se revolvió aflojándose un poco de las tenazas que le retenían.
—El electricista —empezó, un tanto avergonzado—. El electricista nos engañó a todos. Se fue hace más de diez horas. ¿El jefe está bien?
—El jefe está bien, pero nos han robado.
—¿Robado? —Nikola no parecía dar crédito a lo que estaba escuchando.
—Y la chica ha desaparecido. El jefe ha dicho que ha sido ese maldito detective que fuimos a perseguir a Pamplona.
—¡Hostias, ahora caigo…! ¡Sabía que me resultaba familiar ese cabronazo tan deforme y feo…! ¡Pues claro….! —Nikola golpeó su puño derecho contra la palma de su mano izquierda—. ¿A qué esperamos? ¡Hay que cogerle! ¡Hay que cogerle y matarle!
—Y recuperar la droga… —repuso con voz lúgubre Sergei—. Si no recuperamos la mierda somos hombres muertos.
Ambos cruzaron una mirada de complicidad que resumía sin palabras lo que los dos estaban pensando en esos momentos.
—Vamos, muévete… el jefe está esposado, y necesita algo con lo que quitarse los grilletes.
—Parece mentira que seas ruso, Sergei. Vamos, que se las quito yo con un par de horquillas. Te estás haciendo mayor, viejo amigo.
Cuando llegaron al salón-biblioteca Ernesto ya tenía reunida a toda la plantilla de su cuerpo de seguridad. Alguno de los guardias le había liberado de los cepos metálicos, porque sus manos revoloteaban violentamente de un lado a otro. Por sus rostros circunspectos estaba claro que les acababa de soltar una reprimenda importante. En cuanto los dos rusos entraron por la puerta Ernesto despidió a los tres guardias jurados gesticulando como un loco. Al reparar en el aspecto de Nikola le lanzó una mirada reprobatoria.
—¿Y tú dónde coño estabas? ¡Pareces un borracho después de una borrachera y hueles igual de mal! ¡No sé para qué os pago! ¡Sois un atajo de inútiles! resulta que me gasto una pasta indecente en cámaras de seguridad y servicio de vigilancia permanente para que un detective de mierda se me cuele en casa de noche. Y no contento con eso —añadió, lanzando espumarajos de rabia al vociferar. Hizo una pausa para recuperar el aliento—.No contento con entrar en Mi CASA —volvió a vociferar—, entra en mi habitación y me da de hostias.
Los rusos se miraron el uno al otro, intranquilos.
—Y… ¿sabéis lo mejor de todo? ¡Que nadie se entera de nada! ¡Por el amor de Dios! Me da de hostias, me arrastra por el pasillo, entra en el zulo del sótano, sale con Penélope cargada a sus espaldas y… ¡nadie se entera de nada!
Sergei y Nikola bajaron la mirada, avergonzados, mientras Ernesto daba grandes zancadas de un lado a otro de la habitación.
—Los subnormales de la vigilancia privada (esto sí que es cojonudo) —añadió con voz sibilante—, dicen que no observaron nada anormal. ¡Me cago en la puta que los parió a todos. Anormales son ellos, joder! ¿Tú no tienes nada que decir, Nikola?
El gesto fiero de Ernesto intimidó al curtido delincuente, que no se atrevió a despegar los labios.
—¡Dime algo por lo menos, joderrr! Cuando te contraté me dijeron que eras uno de los mejores. Un tío duro, un luchador… ¿Luchador? ¡Venga, hombre…! —exclamó, asqueado.
—Lo siento, jefe. Me sorprendió y…
—¡No quiero escuchar ni una sola palabra más! ¡Quiero que encontréis a ese maldito Balagar y que lo hagáis hoy mismo!
Alternó su fiera mirada de uno a otro alternativamente. Los dos matones aguantaron su mirada heridos en su amor propio.
—Apalead, torturad; matad a quien sea si es necesario; pero quiero tener a ese Balagar aquí antes de mañana. Y lo quiero vivo —dijo, lanzando espumarajos de rabia—, voy a cortarle a pedacitos con mis propias manos.
Los rusos no se movieron ni un milímetro de su posición.
—¿A qué cojones esperáis?
Ernesto no salía de su asombro. Jamás se hubiese imaginado tanta indisciplina entre sus propias filas.
—¿Qué pasa con la coca, jefe? —dijo Sergei—. ¿Cómo pudo llevarse más de media tonelada él solo?
A pesar de las circunstancias parecía que el ruso aún mantenía la cabeza fría. Ernesto resopló desquiciado.
—Eso no es problema vuestro, Sergei. Limitaos a hacer lo que os mando. No me importa lo que cueste. Quiero matar a ese malnacido, aunque sea lo último que haga en mi vida.
—Lo que tú digas, jefe —repuso Sergei con un fingido desinterés—. Delo por muerto —añadió, con voz siniestra—. Vamos, Nikola… tenemos trabajo.
Ernesto se sirvió una generosa ración de bourbon en una copa de cristal tallado. Acarició los relieves piramidales que adornaban la copa, perdiéndose por un instante en el ambarino reflejo que el whisky le arrancaba al girarla lentamente. Supo que los rusos habían seguido sus indicaciones cuando escuchó un violento acelerón que surgía del garaje. Se acercó a la ventana para observar cómo se alejaba a toda velocidad un todo terreno de alta gama. Cruzó los dedos deseando con toda su alma que por una vez en la vida algo le saliese bien, porque los últimos días habían sido una completa pesadilla. Le sobresaltó el desgarrado acento germánico del hombre que acababa de entrar en el salón.
—Buenos días, amigo mío. ¿Va todo bien? —inquirió el doctor Fleischer, con gesto preocupado—. He advertido que sus hombres están nerviosos esta mañana. Ni tan siquiera se han molestado en saludarme. ¿Ocurre algo que yo deba saber, camarada?
El veterano doctor le observaba atentamente por encima de sus diminutas gafas metálicas. Parecía que se esforzase por leerle la mente.
Ernesto se puso nervioso. No le gustaba nada en absoluto ese hombrecillo. Menos gracia todavía le hizo la aparición de su afeminado acompañante, que no se molestó en mirarle tan siquiera, empezando a cuchichear como una loca al oído del anciano. Tras unos segundos de confidencias este se separó con brusquedad exclamando en un perfecto castellano:
—¡No es posible. Dígame que se trata de una broma, señor Zaldumbia! ¡Es intolerable!
—Cálmese, doctor —Ernesto ensayó su mejor cara de fingida ambigüedad—. ¿Qué es lo que le ha dicho su ayudante?
—Me ha dicho una cosa que aún me resisto a creer, señor Zaldumbia. Me ha dicho que alguien ha entrado en su habitación secreta. Y digo secreta por decir algo… al parecer todo está desordenado. Dígame que no es cierto. Dígame que han sido ustedes los causantes de esos destrozos.
Ernesto tragó saliva, volviendo a desear una vez más que todo fuese un sueño; que todo fuese una pesadilla de la que se despertaría sudoroso y jadeante, pero reconfortado al comprobar que era solamente eso, un mal sueño; pero el desconfiado y ceñudo gesto del doctor era real; tan real como el desquiciante dolor de cabeza que amenazaba con volverle loco. Un retorcijón nació de sus entrañas retumbando como el gruñido de una fiera enjaulada. Ernesto apretó los esfínteres, consciente de que las consecuencias de esa maldita noche no se harían esperar.
Ignoró deliberadamente las inquisiciones del germano, limitándose a mirarle de reojo. Puso el dedo índice delante de los labios y cerró los ojos, agotado, mientras liberaba poco a poco el menguado aire de sus pulmones. El anciano doctor se sintió groseramente humillado, y no tardó en plantarse delante del empresario con los ojos desorbitados.
—Exijo una satisfacción, señor Zaldumbia. Está usted resultándome bastante desagradable y grosero. Reclamo de usted una disculpa y una explicación.
—Todo a su debido tiempo, doctor. Tengo problemas mayores. Necesito un poco de silencio para poder pensar. ¿cree que será capaz de estarse callado unos pocos minutos?
Venga —añadió, señalando con un gesto el maltrecho mueble bar—, sírvase un par de copitas de esas que tanto le gustan a usted. Vamos —insistió, empujándole hacia la primera de las botellas—. Yo le invito. Puede usted servirle un poco a su amiguito si quiere.
El viejo se quedó estupefacto. Intentó cerrar la boca, temiendo que se le cayese la dentadura postiza y boqueó como un pez recién pescado. Se sentía inclinado a protestar de nuevo; pero por primera vez en su vida era incapaz de encontrar las palabras adecuadas. Nunca en su vida se había sentido tan menospreciado. Se limitó a pegar un bufido, manifestando así lo profundamente ofendido que estaba. Entre dientes masculló algo ininteligible y con dedo acusador señaló a Ernesto mientras le amenazaba.
—Sepa usted que presentaré las quejas oportunas al señor Saavedra.
—Dígale lo que quiera, a mí ya me trae todo sin cuidado. No se moleste en llamarle, ya le he llamado yo hace tiempo.
Como haciendo buena su observación, una Ducati roja entró como una exhalación por el camino de grava, levantando una auténtica lluvia de piedrecillas tras de sí.
Ernesto volvió a correr la pesada cortina que cubría la ventana del salón. Del interior de su estómago surgió un gruñido breve, pero intenso. Trató de consolarse achacándolo a que no había desayunado todavía pero en el fondo de su ser sabía que era el miedo el que le retorcía las entrañas. Un miedo atroz y descontrolado, un pánico que había nacido esa misma noche y se había ido acrecentando minuto a minuto hasta adueñarse por completo de todo su cuerpo.
Cerró los puños con fuerza tratando de dominar el leve temblor de sus manos. No quería que Adolfo percibiese su debilidad porque de sobra sabía que el político traería consigo la guerra, el hambre y la muerte. De nada iban a servirle esta vez las excusas ni las promesas. Estaba al final de un callejón sin salida, y él mejor que nadie sabía lo que eso significaba.
La última semana no podría haber resultado más nefasta para él, rebotando con estrépito de fracaso en fracaso. Cerró los ojos con fuerza, preguntándose a sí mismo hasta qué punto llegaría el infortunio a manejar su existencia a partir de ese momento. Nunca se habría llegado a imaginar que asistiría al hundimiento de su propia vida a causa de una mujer. Él, que había ejercido tantas y tantas veces como juez y verdugo. Él, que había sido causa y efecto hasta entonces de incontables situaciones similares a la que le tocaba asistir a él en ese preciso instante. Recordó inconscientemente el funesto presagio que le había lanzado una vez una de las chicas a las que había obligado a prostituirse, de que la vida le devolvería multiplicado en sus carnes dolor con dolor, golpe con golpe. No podría haber estado más acertada —pensó.
No tuvo tiempo para más reflexiones porque en ese preciso instante entró como una galerna destructiva Adolfo Saavedra, con los ojos inyectados en sangre y una mirada hosca y áspera. Arrojó con violencia el casco integral que llevaba en la mano derecha, acercándose a grandes zancadas hacia Ernesto. Este se encogió un poco sobre sí mismo, agachando la cabeza inconscientemente pero el golpe que esperaba en cualquier momento nunca llegó a producirse.
Cuando el empresario levantó de nuevo la cabeza lo que encontró en su lugar fue la intensa mirada de desprecio de Adolfo, que lo escrutaba como un águila observaría a un diminuto ratón. Tenía los brazos en jarras y su rostro sin afeitar dejaba bien a las claras que había salido precipitadamente de su casa en cuanto lo había llamado. Ernesto se sintió avergonzado. El médico alemán y su afeminado ayudante sonreían divertidos, sabedores de que asistían al principio de un fin; el suyo.
Adolfo fue el primero en hablar, y lo hizo con una voz serena que contraponía totalmente su airoso estado mental. Era evidente que estaba haciendo un gran esfuerzo por controlarse. Ladeó la mirada para asegurarse de que solamente los teutones eran testigos de ese encuentro y pareció que el resultado le convencía. Unos escupitajos involuntarios se le escaparon al dirigirse a Ernesto.
—Me has llamado al teléfono fijo de mi casa. Te dije que solamente en caso de una urgencia de vida o muerte usases ese número de teléfono —el político hizo una pequeña pausa—. Te dije que sospechaba que lo tenía pinchado y aún así lo utilizas para decirme que mi hija se ha escapado de tu casa —remarcó esto último, clavando sus ojos en los asustados ojos del empresario—. ¿Es que te has vuelto loco o qué?
—Lo siento —murmuró, apesadumbrado, Ernesto—. No sabía qué hacer. Traté de llamarte al teléfono móvil pero no estaba operativo. Tenemos un marrón encima de los buenos.
—Estos últimos días no has dejado de sorprenderme, Ernesto; pero siempre desagradablemente —masculló el político con desprecio—. Eres como una maldita caja de sorpresas. Eres como una maldita caja cargada de desechos sépticos. ¿Cómo ha podido ocurrir? Decías que esto era como una fortaleza —el político movió las manos en círculo con un marcado efectismo—. Decías que NADA se escaparía de tu control aquí dentro… ¡Maldita sea, Ernesto! ¿Qué disculpa tienes esta vez? Espera, no me contestes, a ver si lo adivino… ¿Que ella te sedujo y te engañó? ¡Por Dios santo, Ernesto; Penélope no es más que un vegetal! ¡Ayer por la noche, cuando yo me fui de aquí, estaba más muerta que viva! ¿Cómo se te ha podido escapar, maldito inútil?
—Tuvo ayuda del exterior, Adolfo. Ese maldito detective la ayudó a escapar. No pueden estar muy lejos. Les busca la policía y ella llama la atención demasiado. Tenemos que encontrarlos antes que la policía, solamente eso.
—¿Solamente eso? ¿Quién te dice a ti que no haya sido precisamente la policía quien les esté ayudando en este preciso instante?
—Lo hubiéramos sabido ya, Adolfo. Hace muchas horas que se fueron de aquí.
El político comenzó a mesarse el bigote, estrujándolo y acariciándolo por turnos. Al cabo de un rato pareció haber tomado una decisión. Giró su cuerpo en redondo y centró su mirada en el profesor Fleischer, que no se perdía ni una sola sílaba de la conversación.
—Es evidente que nos hallamos inmersos en una pequeña crisis. Les pido disculpas por mis modales, pero tienen que comprender que me encuentro bajo mucha presión.
Siento mucho que se vean involucrados en esta situación tan… desagradable, digamos.
—No se preocupe. Nos hacemos cargo perfectamente —intervino el veterano doctor—. Son cosas que pasan. A veces las cosas se tuercen. Yo lo sé mejor que nadie, querido amigo.
—Usted qué cree, doctor. ¿Cree que es posible que Penélope pueda delatarnos?
—En mi opinión es totalmente imposible, camarada. No hemos llegado a completar el ciclo de exposiciones electromagnéticas, pero mis estudios son determinantes en ese sentido. Nunca antes había expuesto a un sujeto a dos sesiones con un lapso de tiempo tan reducido. No dispongo de datos para refrendarlo, pero eso no debería de influir; al menos no hasta ese extremo.
