Capítulo
30
E
|
ra domingo; y
era de día cuando me intenté levantar por primera vez. Había vuelto a romper la
promesa que había hecho la última Nochevieja de no volver a emborracharme hasta
perder el sentido. Un agudo dolor de cabeza me impedía pensar con claridad;
pero estaba claro que alguien me había desvestido y metido en la cama. Tuve la
esperanza de que hubiese sido Penélope quien me hubiese acostado; y que fuese
su cuerpo el que estaba acurrucado junto al mío; pero la esperanza se
desvaneció como una voluta de humo en cuanto me giré y reconocí las serenas
facciones de Rubén. Estaba tumbado en una posición extraña; y abrazaba a la almohada
como si fuese su amante. Un poco desconcertado levanté las sábanas; y me alivió
comprobar que aunque Rubén se cubriese con las mismas sábanas que yo al menos
estaba aún vestido. Herido por la claridad de la luz del mediodía volví a
taparme hasta las orejas y decidí quedarme allí convaleciente hasta que se
hiciese de noche de nuevo.
No
podría precisar si continué durmiendo unos minutos solamente o unas horas; pero
unos insistentes timbrazos se empeñaron en despertarme de nuevo después.
Blasfemé mientras le robaba la almohada a Rubén para taparme los oídos. Un
pitido insistente me los taladraba con una crueldad insoportable; pero era algo
más llevadero. Rubén refunfuñó un poco molesto cuando le quité la almohada;
pero no se despertó.
Quise
permanecer allí acurrucado hasta que Morfeo se aburriese de mi rostro; pero
tuve que salir de la cama precipitadamente, porque aunque Rubén tenía el sueño
de los bebés, su aliento no iba en consonancia. Eso por no hablar de sus pies.
Me
compadecí de la mujer que tuviese que acompañarle por las noches, viniéndome de
repente la imagen de Judith. Poco a poco comencé a recordar algunos retales de
nuestras conversaciones noctámbulas, noctívagas o como coño se dijera.
”¡Diooosss, que dolor de cabezaaaaa...!”.
Alguien
había abierto la ventana de la habitación con la acertada intención de
ventilarla, pero no había logrado más que mitigar un poco el problema. El agrio
aroma del Cabrales empapaba toda la estancia, como si una piara completa de
cerdos hubiese hecho de nuestra habitación su pocilga particular.
Me
levanté con serios problemas de equilibrio, luchando por encadenar un paso tras
de otro sin trastabillar. Hacía años que no me emborrachaba de una manera tan
descomunal. Incapaz de avanzar sin tropezar decidí que lo más sensato sería
volver a acostarme; pero la llamada perentoria e inaplazable de mi vejiga me
empujaba como un autómata en dirección al baño. Ahora ya no tenía alternativa.
Tenía que descargar urgentemente todos los excesos que mi maltrecho hígado
hubiese sido incapaz de asimilar. ¿O eran los riñones los que se encargaban de
eso? ¿A quién habría de importarle, teniendo un dolor de cabeza como el que yo
tenía?
El
caso es que todavía estaba tratando de afinar la puntería en el retrete cuando
Natalia me interrumpió, gritando como una loca y provocando un auténtico
desastre en el embaldosado del suelo.
—¡Balagar!
¡Balagar…! —se quedó quieta, a la puerta del baño—. ¿Has subido la tapa del
váter?
Su
inesperada irrupción me obligó a guardarme el trozo de carne que menos falta me
hacía últimamente de una manera demasiado precipitada. Un pequeño círculo
amarillento humedeció mis calzoncillos de Piolín favoritos, mientras ella se
excusaba ruborizada.
—Lo
siento, no sabía que ya estabas…
—No
pasa nada —contesté—. Ya lo decían Sócrates y Platón: “La última gota siempre
cae en el pantalón”.
A
Natalia no debió de hacerle demasiada gracia mi comentario porque miró hacia
otro lado un poco asqueada. Crucé los dedos para que no se fijara en los
pequeños charquitos que se habían formado con las gotas que se habían librado
del pantalón. ¡Me dolía tanto la cabeza!
—Mira
que eres cerdo a veces, Balagar… —gritó, antes de girarse con una intensa
expresión de asco. El agudo tono de su voz me estaba matando—. No sé qué es lo
que pudo ver mi hermana en ti —añadió asqueada—. Acompáñame; y vístete, por
favor; pero antes… antes cámbiate de ropa interior, no seas guarro. Tienes
visita… —remató, silabeando como una víbora.
—¿Visita?
¿De quién?
Acomodé
mis genitales aprovechando que no me miraba. ¡Uffff, qué satisfacción…! Natalia
me dedicó una mirada de soslayo.
—De
verdad que flipo contigo —confesó, suspirando con una mueca de profundo
hastío—. De un tal José Manuel. José Manuel Medallas, creo que dijo.
—¿Medallas?
¡Hostia puta…! ¿Qué habrá pasado? ¡Venga, espabílate…! —exclamé, dándole un
empujoncito para poder adelantarla en el pasillo.
—Contrólate,
por favor, no seas chiquillo —me amonestó.
—Déjame
en paz —repliqué preocupado—. Si Medallas está aquí es que estamos jodidos.
¿Cómo
íbamos a hacer las paces si no dejaba de reprenderme como a un niño pequeño? Ya
estaba cansado de sus sermones de colegio, pero eso podía esperar; lo primero
en esos momentos era atender a mi amigo. Algo grave debía de haber pasado para
que Gema le diese nuestra dirección, tanto más cuando ambos sabíamos que el
coronel Maraña le debía de estar siguiendo.
No
me molesté en vestirme. No podía pensar con claridad, pero era plenamente
consciente de que Medallas solamente correría el riesgo de venir a nuestro piso
franco por una causa justificada. A mi espalda aún me hostigaba sin piedad
Natalia; pero sus reproches habían pasado ya a un segundo plano, relegados de
repente a la categoría de rumor imperceptible. En dos grandes zancadas me
planté en el pasillo.
La
cara de sorpresa que puso Medallas cuando le recibí vestido solamente con los
gayumbos y los calcetines era todo un poema. Tan solo acertó a decir:
—Joder,
macho… Estás hecho una mierda.
—Lo
sé amigo, lo sé. Pasa y no te entretengas. ¿Qué coño haces aquí? ¿Cómo nos has
encontrado?
—Sshhh
—susurró entre dientes, señalando al interior de la casa—. No estamos solos…
—Son
de confianza, Medallas. Están al día de todo. Pueden escuchar lo que tengas que
decirnos, pero pasa; no te quedes en la puerta.
El
comisario aceptó la invitación de inmediato; pero no se le había borrado aún la
cara de susto. Presumí que no era precisamente por mi cómico aspecto. Al pasar
a mi lado me volvió a susurrar una advertencia.
—Nos
escuchan, Balagar. Maraña lleva tiempo vigilándote.
En
ese momento todo cobró sentido para mí. El viejo zorro del CNI se había
limitado a darme cuerda como a un pez prendido en el anzuelo. Me había
extrañado que la prensa no se hubiese hecho eco de la desaparición de las dos
hermanas; pero hasta ese momento lo había achacado a la prudencia de Adolfo
Saavedra. Ahora quedaba claro que nuestra seguridad había estado comprometida
desde el primer momento; y el coronel Maraña se había dedicado a observarnos
como a unas hormigas en un terrario, atento a todos nuestros movimientos. Lamenté
en silencio mi torpeza, tratando de evaluar la cantidad de información que podría
haber robado ese maldito vampiro desde su invisibilidad. Si hubiese que incluir
a Maraña en algún tipo de especie estaba claro que habría que crear una
especial para él. Él sería sin duda un “servíboro”; un auténtico y experto
depredador de seres vivos.
Medallas
me siguió en silencio hasta el pequeño salón comedor. Los platos de la comida
que habían dejado dispuestos para Rubén y para mí aún estaban encima de la
pequeña mesa de cristal. Observé con satisfacción que Natalia había decidido
intentar arreglar un poco las cosas conmigo; porque en el salón flotaba el
inigualable aroma de unos callos con jamón recién calentados. Se me hizo la
boca agua, olvidando mi estómago la sensación de ingravidez que le había estado
atenazando hasta ese momento. Hice una seña a Medallas para que ocupase uno de
los sillones, y como un lobo desnutrido ocupé mi sitio delante de uno de los
platos. Ummmm… También había chapata recién hecha. Esperaba que la visita de
Medallas no me quitase el apetito porque ya no podía pensar en otra cosa que no
fuese en hincarles el diente a esos callos.
—Tú
dirás, amigo —comenté, mirándole de reojo mientras mojaba un pellizco de pan en
la grasa anaranjada.
Medallas
recorrió el pequeño salón con la mirada, deteniéndose a observar con atención
los rostros de Natalia y de Judith. Natalia estaba apoyada en el quicio de la
puerta, devolviéndole su inquisitiva mirada con la expectación pintada en su preocupado
semblante. Judith en cambio estaba más preocupada en recoger las diminutas
migas de pan que habían quedado esparcidas por el suelo. Entendí los recelos de
mi amigo y enseguida le expliqué la situación.
—Disculpad
mi falta de modales. No os he presentado. Estas son Natalia y Judith —aclaré,
señalándolas con el dedo—. Natalia es la otra hija de Adolfo Saavedra. Digamos
que es la “hermana legal” de Penélope; y Judith… Judith es la hermana del alma.
Puedes hablar con total libertad. No hay secretos entre nosotros.
—Encantado,
señoras —rezongó azorado Medallas—. Vengo con muchas novedades. Tantas que no
sé por dónde empezar —sacó una cajetilla de tabaco del interior de su
chaqueta—. ¿Les importa que fume, señoras?
—¡Noooo!
—respondieron al unísono las chicas—. ¡En esta casa no se fuma! —aclaró con
autoridad Natalia, adoptando una postura inequívocamente beligerante al mover
sus brazos con violencia.
—¡Pues
sí que…! —rezongó malhumorado Medallas, mientras se guardaba de nuevo la
cajetilla de tabaco.
—Verás,
Balagar —continuó, mientras chupeteaba una boquilla mentolada con desagrado—.
Tenemos novedades en el caso de Balbi. Novedades que no te van a gustar, me
temo —gruñó con voz reseca, mientras jugueteaba revolviendo nervioso con la
lengua la repulsiva boquilla de plástico. El bocado de callos se me quedó a
medio masticar. Pude sentir la prudente mirada de Medallas sondeándome.
—¿¿¿Qué???
—farfullé medio atragantado—. Ya me lo estás contando todo, tío...
—Hemos
revisado todas las cámaras de tráfico de la zona donde fue encontrada Balbi. En
una de las cámaras se recoge la llegada de un coche a toda velocidad con tres
hombres a bordo. No se puede apreciar la matrícula ni los rostros de los
hombres; pero es un todoterreno de alta gama. Cotejando las huellas de los
neumáticos y las frenadas mis hombres han llegado a la conclusión de que en ese
todoterreno transportaron a Balbi hasta Los Alfilorios.
—No
parece gran cosa —reproché.
—Déjame
acabar, coño —repuso impaciente el comisario—. Eso solamente es el principio.
Cuando mis hombres me dijeron lo que había, les pedí que fueran a indagar un
poco por los alrededores del domicilio de Balbi.
—Ya
te había dicho yo que todo había ocurrido allí —le recordé excitado.
—Sí,
ya sé que me lo dijiste. Me costó bastante conseguir la orden de registro para
el apartamento. Teóricamente la habían atropellado a varios kilómetros de allí,
y ya sabes cómo funciona esto.
—Ya…
—afirmé con desgana— demasiado bien, por desgracia.
—Bueno,
a lo que voy… Tenemos documentada la agresión de Balbi. Se ha hecho una
reconstrucción de los hechos y está perfectamente claro que la atacaron en su
casa.
—Dime
algo que no sepa, amigo —dije, con una nueva cucharada a medio camino de mi
boca.
—La
novedad importante es esta: tenemos el nombre del cabrón que la atacó.
El
culo me salió despedido del asiento como un cohete de fuegos artificiales.
—¿Y
le han cogido ya, comisario? —intervino Rubén, entrando precipitadamente en la
habitación. Tenía el pelo revuelto y unas ojeras descomunales, pero su mirada
era despierta e indagadora. Medallas detuvo su exposición, guardando un
receloso silencio.
—Este
es Rubén, el hermano de Balbi —informé, innecesariamente.
—Nos
conocemos, Balagar. Hemos coincidido un par de veces en el hospital.
—¿Le
han cogido ya o no? —repitió con vehemencia Rubén.
—Todavía
no. Pero al menos sabemos quién es. Seguro que tú también lo sabes, Balagar —afirmó
con seguridad el policía, enarcando las cejas y arrugando un poco la nariz.
—Sí,
claro que lo sé —contesté, mirando directamente a los ojos a Medallas—. Fue
Sergei, ¿verdad?
—Afirmativo
—sentenció el policía—. Justo enfrente del portal de la casa de Balbi hay un
cajero automático. Tenemos grabada la entrada y salida de Sergei de su piso. Le
acompañaban dos miserables de su misma calaña: Ramón Escobar robledo, alias “Chuflo”,
y Nikola Stolavyenko, más conocido como “El Zar”. El mismo todoterreno gris. No
hay margen de error. La sacaron envuelta en una manta. Estuvieron dos horas y
media en su casa…
El
comisario desvió la mirada con repugnancia.
—¡Hijos
de puta!
Se
me habían quitado las ganas de comer. Aparté el plato de comida, asqueado, imaginándome
lo largas que se le tenían que haber hecho esas dos horas y media a la pobre
Balbi. Cerré los ojos atormentado tratando de alejar de mí su brutal imagen;
atada a la cama, recibiendo golpe tras golpe. Pude proyectar una escena mental
en la que Sergei se reía a carcajadas, sentado en una silla, divertido con su
dolor. No lo pude soportar más. Me levanté de un salto, enfrentándome a la
mirada preocupada de Medallas.
—Mataré
a ese cabrón. Ese cerdo tiene los días contados.
—Yo
voy contigo —exclamó Rubén, acercándose a mí con una fiera expresión.
—De
aquí no se mueve nadie —resolvió el comisario con autoridad—. Nos están
escuchando —susurró entre dientes—. No hagas tonterías, Balagar. No es el
momento. Ni el lugar —añadió, indicándome con un gesto que me sentase de nuevo.
Haciendo
un esfuerzo supremo me volví a sentar en la silla. La confidencia de Medallas
había hecho renacer en mí un deseo de venganza devastador. Fue como entrar en
un túnel, como si mi mente y mi cuerpo se hubiesen separado y mi cuerpo se
alejase a la velocidad del hipersonido como una nave de Star Trek. Podía verme a mí mismo reducido al tamaño de un diminuto
neutrino en busca de la colisión atómica que habría de poner fin a mi alocada
carrera. La voz de Medallas sonó como un eco, sacándome de esa especie de
agujero negro devorador.
—¿Estás
aquí, Balagar?
Asentí
con la cabeza, aunque no estaba muy seguro de ello. No podía dejar de pensar en
Sergei y en su brutal mirada de asesino. Sería un placer borrarle esa mueca de
perdonavidas de su rostro de boxeador.
—Hay
más novedades. He comprobado la matrícula de la Ducati roja. Está a nombre de una
sociedad limitada: “Vetusta Catering
& Servicios Integrales”.
La
cara de Natalia se transformó. Una lividez cadavérica le confirió la apariencia
de un fantasma, pero no hizo ningún comentario. Medallas se encaró con ella, y
ella le apartó la mirada.
—¿Le
suena de algo, señorita Saavedra?
Natalia
apretó las manos con nerviosismo, presa de un evidente ataque de ansiedad.
Medallas la presionó un poco más.
—Le
acabo de hacer una pregunta, señorita Saavedra. ¿No tiene usted nada que decir?