—¿Cuál es el porcentaje de recuperación de sus pacientes, doctor?
—El porcentaje de recuperación físico es completo en la mayoría de los casos. Intelectualmente no me atrevería a decir lo mismo. Como ya le he dicho con anterioridad el proceso ocasiona una pérdida total de la memoria a corto plazo irreversible. Los datos almacenados en el período afectado son destruidos por completo. Puede usted tener la certeza de que su hija no podría delatarle aunque quisiera. Para ella los últimos años de su vida van a ser una completa incógnita.
—¿Quiere usted decir que podría volver a vivir conmigo, ajena a todo lo que ha sucedido estos días?
—No sabría decirle, camarada… Mis estudios no se han centrado nunca en ese tipo de situaciones. El campo en el que nos movemos es demasiado incierto para afirmar nada.
El funcionamiento del cerebro es aún una incógnita para todos. Yo mismo he asistido a recuperaciones que se podrían calificar de milagrosas, en pacientes con lesiones cerebrales severas. No le sabría decir. Cualquier sonido, cualquier olor podría desatar algún tipo de recuerdo latente no consciente y desencadenar una serie de recuerdos completa.
—¿No me acaba de decir que el proceso es irreversible?
—En efecto, y lo mantengo; pero como ya le he dicho hace un momento estamos ante un campo demasiado virgen. Cada individuo reacciona de una manera diferente. Si quiere que le sea franco le diré que en el caso particular de su hija dudo mucho que llegue a recuperarse jamás. Necesitaría estudiar los gráficos de las dos sesiones para ser más concluyente; pero la destrucción celular después de dos sesiones tan seguidas ha de ser masiva. Es asombroso que aún siga viva, si le soy sincero.
—Pues vayamos al sótano y estudie los gráficos que sea necesario, amigo mío —dijo con un toque de optimismo Adolfo Saavedra—. A su espalda carraspeó incómodo Ernesto, con un hilo de voz apenas.
—Me temo que no va a poder ser posible, Adolfo…
Fue un susurro apenas, pero desencadenó el apocalíptico retorno del Adolfo iracundo y violento.
—¿Qué estás farfullando?
Adolfo silabeó entre dientes, fulminando con la mirada a Ernesto a la espera de una respuesta. Al ver que el empresario no acababa de atreverse a levantar la voz repitió en tono rabioso su pregunta. El estallido de su voz retumbó como una deflagración reventando la precaria calma que se empezaba a respirar.
—¿Qué es lo que has dicho? ¿Cómo que no es posible?
—Te lo iba a decir, pero no me has dejado tiempo —se excusó, torpemente, Ernesto—. Cuando Balagar entró en el sótano se llevó todos los DVD y destrozó los portátiles para sacarles el disco duro. Se lo ha llevado todo. Se ha llevado a la chica y se ha asegurado una buena baza para el futuro.
Al fondo de la estancia chilló protestando el anciano doctor alemán, pálido como un cadáver. Sus tímidas protestas iniciales se habían convertido en una seria sucesión de advertencias y amenazas. Ninguno de los dos atendió a sus demandas, absortos en fulminarse el uno al otro con la mirada.
—Eso no es lo peor, Adolfo —balbuceó aún más pálido Ernesto.
—¿Que no es lo peor? Si esto llega a saberse algún día será un escándalo. Con tu ineptitud nos has involucrado a todos, Ernesto. Nos estás enterrando a todos, por el amor de Dios.
—No fue lo único que hizo Balagar allí abajo —masculló el empresario—. ¿Recuerdas lo que teníamos almacenado en el sótano, Adolfo? —la cara del empresario quedó demudada por un repentino terror.
—No puede ser. Dime que no es lo que yo estoy pensando…
Unas gotas de sudor empezaron a nacer en la frente del político, que se las secó con la manga de la chaqueta de cordura en un rápido gesto.
—Esto se nos ha ido de las manos, Ernesto. ¿Se ha llevado algo de lo que había allí almacenado?
—Peor todavía, Adolfo…
—¿Peor? —La cara del político reflejaba fielmente el desconcierto y la sorpresa que estaba sintiendo en su interior—. ¿Qué puede haber peor que un robo?
—Lo ha destruido, Adolfo. Lo ha tirado todo por el desagüe del almacén. Los 600 kilos…
—Debo de estar soñando —musitó el político—. Cardozo se pondrá furioso. Era el mayor cargamento del año y además era base pura… Estás hasta el cuello de mierda, Ernesto.
—¿Estoy? ¡Estamos, querrás decir! ¡No puedes dejarme solo en esto después de lo que yo he hecho por ti!
La voz de Ernesto se tornó implorante. Adolfo no pudo evitar sentir un poco de lástima por ese desgraciado. Acababa de firmar su sentencia de muerte.
Cardozo no era hombre de palabras, era hombre de acción; y la compasión no era una de las palabras que le definiesen precisamente. Adolfo se alejó lentamente del empresario, dándole la espalda de manera deliberada. Como si la conversación ya no le afectase en absoluto zanjó el tema con sequedad.
—Estás solo en esto, Ernesto. Yo no puedo seguir haciéndome responsable de tus cagadas. Si fueses un poco inteligente, huirías; pero pareces demasiado estúpido hasta para eso. No me vuelvas a llamar para nada. No quiero que te relacionen conmigo nunca más a partir de ahora. Acepta mi consejo y huye. Prometo darte cuarenta y ocho horas antes de ponerme en contacto con Cardozo. Tienes cuarenta y ocho horas de vida. Aprovéchalas, porque a partir de ese momento estarás en peligro permanentemente.
—¿Eso es todo, Adolfo? —el empresario enarcó las cejas con escepticismo—. Después de todo lo que yo he tenido que hacer por ti, ¿me haces esto? Bonita manera de agradecérmelo. —Así que —repuso meditabundo, paseando de un lado a otro de la habitación como un león enjaulado—, aquí acaba todo para mí. —Ernesto comenzó a elevar la voz poco a poco—. Me dejas tirado como a una puta y… ¿pretendes que me quede de brazos cruzados? Estás muy equivocado, Adolfo. Si yo me hundo tú te hundes conmigo.
De repente todos quedaron paralizados al comprobar que Ernesto sostenía entre sus dedos una 9 mm Parabelum automática. El respingo de los dos alemanes fue perfectamente perceptible desde donde estaba el empresario y eso le insufló el valor suficiente para continuar con su diatriba.
—¡De aquí no se mueve nadie! —exclamó, totalmente fuera de sí—. Si alguien quiere salir de aquí lo hará; pero con los pies por delante.
—No tienes por qué hacer esto —apuntó Adolfo, con voz firme, pero recelosa—. Mi oferta es generosa, Ernesto… cuarenta y ocho horas. Deberías aceptarla. Piénsatelo bien.
No has dormido, eso es evidente. No puedes pensar con fluidez. Vamos a imaginarnos que no has dicho lo que has dicho. Guarda esa pistola y tranquilízate, por favor.
—No me puedes hacer esto, Adolfo —exclamó desencajado el empresario, meneando la pistola como si fuese un sable—. No puedes mirar hacia otro lado y dejarme aquí abandonado. Empezamos esto juntos y lo acabaremos juntos. Ya no tengo nada que perder.
—Está bien —le tranquilizó el político, extendiendo las manos con un ensayado gesto apaciguador—. Vamos a empezar de cero. Yo también estoy un poco nervioso, y te pido disculpas por ello. Supongo que tienes razón. Vamos a afrontar este problema desde un punto de vista práctico. Dejemos de lado lo de Penélope, porque está claro que ahora mismo no representa ningún problema. Sí, lo sé… —repuso, dirigiendo una rápida mirada a los médicos, que se habían acurrucado juntos en un sofá con las manos entrelazadas—. Ustedes tienen que salir del país. Podemos hacer frente a cualquier tipo de acusación, podemos argumentar que todo es una farsa y que los vídeos están trucados. Esta misma tarde pueden estar en Frankfurt. Mis contactos de Sudamérica podrían certificar que han estado de viaje en Ecuador, Colombia o Brasil. Eso no es ningún problema. Podemos arreglarlo todo, ¿verdad, Ernesto?
—Te olvidas de un pequeño detalle —repuso Ernesto—. Cardozo. ¿Qué pasa con Cardozo y los suyos?
—Podemos engañarles, Ernesto. Cardozo es como tú; a él solo le importa el dinero. Si le envías el dinero acordado, sumándole una pequeña cantidad a cuenta de daños y perjuicios, estoy seguro de que pasará por alto la desaparición de la droga. Ni siquiera tiene por qué enterarse. Yo te juro que no le diré nada…
—Se nota que no te mueves en mi mundo, Adolfo —masculló meneando la cabeza el empresario—. Los políticos sois así. Hacéis promesas, aun sabiendo que no podréis cumplirlas jamás. ¿Te crees que en el mundo real las cosas se solucionan con promesas y palabras?
—¿Cómo, si no?
—Si hago lo que dices, Cardozo me matará igualmente. Toda esa droga debería cubrir las necesidades del norte de España durante un par de meses aproximadamente. Es simplemente lo que algunos llamarían “economía de mercado”. Cardozo no se puede permitir tener su mercado desabastecido durante dos meses. Es una cuestión de infraestructura. De confianza entre proveedores y clientes.
—La semana que viene —continuó— tenemos prevista una entrega de quince kilos para un importante camello de avilés. ¿Qué pasará cuando se entere de que no tengo mercancía para él?
—La semana que viene está muy lejos, Ernesto —dijo el político restándole importancia con frivolidad—. Me resisto a creer que no tengas un plan alternativo. ¿Nunca te habías imaginado la posibilidad de que algo así pudiera suceder?
—Ni en mis peores pesadillas, Adolfo; ni en mis peores pesadillas… Hasta ahora yo era un hombre respetado; un hombre temido, al que nadie robaría. A partir de ahora cualquier desgraciado puede sentir la tentación de intentar estafarme. He perdido el respeto de mis hombres; lo he notado en sus ojos. En mi mundo un hombre sin respeto no es nada.
—Pues entonces dime lo que vamos a hacer —dijo el político poniendo los brazos en jarras. Tú mandas.
Ya fuera por la aparente sumisión del político o por la repentina aceptación de su soberana autoridad el caso es que Ernesto se relajó, bajando por primera vez la pistola con la que tenía encañonado al político. Este sonrió para sus adentros, sabedor de que la situación empezaba a decantarse de nuevo a su favor.
—Te escucho —añadió.
—Bueno —empezó Ernesto titubeante—, el caso es que tengo guardados cincuenta kilos de coca para emergencias en otro zulo. Sergei lo tiene escondido. Supongo que con esos cincuenta kilos podremos salir adelante hasta que puedan comprar unos cuantos kilos más en Villagarcía de Arosa o en Gibraltar. La calidad no será la misma, pero tal vez podamos salir de esta.
—¿Necesitas dinero? —preguntó Adolfo, con una tímida sonrisa asomando a sus labios—. Puedo ofrecerte casi un millón de euros en efectivo. Me llevará un par de días reunirlo pero no sería ningún problema.
—Sería mejor que me pudieses ofrecer droga, oro o piedras preciosas; pero supongo que lo podemos arreglar. Balagar no se debió de percatar de la heroína afgana y turca que había en los armarios del fondo. Haciendo un esfuerzo podríamos arreglarlo.
Una corriente de optimismo invadió el cuerpo de Ernesto, que por primera vez estaba viendo una posible salida al túnel de oscuridad que le había atenazado hasta ese momento. Sacó un pitillo de su pitillera de oro y ofreció tabaco a sus acompañantes. Los germanos negaron en silencio; pero Adolfo adelantó su mano para recoger gustoso la ofrenda. Ya tenía a Ernesto donde quería. Volvía a tener el control en sus manos. Solamente tenía una duda, y no tardó en comunicársela al empresario.
—¿Droga turca, afgana? ¿En qué más andas metido, Ernesto? Yo creía que solamente trabajabas con Cardozo.
—Cardozo, Kalim el Ibim, Jalar Kabul… ¿Qué más da, Adolfo? Vivimos en una economía global y los negocios hay que hacerlos a escala global. Tú deberías saberlo mejor que nadie. Todos necesitamos dinero y el dinero nunca se queda quieto. En este negocio no puede uno quedarse quieto nunca; hay que diversificar: drogas, armas, mujeres… lo que sea con tal de ganar dinero.
—No seré yo quien te lleve la contraria, Ernesto. En fin… si quieres el dinero será mejor que me ponga en marcha cuanto antes. Tengo que hacer algunas visitas.
—Sea —aceptó el empresario—, pero no irás solo. Yo te acompañaré hasta que hayamos salido de esta. ¿Te parece bien?
—Correcto. Doctor Fleischer —apuntó el político, con una recobrada autoridad—. Daré instrucciones a mi chófer para que les venga a recoger dentro de media hora. Pueden ir preparando su equipaje, entretanto.
—Y luego, ¿qué haremos, “amigo”? Estamos en una situación extremadamente delicada. ¿Qué pasará si se difunde el contenido de esos ordenadores?
—No se preocupe, doctor. Desde Asturias volarán a Barajas y allí les estará esperando uno de mis contactos. Deberán entregarle sus pasaportes. Cuando estén en Alemania los recibirán por mensajería urgente debidamente sellados por el país que ustedes decidan. Nadie podrá poner en duda su coartada.
—Parece arriesgado, pero ¿acaso tenemos otra opción? Señor Zaldumbia —repuso el teutón con voz grave, dirigiéndose al enardecido empresario—. Debe usted recuperar esos discos duros. contienen información personal y privada. Información verdaderamente peligrosa para muchas personas; algunas de ellas más peligrosas que usted, que Adolfo y que nadie que se puedan imaginar. Tiene usted la vida de muchas personas en sus manos. ¿Cree que podrá soportar tanta carga?
Ernesto estalló en una violenta carcajada.
—Sus vidas me importan un carajo, camaradas. He tenido perros que me han importado más que ustedes en este momento. Yo no les he llamado aquí para nada y si de mí dependiera exterminaría a todos los de su condición. Sí… —añadió, con fiereza—, no se crea que no me he dado cuenta de cómo se miran y se tocan. En mi país tenemos una palabra para gente como ustedes: maricones.
Arrastró con desprecio y una mueca de asco sus últimas palabras. El rostro del anciano doctor se tornó de un rojo escarlata.
—Sí… —continuó el empresario—. Me ha entendido perfectamente, no ponga ese careto de anormal. Deberían irse de aquí cagando melodías, antes de que me entre el tembleque en el dedo y me ponga a pegar tiros. Me tiene sin cuidado lo que contengan esos putos ordenadores. Tengo cosas más importantes en que pensar en este momento.
El germano dirigió la vista hacia el político buscando su apoyo, pero este no pareció enterarse.