Natalia
paseó nerviosa la mirada de un lado a otro de la habitación, deteniéndola en la
cara de Penélope, que acababa de entrar en el salón. Su evidente desconcierto
indicaba que acababa de levantarse de la cama. Penélope parpadeó confusa antes
de sentarse al lado de Judith en el sillón. Natalia respiró profundamente antes
de contestar.
—Es
una de las empresas de mi padre —murmuró. Después se quedó un rato expectante,
pendiente de nuestra respuesta. Nadie se movió ni un milímetro—. No sé qué
importancia puede tener esto para nadie —balbuceó.
Me
sentí obligado a intervenir. No era la primera vez que Natalia intentaba
proteger a su padre. De hecho había llegado a cuestionarme en ese aspecto. Bajo
su punto de vista no había ninguna prueba que implicase a su padre en el
cautiverio de su hermana. Procuré que mi voz no resultase demasiado acusadora.
—Natalia…
Esa moto estaba aparcada en el garaje de Ernesto Zaldumbia mientras
atormentaban a tu hermana. Es una prueba concluyente. Tu padre no solamente
sabía lo que le estaba pasando a Penélope. Yo me atrevería a afirmar que todo
fue idea suya.
—¡No
te lo voy a consentir! —silabeó ella como una fiera herida—. ¡No tienes
derecho!
—Señorita
Saavedra —dijo Medallas con gravedad—. Me temo que tiene razón… Horas antes de
que él entrase en el sótano de Ernesto para rescatar a Penélope, tu padre hizo
un comunicado de prensa, informando de que ella estaba ingresada en una clínica
mental.
—¡No!
¡No! ¡Es imposible! —protestó, iracunda—. Tiene que haber un error. Mi padre es
incapaz de hacer una cosa así… —empezó a sollozar, cubriéndose la cara con las
manos.
Judith
se apresuró a levantarse del sillón, corriendo a abrazarla. Al sentir el
contacto de su amiga Natalia estalló, dando salida a toda la tensión nerviosa
acumulada a lo largo de todos aquellos días, rompiendo a llorar como una
adolescente. Todos guardamos un respetuoso silencio, hasta que al cabo de un
par de minutos decidió secarse las últimas lágrimas con rabia, separándose con
brusquedad de Judith.
—Supongamos
que sea cierto; que no lo es… —silabeó, desafiante.—. ¿Y, ahora… qué? ¿Dónde
nos deja esto? —su mirada ya no era de odio, sino de incertidumbre.
—Nos
deja exactamente donde estábamos, Natalia; ni más ni menos —afirmé—. Al menos
hasta que tu hermana mejore. Solamente ella puede cambiar esto.
—A
eso mismo venía yo, Balagar —era Medallas el que había hablado.
Reconozco
que me sorprendió bastante. ¿En qué demonios podía ayudarnos? Decidí salir de
dudas cuanto antes.
—¿Eh?
¿Qué más ha pasado?
Medallas
se revolvió inquieto en su sillón, masajeándose suavemente el entrecejo. Tras
unos segundos tomó aire y pareció decidirse a continuar.
—Esta
madrugada he tenido una reunión con Maraña. Lo saben todo, muchachos. Llevan
semanas vigilando este piso. Me ha ofrecido un trato. Un trato que me parece
razonable.
—Te
escucho.
—Saben
que Penélope no está bien —miró con preocupación a la aludida, que no acusó el
comentario, devolviéndole la mirada con una expresión vacía y ausente—. Les
preocupa y quieren interceder en su favor.
—¿A
cambio de qué? —pregunté desconfiado.
—A
cambio de nada, al menos de momento.
—No
entiendo nada —reconocí aturdido—. Maraña no parece el tipo de persona
altruista y desinteresada que regale algo a cambio de nada… ¿Dónde está la
trampa, amigo?
Medallas
volvió a revolver incómodo la boquilla de plástico en su boca. Se puso muy
serio antes de contestarme.
—No
hay trampa, Balagar. No estoy autorizado a contártelo todo; pero te doy mi
palabra de que te interesa enormemente lo que Maraña te va a proponer.
—Confío
en ti, y lo sabes; pero… ¿ese trato del que hablas será beneficioso también
para los demás? ¿Qué me dices de Natalia, y de Judith? Estamos juntos en esto y
saldremos juntos de esto.
Natalia
y Judith asintieron satisfechas por mi apreciación. Medallas esbozó por primera
vez una mueca que pretendía ser una sonrisa.
—Supongo
que a ellas les beneficiará más que a nadie. A mí no se me informa de nada. El
coronel Maraña es un cabrón reservado y desconfiado, pero he creído entender
que la única finalidad de esta proposición es simplemente ayudarla. No sé por
qué ni por qué no; pero el caso es que al coronel le preocupa bastante la
recuperación de la chica.
—¿Por
qué? —esta vez fue Natalia la que intervino con inquietud.
—No
lo sé… Parece ser que Penélope sabe algo que le interesa al coronel. Algo que
tiene que ver con la difunta Ana María Tudela. Todo tiene que ver con esa
mujer. Desde que esa monja murió el mundo parece haberse vuelto loco.
Me
quedé pensativo. Medallas tenía razón. Desde que habíamos ido a Pamplona todo
nuestro mundo se había ido desmoronando como un castillo de arena. Tenía muchas
cosas en la cabeza en esos momentos; pero por desgracia mi cabeza no se
encontraba en el mejor de los momentos. Quería procesar toda la información que
me acababa de ser suministrada; pero todos los datos revoloteaban inconexos;
como si una gigantesca centrifugadora se empeñase en zarandearlos brutalmente
de un lado a otro de mi cerebro. Por un lado me cegaba la tentadora idea de
salir disparado de allí a buscar a Sergei; pero ese malnacido podría esperar.
Decidí aplazar ese tema para más adelante; y tomé una decisión.
—¿Qué
nos ofrece ese cabrón?
—Esto…
—señaló Medallas, esparciendo por encima de la mesa un verdadero arsenal de
medicamentos.
Me
abalancé sobre los envoltorios, realmente sorprendido. No faltaba de nada: el
ácido fólico, la vitamina B, memantina, fosfatidilserina… ¡hasta el halutón! ¡Y
solamente en un día! tuve que admitir que había infravalorado a Maraña. Si
realmente había captado nuestras conversaciones del día anterior no cabía duda
de que poseía una capacidad de respuesta inquietantemente rápida. ¿De dónde
habría sacado el halutón?
Solamente
me quedaba una pregunta en la mente: ¿Por qué se limitaba a suministrarnos los
medicamentos? la respuesta parecía evidente… su obsesión por el control le
empujaba a observarnos como lo haría un curioso dios mitológico. Para él era
solamente un entretenimiento, un juego perverso y retorcido en el que nosotros
éramos simplemente sus peones.
—Hagámoslo…
—murmuré, buscando con la mirada la complicidad de Natalia.
Esta
afirmó con gravedad, mirando a su vez a Penélope, que no había cambiado de
postura desde que se había sentado en el sillón. Parecía más ocupada en
observar maravillada el estampado del papel pintado del saloncito que en
nuestra conversación. Todos pensábamos que iba a exponer alguna duda porque
inesperadamente abrió la boca y preguntó con apatía:
—¿Cuándo
se come? Tengo hambre ya.
Judith
se levantó como un resorte, ayudando a Penélope a hacer lo propio, y juntas se
alejaron en dirección a la cocina. Todos agradecimos su gesto, sintiéndonos un
poco aliviados.
Medallas
se levantó de su sillón, alargándome un pequeño teléfono móvil.
—Maraña
me dijo que te diera esto. Su número está predeterminado. Si necesitas alguna
aclaración él te la dará. Tengo que irme, amigo… Mucha suerte —murmuró, con un
extraño brillo en los ojos.
—Te
acompaño, amigo… Estamos haciendo lo correcto, ¿verdad?