—Adolfo… —balbuceó el doctor Fleischer, con el corazón a punto de escapársele del pecho—. Dígale usted algo.
—Aquí el que manda ahora soy yo —cortó con sequedad Ernesto, levantando de nuevo la pistola amenazadoramente—. Ya han oído lo que tienen que hacer: en media hora les recoge su chófer; y de aquí para su puto país sin pararse ni tan siquiera para mear… ¿lo han entendido?
El asustado doctor asintió con vehemencia, indicándole con un gesto a su amancebado acompañante que le acompañase sin perder tiempo a la planta alta. Cuando se hubieron quedado solos, Adolfo se dirigió con suavidad al empresario.
—No sabía que fueras tan homófobo.
—Hay muchas cosas de mí que nunca te has molestado en saber, Adolfo; pero sí… —añadió con fiereza—, antes pegaría un par de tiros a este par de maricones que a un pobre judío encarcelado. “Raza aria, dicen…” —escupió al suelo con desprecio.
—Venga —conminó apremiante—. Démonos prisa. No tenemos tiempo que perder. Vamos a visitar a esos amigos tuyos, a ver si es cierto que tienes tanta pasta como dices.








Capítulo
24

E
l atestado pasillo del Gobierno Militar era un hervidero de gente. A la puerta del despacho del coronel Maraña la actividad era incesante. Al igual que en una gigantesca colmena los emisarios iban y venían en un frenético y acompasado vaivén sin entretenerse ni tan solo el más mínimo segundo. A lo largo de toda la mañana el coronel se había ido entrevistando con toda una serie de personajes tan variopintos y desconcertantes que en esos momentos ya estaba desbordado. Su serenidad habitual había ido dejando paso poco a poco a un carácter hosco y airado. Al menos así pareció entenderlo el teniente Sandoval, que se cuadró en actitud marcial antes de cerrar la puerta tras de sí.
—¡Tráeme ahora mismo al comisario Medallas, y cancela el resto de entrevistas! —le había espetado, totalmente fuera de sí, hacía apenas unos segundos el coronel.
¿Qué demonios estaría pasando para que su jefe, tan correcto habitualmente, estuviera en ese estado de inquina ansiedad? Pocas veces se había dirigido hacia él con tanta hostilidad y la experiencia le decía que solamente una situación de extrema gravedad podría hacer al coronel perder el dominio de sus nervios de una manera semejante. En todo caso no era asunto suyo cuestionar las órdenes de un superior, así que salió del despacho trotando a paso ligero.
Sabía dónde encontrar al comisario Medallas, y no quería darle motivos a su jefe para una reprimenda. El recuerdo del último rapapolvo del coronel acabó de espolearle. Todavía lo recordaba con nitidez. El coronel era un hombre inteligente y brillante, muy tolerante con sus colaboradores; pero un competidor nato. La derrota y el desánimo no tenían cabida entre sus filas; como tampoco el desacato ni la laxitud.
En cierta ocasión —recién salido de la academia— uno de los hombres que había dejado a su cargo el coronel se había ausentado sin motivo durante unos minutos en uno de los ejercicios de simulación. Su expulsión del equipo fue automática. De nada habían servido las alegaciones del joven respecto a sus agudas molestias gastrointestinales. Cuando Maraña tomaba una decisión sus dictámenes eran irrevocables. Como instructor del joven aspirante a él le había reportado una buena reprimenda.
Se encontró al comisario Medallas justo donde lo había dejado hacía más de setenta minutos. Se había puesto cómodo en uno de los butacones de la sala de espera para visitantes comunes, aparentemente ajeno al incesante y silencioso ir y venir de mandados y mandatarios. Se entretenía hurgándose la nariz con avaricia, afanado en descubrir algún tipo de tesoro oculto en las profundidades de sus fosas nasales. Cuando se percató de la llegada del teniente el comisario frotó su dedo pulgar y corazón formando una pequeña bola que arrojó con disimulo debajo del butacón. Sandoval se preguntó en silencio cuántas de aquellas pequeñas bolas habría tenido tiempo Medallas de fabricar en el tiempo que le había dejado solo. Prefirió no imaginárselo; y con un gesto de la mano le indicó que se levantase.
—Acompáñeme, por favor. El coronel le está esperando.
—Ya iba siendo hora —protestó el policía—. He visto que ha entrado mucha gente antes que yo. Gente que ha llegado más tarde.
—Eso no es problema suyo. Esto no es la cola de la pescadería. Acompáñeme.
—No me gusta repetir las cosas —insistió, con vehemencia, el militar. Al ver que el policía no se movía lanzó una mirada inequívoca a un par de soldados.
José Manuel Medallas ya no tuvo ninguna duda. No soportaba a ese resabiadillo tenientucho. Saltaba a la vista que era el tipo de lameculos profesional que te jodería a la mínima con tal de ganarse el favor de sus superiores.
Con un marcado deje de fastidio se levantó Medallas del butacón, estirándose con grosería y descaro. Eso pareció sacar de quicio al teniente Sandoval, que se revolvió, arrugando la nariz con desagrado. Si las miradas matasen el cadáver del comisario adornaría en aquel preciso instante la desgastada moqueta de la sala de espera.
—Detrás de usted, teniente. La educación ante todo.
La sorna de que hacía gala el policía incomodó aún más al teniente, que le dedicó otra mirada reprobatoria, tentado a contestarle.
—Dese prisa. Al coronel no le gusta que le hagan esperar.
—Es gracioso, teniente. A mí tampoco; y aquí me tienen.
—No se haga el gracioso. Ha sido una mañana difícil. Ninguno le vamos a reír sus gracias, comisario.
Al policía no se le escapó la velada advertencia del militar. Algo serio debía de estar sucediendo, a juzgar por los rostros circunspectos de los que habían ido entrando y saliendo a lo largo de la mañana. El teniente no hacía sino confirmar sus dudas.
Habían llegado a la puerta del despacho, acondicionado ex profeso para el coronel. Dos militares uniformados montaban guardia, armados hasta los dientes. ”Un poco excesivo”, pensó para sí Medallas. En cuanto reconocieron al teniente se apartaron cuadrándose en posición de firmes. El teniente les devolvió distraídamente el saludo, pasando ellos a posición de descanso automáticamente.
Medallas no pudo evitar sentirse un poco impresionado por la precisión y pulcritud marcial que se respiraba en aquel edificio; tan diferente de la anarquía que existía en su comisaría. Apuntó mentalmente que en lo sucesivo impondría más disciplina entre sus hombres. El teniente Sandoval le precedió, manteniendo la puerta abierta para franquearle el paso. El comisario pudo entrever al coronel de pie ante un grupo de hombres, que parecían escucharle con todos los sentidos alerta. La tensión que reflejaban sus rostros le certificaron definitivamente al policía que algo no marchaba del todo bien.
—A la orden de vuecencia, coronel… ¿Da usted su permiso? —Medallas reprimió una protesta.
El maldito Sandoval parecía empecinarse en las más puristas fórmulas castrenses. Si de él dependiera ya se hubiese plantado en medio de la cámara en cuatro zancadas; pero el cuerpo del obstinado militar le impedía el paso de forma deliberada.
—Adelante, teniente. Pase, señor comisario. Le estaba esperando.
—Cuando su teniente me deje —rezongó exasperado el policía, empujando suavemente al uniformado militar, que le fusiló con la mirada.
—Déjennos solos, por favor —ordenó el coronel, con voz autoritaria.
A su orden todo el personal que atestaba la habitación comenzó a retirarse en silencio y en estricto orden jerárquico. Sin protestas. Sin demoras. El comisario se quedó boquiabierto.
—No, teniente. Usted y la teniente Ludeña pueden quedarse —añadió el coronel.
Medallas echó un vistazo alrededor. Estaban en una amplia estancia, decorada con tapices y pendones que proclamaban el origen castrense de la sala. El suelo estaba desgastado hasta el extremo de que las losetas de mármol que conducían a lo que antaño habían de ser los despachos de reclutamiento estaban rebajadas casi un centímetro con respecto a sus vecinas. En su lugar ahora podían observarse un montón de mesas y de sillas portátiles soportando una ingente cantidad de material informático. Por encima de los tapices sobresalían unas descomunales pantallas de plasma que mostraban en tiempo real imágenes de satélites y de cámaras de seguridad. A su lado desentonaba descolorido y triste un anacrónico lienzo del rey Juan Carlos I en actitud benevolente, ataviado con el uniforme de capitán general del Ejército español.
Esto es surrealismo puro —pensó Medallas—. El más rancio abolengo castrense conviviendo con la modernidad en igualdad de condiciones. La tradición militar frente a la evolución científica. La simbiosis perfecta entre información y poder. La voz del coronel le devolvió a la realidad.
—Sea usted bienvenido, señor comisario —empezó el coronel, estrechándole la mano al policía—. ¿Le apetece a usted tomarse algo? tenemos café recién hecho y un poco de bollería.
Medallas siguió con la mirada la dirección que le indicaba el analista militar. En una pequeña mesita reposaba una pequeña cafetera eléctrica rebosante de humeante café. A su lado se encontraban dispuestos en una bandeja varios paquetitos de bollería industrial. De su estómago brotó una pequeña súplica; pero el comisario negó con la cabeza. No era un novato y sabía perfectamente que si el coronel le ofrecía con tanta cortesía un almuerzo era con un fin; el de hacerle sentir cómodo. Él mismo había utilizado esa táctica al comienzo de algún interrogatorio difícil. Se puso en guardia.
Ignoraba los motivos que habían impulsado al coronel Maraña a citarle allí pero desde luego no era para invitarle a desayunar; y menos aún después de despedir a todo el personal de la sala. Algo se estaba cociendo, y olía condenadamente mal. El coronel decidió comenzar la entrevista, modulando con suavidad su voz.
—Se preguntará por qué le he hecho venir hoy con tanta urgencia ¿verdad?
El policía asintió con gravedad. Maraña continuó.
—No voy a andarme con rodeos. No es mi estilo y no tenemos tiempo para andarnos con pijadas. ¿Cuándo ha sido la última vez que habló usted con Balagar?
La pregunta no pilló desprevenido al policía. En la hora y pico que le habían tenido esperando había fantaseado con el propósito de su estancia en aquel lugar y solamente se le ocurría una misma opción: Balagar. Hacía un par de días que le había llamado desde una cabina telefónica dejándole solamente un mensaje: “todo OK”. Desde entonces ni una llamada; ni un solo indicio de que estuviese realmente vivo. A él también le tenía desconcertado el silencio de Balagar, pero había prometido protegerle y así sería. Con su mejor gesto de inocencia contestó con suavidad.
—Me consta que usted lo sabe tan bien como yo, coronel. Puedo ser muchas cosas, pero no soy un pardillo. Sé que tienen mi teléfono intervenido. ¿Me equivoco?
—No, no se equivoca, comisario —repuso sincerándose el coronel—. Sabemos que hace treinta y seis horas Balagar le llamó desde un teléfono público. Sabemos que le dijo que todo estaba bien, pero queremos que nos ayude a descifrar lo que quería decir con ese sucinto “Todo OK”. ¿Vamos a llevarnos bien usted y yo, comisario, o tendré que ponerle en el bando de mis enemigos?
 —¿Por qué no se lo preguntan a él? —se limitó a contestar Medallas con tranquilidad—. Yo me he quedado igual que ustedes con ese mensaje. No sé qué me quería decir. Siento haberles hecho perder el tiempo.
Con un gesto de esfuerzo se incorporó con lentitud de la silla. Pudo sentir la mirada del teniente Sandoval fulminándole a su espalda.
—Se lo digo en serio, coronel —añadió el policía, con ensayada inocencia—. A veces Balagar se comporta de forma extraña. Usted debería saberlo. Ha tenido acceso a sus informes, supongo.
—No me tome por estúpido, comisario. No se lo recomiendo. Sabe perfectamente que si pudiésemos hablar con él no hubiésemos acudido a usted. Vuelva a sentarse, por favor. Tengo la impresión de que esta reunión va a ser más larga de lo que teníamos previsto. Teniente Sandoval —añadió con voz autoritaria—. Asegúrese de que nadie viene a importunarnos a partir de este momento. Dé las instrucciones oportunas y vuelva en cuanto le sea posible. El carácter de esta reunión es secreto ¿entendido?
—A la orden, señor —contestó el joven teniente, que salió de la estancia hinchado como un globo terráqueo, departiendo órdenes a diestro y siniestro. Al cabo de unos segundos, regresó, con el rostro henchido de satisfacción.
—Todo despejado, señor. He dado el resto de la mañana libre al personal del equipo y he cancelado el resto de entrevistas previstas para hoy. ¿Ordena usted algo más?
—Descanse, teniente, descanse… Siéntese aquí, por favor.
El coronel indicó un lugar al lado del suyo propio, y el teniente no perdió tiempo en ocuparlo, adulado sin duda por la deferencia de su superior. A Medallas le recordó a un perrito faldero falto de cariño y reprimió una sonrisa. La teniente Ludeña ocupó un discreto asiento entre el comisario y el teniente Sandoval, observando en silencio los movimientos y las reacciones del policía. Medallas extremó las precauciones. Todas las fichas estaban colocadas en el tablero. A partir de ese momento cualquier movimiento en falso podría perjudicarle. El coronel pareció decidir que había llegado el momento de comenzar la partida; porque se dirigió directamente al policía con voz potente y airada.
—Hace más de treinta y ocho horas que no sabemos nada de Balagar. No, no ponga esa cara de sorpresa, comisario. Usted sabe perfectamente que le teníamos sometido a estricta vigilancia. No me diga cómo, pero el caso es que logró deshacerse del equipo de observación. Tuvo que contar con la ayuda de algún tipo de colaborador; y ahí es donde entra usted…
—No sé a qué se refiere, coronel —se disculpó el policía humildemente—. Es cierto que mantuve una serie de conversaciones con Balagar hace un par de días, pero ustedes lo saben mejor que yo… no me ha vuelto a llamar y no le he vuelto a ver desde entonces.
—¿Puede decirnos en torno a qué giraban sus conversaciones? —inquirió interrogante el coronel sin abandonar su gesto adusto y desconfiado.
—No veo por qué no —respondió Medallas—. Balagar estaba preocupado por Penélope. Aseguraba que Ernesto la tenía retenida en su casa y me pidió ayuda para ir a comprobarlo. Ya se lo dije a usted en su momento. No es algo nuevo… Quería que le ayudase a entrar en esa casa.
—¿Y lo hizo? —preguntó, circunspecto, el coronel
—¿El qué? —respondió, con inocencia, el comisario.
—¡Ayudarle, demonios! —estalló el coronel—. Comisario, no me haga perder el tiempo. Ambos sabemos que Balagar está escondido en algún lugar, lejos de nuestra observación. Quiero saber dónde y por qué.
—Ojalá pudiera ayudarle, coronel; pero le aseguro que no sé dónde está. ¿Han probado a buscarle en casa de Ernesto Zaldumbia? Es el único sitio en el que se me ocurre que podría estar Balagar en estos momentos.