—No
lo sé, Balagar… Nada es nunca lo que parece. Ayuda a esa chica. Por ti y por
mí, ¿vale? Una cosa más… —susurró, con gesto preocupado—. Cuando venía hacia
aquí escuché por radio que han encontrado el cuerpo sin vida de Ernesto
Zaldumbia. Esto cada vez se complica más. Estamos todos cubiertos de mierda
hasta el cuello, y solamente el coronel parece saber de qué va todo este
embrollo. Ayuda a la chica, parece que es la única que puede sacarnos a todos
de esto.
Cuando
cerré la puerta me quedé unos segundos aturdido. ”Nada es nunca lo que
parece”—me acababa de decir Medallas con expresión apocalíptica—. ¿Estaría
Maraña jugando también con él? ¿Y si no era cierto que hubiesen matado a
Ernesto? ¡Maldito manipulador de mierda!
Me
acerqué a una de las ventanas que daban a la calle. En el edificio de enfrente
un hombre parecía observarme con atención desde una ventana. Le hice una seña
de aprobación levantando el pulgar, y este, inmediatamente me devolvió la señal,
acercando un walkie talkie a su boca
a continuación. La partida había empezado y la mano ganadora parecía tenerla el
coronel. ¿Quería jugar? Pues jugaríamos, pero lo haríamos “a la Española”.
—“Peón
cuatro rey”—murmuré desafiante mientras cerraba las cortinas.
Capítulo
31
H
|
áganlo pasar,
por favor…
—A
la orden, coronel.
El
teniente Sandoval salió del despacho como una auténtica exhalación. Se habían pasado
la noche en blanco, desbordados por la inesperada actividad que se había
desarrollado en las últimas 24 horas. Sandoval necesitaba sentir esa
excitación, ese estímulo que representaba olfatear el rastro de sus presas.
Primero Balagar, al abandonar de esa manera tan precipitada su guarida; luego
Adolfo Saavedra y el difunto Ernesto Zaldumbia; y ahora ese descarado sicario
que atendía al sobrenombre de “Malasangre”. ¿Qué coño pintaba un despojo como
él en el extraño puzle que se venía desarrollando? a su manera de ver las cosas
nada; pero el caso era que había matado a Ernesto Zaldumbia; y lo había hecho
delante de sus propios ojos.
—Háganlo
pasar… —ordenó secamente. Los dos militares que custodiaban a Evaristo Mendoza
se levantaron de un salto de sus asientos.
—¡A
la orden, teniente! —contestaron al unísono.
Malasangre
en cambio no se movió. Parecía que estuviese sumido en un profundo mantra. De
no ser por los movimientos de su pecho al respirar cualquiera hubiese dicho que
estaba muerto. Una lividez sepulcral se había instalado en su rostro, y estaba
recostado contra la pared en una postura antinatural. Parecía una extraña
estatua de cera adornando la sala de espera del Gobierno Militar. Al sentir los
primeros empellones de los soldados protestó con voz airada.
—¡No mamen más, güevones…! ¡No soy el man
que andan buscando!
—Acompáñenos
y deje de decir tonterías —ordenó Sandoval, en un tono que no admitía réplica—.
No me gusta tener que repetir las cosas y mucho menos a una escoria como tú.
A
un gesto del teniente uno de los soldados le propinó un culatazo con su fusil
en el hígado. Malasangre tosió dolorido, buscando un poco de aire mientras se
encogía por el suelo. No esperó a que el teniente repitiese su orden. Desde el
suelo levantó una de sus manos indicando que estaba dispuesto a colaborar.
—No
se me ponga así, patroncito… Ya nos
vamos entendiendo.
Una
sonrisa de satisfacción asomó a los labios de Sandoval, que inició la marcha
sin molestarse en volver la vista atrás. A sus espaldas Evaristo fue hábilmente
aupado del suelo por los dos militares, que trotaron tras él empujando sin
miramientos a su presa. Apenas dos minutos después el asesino estaba sentado
frente a un hombre calvo con aspecto de intelectual. No parecía muy
intimidador, a pesar de su mirada profunda y sus severos rasgos. El sicario se
relajó un poco mientras le veía revolver entre la montaña de papeles que tenía
delante.
—Soy
el coronel Antonio Maraña —informó el hombrecillo, sin levantar la vista de los
papeles—. ¿Quién es usted?
Evaristo
se tomó unos segundos antes de responder. Estaba acostumbrado a los interrogatorios
policiales; pero la absoluta calma y desapego en la voz de su interrogador le desconcertaba
un poco. Decidió seguirle la corriente, y con la misma voz pausada respondió.
—Mi
nombre es Roberto. Roberto Morales Mejía.
El
coronel levantó la vista de los papeles un milisegundo, volviendo a sumergirse
de lleno en sus informes.
—Me
temo que no ha entendido mi pregunta. ¿Acaso no entiende usted bien el castellano,
señor Espinosa?
El
sicario palideció. Los documentos que llevaba encima (obviamente falsificados)
le identificaban como “Roberto Morales Mejía”, peón de la construcción con
permiso de residencia en España hasta noviembre de 2011. Evaristo Espinosa
Mendoza era un nombre reservado para su círculo de confianza. Empezó a ponerse
nervioso. El coronel continuó.
—Sé
perfectamente su nombre. Se llama Evaristo Espinosa Mendoza, más conocido como
“Malasangre”. En otros países también se le ha conocido con otros nombres y
apodos; pero no es eso a lo que me refiero.
Malasangre
comenzó a traspirar. Había subestimado el poder de ese hombrecillo tan bien
informado.
—Lo
que quiero saber, señor Evaristo —retomó Maraña con agilidad, mirándole directamente
a los ojos—, es qué cojones hace usted aquí esta noche.
El
teniente Sandoval cambió de postura. Estaba situado a la espalda del coronel
Maraña, dirigiéndole al interpelado una aviesa y furibunda mirada. Malasangre
supo que no le serviría de nada inventarse excusas, y que estaba en una
situación francamente delicada. Tratando de dominar el temblor de su mandíbula
contestó con mansedumbre.
—No
lo sé, patrón… Creo que se han
equivocado de man. Me estoy comiendo
una vaina que no es mía. Yo no he papeletiado a ese gomelo.
—Le
diré lo que tenemos, señor Evaristo —masculló el coronel, endureciendo un poco
la voz—. Tenemos dos muertos por arma de fuego. Tenemos un asesino a sueldo que
teóricamente debería estar en estos momentos en Colombia, y tenemos todo el
tiempo del mundo para aclarar el motivo de que usted esté sentado aquí y ahora.
—En
mi opinión tiene usted dos opciones —continuó el coronel, mientras cruzaba una
pierna sobre la otra desde detrás del escritorio, reclinándose hacia atrás
despreocupadamente—, contarnos ahora mismo todo lo que sepa o esperar a que
seamos nosotros quienes se lo saquemos a la fuerza. Usted elige, caballero…
Evaristo
pudo leer en la mirada de ese hombre que no hablaba por hablar. La tensa
postura del teniente Sandoval a su espalda no hizo sino confirmar sus
pensamientos. En su rostro sí que se podía adivinar furia contenida, deseo de
hacer daño. Era evidente que estaba deseando solamente un motivo para
abalanzarse sobre él. Se sintió como un puma acorralado.
—Haga
usted lo que se le dé la gana, man.
Ya me está usted perratiando. Llámeme
usted a un abogado, que se me está poniendo bien cansón.
Una
estruendosa carcajada le puso los pelos de punta. El coronel se había puesto en
pie golpeando suavemente con el codo a su subordinado. El teniente se unió a él
en una explosión igualmente desconcertante.
—¡Un
abogado, dice el muy desgraciado…! ¿Lo has oído, Sandoval?
—Escúchame,
miserable —le espetó el coronel, poniéndose otra vez serio de repente—. No
estás entendiendo nada. Nadie sabe que estás aquí y nadie lo sabrá jamás. Desde
este momento eres propiedad mía… —añadió, con una mueca brutal y desagradable.
—Podría
hacerte pedacitos y nadie lo sabría nunca —continuó, con frialdad—. ¿Quién te
crees que eres, mierdecilla? ¿Pensabas que te saldría barato venir a matar a mi
país? ¡Pues estás muy equivocado, amigo mío! ¿Quién te ha contratado?
Evaristo
empezó a sudar copiosamente. Sabía que si traicionaba a su patrón era hombre
muerto. Él y toda su familia estarían condenados para siempre si se le ocurría
hablar más de la cuenta. Maraña pareció leerle el pensamiento, porque volviendo
a adoptar una postura relajada añadió.
—Podemos
llegar a un acuerdo. Somos hombres civilizados, ¿verdad, Sandoval? —el aludido
afirmó con la cabeza, sin demasiada convicción—. Solo necesitamos que nos diga
el nombre de su contratador. No parece que sea pedir demasiado… ¿verdad? —el
coronel elevó las cejas, expectante.
—No
se me levante tanto las cejas, socio; que yo no voy a pasarle por debajo —el
coronel se puso rojo de ira—. Yo no le he dado la visa a ese pinche man…
—declaró Malasangre en un susurro—. Yo aparecí allí de papayita. Solo quería echarle un ojo a ese man, pero me lo encontré allí tirado mirando ya pa´entro. No fui yo
el que lo puso a chupar gladiolos.
—¿Quién
ha dicho que me preocupe la muerte de ese gánster? —estalló el coronel, dando
un puñetazo furibundo encima de la mesa—. ¡Me refiero a la monja! ¿Quién le
contrató para matar a la monja? ¡Si…! —añadió, con un brillo furioso en la
mirada—. ¡Sabemos que fue usted el que entró en su habitación; sabemos que fue
usted el que apretó el gatillo de esa pequeña pistola calibre 22 que tenía
escondida en el maletero de su asqueroso y desordenado Opel Corsa!
—No
me ponga esa cara de víctima, hombre —añadió el coronel, bordeando la mesa de su
escritorio hasta colocarse al lado del prisionero—. Ambos sabemos que lo hizo.
A mí solamente me interesa saber para quién y por qué. ¿Va usted a responderme
esta pregunta?
Malasangre
bajó la cabeza hacia el suelo. Un oscuro presentimiento le había acompañado
desde el mismo momento en el que había ejecutado a la vieja monja; y ese
presentimiento se había hecho tangible en ese mismo instante. Le pareció
curioso que uno de los encargos menos importantes para él fuese precisamente el
que destrozase su vida.
—¿Es
que era su madre o qué, compadre?
Fue
un pensamiento en voz alta, seguramente que sin intención de resultar ofensivo;
pero no le debió de parecer así al coronel, porque con la mano vuelta le
propinó una furibunda bofetada. El palmetazo restalló como un trueno en la
silenciosa habitación, mientras Malasangre abría mucho los ojos, sorprendido.
—No
se me ponga tan bravo, patrón…
—rezongó el colombiano, disgustado.
—Estoy
harto de tonterías, Evaristo. Voy a sacarte la información a hostia limpia, si
hace falta —dijo el coronel, apretándole a su prisionero el gaznate con todas
sus fuerzas. El teniente Sandoval se acercó también, haciendo aún más factible
su amenaza. En su mano derecha blandía inquietantemente una temible “picha de
toro”.
Evaristo
se revolvió en su asiento. Tenía las manos esposadas a la espalda, incrementando
su indefensión hasta un límite muy cercano al paroxismo. Se impregnó de ese
ambiente de hostilidad, que se le quedó adherido como un lunar en la
perceptible fisura de uno de sus labios destrozados. Un hilillo de sangre de
color escarlata le goteó por la comisura de la boca. Escupió con resignación
sobre el entablillado de madera, dejando unos oscuros cercos de sangre cuajada
entre la saliva. Su camisa estaba empapada de un sudor viscoso y atrasado.
Estaba vencido, pero eso ya hacía tiempo que lo sabían sus interrogadores.
—Ernesto…
—susurró, con voz quebrada—. Ernesto Zaldumbia. Él fue quien me contrató.
—¿Acaso
nos tomas por estúpidos? ¿Pretendes hacernos creer que ahora que Ernesto está
muerto vamos a creer esa mentira? ¡Tendrás que esforzarte más! —aseguró
Sandoval levantando la flexible porra por encima de su cabeza.
—Se
lo juro, man. No se me ponga más
p´arriba… ¡Es la verdad…! ¡Se lo juro…!
El
teniente Sandoval y Marañas se miraron fijamente, dudando de la veracidad de
las palabras del asesino.
—¿Entonces
por qué le mataste, Evaristo? ¿Qué hacías persiguiéndole hasta el baño? ¿No te
había pagado? Esto no tiene sentido. ¡Sandoval! —ordenó con ferocidad—. Empléense
a fondo con este miserable. Tienen 24 horas para hacerle hablar.
—¡Noooo!
—suplicó Malasangre— ¡Se lo juro, compadre!
Ernesto me dio 2000 euros por balacear
a la vieja, pero yo no le he papeletiado.
Quería hacerlo, es cierto; pero alguien se me adelantó… no he tenido ese chance.
Al
ver que los dos hombres se miraban el uno al otro desconcertados Malasangre
decidió que había llegado el momento de pensar en salvar su propia vida.
Adoptando una posición implorante se dejó resbalar hasta el suelo,
besuqueándole los pies al coronel mientras le pedía misericordia. Este se
apartó con repugnancia, dedicándole una profunda mirada de desprecio. El
colombiano le siguió como un perrillo faldero, humillado a rastras por el
suelo. Maraña le hizo un gesto con la mano.
—¡Levántese
del suelo ahora mismo! tenga usted un poco de dignidad, por favor ¡Menuda
mierda de asesino! ¿Te das cuenta, Sandoval? Esta escoria solo tiene cojones
con las viejas y con los maricas. Sin su pistolita en la mano no es más que
eso… ¡Un mierda! —exclamó con desprecio.
—¡Oiga,
champion! —declamó el sicario, un
poco herido en su amor propio—. Yo sé que no soy precisamente lo que se dice
monedita de oro para caerles bien a ustedes; pero tiene usted que comérseme el cuento entero antes de
juzgarme.
—Tiene
usted dos minutos para convencerme de que merece la pena escucharle. Si en dos
minutos no me ha convencido se irá usted con Sandoval.
Malasangre
evitó mirar directamente al teniente. Sabía que su desafiante mirada encerraba
una amenaza demasiado evidente y cercana. Se estremeció profundamente antes de
comenzar.
—¡Ashhh!
—suspiró, sobrecogido, el veterano sicario—. En mi país solemos decir que “El
diablo es puerco”. Yo ya lo sabía cuando me dijeron que tenía que balacear a esa señora. Siempre he dicho
que la mujer que no jode o es que es un hombre o que tiene mozo. Supe que ese
trabajo me embarraría, pero Ernesto
me ha hecho ganar mucha plata aquí, en su país; así que no podía negarme. Un
día, ese man me llamó muy enfadado.
Estaba que echaba chispas, porque necesitaba ponerle el traje de madera a esa
anciana. Alguien le estaba poniendo a él las cosas de pa´arriba; porque parecía
bastante jinchado…
—Ahora
empezamos a entendernos —masculló el coronel con satisfacción— ¿Sabe usted
quien podría ser ese hombre?
—Lleguémosle
a eso, patroncito… Yo solamente soy
un ñero, pero saltaba a la vista que
a Ernesto le daba chancleta el señor
Adolfo.
—¿Adolfo?
¿Qué Adolfo? ¡Tenga cuidado con sus acusaciones, porque podrían salirle muy
caras!
—Ya
no tengo nada que perder, señores. Estoy empezando a sentirme un poco ardido.
Yo no soy de los que se amilanan ante nada, pero aquí me tienen… agallinado en el suelo como una puta
maricona. Ernesto y Adolfo eran como uña y mugre. Nada se hacía sin el consentimiento
del señor Adolfo.
—¿Se
refiere usted a Adolfo Saavedra? —preguntó, escéptico, el coronel.
—Ajá,
socio —afirmó el asesino—. Ese man es
la propia firma.
—¿Qué
está usted diciendo?