—Pues sí —afirmó el militar con vehemencia—. Hemos ido a buscarle a esa casa, pero allí no sabían nada de él. Hemos requisado las cámaras de seguridad de esa finca esperando encontrar alguna pista y no se observa ningún movimiento anormal.
En ese momento intervino con voz grave el teniente Sandoval.
—Con su permiso, mi coronel —el teniente continuó, tras comprobar que Maraña asentía, dándole su aprobación—. Comisario… nos consta que la noche que usted recibió esa llamada Balagar mantuvo una entrevista privada con alguien, ¿podría usted decirnos con quién?
—Lo ignoro —aseveró Medallas con toda sinceridad.
—Verá usted —continuó el teniente—. Ese día Balagar salió de casa a las once de la noche, y durante una hora y media aproximadamente asistió a un encuentro anónimo y secreto en un motel de carretera… ¿Cree usted que podría haberse reunido con Penélope en ese motel?
—Ustedes son los especialistas en inteligencia. En mi opinión pudo haber ido a pegar un polvete para descargar tensión. Es lo que haría cualquier hombre soltero en su situación. Discúlpeme, señorita —añadió, dirigiéndose a la teniente Ludeña, que no se perdía ni un solo detalle de la entrevista—. No pretendía resultar grosero.
—Continúe, por favor —se limitó a contestar ella.
—Bueno; les diré lo que yo creo —continuó Medallas—. Balagar salió de casa a media noche, quedó con alguna de sus amigas para un encuentro casual y una vez solventada esa necesidad me llamó para tranquilizarme. No es tan grave…
—Comisario —escupió con gesto airado el teniente Sandoval—. Balagar no volvió a su casa esa noche. Suponemos que la persona con la que se encontró en ese motel se encargó de conducir su coche de vuelta a su casa y que él aprovechó para escabullirse tranquilamente en el coche de su cómplice. Necesitamos saber quién era esa persona y usted es el único que parece saberlo, puesto que Balagar se dirigió directamente a usted.
—Lo hizo para decirle que todo había salido bien, así que usted sabe lo que hizo y por qué. Podemos acusarlo de obstrucción a la justicia, comisario. Sería el fin de su carrera —susurró amenazador el ambicioso militar—. ¿Cree usted que merece la pena?
—No tengo nada más que añadir, hagan ustedes lo que crean conveniente.
El comisario cruzó con obstinación los brazos dando a entender que a partir del aquel momento no contarían con su colaboración. El coronel pareció advertirlo, porque suavizó el tono de su voz al dirigirse de nuevo a él.
—Somos plenamente conscientes de que tiene una deuda de gratitud con Balagar, comisario. No crea usted que no nos hemos dado cuenta de que solamente quiere protegerle con su silencio. En el fondo ambos buscamos lo mismo, comisario. Balagar puede encontrarse en peligro y usted con su silencio puede estar contribuyendo a hundirle cada vez más. Piénselo.
—Es posible —afirmó Medallas, compungido—. Pero prefiero correr el riesgo. Ustedes no saben nada de Balagar. ¿Creen que lo saben todo por haber leído unos informes? No tienen ni idea. Balagar es una persona con una integridad fuera de toda duda. Se han inventado muchas mentiras sobre él. Se le ha enterrado en una mierda que él no merecía. Además —continuó, con gesto encendido, el comisario—. ¿Qué es lo que le hace tan importante para ustedes? No entiendo todo este interés, todas estas amenazas; todo este despliegue de medios…
—Digamos que Balagar se encontraba en el momento equivocado con la persona equivocada, comisario —dijo el coronel, chasqueando la lengua—. Quien realmente nos interesa es Penélope y en estos momentos el único hilo conductor que nos queda es Balagar. Necesitamos desesperadamente encontrar a Penélope, y el instinto me dice que solamente él sabe dónde encontrarla. Si usted me ayuda a mí yo le ayudo a usted… ¿Qué me dice? —el coronel se quedó expectante, a la espera de la respuesta del policía.
—No puedo ayudarles. No sé dónde está Balagar —respondió el policía con terquedad.
—No es necesario que nos lo diga, comisario. Solamente queremos saber cosas de él, su manera de pensar; su manera de actuar… ese tipo de cosas. Creo que no es mucho pedir ¿no le parece?
Medallas entornó la cara con escepticismo. No parecía gran cosa, pero su instinto le decía que no se fiase de los militares que tenía delante de él.
—¿Qué quieren que les diga? Para mí Balagar es como un hijo. No podría decir nada malo sobre él. Le debo la vida de mi propia hija. De no ser por él ahora sería tremendamente desgraciado. Pero eso ustedes ya lo saben —añadió pesaroso el policía.
—Háblenos de eso —propuso el coronel con desenfado—. Le escuchamos.
El comisario Medallas entrecerró los ojos forzándose a recordar. Se frotó las sienes intentando aliviar el incipiente dolor de cabeza que empezaba a querer cobrar vida en lo más profundo de su interior. No sabía si estaría haciendo lo correcto; pero quería dejar constancia de que la persona a la que se le estaba poniendo cerco injustamente tenía un pasado cargado de servicios heroicos y desprendidos; que la persona que con tanta desconfianza se ponía en tela de juicio contaba con los méritos suficientes para ser tratado con respeto y consideración. Carraspeó un poco para aclararse la voz y le pidió un vaso a agua al teniente antes de comenzar. Tras un primer trago empezó:
—Balagar y yo nos conocemos desde hace muchos años. Yo fui uno de sus instructores en la academia. Fue un cadete brillante —aseguró, con un brillo de orgullo en su mirada—. El número uno en su promoción —puntualizó—. No había nada ni nadie que le intimidase. Le daba igual el campo en el que hubiese que trabajar. Todo lo hacía bien: lucha cuerpo a cuerpo, manejo de armas, teoría criminalística, derecho penal…
—Tenemos sus informes. Un alumno brillante, sin duda —aclaró el coronel.
—Brillante. Usted lo ha dicho. Esa es la palabra —el policía hizo una pausa. —. Cuando acabó su período de aprendizaje en la academia le surgieron un montón de oportunidades y rechazó destinos que le podrían haber reportado una promoción meteórica; pero no era ambicioso. He conocido a pocas personas como él, con un carácter tan altruista.
—Tenía un don, coronel… era capaz de mimetizarse en cualquier ambiente. Su capacidad de empatía le permitía entablar amistad con cualquier delincuente. Se especializó en el arte del camuflaje, hasta el punto de que podía pasar desapercibido en cualquier misión. Empezó a trabajar como infiltrado en una sección especial dedicada al crimen organizado. Gracias a sus informes pudieron desmantelarse varias redes de prostitución y trata de blancas. Su éxito fue tal que empezaron a interesarse por él varios organismos oficiales, y algunos no tan oficiales. Usted lo sabe mejor que nadie… ¿No es así, coronel Maraña? —el coronel asintió en silencio.
—Como les iba diciendo —continuó Medallas—, Balagar se pasó varios años recibiendo adiestramiento militar especializado. Entre los años 1999 y el 2000 trabajó en el extranjero, en los cuerpos de élite del ejército. Yo nunca le he preguntado y él nunca me ha contado nada; pero en ese período su carácter cambió. Se hizo más reservado, y un brillo opaco en la mirada indicaba que ya no era el mismo chaval idealista y soñador que había salido de la academia. Usted podrá imaginarse mejor que yo el porqué de esa transformación, coronel.
—Es información reservada. Información de alto nivel.
—Lo sé, coronel, y me imagino el tipo de cerdadas que se vería obligado a cometer. No hace falta ser muy listo para imaginárselas.
El coronel apretó los labios con incomodidad. Medallas intuyó que había dado en el blanco. Decidió continuar.
—En fin… El caso es que por aquel entonces Balagar se carteaba con una chica que vivía aquí en Oviedo. Soledad Jiménez, creo que era su nombre.
—Es correcto —intervino por primera vez la teniente Ludeña con prudencia—. Soledad Jiménez, alias “Zulema”. Según nuestros informes ella era la única persona (aparte de usted, claro está) que mantenía correspondencia con Balagar en aquella época. Pasó todos los filtros de seguridad porque era una chica sin filiaciones políticas ni complicaciones éticas. Se habían conocido en la academia de Ávila en uno de los cursillos de infiltración y trabajaba encubierta estudiando los métodos de captación de una secta de chiflados precisamente aquí, en Oviedo. Fue usted quien la hizo venir, ¿verdad, comisario?
Medallas apartó su rostro, incapaz de soportar la intensa mirada de reproche que le lanzaba la teniente Ludeña. Todavía se despertaba algunas veces por la noche pensando en ello, sabiéndose en cierta manera culpable de todo lo que había pasado. Haciendo un gran esfuerzo volvió a mirar fijamente a los ojos de su interlocutora, dejando escapar un suspiro.
—Ella era la mejor. Si Balagar hubiese nacido mujer hubiese sido sin lugar a dudas Soledad. Eran almas gemelas… En la academia competían entre ellos por ser los mejores, exigiéndose a ellos mismos siempre el máximo. Quizás por eso se enamoraron de la manera que lo hicieron. Ella fue sin lugar a dudas el gran amor de Balagar.
—No ha contestado a mi pregunta, comisario —intervino la teniente tenazmente—. ¿Fue usted quien la hizo venir?
—En efecto, así es… —admitió el policía, con el semblante oscurecido—. Usted cree en la relación causa-efecto, coronel. En alguna conversación recuerdo que se preguntaba si casualidad y causalidad no serían en el fondo lo mismo…
—Lo recuerdo perfectamente —afirmó el militar, con grave acento—. Le escucho.
—En mi caso personal la causalidad fue infinitamente más trágica que la casualidad, coronel. A principios del año 2000 había hecho venir a Soledad con una misión en principio bastante simple: debía infiltrarse en una peligrosa secta. La Iglesia Evangélica de los Siete Sellos Divinos. No fue una elección objetiva; la elegí a ella porque la conocía; porque confiaba en ella y porque era la mejor en ese campo… No me miren así, ustedes hubieran hecho lo mismo si hubiesen estado en mi situación. Se creen ustedes en posición de cuestionarme, pero ¿acaso no hubiesen hecho ustedes lo mismo si su pareja hubiese sido abducida por esos desgraciados sin escrúpulos?
Medallas paseó la vista por el rostro de sus interrogadores. Lo hizo deliberadamente despacio, atento a las reacciones de cada uno de ellos. Ninguno dejó traslucir ningún tipo de emoción; por lo que el policía decidió continuar.
—Efectivamente. Mi mujer, Yolanda… —el comisario se pasó la mano por la frente, como si unas inexistentes gotas de sudor empezasen a molestarle—. No puedo culparla. Por aquel entonces yo era un prometedor inspector, demasiado preocupado por escalar en el complejo mundo policíaco y político. Pasaba poco tiempo en casa y el poco tiempo que pasaba en ella llegaba tan cansado que solamente podía pensar en descansar. Todo se agravó cuando nació nuestra hija Juncal. Solamente ahora me doy cuenta de que las tenía desatendidas.
El policía hizo otra pausa, haciendo acopio de aire antes de continuar. Se le veía afectado.
—No quise verlo. Supongo que era más fácil para mí aparentar que no lo sabía. Para ella fue una liberación sentirse aceptada en aquel círculo tan protector y cerrado. Necesitaba sentirse querida, escuchada. Ellos supieron seducirla, y en poco tiempo la hicieron suya para siempre. Ellos se apoyaban los unos a los otros y poco a poco fueron alejándola de mí. No me pareció demasiado peligroso. Al contrario… Fui tan estúpido que hasta me sentí aliviado de que ella encontrase un entretenimiento. ¿Se dan ustedes cuenta de todo el daño que podía haber evitado? —exclamó apesadumbrado.
—Al principio eran reuniones informales en cualquier casa de los integrantes de su congregación; pero con el paso de los meses su distanciamiento fue total. Ya no venía con la niña a dormir a casa; siempre tenía disculpas. Dejamos de hablarnos y empezamos a discutir sin importarnos que la niña estuviese delante. Siempre tenía que acompañar a alguien, que ayudar a alguien… Empecé a preocuparme de verdad cuando las pequeñas limosnas se convirtieron en sustanciosas dádivas monetarias. Ella siempre afirmaba que nadie la obligaba a hacerlo; que era su voluntad, pero en una de sus últimas donaciones el importe era superior a las 200.000 pesetas. Por aquel entonces todavía se trabajaba con la peseta.
—Comprenderán que puse todos los medios a mi alcance por frenar esa situación, pero una noche de abril Yolanda no volvió a casa. Tuve miedo de no volver a ver a mi pequeña; y la busqué por todos sitios; pero al cabo de un par de semanas me enteré de que se encontraba recluida en un caserón cerca de La Manjoya, aquí en Oviedo.
—Díganos algo que no sepamos, comisario… —rezongó el teniente Sandoval, bostezando groseramente.
El coronel Maraña le fulminó con la mirada, haciendo que el joven teniente se sonrojase súbitamente.
—Lo siento —murmuró avergonzado—. Solamente era un pensamiento en voz alta. No se volverá a repetir.
—Continúe, por favor, comisario —dijo el coronel—. A mí me parece realmente interesante lo que nos está relatando.
—Poco me queda por contar, coronel. Denuncié a Yolanda por abandono del hogar pero en este país las leyes benefician por sistema a la mujer, lamentablemente. Injustamente le fue concedida la custodia de la niña; así que no me quedó otro remedio que sacarla de ese ambiente para intentar hacerla recapacitar. Yo solamente pensaba en la niña. No podía soportar la idea de verla crecer rodeada de esos tarados.
—Le entiendo perfectamente —dijo el coronel—. Yo en su lugar hubiese hecho lo mismo. Continúe, por favor.
—Con mucho esfuerzo conseguí que trasladasen a Soledad a Oviedo. No resultó sencillo, porque la habían incluido en algún tipo de entrenamiento táctico de combate. Tardé más de lo que yo hubiese deseado, pero en el verano de ese mismo año ya estaba totalmente introducida en el entramado jerárquico de la secta. Logró seducir a uno de los gurús, un tal armando, y todas las mañanas se acercaba con él al mercado del Fontán para aprovisionar a su gente. En esas escapadas aprovechaba para dejarme cartas que yo enviaba a Balagar; y me traía noticias de mi mujer y mi hija. Los progresos eran desalentadoramente calmosos. Esa gente era muy prudente y se cuidaban muy-mucho de hablar de temas importantes delante de extraños y neófitos.