—Que
ese man es el diablo en persona. Él
es la firma; el que manda, el patrón… Adolfo fue quien me encargó balacear a ese man, pero se me adelantó uno de sus propios pistolos. Ahora el jefe de mi combo
achilará a mi familia, pensando que
no he cumplido con mi parte.
—Tiene
sentido… —intervino, pensativo, el teniente Sandoval—. Ernesto le encarga el
trabajo de la vieja a este desgraciado, pensando que lo va a llevar a cabo de
una manera profesional y anónima; pero cuando se da cuenta de que ha hecho una
chapuza le entra el pánico y se lo cuenta a su jefe. Adolfo entra en fase de
pánico y decide eliminarle para borrar cualquier posible rastro que le pudiera
perjudicar…
—Y
eso nos lleva al siguiente punto —razonó meditabundo Maraña—, que no es ni más
ni menos que el porqué de ese encargo. Sandoval… llevamos años vigilando el
entorno de la difunta Ana María Tudela y ni una sola vez en todos estos años
tuvimos constancia de que Adolfo Saavedra y ella se conocieran. Solamente
cuando la chica se acercó a la vieja salieron de la sombra todos estos
personajes. Ella tiene la clave… Estoy seguro de que ella es el hilo conductor
de todo esto. Sandoval… —aseveró meditabundo, hablando para sí—. Estamos cerca
de algo. Solo nos falta saber de qué…
—¿Entós qué, loco? —imploró Malasangre
desde el suelo, ajeno a sus cavilaciones—. ¿Me van ustedes a dar el dos?
—¿Quéeee?
—exclamó, desorientado, el coronel.
Sumido
en sus meditaciones se había olvidado por completo de la presencia del colombiano.
Maldijo en silencio su descuido; pero era la primera vez en veinte años que
estaba seguro de haber encontrado una pista que mereciese la pena.
—¿Qué
cojones es eso del dos? —bramó.
—Que
si me van a dejar de abejorriar
—balbuceó atropelladamente Malasangre—. Yo podría ayudarles a coger por los
huevos a ese man —dijo ilusionado—.
Sé que no van a dejarme quedar sano, pero no me importa que me dejen ustedes encanado en la cárcel hasta que la pelusa se me ponga verde. Solo quiero
que mi niña esté protegida de mi combo.
Cuando sepan que me tienen aquí achuchurriado
van a querer papeletiarmela.
—¿Crees
en serio que estás en posición de reclamar algo, miserable? —le escupió
visiblemente contrariado el teniente Sandoval, acercándose con ánimo
provocador.
—No
se me pongan bravos de nuevo, señores
—suplicó el sicario mansamente—. Ese man
está muy amurao. No se crean que yo
me tomo caldo de payasete, sé muy
bien de lo que hablo. Yo podría ayudarles en esta vaina. Hasta un ñero como
yo sabe que ese man es muy importante
en este país. Ahora mismo tiene que estar encaletado
en su casa, achantando. ¿Estamos o no
estamos, socio?
—Sea…
—repuso secamente el coronel Maraña, sin apenas pensárselo—. Sandoval… —ordenó
con voz potente—. A partir de este momento es usted responsable de todos los
movimientos de este desgraciado. Usted responde de todas sus acciones.
—¡A
la orden, mi coronel!
—Proporciónele
una muda nueva, y no le pierdan de vista hasta que confirmemos lo que nos acaba
de contar. Déjenle acceso libre a su teléfono móvil. Si Adolfo Saavedra se pone
en contacto con él de nuevo no quiero que sospeche nada. Esta es nuestra baza.
No quiero que nadie se entere de que tenemos retenido a este hombre.
—Evaristo…
—añadió con suavidad, acercándose lentamente hacia él—. Tiene usted la
oportunidad de salvarle aún la vida a su familia. Tiene mi palabra de que
nadie, (a excepción de usted y de mí), sabrá que no ha sido usted el que ha
matado a Ernesto. A partir de este momento tiene usted oficialmente a su cargo
otro homicidio que añadir a su larga lista de informes policiales.
El
sicario asintió con la cabeza, notablemente agradecido.
—Llévele
a un sitio más discreto, Sandoval… Emitiré un comunicado informando de que el
señor Evaristo Espinosa Mendoza se nos ha escapado y que se encuentra en
paradero desconocido.
—¡A
la orden, mi coronel!
Malasangre
acompañó dócilmente a su nuevo carcelero. Una mirada de inmensa gratitud se le
escapó de sus crueles ojos, haciéndole por un segundo a Maraña creer que en el
fondo de su alma Malasangre podía esconder algún sentimiento de ternura; aunque
fuese para con los suyos; pero al momento desechó esa idea, ladeando la cabeza
con crudeza. No era posible, debía de estar afectándole la falta de sueño. Todo
su equipo estaba extenuado, tratando de seguir sus indicaciones; pero él
también estaba exhausto. Necesitaban un respiro. Marcó un número de teléfono.
—¿Teniente
Ludeña? Sí; pueden retirarse… No; dígale a la policía que se nos ha escapado.
Emitiré una orden de busca y captura para la INTERPOL. Vaya a descansar. Mañana
la espero vestida con ropa de calle a las 6 p.m.. Dígale a Luna Méndez que a
partir de este momento se encargará ella de servir de enlace con la policía.
Eso es, Evaristo. Evaristo Espinosa Mendoza. Procure dormir algo —añadió,
mirando su reloj de pulsera. Eran las siete de la mañana.
—¿Sargento
Fierro? —preguntó, tras teclear otro número de teléfono—. No, no soy el
teniente Sandoval; soy el coronel Maraña. ¿Qué sabemos de Balagar? Bien, bien.
Buen trabajo, sargento. Pueden ustedes retirarse a descansar. Dejen solamente
operativo al equipo alfa. Que no les molesten si no se produce ningún
movimiento. Eso es, sargento, solamente vigilancia por audio y termógrafos.
El
coronel se estiró bostezando ruidosamente. Había sido una noche infernal, pero
se sentía satisfecho. Por fin empezaba a verse un poco de luz entre los
nubarrones que oscurecían su hasta el momento impecable hoja de servicios. La
estrecha vigilancia a la que había sometido a Balagar empezaba a dar sus
frutos. Era el momento de recogerlos. Volvió a mirar su reloj de pulsera con
desazón. Era demasiado tarde para acostarse y demasiado pronto para quedarse a
trabajar. Todavía estaba pendiente la decisión que fuese a tomar el comisario
Medallas.
El
equipo del turno de día estaba a punto de entrar. Ya habría tiempo para dormir
más adelante. Rebuscó entre los bolsillos de su chaqueta y se ayudó de un poco
de agua para tragar una píldora de color pardusco. Ya tendría tiempo para
descansar cuando estuviera muerto —pensó, mientras sentía el líquido bajarle
por el esófago.
Capítulo
32
E
|
l amanerado
inspector municipal rebuscó entre sus papeles hasta que dio con el que le
interesaba. Dolores no se perdía ni uno solo de sus movimientos desde detrás de
la pesada mesa de castaño macizo. El inspector empezó a pellizcarse el labio
inferior mientras repasaba de nuevo los informes en busca del dato que le
interesaba. Al cabo de unos minutos exclamó con voz triunfante:
—Aquí
lo tengo, señorita… 110 centímetros. Ese y no otro es el mínimo que la ley
exige para el ancho de todas y cada una de las puertas de su establecimiento.
—Le
vuelvo a repetir, caballero, que esas puertas están en la zona reservada al
personal. Su acceso es limitado. ¿Cuándo va a dejar de ponerme trabas a todo?
—Cuando
vea que todos sus papeles están en regla, señorita Menguada. ¿Quiere que se lo
vuelva a repetir? Bien, lo repetiré… —exclamó con agresividad el obstinado
funcionario.
—Aquí
mismo lo tengo: Centros Geriátricos. Reglamentación por ordenanza nº 4610/93.
Artículo 1: Defínese como “Centro Geriátrico” al establecimiento que cuenta con
atención geriátrica y personalizada de ancianos compensados, contando con
residencia y servicios asistenciales médicos”. ¿Dónde están sus servicios
médicos, señorita Menguada?