A finales de noviembre todo cambió. Soledad captó de casualidad una conversación entre Marcos —el líder de la secta— y Armando. Al parecer Marcos instaba a su subordinado a proveerse de la máxima cantidad de estramonio posible para celebrar la llegada del año 2001. No parecía que en principio fuese demasiado preocupante, porque este tipo de comunidades hacen ocasionalmente empleo de sustancias psicotrópicas en sus rituales; pero Soledad incidió mucho en el hecho alarmante de que Marcos apremiase a uno de sus acólitos en hacer reservas de esa droga en concreto. Entre las postulaciones de la secta estaba la firme creencia de que el mundo se acabaría el día 1 de enero de 2001 (1/1/01). No teníamos tiempo que perder.
Soledad así se lo debió de hacer saber a Balagar; porque al cabo de un par de días apareció por la comisaría cargado de preguntas. Me resultó imposible negarle su intervención y para las Navidades de ese año ya estaba compartiendo rezos y plegarias con Soledad en el caserón de La Manjoya.
Con la llegada de las Navidades a Soledad se le prohibió salir a los recados y Marcos se volvió todavía más precavido, si cabe. Empezamos a inquietarnos porque dejamos de tener noticias de lo que estaba ocurriendo allí dentro. Empezamos a especular con la posibilidad de una intervención, pero nada hasta el momento indicaba que se tratase de un grupo peligroso. Nunca habían protagonizado ningún incidente y los vecinos de la zona afirmaban que se trataba de gente normal y corriente. Estuvimos totalmente a oscuras hasta que Balagar consiguió escaparse la noche de Nochevieja saltando el muro de la mansión.
—Eso no aparece en nuestros informes, comisario.
—Lo sé. Muchos de los informes de esa noche desaparecieron inexplicablemente —afirmó con ironía el inalterable policía. —Supongo que a veces es más fácil sostener que algo no ha sucedido nunca que afrontar las consecuencias de una negligencia tan evidente. Balagar vino con la finalidad de encontrar apoyo para un asalto armado a la residencia. Estaba desencajado y totalmente fuera de sí. Afirmaba que esa misma noche ocurriría algo siniestro y horrible; porque se habían pasado los últimos tres días rezando sin cesar para ser recibidos en el reino de los cielos por toda la eternidad. Todo apuntaba a un posible suicidio-homicidio colectivo.
—¿Por qué no se efectuó ese asalto? tenían elementos de juicio suficientes para desmantelar toda esa organización.
—Eso debería usted pregúnteselo a los mandamases de aquella época, coronel. Por aquel entonces yo todavía no era el comisario jefe. Mi capacidad de decisión era ciertamente limitada. Solamente era un inspector prometedor con muchos contactos políticos. De nada nos sirvieron las advertencias, las amenazas, los ruegos… Nos tuvieron dando vueltas de un lado para otro, acudiendo a los domicilios particulares de todas las personas que podrían ayudarnos. Perdimos un tiempo precioso.
—Continúe —le alentó el militar, entusiasmado.
—El comisario jefe por aquel entonces era Luis Manuel Peña. Cuando acudimos a su casa nos negó su apoyo, amparándose en que unas simples suposiciones no justificaban una intervención de esa magnitud y menos la mismísima noche de Nochevieja. Todos los meses de trabajo de campo de Soledad se volvieron inútiles, frustrados por la incompetencia de ese bastardo. Lo único que tenía ese desgraciado era miedo de resultarle molesto al juez de guardia de turno… Es lamentable la deshumanización de algunos funcionarios. Ni tan siquiera la policía se escapa de esa mentalidad.
—¿Qué sucedió entonces? —preguntó Maraña, visiblemente interesado—. ¿Cómo reaccionó Balagar ante la negativa de sus superiores?
—Pues cómo reaccionaría cualquier hombre, coronel —contestó sin emoción el policía—. En un principio hundiéndose por el desengaño de saberse solamente un títere en manos de gigantes sin coherencia. Más tarde poniendo en duda la capacidad de mando y liderazgo del comisario jefe.
El inspector hizo una pausa para respirar.
—Coronel… Balagar es de ese tipo de hombres que nunca se da por vencido, que lucha siempre hasta el final.
—Lo tendré presente, no se preocupe. Continúe, por favor…
—En menos de diez minutos acordamos nuestro plan de acción, que no podía ser más simple: Entrar por la fuerza, proteger a las mujeres y los niños en la medida de lo posible y apresar a los instigadores de la secta. Lo hicimos más con el corazón que con la cabeza; porque todo nos salió al revés…
—Explíquese, comisario. Eso tampoco consta en ninguno de los informes.
—Lo sé, coronel; lo sé… yo mismo los redacté. Nuestra principal prioridad eran las mujeres y los niños; de manera que después de echar la puerta abajo nos dirigimos como una exhalación a los dormitorios de las mujeres. Nadie nos salió al paso. La casa estaba aparentemente vacía. Pese a ser todavía la una de la madrugada no se escuchaba ningún sonido. Cuando entramos en el dormitorio nos quedamos paralizados. Los cuerpos sin vida de las mujeres y los niños se encontraban alineados en una formación perfecta, acostados en el suelo y con una manta cubriéndoles. Contamos dieciséis cuerpos de adulto y ocho de menores. Una cosa así no se olvida jamás, coronel… todavía hay noches en las que las pesadillas se empeñan en recordarme que debería haber llegado antes; que debería haber hecho algo más…
—No puede usted atormentarse por algo que no ha hecho, comisario. No puede caer en ese error. Todos tenemos esqueletos en el armario; y no se pueden dejar escapar… Este tipo de fantasmas son peligrosos. Te corroen el alma poco a poco hasta que te consumen por completo. Créame; sé de lo que le hablo…
—Lo sé, coronel; pero no puedo evitarlo… aún lo recuerdo como si fuese hoy mismo. Recuerdo el intenso hedor a combustible. Unos bidones de gasolina se encontraban diseminados a lo largo de toda la habitación, conectados a unos cables. De no haber sido por Balagar todos hubiésemos volado por los aires; pero él se las arregló para desconectar todos aquellos artefactos. Yo asistí paralizado a toda esa escena, horrorizado por la reciente y espantosa visión de tantos cuerpos esparcidos con los ojos vidriosos y los cuerpos forzados en extrañas posturas. Era obvio que habían muerto invadidos por los dolores más espantosos; porque ni tan solo uno de ellos guardaba una mueca de descanso. Fui incapaz de moverme hasta que él me recordó que aún no habíamos encontrado los cuerpos de Yolanda y de Juncal.
—¿Dónde las encontraron?
—Balagar me condujo a toda velocidad a través de la casa; y en cuestión de segundos nos plantamos en una pequeña habitación. Al parecer las dependencias de los lactantes estaban separadas de las estancias comunes con la doble finalidad de darles intimidad a las madres a la hora de saciar a sus infantes sin que sus requirentes llantos molestasen al resto de la congregación. Antes incluso de encender la luz ya pudimos escuchar unos débiles llantos. ¡Había algo vivo todavía en aquella casa!
Un chispazo de emoción iluminó el rostro del policía al evocar ese recuerdo en concreto. Tras unos segundos volvió a henchir sus pulmones de aire, notando la atención de sus entrevistadores fijada totalmente en su relato.
—Había dos cunas y dos camas en aquella habitación. En la primera de ellas se encontraba mi mujer, acostada con Juncal entre sus brazos. La niña se encontraba muy nerviosa; pero en perfecto estado de salud. No puedo decir lo mismo de mi mujer...
El policía se tomó unos segundos antes de continuar.
—Hice todo lo que pude por reanimarla pero fue inútil, cuando llegamos no quedaba ni un atisbo de vida en su helado cuerpo. Es extraño; pero fui incapaz de llorar. Aún es el día de hoy que no he podido verter ni una sola lágrima por ella. Creo que en el fondo nunca he podido perdonarle que me abandonase.
—¿Y en la otra cama? —preguntó animado Maraña.
—En la otra cama estaba una chica. No recuerdo ahora mismo su nombre; pero sí que acababa de dar a luz a un varón. Estaba muy débil, pero Balagar consiguió devolverla a la vida. Tuvo suerte de estar indispuesta ese día, porque había vomitado la comida al poco de masticarla. Ese acto reflejo le salvó la vida porque el veneno no tuvo el tiempo suficiente de actuar. Al cabo de unos minutos de masajes cardiacos y respiración boca a boca Balagar logró reanimarla.
Medallas torció un poco el gesto, visiblemente emocionado.
—No se imaginan el agradecimiento que puede albergar una madre hacia su salvador. Lo primero que hizo esa muchacha nada más abrir los ojos fue buscar angustiosamente el cálido bulto que palpitaba pegado a su pecho. El instinto de protección de una madre puede más incluso que el instinto de supervivencia. Jamás olvidaré la expresión de eterno agradecimiento que esa mujer le dispensó segundos después de aferrar con desesperación a su hijo recién nacido.
—Ya les he dicho —continuó, secándose una pequeña lágrima con rabia—, que no fui capaz de llorar por mi mujer, pero esa mujer me conmovió de tal manera que me sentí obligado a compartir mi llanto con ella. En sus agradecidos ojos pude ver que ella no se había abandonado; que ella sí que lucharía por su bebé. Abrazado a mi hija Juncal vertí lágrimas de agradecimiento por primera vez en mi vida. Fue una lección de humanidad… ¿Entienden ahora mi abnegada adhesión a ese hombre? Gracias a él he podido disfrutar de mi hija estos once años. Gracias a él he tenido una razón para volver cada día a casa, una razón para sobrevivir.
—¿Por qué no mataron a los bebés?
—Por un simple error de cálculo, coronel. Marcos y armando se encargaron de envenenar toda la comida y el agua de la cena, pero no cayeron en la circunstancia de que los bebés aún se alimentaban con leche materna. En las horas precedentes a la masacre los bebés solamente habían tomado leche de sus madres, de ahí que no resultasen envenenados. En todo caso los muy malnacidos se habían asegurado de borrar todo rastro con la colocación de los artefactos incendiarios. Un temporizador haría saltar el caserón por los aires justo a las doce de la mañana de Año Nuevo.
—Bonita manera de empezar el año —masculló el teniente Sandoval, disgustado—. ¿Qué pasó con Soledad Jiménez?
—Nadie lo sabe, teniente… El único que podría contestarle es Balagar, pero me temo que nunca se lo diría. Yo mismo le he hecho esta pregunta infinidad de veces y lo único que he conseguido es que se entristezca encerrándose en sí mismo. Supongo que se siente culpable de su desaparición.
El veterano policía notó todas las miradas fijas en él, requiriendo una explicación. Se aclaró un poco la voz y continuó.
—En un principio todos pensamos que armando se la había llevado consigo en su huida. Balagar revolvió cielo y tierra buscándola. Ni tan siquiera acudió a la ceremonia de entrega de medallas cuando se le condecoró por su valor en acto de servicio. Solo Dios sabe qué hizo durante todos aquellos meses; pero el caso es que a los cuatro meses encontró a Marcos Suárez —alias “El Moro”—, en compañía de su fiel Armando en Benalmádena. Con el dinero que habían sonsacado a los integrantes de la secta de los Siete Sellos habían comprado un chalet a las afueras de Benalmádena y desde allí ofrecían servicios de prostitución a pederastas con los que contactaban por internet. ¿Se lo pueden imaginar? Allí estaban, tan tranquilos; tomando el sol en la piscina como si les hubiese tocado la lotería.
—No es posible —exclamó horrorizada la teniente Ludeña, con los ojos abiertos de par en par.
—Y tanto que lo es, señora. Puede usted creerme. Y si no que se lo diga su jefe… ¿verdad, coronel?
—Rigurosamente cierto, comisario. ”El Moro” estaba siendo investigado por la creación de una red internacional de prostitución infantil. Pederastas de todo el mundo; pero sobre todo ingleses acudían a ese chalet para tener encuentros sexuales ilícitos a cambio de escandalosas sumas de dinero.
—Bien, el caso es que Balagar enloqueció. Entró en el chalet a plena luz del día y se hartó a darles palos a esos malnacidos. Algunos intentaron defenderse pero no sabían lo que se les venía encima. Entró en la casa a sangre y fuego, como un azote de Dios; y luego se lo tomó con calma. Cuando los servicios de emergencia llegaron tan solo pudieron certificar la muerte de dos muñegotes sanguinolentos y mutilados. A su lado estaban maniatados los bultos de una docena de personas, entre padres de niños y clientes. Nunca se pudo demostrar que allí hubiese niños, porque nunca aparecieron. El caso fue archivado y Balagar acusado de doble homicidio.
—¿Y los niños? ¿Nadie hizo nada por encontrarles?
La escandalizada voz de la teniente Ludeña no podía ocultar la condenatoria repugnancia que sentía en aquellos momentos.
—Nadie se interesó por ellos. La fiscalía de menores hizo unas averiguaciones aterradoras. Las dos niñas y el niño que habían desaparecido contaban con un largo historial de maltratos y de abusos. Ninguno de ellos había tenido una vida normal. Se habían visto obligados por sus padres a vivir un infierno diariamente. Hay monstruos que bajo mi punto de vista jamás deberían haber tenido hijos. Balagar tatuó con un hierro al rojo vivo la palabra “Pederasta” en el pecho a todos, a ofertantes y a clientes. Fue un caso muy sonado en Andalucía. Se le apodó de muchas maneras; pero para la mayoría de la gente solamente hizo justicia ¿no creen?
—¿Y la chica?
 —Ya se lo he dicho, teniente. Soledad tampoco apareció, y él jamás ha querido hablar sobre ese tema. Si alguien es culpable de su desaparición soy yo…
—¿Qué le pasó después a Balagar?
Esta vez la pregunta la había formulado la teniente Ludeña, que parecía haberse ido relajando a medida que Medallas se sinceraba en su relato. Quien le respondió no fue el comisario, sino el coronel Maraña, que se levantó por primera vez de su asiento en dirección a la cafetera. Contestó sin girarse siquiera, mientras se servía despreocupadamente una taza de café.
—Balagar fue sometido a revisión psiquiátrica y dado de baja en el servicio por estrés postraumático. Se le apartó de todos los programas de entrenamiento especiales, pasando a engrosar las filas de los pensionistas en este país.
—¿Usted ya lo sabía, coronel? ¿Conocía todo su historial? —el comisario exigía una respuesta.
—En efecto, comisario… Hay pocas cosas en este país que se escapen a mi control. Solamente quería cerciorarme de que los hechos se habían producido como yo creía que se habían producido y usted me lo ha confirmado. Es lo que siempre he afirmado: casualidad o causalidad… Es curioso comprobar que a veces la estrecha línea que discurre entre lo uno y lo otro se llega a entremezclar. Ciertamente curioso, si señor —afirmó, mientras paladeaba un pequeño sorbo de café.
—¡¡Zulema!! —susurró la teniente Ludeña para sí misma—. Ahora lo entiendo todo…
—¡Teniente Ludeña! —exclamó, repentinamente, el coronel—. ¡Le ordeno que se calle inmediatamente! No estamos en el patio de ningún colegio.
—Lo siento, señor. Pensé que usted…
—Usted no está aquí para pensar, teniente.
El coronel dio por zanjada la conversación, pero la caja de Pandora ya estaba abierta, y el comisario Medallas se levantó como un resorte de su asiento.
—¡Maldito hijo de puta! ¡Eso es…! ¡Qué ciegos hemos estado todos estos años! Ustedes se hicieron cargo de ella, ¿verdad? ¡Por eso desapareció de un día para otro como si se la hubiese tragado la tierra…! ¡Ustedes se hicieron cargo de esos niños, pactando con sus abominables padres una salida discreta! ¡Ustedes fueron quienes silenciaron el caso! ¡Ahora lo entiendo todo!
—Yo no he dicho eso en ningún momento, señor Medallas. Eso solamente es fruto de su imaginación.
—¿Imaginación? No me tome por estúpido, coronel. Ahora entiendo todas esas majaderías suyas de la casualidad y todas esas soplapolleces. ¿Dónde está Soledad, maldito cabrón?
—Eso no es asunto suyo, comisario. En lo que a usted respecta Soledad Jiménez está muerta y enterrada. No vuelva a mencionar ese nombre en mi presencia, porque esa mujer no existe. Y en lo sucesivo tráteme con respeto. No le conviene enfrentarse a mí. ¿Le queda claro?
—Nítido, coronel; me queda nítido. Veremos qué es lo que opina Balagar del tema. Seguro que no es tan benevolente como yo.
—Puede usted retirarse, comisario. Volveré a llamarle si necesito de usted para algo.
—Lo que usted diga, coronel. Como siempre. No se olvide que me debe una satisfacción. Yo le he contado todo lo que sé y usted solamente me ha traído aquí para reírse de mí. Bajo mi punto de vista “me debe una”.
Una mueca de rencorosa amenaza asomó a los labios del comisario. Maraña hizo un movimiento con la palma de mano restándole importancia y musitó con gesto hosco una aclaración que disipó todas las dudas del policía:
—No se encuentra usted en disposición de exigir nada, comisario; pero si en algún momento me aburro, tal vez le haga llamar; no se preocupe. Sandoval… —añadió, con autoridad—. Acompañe a este hombre a la salida. Por ahora hemos concluido.
—¡A la orden, señor! —exclamó eufórico el teniente Sandoval, envolviendo con su mano derecha uno de los brazos del comisario Medallas en dirección a la salida.
En cuanto hubieron salido por la puerta el coronel se encaró con la teniente Ludeña:
—¿Qué es lo que le ha pasado hace unos minutos, Juliana?
El coronel solamente se refería a sus subordinados por su nombre de pila en casos muy excepcionales. Ese parecía ser uno de ellos.
—Lo siento, mi coronel… Estaba tan absorta en el relato de ese hombre que por un momento me olvidé de dónde estábamos.
—Disculpa aceptada, teniente. Que no se vuelva a repetir. ¿Sabemos algo de ella?
—Todavía nada, mi coronel… Nos consta que ya se ha reunido con el vasco, pero todavía no ha informado.
—Eso es una buena noticia, teniente. Asegúrense de destruir el diario de la señora Ana María Tudela. Han vuelto a llamar del Vaticano. El maldito cardenal Espigno está olisqueando también el rastro que ha dejado Penélope. ¡Maldita sea! —farfulló, visiblemente contrariado—. Esto se nos está yendo de las manos. Necesitamos encontrarla antes que nadie. Prioridad absoluta. Turnos dobles si hace falta. ¡Ah, otra cosa…! —añadió con gravedad—, a partir de este momento la “Operación Piamonte” pasa a ser de acceso limitado. Búsquele un nombre adecuado y comience a archivarla como documento de alto secreto.
—¿Le parece bien que le asigne el nombre en clave “Luna nueva”, coronel?
Al comprobar la cara de extrañeza de su superior la teniente se vio obligada a darle una explicación.
—Es el nombre que ella misma ha elegido, señor: Luna… Luna Méndez… ¿O debería de llamarla Zulema?








Capítulo
25

E
l reloj de la catedral marcaba las seis en punto de la tarde cuando acabé de prepararle la merienda a Penélope. Cuando bajaba la intensidad del tráfico podían escucharse sus campanadas con nitidez; y había llegado a acostumbrarme a su añeja y pausada musicalidad. Su apacible cadencia me ayudaba a relajarme en las noches de insomnio. Penélope no evolucionaba; y eso me tenía preocupado. Nos habíamos instalado en un pequeño apartamento que tenía la asociación en la calle Marqués de Gastañaga y allí tratábamos de pasar desapercibidos. Nadie, aparte de la directora del centro, sabía de la existencia de este refugio, fruto de la donación de una benefactora anónima.
La primera semana había sido especialmente dura. A su confusión mental se habían unido las secuelas de un profundo síndrome de abstinencia. Su estómago se veía incapaz de asimilar los alimentos, y lo poco que era capaz de engullir se escapaba indefectiblemente a través de unos esfínteres que parecían haberse vuelto locos. Habían sido unos días de auténtica locura; en los que los delirios se mezclaban con unos episodios de ansiedad realmente terroríficos.
Había tenido que esconder todos los cuchillos de los cajones de la cocina; porque en uno de sus últimos ataques había intentado autolesionarse. De no ser por la rápida intervención de Natalia no cabía duda de que lo hubiese conseguido; y a pesar de que la agitación de su hermana había ido decreciendo aún no nos podíamos confiar. La vigilábamos permanentemente, turnándonos para descansar; y solamente salíamos de la casa para ir a los recados más urgentes. Esa tarde le tocaba a Natalia ir al supermercado. Penélope descansaba, durmiendo una placentera siesta en el sofá del salón.
De momento habíamos logrado pasar desapercibidos. Éramos conscientes de la precariedad de nuestro estado, porque a los pocos días de nuestra desaparición unos hombres se habían presentado en la asociación con una orden de registro. A mí no me cabía duda de que el coronel Maraña andaba detrás de todo eso; pero todavía no había podido hablar con Medallas. Primero necesitaba recuperar a Penélope, pero la tarea en cuestión no parecía sencilla; máxime cuando ella se empeñaba en negar todos los recuerdos que compartíamos. Era como si hubiese creado una barrera de protección contra todos los recuerdos de las últimas semanas. Era como si pretendiese enterrarlos para siempre conscientemente, a sabiendas del daño que le podían hacer. Eso me tenía exacerbado; porque lo que yo ansiaba de ella cada vez se alejaba más de mi control. Desvié la mirada hacia el cálido bulto que descansaba a mi lado en el sofá. Su respiración era regular y pausada; rítmica… Reconfortante.
No me había atrevido a despertarla. Por vez primera en las dos semanas que llevábamos escondidos la veía descansar de verdad. Ningún calambre muscular la incomodaba, ninguna alucinación; ningún estallido de violencia. Era la primera vez en dos semanas que me recordaba a la chica de la que me había creído capaz de llegar a enamorarme algún día.
No pude evitar el impulso de sentarme a observarla. Solamente el leve aleteo de las paredes de su nariz indicaba que respiraba; porque lo hacía con la serenidad y la armonía de un recién nacido. Observé maravillado el irresistible encanto de su rostro angelical, la perfección de sus pómulos, la elegancia de sus larguísimas pestañas… No cabía duda, podría llegar a enamorarme de ella.
Casi sin darme cuenta acerqué mi mano a su cabeza y le acaricié el incipiente y sedoso pelo azabache con la yema de mis dedos. Pude sentir su calor, haciendo renacer en mí una ternura que ni yo mismo creía poseer. Ella reaccionó con suavidad, aceptando mi caricia dócilmente. Entreabrió los ojos y con voz adormilada me pidió que no retirase mi mano, como si por vez primera en los últimos días fuese capaz de aceptar mi compañía de nuevo. Tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no dar saltos de alegría. Era la primera vez en doce días que se comportaba de nuevo como una persona civilizada.
—Lo siento —murmuré azorado—. No quería despertarte.
—No lo sientas —contestó ella con una sonrisa en los labios—. Me ha gustado. ¿Éramos novios antes?
La pregunta me pilló totalmente desprevenido. ¿Cómo era posible que ella no recordase absolutamente nada? ¿Estaría burlándose de mí? No pude evitar sentirme un poco herido en mi amor propio. Sentí deseos de mentirle, pero no me pareció honesto.
—Ojalá lo hubiésemos sido —contesté—. Nos faltó tiempo, pero ya lo comprobarás. ¿Quieres merendar?
—La verdad es que sí —contestó sonriéndome—. Estoy hambrienta. Hambrienta de verdad —añadió desperezándose—. Es como si no hubiese comido en una semana.
—Y tanto —respondí.
Lo cierto es que llevaba algún día más que esos sin comer; pero eso ya lo debía de saber ella. Lentamente le acerqué el cuenco de fruta machacada. De un salto ella se levantó,  aferrando el recipiente con un rápido y coordinado gesto. Me quedé asombrado de su mejoría física. Su cuerpo parecía haberse purgado al fin de todo el veneno que le habían inoculado.
En todos esos días había comprobado que la volvía loca la fruta; y las meriendas se habían convertido en uno de los momentos más prometedores del día, porque era cuando ella daba muestras de una lucidez y sagacidad más acordes a lo que nosotros esperábamos; así que viéndola engullir el primero de los tazones comprendí que su recuperación era posible; que su cuerpo al fin había superado la dependencia que la tenía esclavizada.
Cuando Natalia entró por la puerta Penélope estaba dando cuenta con avidez de su segunda escudilla de compota de frutas. Se levantó con agilidad del sillón en el que estaba sentada, reconociendo a su hermana y saludándola con una voz cantarina y jovial; muy distinta a los guturales aullidos a los que nos tenía acostumbrados. Natalia puso la misma cara de extrañeza que yo, dejando las bolsas de la compra en medio del pasillo y corriendo a abrazarse con su hermana. Fue un abrazo profundo, revelador. Estuvieron unidas durante un par de minutos, hablando sin palabras, sintiéndose; disfrutando de su mutua compañía; y cuando al final se fueron separando lo hicieron mirándose fijamente a los ojos.
Me sentí como un intruso, como un extraño fuera de lugar. En su mirada se podía percibir algo intangible pero firme, un lenguaje sin palabras ni sonidos; una forma de comunicación que solamente los lazos de hermandad son capaces de crear. Quizás yo fuese un perfecto extraño para Penélope; pero Natalia había abierto sin esfuerzo una puerta hacia el recuerdo. Una puerta que hasta el momento nadie más parecía haber sido capaz de poder abrir. No quise estropear ese momento, y aguardé observándolas maravillado y en silencio; preguntándome qué extraños resortes manejarían el funcionamiento de la mente humana.
Natalia fue la primera en dirigirse a mí, y lo hizo con una interrogativa y húmeda mirada.
—¿Lo has visto? ¡Es maravilloso! ¡Me ha abrazado!
—¿Cómo no iba a hacerlo? —musitó Penélope, desconcertada—. Eres mi hermana…
—¿Lo has oído? —respondió alborozada Natalia—. ¡”Su” hermana…! ¡Se está recuperando, está volviendo a recordar…! ¡Penélope! —gritó con regocijo, señalándome con un dedo—. ¿Te acuerdas de Balagar?
Penélope se quedó quieta, mirándome fijamente con unos ojos inexpresivos. Al cabo de unos segundos no le quedó otro remedio que afirmar desorientada que sí, que me recordaba de todos estos días. Que era Balagar, el chico que la limpiaba y alimentaba.
—¿Nada más? —inquirió su hermana, decepcionada.
—¿Qué más he de recordar? todo cuanto recuerdo de él es que me ha tratado siempre con respeto y con cariño. ¿Éramos novios antes?
—¿Antes de qué, Penélope? —preguntó un poco alterada Natalia.
—Antes de que me pusiese enferma… ¡Es todo tan confuso…! ¿Cómo he llegado aquí? ¿Qué me ha pasado?
—Te han drogado, Penélope —intervine con suavidad—. Ella me devolvió una mirada cargada de preguntas. Preguntas que no estaba preparada aún para desvelar.
—Estás confusa y desorientada, pero te recuperarás —afirmé con toda la seguridad de la que fui capaz—. Es solo cuestión de tiempo.
—¿Drogado? ¿Quién? ¿Por qué? ¡No recuerdo nada! ¿Por qué me duele tanto la cabeza? ¡Parece que me va a estallar de un momento a otro…! ¿Qué me está pasando, Natalia?
Penélope envió una suplicante mirada a su hermana, que se vio obligada a mirar para otro lado, ocultando la humedad de sus ojos.
—Ojalá lo supiéramos, “Pe”… —admitió abatida.
Siempre la había llamado así en la intimidad; desde su más tierna infancia.
—Esto es demencial… —arguyó, dirigiéndose a mí.
—Tranquilízate, Penélope… —dije, mientras la abrazaba con suavidad—. Tenemos tiempo. Mucho tiempo… Ahora debes descansar. Te pondrás bien. Te lo prometo.
Esa fue la primera vez que Penélope dio muestras de poder recuperarse después de su paso por el sótano de Ernesto Zaldumbia. A esa primera vez habrían de sucederla muchas otras; pero ninguna fue tan reveladora ni tan emotiva como esa. Nos pasamos muchos días allí encerrados, tratando de averiguar el extraño capricho que tenía la mente de Penélope de atrapar los recuerdos de una manera tan selectiva. Su estado físico empezó a mejorar, hasta el punto de que empezó a pedir con insistencia que la dejásemos salir de allí. Con el paso de los días llegamos a la conclusión de que ella misma había negado su pasado incapaz de hacerle frente, y nos resignamos a aceptarla en su nuevo estado, tan plagado de lagunas y tan inseguro que nos sorprendía a diario.
Tan solo Judith y Rubén Ortiguera sabían de la existencia de nuestro refugio. Ellos eran los encargados de seguir los lentos progresos de mi fiel Balbi en el hospital. Su evolución tampoco era demasiado halagüeña. Después de más de un mes habían decidido sacarla de su coma inducido. Era imposible prever sus daños cerebrales. El doctor afirmaba que solamente Dios podía ayudarla, porque la ciencia ya había hecho todo lo que podía hacer por ella. En todo caso las noticias que me llegaban por boca de Judith y de Rubén eran cada vez más desalentadoras. Balbi no reaccionaba a los estímulos en la medida que todos hubiésemos deseado; y su progresión se prometía, cuanto menos, muy lenta y dificultosa.
Mi estado anímico por aquellos días dejaba mucho que desear. Las dos mujeres por las que yo sentía algo en ese momento se encontraban en una situación poco menos que lamentable; y yo no podía ayudarlas… Empecé a sentirme como un animal enjaulado y un deseo de revancha empezó a cobrar forma dentro de mí con una violencia que amenazaba destruirme. Había estado muchas horas visionando las imágenes de los discos duros de los ordenadores del sótano de Ernesto; y había llegado a la conclusión de que Adolfo era el instigador de todo. En las imágenes se podía observar perfectamente cómo daba su beneplácito a todas las extrañas operaciones que se habían producido en la anónima clandestinidad de aquel refugio.