—Ya
se lo he dicho, Valentín… —alegó apesadumbrada Dolores—. Este es un centro de
retiro voluntario, no una residencia de ancianos. Nuestros residentes vienen
por iniciativa propia, buscando un descanso y una tranquilidad que les ayude a
soportar su vejez. Es más bien una especie de local de ocio, enfocado al
entretenimiento lúdico.
—Llámelo
como usted quiera, pero el caso es que a fecha de hoy no cuentan con el
equipamiento mínimo exigible; así que lamentándolo mucho tendré que elaborar un
boletín de denuncia.
Dolores
dejó de escucharle. Llevaba varias semanas luchando contra viento y marea por
sacar adelante el proyecto que su difunta mentora había dejado a su cargo. En
un principio se había creído capacitada para vencer todas las dificultades que
hubiesen de venir; pero últimamente ya no estaba tan segura.
Después
de la visita del enviado vaticano todo habían sido inconvenientes. Al principio
había sido una auditoría de cuentas, de la que había salido bien parada; pero
en las últimas dos semanas le habían cortado la línea de crédito en los dos
bancos con los que trabajaba. Nunca hubiese pensado que Francisco Castañón —el
director del Banco Popular Español— le hubiese puesto trabas a la hora de
renovar su línea de crédito. Era cierto que le faltaba liquidez pero las
cuentas estaban saneadas y las cuotas de los residentes estaban a punto de ser
ingresadas. Nunca había habido ningún problema en ese aspecto, pero en ese
preciso instante las nóminas de todos sus trabajadores estaban sin ingresar y
ya llevaban cuatro días de retraso.
De
momento los trabajadores estaban tranquilos. No se había quejado ninguno
todavía, pero estaba segura de que las protestas no se harían esperar. A eso se
unían los problemas de suministro de sus proveedores; que a raíz de la muerte
de Ana María se habían vuelto cautos y recelosos. Ya no había ninguno que le
sirviese mercancía si no era pagándole al contado. Se amparaban en la famosa
disculpa de la crisis. “Entiéndalo, Dolores”—le decían compungidos— “es que
estamos en crisis”. ¿Crisis, decían? ¡A ellos les quisiera ver ella tratando de
sacar a flote un barco que hacía aguas por todos lados!
—Firme
usted aquí, señora Menguada.
Se
había olvidado del amanerado petimetre municipal. En ese breve lapso de tiempo
le había dado tiempo a rellenar varios boletines de denuncia numerados
correlativamente.
—No
ha perdido usted el tiempo, Valentín… ¿Qué es todo esto?
—La
primera de ellas es por la violación del anteriormente mencionado artículo nº1 —comentó,
mientras le alargaba el primero de los impresos—. Las siguientes puede usted
examinarlas antes de darse por enterada.
Dolores
ojeó escandalizada la larga lista de infracciones que había observado el sagaz
hombrecillo. No podría hacerse cargo ni de la mitad de ellas; porque en la
mayoría de las ocasiones necesitaban de unos trabajos de reparación que el
centro no se podía costear. Los clasificó por importancia, desde las
infracciones leves, como no tener colchones de reserva o canillas mezcladoras
de agua caliente hasta las muy graves; como el hecho de que teniendo dos
plantas el edificio no contase con el ascensor al que les obligaba la ley.
Valentín esperaba en silencio, paseando como un gato enjaulado de un lado a
otro de la habitación.
Se
había pasado la noche entera soñando con la manera de poder instalar pasamanos
en las escaleras, vestuarios separados por sexos, líneas telefónicas individuales
y otras cosas por el estilo; pero allí estaba, garabateando su firma en unos
papelajos que la acercaban cada vez más a su derrota. Una derrota para la que
no estaba preparada. Una derrota a la que plantaría batalla con uñas y dientes.
—Creo
que esto ya está, Valentín —señaló la directora mientras se frotaba las sienes.
—Es
impresionante… Tiene una estampa maravillosa —comentó con sencillez el inspector
mientras se alejaba del amplio ventanal.
—¿El
qué, el jardín? —respondió ella, un poco ausente—. Todos dicen que es lo mejor
que tenemos, el entorno… Pocos jardines privados podrá usted contemplar tan
maravillosamente cuidados y conservados.
—Me
refiero al árbol que preside su jardín. Un magnífico ejemplar de “Salix Babilónica”. ¿Sabe usted de dónde
viene ese nombre, señora Menguada?
—Cómo
coño quiere que lo sepa… —replicó Dolores malhumorada—. Tengo cosas mejores en
las que pensar. Lo que me extraña es que lo sepa usted —inquirió a la defensiva
la directora.
—Sauce
Llorón… —murmuró pensativo el funcionario—. El árbol más triste que existe. Por
su tronco dicen las leyendas que corre savia mezclada con amargas lágrimas.
¿Sabe usted que se dice que Jesucristo pasó su última noche debajo de un sauce
llorón?
—Pues
no —admitió malhumorada la directora—, pero veo que usted sí. Debe de aburrirse
mucho para dedicarles tiempo a las plantas. Aquí se lo pasaría usted en grande.
Lástima que se empeñe en cerrar nuestro “establecimiento”, como a usted le
gusta llamarlo.
—Créame
que lo siento. Solamente estoy haciendo mi trabajo. Este árbol siempre ha sido
considerado como un símbolo de amargura y de amor desgraciado. ¿Sabe usted?
El
tono de voz del enviado municipal se le antojó a Dolores aún más pomposo y
pedante incluso que cuando la reprendía por sus numerosas infracciones.
—El
mismísimo Napoleón escogió uno de estos árboles para ser enterrado junto a él
en la isla de Santa Elena. Este ejemplar debe de estar seguramente en el último
de sus ciclos de vida…
—Son
ejemplares poco longevos, ¿sabe usted?
Dolores
negó con la cabeza, soltando un bufido. Si ese mequetrefe le volvía a formular
con su pedantería habitual otro “sabe usted” se lo metería directamente por el
orto.
—¿Cómo
la llamarán, entonces?
—¿A
quién? —respondió, un poco despistada.
—A
esta propiedad… ¿A qué si no?
—Váyase
al cuerno, Valentín. Váyase al cuerno.
Dolores
no quiso saber más del empleado municipal. Con un gesto de la cabeza señaló el
pequeño montón de impresos que había dejado firmados al lado del pequeño
maletín porta documentos de cuero curtido. El funcionario se chupeteó los dedos
para ayudarse a separar las hojas auto-copiativas, dejando en un pequeño
montoncito los originales —para él—, y las copias de color rosa, para Dolores.
—Tiene
usted treinta días para subsanar todas estas deficiencias. De no estar solucionadas
labraré un Acta de Infracción para el Tribunal de Faltas Municipal. Le advierto
de que la tercera reincidencia de la falta, en el lapso de doce meses,
acarreará la clausura de este establecimiento. ¿Lo ha entendido?
—Perfectamente,
caballero. Puede usted ir a lamerle el culo otra vez al padre Benito. Ya me han
dicho que son ustedes muy amiguitos últimamente.
—Esto
no tiene nada que ver con don Benito, señora Menguada.
—Lo
sé… —repuso ella con disgusto—. La iglesia nunca tiene nada que ver, por
supuesto.
El
teléfono del despacho comenzó a sonar. La voz de Mónica, la responsable del
servicio administrativo, rompió oportunamente el pequeño momento de tensión que
se comenzaba a respirar. Dolores desactivó el manos libres, vigilando con el
rabillo del ojo al afectado funcionario municipal. Le despidió con un gesto de
la mano, sin darle ocasión a rebatirle su observación. El inspector municipal
salió de la estancia con el rostro congestionado de ira, don Benito tenía razón
—pensó para sí el funcionario, antes de cerrar con un fuerte portazo—, Dolores
Menguada no estaba capacitada para gestionar un centro de tanta responsabilidad
moral y humana como ese. Dolores respiró aliviada cuando le vio desaparecer
tras la pesada puerta, volviendo a conectar el altavoz del intercomunicador.