Era evidente que la habían torturado hasta destrozarla mentalmente, pero mi inteligencia pugnaba por descifrar el laberinto de datos cruzados; de gráficos y de curvas de colores. No fue hasta el tercer disco duro cuando me di cuenta de lo que significaban todas esas gráficas y analíticas. Uno de los archivos estaba encriptado; pero no me costó demasiado traducirlo y descifrarlo. En ese archivo, llamado con acierto “Mind burner” un apasionado y joven estudiante de medicina plasmaba cronológicamente una serie de experimentos científicos. La primera anotación databa de hacía más de diez años, a la que seguían una veintena de anotaciones posteriores. En todas ellas había una fecha de ejecución y unos estudios posteriores, formando una especie de “Diario de trabajo”.
Me dediqué en cuerpo y alma a la traducción de ese cuaderno de campo, asistiendo horrorizado a la iniciación de un joven médico a unas prácticas quirúrgicas cuanto menos inquietantes. El joven Florian —que así se llamaba el propietario del disco duro— no se molestaba en ocultar la enorme admiración que sentía hacia su mentor, un tal doctor Fleischer. Tal era la adoración y la influencia que ese tal doctor Fleischer ejercía sobre él que él le llamaba “mi Führer” (mi guía). El anacronismo de esa palabra —tan común seguramente en Alemania— me inquietó enormemente; sobremanera cuando el joven Florian empezó a hacer referencia a experimentos llevados a cabo por su mentor con desiguales resultados a finales de los años cuarenta.
Al principio de su delirante diario Florian se limitaba a poner en práctica sencillas operaciones contrastadas por la experiencia de su profesor; tales como extirpaciones selectivas de parte de los lóbulos temporales en pacientes con epilepsias severas y cosas semejantes; pero con el transcurso de los años la confianza mutua había ido degenerando en una sucesión de retorcidos y macabros experimentos y ensayos. El punto de inflexión parecía haberse producido cuando el joven asistente había declarado su amor incondicional a su instructor. El día 7/6/02 Florian hacía una única anotación: ”Por fin puedo decir que soy feliz. Mi amor es correspondido. Ya confía en mí tanto como yo en él. Haremos historia. Ganaremos el Nobel”.
A partir de ese momento las anotaciones de Florian fueron escritas en plural, como si el doctor Fleischer y Florian formasen una asociación perfecta. El instructor pasó a ser un compañero en la misma medida que el alumno pasó a hermanarse de tú a tú con el veterano doctor. Los proyectos y experimentos pasaron a ser tareas de equipo, hasta el extremo de que el proyecto Mind Burner había nacido de una idea de Florian basada en unos estudios de su veterano maestro.
El doctor Fleischer había experimentado a finales de la II Guerra Mundial con veteranos del frente aquejados de fatiga y estrés en combate. No le había dado tiempo a concluir sus investigaciones porque la inesperada llegada de la paz le había privado de la posibilidad de ensayar con más pacientes; pero el resultado de sus primeros estudios había arrojado unas cifras muy reveladoras: más del cuarenta por ciento de los soldados aquejados de esa dolencia habían experimentado una curación casi total de sus fobias; resultando aptos para el combate tras una simple intervención quirúrgica. Obviamente el sesenta por ciento restante no resultaba muy bien parado; pero lo que realmente le importaba al doctor Fleischer era que el borrado selectivo de la memoria era posible. Tan solo era necesario profundizar más en el tema; y a ello se habían dedicado él y su incondicional acólito en la última década.
Las reflexiones del doctor Florian acerca del proyecto eran concluyentes: estaban a un paso de dar con los límites de la capacidad humana para afrontar sucesos traumáticos y fobias. Parecían tener perfectamente delimitadas las regiones del cerebro capaces de almacenar datos; tanto a corto como a largo plazo (memoria profunda). Solamente era cuestión de interactuar de la manera adecuada para obtener resultados. De la misma manera que se podían destruir datos también habrían de poder crearse, bajo su opinión personal. Eso dejaba abierta una puerta demasiado grande a las especulaciones; pues bajo su punto de vista en un futuro no muy lejano podrían ser capaces de descargar información directamente al cerebro de una persona; siendo este individuo capaz de recibirla y asimilarla. En el hipotético caso de que eso fuese factible no sería necesario pasar años y años estudiando; porque la información podría ser suministrada en el momento y la forma más oportuna “a la carta”. Me sonó a ciencia ficción, pero no pude evitar pararme a reflexionar sobre ello.
La última de las anotaciones hacía referencia a su último experimento. Estaba fechada hacía casi un mes; y coincidía con la retención de Penélope en el sótano. También estaba encriptada; pero la pude liberar de su capa de protección. El doctor Florian divagaba en torno a la posibilidad de que el sujeto elegido para ese experimento —una hembra, según anotaba con tono anodino e impersonal— estaba (según sus apreciaciones) indebidamente tratada y preparada para la operación. El científico afirmaba que “una reciente e incontrolada exposición a los opiáceos podría sesgar los datos de la analítica, influyendo de manera determinante en nuestra futura intervención”. Las cuatro páginas siguientes carecían de significado para mí; porque el doctor Florian no hacía otra cosa que señalar las regiones en las que habría de actuarse. Mi traductor del alemán era bastante bueno; pero el lenguaje científico que empleaba formaba demasiadas lagunas. Solamente saqué en claro que actuarían sobre la región suprasentorial en la primera de las sesiones, extendiéndose en la segunda sesión también sobre el tálamo y los ganglios basales. La última de las sesiones afectaría expresamente al encéfalo y al núcleo caudado, dando como resultado la pérdida total y absoluta de los datos registrados por su cerebro en las últimas capas neuronales. El estudio estaba inacabado, seguramente porque yo había rescatado a Penélope antes de que pudiesen profundizar más en el ensayo; pero las consecuencias estaban meridianamente claras: Penélope había sido formateada como un disco de ordenador. Al menos los últimos archivos de su registro de memoria.
Me disponía a desconectar el pequeño portátil cuando recordé una frase que había leído en uno de los primeros experimentos de borrado de Mind burner. No recordaba en cuál de ellos exactamente, pero había uno en el que el sujeto parecía haber sido capaz de acceder de nuevo a sus recuerdos. Lo busqué con ahínco hasta que lo encontré. Pasé de largo los datos científicos hasta llegar a las conclusiones de Florian:
“Queda demostrado empíricamente que las cadenas proteínicas son capaces de almacenar datos de manera autónoma. En el caso del sujeto 0892klm bastó la repetición del suceso traumático para que su cerebro fuese capaz de reiniciarse accediendo por sí mismo a datos que habían sido previamente borrados. Esto implica que siempre queda un remanente de información imposible de ser borrado sin correr el riesgo de colapsar al sujeto. En conclusión: solamente un borrado profundo de capas neuronales asegura una pérdida de datos irreversible; puesto que las células neuronales transmiten su información de forma autónoma a través de las cadenas proteínicas. Esto explica los recuerdos genéticos transmitidos de padres a hijos a través del ADN.”
Recomendación: —puntualizaba el joven científico un poco más adelante—. “Será necesaria la colaboración de algún genetista con talento en nuestro proyecto. Es imperativa su implicación si queremos avanzar y profundizar en la transmisión genética de la información. Estamos a un paso de poder manipular la memoria humana. Nos encontramos a un solo paso del salto evolutivo que nuestra Patria necesita. Estamos a un paso de hacer Historia”.
Apagué el ordenador portátil totalmente agotado, pero animado. De ser cierto lo que Florian había escrito aún quedaba una esperanza. Fuera lo que fuese lo que le habían hecho a Penélope aún cabía una posibilidad de recuperarla. Me dormí profundamente. Hacía mucho tiempo que no me dormía tan ilusionado. Aún quedaba mucho por hacer.








Capítulo
26

M
alasangre maldijo en voz baja su mala suerte. Acababa de llamarle nada más y nada menos que Cardozo; su brutal y despiadado jefe colombiano. Una cosa era tratar con los pequeños gánsteres como Ernesto Zaldumbia y otra muy diferente enfrentarse a uno de los grandes capos como Cardozo. No había podido decirle que no; porque una negativa semejante ante un hombre como él solo podía significar su sentencia de muerte. La suya y la de todos los suyos; empezando por su mujer María del Mar y por sus hijos. Exhaló otra calada de su porro.
Las volutas de humo envolvieron el pequeño camarote impidiéndole ver la litera de su compañera de viaje. La espesa y acre cortina de niebla casi les ocultaba por completo al uno del otro; pero aún así supo que ella estaba deseando lo mismo que él. Llevaban casi dos semanas escondidos en aquel viejo y decrépito buque de carga, esperando que el capitán recibiese de una vez la orden de zarpar y alejarles para siempre de ese maldito país de locos.
Lucía —que así se llamaba— volvía también a Colombia después de haber regentado un populoso bar de alterne en Sama de Langreo. Había sido llamada por sus mismos jefes porque necesitaban renovar periódicamente a las chicas que habrían de servir en sus locales; y ella era la mejor reclutando a chicas jóvenes. Bajo la atractiva promesa de triunfar en España trabajando de modelo nunca faltaba carne fresca que ofrecer en los sucios mostradores de los puticlubs. Se mantenía elegantemente sentada con las piernas cruzadas a la espera de que su acompañante le ofreciese de nuevo una calada. Evaristo alargó la mano hacia ella sin mediar palabra, notando al momento que el cigarrillo desaparecía de entre sus dedos.
—Una mala llamada, supongo —comenzó ella, con voz melosa.
—En mi trabajo todas las llamadas son malas, Lucita…
—Cálmate, man. Volvemos a casa, Evaristo. Con los nuestros, papito; con los nuestros.
—Yo ya no me voy, Luci. Este viaje al final vas a tener que hacerlo tú solita.
—Lo siento —murmuró ella con un suave hilo de voz—. Acércate, papito. Me gusta cuando te pones serio. Siempre me han gustado los hombres como tú, callados y peligrosos. Me atraes, Malasangre. Hay algo en ti que me emputece.
La chica descruzó las piernas entreabriendo un poco los muslos en una explícita y desvergonzada invitación.
Evaristo sintió de repente que la sangre le ardía. Notó una repentina tirantez a la altura de su entrepierna. Un creciente temblor comenzó a invadir su cuerpo.
—Lucía —musitó, mordiéndose el labio inferior, el delincuente.
—Acércate, Malasangre... Tengo algo para ti. Algo bien rico y que te pondrá bien bravo.
Evaristo sabía de sobra a lo que se refería su acompañante; pero aún así se dejó conducir mansamente a su lado. Llevaban muchos días siendo conscientes de que tarde o temprano acabarían sucumbiendo a la pasión de sus miradas; a la silenciosa llamada de la piel. Se recreó observando los almendrados ojos color avellana de su reciente compañera, deteniéndose en sus carnosos labios. Unos dientes blancos como la nieve asomaban formando una sugerente y divertida sonrisa. No hicieron falta más palabras, porque cuando la provocativa joven se estiró sobre el estrecho camastro Evaristo supo que ya no había vuelta atrás. Con un cuidado exquisito se tumbó a su lado, acariciando tiernamente un sedoso pelo dorado que estaba llamado a ser revuelto y despeinado con la pasión y el desenfreno que habría de tener lugar de un momento a otro. La chica le recibió alargando su cuello hacia él con un placentero gemido.
—Eres tan bella —susurró, entrecortado, Evaristo.
Ya no mames —protestó mimosa la chica—. Sóbame bien duro, que ahora nos toca raspar fiesta. Cállate y hazme tuya. Quiero sentirte, Evaristo. Quiero que me machuques.
Aquí. Ahora.
Evaristo Espinosa Mendoza no necesitó más. Emitiendo un gruñido de excitación aprisionó con su huesuda mano uno de los turgentes pechos de la muchacha. Ella le contestó con un gemido exhalado directamente en su oído. Un gemido que provocó una auténtica oleada de excitación en su interior. De un violento manotazo liberó los dos pechos de la muchacha de su aprisionador sostén, abalanzándose sobre ellos como un náufrago a un pedazo de roca; buscando con ansiedad unos abultados pezones que venían, sonrosados y enhiestos, al encuentro de su ávida boca. Mordisqueó durante unos segundos esos pechos, sintiendo que el cuerpo de lucía se ponía tenso. Un lascivo gemido de satisfacción le indicó que sus atenciones eran bien recibidas. La muchacha arqueó la espalda permitiéndole que saciase su lujuria libremente mientras se revolvía inquieta frotando sus muslos con los suyos.
El frenético baile que acababan de iniciar había ocasionado que una parte de su cuerpo cobrase vida propia, amenazando con reventar sus pantalones. Ella misma se encargó de liberar uno a uno los botones de su bragueta con mano experta. Evaristo aulló como un lobo solitario, dejándose llevar por el placer que la habilidosa joven imprimía con creciente rapidez a un miembro que parecía haberse vuelto loco. Tuvo que hacer un esfuerzo para separarse de ella. Lo hizo con agilidad, de un salto felino.
Tranquila, mamita… Barájame más despacio.
—Ven, ven y machúcame, Evaristo. Llevo mucho tiempo esperándote ya.
Al decir esto la muchacha abrió la mano que le quedaba libre, enseñándole unas bragas negras de encaje, que arrojó con gesto rápido a un lado del camastro. Evaristo enloqueció por completo, levantándole la falda por encima de la cintura. Se olvidó por completo de su mujer, de Cardozo, de Ernesto Zaldumbia y de todo lo que no fuese separar por completo aquel par de muslos morenos que se ofrecían ante él voluptuosos y lúbricos. De un certero empujón se adentró en el interior cálido y húmedo de la muchacha, sintiendo que las piernas de ella le sujetaban con firmeza. La experimentada amazona no tardó en acoplar sus movimientos a los suyos, coreando al unísono en un delirante concierto de jadeantes peticiones, chirriantes somieres y respiraciones entrecortadas. La chica no tardó en hacerse dueña de la situación, colocándose a horcajadas encima de un sorprendido Evaristo; que solamente pensaba en poder estar a la altura de su antagonista carnal. La primera bofetada de la chica le pilló desprevenido. Parecía haberse vuelto loca completamente, gritando totalmente fuera de sí:
—¡Vamos, güevón…! ¡Así, asíííí…! ¡Machúcame, cabrón; quiero que me destroces, animal…!
A partir de ese momento todo fue lamer, chupar, besar y apretar piel contra piel; y un enardecido Evaristo pugnaba por dominar una situación en la que jugaba con desventaja. Hizo todo lo que pudo hasta que al cabo de unos minutos una violenta sacudida le estremeció de los pies a la cabeza. Se hizo a un lado con dificultad tras emitir un gozoso gruñido, empapado en sudor y jadeante. La respiración de la muchacha también comenzó a normalizarse, pasando de un entrecortado jadeo a un sibilante y controlado soplido. Ella le miró directamente a los ojos. Fue una mirada sorprendida, cálida y cercana. Una mirada que Evaristo nunca se hubiese esperado de una mujer como ella.
—Lo has hecho bien rico, cabrón.
El halago pareció complacer al sicario, que esbozó una divertida sonrisa.
—¿Pues qué te esperabas, Lucita? Yo soy un ñero, pero tengo mucho mundo…
—No más mundo que yo, Evaristo. Pareces poquita cosa, pero estás muy fuerte. Y más dotado que la mayoría, papito… No son muchos los que consiguen hacerme sudar. Ha estado relindo.
Píntale como quieras, Lucía —dijo el sicario, rodando hacia un lado del angosto camastro en busca de algo de beber—. Le hemos dado bien duro. Siempre se me ha dado bien la machuca. Serías una buena mujer para mi hijo mayor. Lástima que no tengamos ese chance.
—Sí, una lástima —afirmó ella con la respiración aún entrecortada—. Ven aquí, Evaristo. Todavía no hemos acabado… ¿Es que me tienes miedo o qué?
—Miedo deberías de tenérmelo tú a mí, Lucía. Tu profesión es dar placer. Yo en cambio soy experto en provocar miedo. Pero eso ya lo sabes, ven; acércate de nuevo a mí a ver lo que podemos hacer…
La muchacha siguió obedientemente las indicaciones del relajado asesino, que guió su cabeza hacia más abajo de su ombligo.
Media hora más tarde Lucía descansaba sucia y sudorosa encima del camastro. A su lado yacía adormecido y agotado un Evaristo Espinosa que se encontraba como si un tren de mercancías le hubiese pasado por encima. Ella le acariciaba el rizoso y desordenado cabello de su peludo pecho, observando con curiosidad la imagen de la Virgen de Chiquinquirá unida por un grueso cordón de oro a una virgen de origen español. Una Virgen que ella misma había aprendido a venerar tras un viaje de negocios a Covadonga.
—Cuéntame otra vez ese sueño —murmuró, ronroneando como una gata en celo.
Quiuvo, mamita. No me lo ponga de pa´rriba —rezongó el adormilado Evaristo.
—¿Qué otra cosa podemos hacer, Evaristo? En este cuartucho no hay televisión ni radio y ya estamos cansados de machucar. Cuéntamelo otra vez. Será la última. De verdad…
El sicario se levantó poco a poco, recostándose sobre el codo derecho. El ruido del agua al rozar contra las paredes de acero del buque murmuró pesadamente. Debía de haberse hecho de noche, porque las sirenas del puerto habían empezado a sonar anunciando un nuevo cambio de turno. Alargó la mano hacia debajo del camastro, alcanzando con habilidad una botella de whisky barato medio vacía. Después de un generoso trago se aclaró la voz. Lucía palmoteó excitada como una niña a la espera de la lectura de un cuento.
El sicario comenzó con voz pausada:
—Como ya te he contado otras veces en mi sueño yo soy un chamaco de unos catorce años. El protagonista de mi sueño es otro chamo de mi misma edad. El sueño siempre comienza igual; con el chamaco agallinado a los pies de un man sin jeta. Un man al que yo he acabado llamando Barbarie Jhonson.
—Barbarie Johnson. Pinta rico —palmoteó excitada la jovencísima fulana.
Malasangre cerró los ojos, recordando mentalmente una a una las desconcertantes y descarnadas imágenes de ese sueño tan recurrente. Dejó que su mente recordara; pero sin despegar los labios. Era como volver a visionar una película que se sabía de memoria:
“Para el niño no era la primera vez. Ya le habían pegado otras muchas veces antes; de manera que cuando acusó el primero de los golpes se hizo un ovillo en el suelo tratando de no gritar demasiado. Así le habían enseñado que debía hacer casa tras casa, padres adoptivos tras padres adoptivos. Ser huérfano en Colombia no ponía las cosas demasiado fáciles a los niños.
Barbarie dudó solamente un segundo; quizás sorprendido por la sumisión de un menor al que creía capaz de intentar defenderse. A punto estuvo de dejarlo para otro momento, tentado con la posibilidad de devolvérselo al padre Octavio; pero cuando las pequeñas manos de Walter se unieron palma contra palma comprendió que estaba rezando.
La idea de que el muchacho le tuviese tanto miedo como para rezar le excitó; así que descargó otro tremendo golpe en su desprotegida e infantil cabeza. Walter no pudo evitarlo, y un aullido de dolor se escapó involuntariamente de su boca. A ese golpe sucedió otro; y otro más; hasta que las lágrimas empezaron a cegarle por completo. Nunca antes le habían pegado tanto, ni tan fuerte…
Empezó a rezar de nuevo, intentando dejar de pensar que el padre Octavio le había dejado allí solamente para que ese hombre se divirtiese matándole. Intentó pegarse aún más al suelo para ofrecer menos cuerpo a su brutal agresor; pero una furibunda patada de Barbarie le acertó en el estómago. De repente Walter no pudo respirar.
El dolor pasó a ser algo secundario; ya no se trataba de saber si aguantaría un golpe más o no. Se trataba simplemente de sobrevivir. Pudo sentir la dificultad de sus pulmones en acaparar el aire suficiente para permitirle seguir con vida. Para Walter cesaron por completo los ruidos, los colores, los olores… solamente respirar tenía sentido. Desesperado por buscar una bocanada de aire levantó la cabeza unos centímetros tan solo, lanzando una implorante mirada a su verdugo.
Barbarie parecía divertido con su sufrimiento. En lugar de ayudarle a levantarse le colocó un certero puñetazo en la nariz. Walter pudo sentir el estallido del cartílago al desplazarse brutalmente hacia uno de los lados de su nariz. La calidez de la sangre empezó a resbalarle por la cara, goteando con rapidez hacia el suelo. Su sabor dulzón le invadió la boca; pero no era como otras veces, cuando se reconfortaba tragando unas pequeñas gotas cuando todo había acabado; era un torrente que se deslizaba por su tráquea densa como la mermelada y amenazando asfixiarle. Quiso gritar pero no pudo emitir más que un leve gorgoteo”.
Evaristo hizo una pausa, entornando la botella en otro largo y abundante trago. Lucía se había sentado con las piernas en cuclillas, atenta a cada uno de los futuros giros de su narración. Evaristo encendió un cigarrillo, expeliendo con furia el humo lo más lejos de él que pudo. Continuó recordando:
“Cuando Malasangre llegaba a la verja de la mansión aún llovía. Su madre se había quedado preocupada al verle coger a esas horas el enorme cuchillo de caza de su padre, pero no había dicho nada. Ella también había oído en otras ocasiones los gritos y llamadas de auxilio de los niños que entraban en la casa de Barbarie.
Con el resplandor de un relámpago lejano pudo ver al primero de los perros acercarse a toda velocidad. Solamente era un bulto negro y amenazador acercándose hacia él. Ni tan siquiera había ladrado para anunciar su llegada. Lo siguiente que sintió fue el empuje de sus treinta y pico kilos de peso golpeándole hasta hacerle perder el equilibrio; pero para él tampoco era la primera vez. No era la primera vez que mataba.
Con la sangre fría que te da la experiencia se dejó rodar por el suelo, acompañando la llegada del rabioso guardián y absorbiendo la mayor parte del impacto. El perro pesaba casi tanto como él, pero actuó como él se imaginaba, buscando su cuello por instinto. Con la mano derecha logró retenerle sujetándole por el cuello, de manera que pudo sentir la dureza de los músculos de sus fauces intentando hacer presa en su carne. Su pútrido aliento le azotó en pleno rostro. Con la mano que le quedaba libre acertó a clavarle el cuchillo en el vientre, rajándole  de arriba abajo. Pudo sentir la tibieza de sus vísceras al descolgarse entre sus dedos y a pesar de la oscuridad supo que ese enemigo ya no contaba. El perro se relajó de repente, emitiendo un sordo aullido antes de caer al suelo agonizando entre convulsiones. Su última mirada supo que no había sido de odio, sino de sorpresa. Bajo su punto de vista nada de eso debería de tener sentido. Él era el guardián de esa casa; y se había limitado a hacer su trabajo. La muerte debía de parecerle un castigo excesivo.
No se paró demasiado a reflexionar; porque el segundo de los perros ya se acercaba a través de la oscuridad. Cuando estaba a escasos metros detuvo su carrera. Malasangre no podía verle; pero sí oírle; y sus pisadas se hicieron de repente más cautelosas. Le oyó olisquear el aire y un gruñido de protesta le indicó que era consciente de la suerte de su compañero. Él mismo podía percibir el olor de las entrañas recién abiertas; así que el inteligente animal debía de estar debatiéndose entre sus instintos de supervivencia y sus instintos de depredación.
Advirtió el miedo del animal; y decidió aprovecharlo en beneficio propio.
Con un alarido se abalanzó hacia él, y el primer impulso de la bestia fue correr para salvar su vida; pero en ese momento Malasangre resbaló de manera totalmente inoportuna con el barro del suelo. El animal se percató de su debilidad, cambiando repentinamente de opinión y abalanzándose sobre él.
Solamente la suerte influyó en el desarrollo de su lucha, porque cuando la fiera se lanzó sobre él, volvió a dar otro traspié, un tanto asustado, de manera que el pesado cuchillo de caza le sirvió de escudo. La hoja del puñal se adentró en las carnes del perro sin dificultad hasta la empuñadura, merced al empuje de la furibunda bestia. Debía de haber encontrado algún hueco entre las costillas, porque el machete se encontraba firmemente encajado en el pecho del animal.
Limpió la hoja del cuchillo en el oscuro pelaje del recién abatido animal, agradeciendo la inmensa suerte que acababa de tener. No pudo evitar sentir un poco de lástima por esos abnegados guardianes. Habían entregado su vida sin dudarlo, empeñados en proteger la de un amo que no se merecía tal honor. Un quejido de dolor le recordó a lo que había ido.
Se acercó prudentemente a la única ventana que tenía luz en la casa. A través de los cristales acertó a ver una escena que le horrorizó. Barbarie parecía haber llevado a cabo la primera parte de su siniestro plan, porque un pequeño bulto sollozaba envuelto en sangre a sus pies implorando misericordia. El cruel carnicero parecía ajeno a las súplicas y a la razón; y brutalmente descargaba uno tras otro puñetazos y puntapiés a su víctima sin cesar.
Evaristo se quedó paralizado, incapaz de moverse; sopesando por vez primera si sería capaz de hacerle frente a ese monstruo. A fin de cuentas él no era mucho más alto que el desgraciado muchacho que se retorcía en el suelo salvajemente torturado. Tuvo un ataque de ansiedad; y empezó a respirar con dificultad. Se quedó allí quieto otro minuto, observando con impotencia el diminuto cuerpecillo encajando un golpe tras otro con la resignación y el desaliento del que ya se sabe vencido de antemano, aceptando calladamente el abuso de un contrincante abrumadoramente superior en fuerza, edad y peso; pero sobre todo en crueldad.
Lo que más le sorprendía —contribuyendo a dejarle aún más helado si cabe— es que el pequeño no intentaba huir, no intentaba defenderse. Había llegado a comprender que la diferencia de fuerza era de tal magnitud que no merecía la pena aspirar a otra cosa que no fuera esperar a que todo se acabase. En los ojos del pequeño solamente pudo captar sumisión. Parecía haber aceptado la idea de merecer ese castigo, empeñado solamente en sobrevivir.
Esa sumisión pareció despertar en Barbarie una inexplicable lascivia. Seguramente que bajo su particular punto de vista Walter estaba ya vencido. No suplicaría más clemencia, no gritaría; no lloraría más. Había aceptado su derrota; y para Barbarie eso era lo único que importaba, doblegar a sus víctimas a su voluntad. Plenamente consciente de su dominio se agachó sobre su víctima  acariciándole el cabello ensangrentado; y lo que Evaristo adivinó a continuación heló la sangre de sus venas sacándole de su apatía.
Barbarie continuaba acariciando a su víctima sin que el niño se moviera. Quizás ni fuerzas tuviera para ello después de la brutal paliza. Se limitaba a cerrar los ojos, seguramente que añorando el reconfortante contacto de un ansiado padre o madre protectores. Ellos seguramente que le hubiesen protegido de semejante tortura. Barbarie pasó la mano por todo el cuerpo del pequeño, entreteniéndose en algunos lugares más de los que la decencia exigiría. En su rostro apareció una insana y execrable expresión de lujuria mientras le bajaba los pantalones al desvalido niño.
Evaristo no esperó más. Una corriente de energía invadió su cuerpo, insuflándole las fuerzas necesarias para encaramarse a la ventana. De una patada destrozó la vidriera; que se vino abajo hecha añicos con estruendo; y cuchillo en ristre se adentró en la habitación del macabro torturador. Barbarie no debía de imaginarse ni por lo más remoto que otro niño como el que descansaba a sus pies vencido pudiera enfrentarse a él con la convicción que él presentaba; y una absurda mueca de asombro se descolgó de su boca”.
—Ya te he contado muchas veces mi sueño, Lucía. No me hagas repetírtelo —susurró con voz marchita Malasangre—. Nunca consigo matarle.
—Eso no es posible —arguyó Lucía apesadumbrada—. Ese hijueputa merece morir. Tienes que matarle, Malasangre…
Ajualá pudiera, Lucía, ajualá pudiera —repuso con dolor Evaristo, rehuyendo su mirada—. Sueño que le clavo el cuchillo, pero el muy gonorrea se pone a reír como si le hiciese cosquillas, y cuando Walter me vuelve a mirar es mi jeto el que veo en su jeto. Walter soy yo, Lucía; y mi sueño se empeña en recordarme que hay cosas en la vida que son imposibles de remediar.
—Yo creía que los hombres como tú erais incapaces de sentir.
—Es posible, Lucía. Es posible que seamos incapaces de sentir, pero somos incapaces de sentir porque hemos sentido tanto en el pasado que hemos gastado todas nuestras lágrimas. Hemos sufrido tanto que el sufrimiento de los demás nos parece poca cosa.
—Lo siento. Lo siento de veras, Malasangre.
—No lo sientas tanto —atajó un tanto apático el sicario—. Presiento que algo va a salir mal en este encargo, Lucía. Tengo que pedirte un favor…
—Puedes contar conmigo para lo que sea.
—Necesito que hagas llegar esto a mi familia —contestó, tendiéndole un grueso sobre abultado—. Sé que no intentarás engañarme. Conoces mi reputación. Es lo único que puedo ofrecerle a mis hijos en estos momentos. Ellos tampoco han tenido nunca un padre para protegerles.
—Se lo haré llegar. Ahora descansa. Creo que el whisky te ha jugado una mala pasada. Mañana será otro día.
Malasangre aceptó el consejo de la muchacha, tendiéndose en el jergón. Estaba borracho y agotado por completo. En su mundo tal vez no hubiera un mañana al que honrar, así que en cuanto cerró los ojos se quedó dormido.



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