—Dígame,
Mónica.
—Se
han dado de baja otros cuatro abonados, señora directora. A este paso vamos a
quedarnos sin residentes. Ya van doce en las últimas dos semanas.
—Doce…
—murmuró, alicaída.
Doce
eran más de la mitad de los internos que estaban abonados en el centro. Había
observado que las donaciones se habían visto frenadas en seco con la muerte de
su mentora, pero jamás se habría imaginado que las personas con las que había
convivido en los últimos años le diesen la espalda de esa manera tan insolente.
La oscura mano de Benito Escabeche dejaba un tufillo a coacción perceptible
hasta para el olfato más inexperto.
—Gracias,
Mónica… No dude en informarme si alguno más decide darse de baja.
—Lo
que usted diga, señora —la administrativa cortó la comunicación.
Dolores
se sintió invadida por una sensación de pánico. ¿Qué iba a hacer si todos los
ingresos con los que contaba se le escapaban de entre los dedos? tenía reservas
para aguantar un par de meses todavía; pero si las cosas no cambiaban se vería
obligada a cerrar El Sauce Llorón.
Eso significaría una derrota aún peor para ella que la muerte. Tenía que
encontrar apoyos donde fuese, aunque eso implicase salir de los muros en los
que se protegía desde hacía tantos años. Necesitaba encontrar a la chica que
Ana María Tudela mencionaba en su testamento. Ella podría ayudarla. Abrió el
cajón inferior de su escritorio. Esa maldita sed nunca se apagaba. —Penélope…
—murmuró meditabunda mientras paladeaba el segundo de sus tragos—. Penélope
Saavedra... Tengo que dar con ella cueste lo que cueste —pensó—. Volvió a
rellenar su copa.
Capítulo
33
F
|
ue Pascal el que
descubrió que “la presión ejercida por un fluido incompresible y en equilibrio
dentro de un recipiente de paredes indeformable, se transmite con la misma
intensidad en todas direcciones y en todos los puntos del fluido”. Si Penélope
fuese ese recipiente y su pasado ese fluido incompresible quedaría refutado que
esa ley era extensible también al pensamiento humano. Natalia y yo llevábamos
varias semanas tratando de introducir nuevos recuerdos en su maltrecha mente; y
aunque su evolución era lenta y costosa habíamos logrado avanzar bastante. El
suministro médico era constante gracias al buen hacer del coronel; y los
avances nos permitían levantarnos cada día con una sonrisa de esperanza y
optimismo.
Poco
a poco había ido mejorando; pero pese a todos nuestros esfuerzos, los progresos
estaban sido mínimos, limitándose a momentos muy puntuales de su vida. Penélope
solo había logrado acceder a pequeños pasajes de su vida, que se le repetían
como en un extraño déjà vu. El
coronel nos había suministrado otras dos nuevas drogas con la esperanza de
acelerar su recuperación, con bastante acierto.
Le
estaba asesorando un reputado neurólogo venido ex profeso de Barcelona.
Siguiendo sus indicaciones habíamos añadido a la receta habitual de fármacos la
amantadina y la fenilpropanolamina. El resultado era que Penélope se movía de
un lado a otro de la casa totalmente desconcertada, sin saber muy bien qué
recuerdos eran suyos y qué recuerdos eran fruto de sus ensoñaciones. Solía
levantarse con la cabeza fresca y serena; pero a medida que avanzaba el día se
iba marchitando como una planta sin tierra. Había llegado el momento de dar un
paso adelante, y así se lo hice saber a su hermana en el desayuno.
—Lo
haremos hoy… —aseguré, mientras me trasegaba una magdalena con virutas de
chocolate—. No podemos esperar más… Estamos en un punto muerto que no nos
conduce a nada.
—Sabes
que yo preferiría esperar un par de semanas más —repuso Natalia—. Está
avanzando, y no sabemos lo que puede suceder.
—¿Avanzando?
¡Vamos, Natalia, no me jodas…! ¡Todavía cree que Ernesto es el amor de su vida!
¿No te duele verla así? —Ella me miró con una expresión extraña—. Ya veo… —afirmé
decepcionado—. Te has acomodado. Ya te has acostumbrado tanto a verla así que
no te duele… —Natalia se levantó de un salto, fulminándome con la mirada.
—¡Qué
sabrás tú…! ¡Ah, sí…, perdona…! ¡El gran Balagar Fartón lo sabe todo siempre!
Pude
sentir su intensa mirada de odio. Era como si desease que todos mis huesos
reventasen reducidos a minúsculos granos de arena. Era una mirada que lo decía
todo sin palabras.
—¿Qué
ha sido de la Natalia luchadora, la que decía que estaba dispuesta a
arriesgarlo todo por su hermana? Yo solo veo a una niña asustada, una niña que
prefiere ver pasar los problemas atiborrada de tranquilizantes en lugar de
coger la vida por los huevos... ¿No te das cuenta de que estamos acabando con
lo poco que queda de tu hermana? Toma tantas drogas que vive en un Nirvana
permanente… Ha llegado el momento de hacer algo; y lo haré, tanto si te parece
bien como si no.
Natalia
se quedó callada, dolida al parecer por mis reproches; pero en el fondo sabía
que yo tenía razón, porque relajó un poco la mandíbula. No me dejé engañar por
su aparente rendición. Si algo había aprendido en las últimas semanas era que
nunca se daba por vencida. Ella siempre tenía la última palabra.
—Podríamos
esperar al menos a que vuelvan Rubén y Judith —repuso belicosa—. Y me gustaría
saber también lo que opina el coronel de todo esto…
Estaba
claro que solamente trataba de ganar tiempo. Empezó a retorcerse las manos como
hacía siempre que estaba muy nerviosa.
—Todos
estamos de acuerdo, Natalia. Solo quedas tú.
—Hagámoslo;
pero quiero que Rubén y Judith estén presentes. No quiero que Penélope pase por
todo eso sola.
—De
acuerdo, pero ahora… silencio. Ahí viene ya tu hermana.
Penélope
entró en la cocina buscando con la mirada su desayudo favorito. Yo me había
convertido en el encargado de prepararle todas las mañanas unas tostadas con
mantequilla y mermelada de fresa. Ella me lo agradeció con una sonrisa mientras
nos saludaba risueña.
—Buenos
días, chicos… ya estáis discutiendo otra vez? —afirmó, divertida, mientras
besaba a su hermana en la mejilla con cariño—. Tenéis que aprender a relajaros.
¿Queréis alguna pastillita? —preguntó, distraída, mientras nos mostraba la
imponente colección que reposaba en la palma de su mano.
—No,
gracias —respondí, divertido—. Y tu hermana ya tiene las suyas propias,
¿verdad?
A
Natalia no le hizo demasiada gracia mi comentario. Dejó su taza vacía en el
fregadero y se dirigió muy contrariada a la entrada del salón, pero antes de
salir me dedicó en voz baja una observación muy habitual en ella a modo de
respuesta.
—No
te soporto, Balagar. Eres gilipollas.
Las
primeras veces que me había insultado Natalia me había sentido ofendido, pero
en ese momento lo que me producían sus insultos era gracia. Me resultaba
placentero provocarla; porque estallaba siempre con cualquier provocación, por
mínima que esta fuera. A veces bromeaba con Rubén imaginándonosla en uno de los
encierros de toros de San Fermín, porque si soltaban a tres o cuatro astados
como ella sería una masacre. Natalia Saavedra era puro corazón.
A
media mañana recibí la llamada rutinaria del coronel. Desde que habíamos
comenzado con el tratamiento se empeñaba en exigirme novedades diariamente, a
veces incluso más de una vez; a pesar de tenernos grabados en audio y vídeo
permanentemente. Todavía no había logrado descifrar ese desmesurado interés por
controlarnos; pero como nos dejaba en paz tampoco me preocupaba demasiado.
Con
el paso de los días habíamos ido estrechando relaciones poco a poco. El trato
diario nos había hecho comprender que no ganaríamos nada enfrentándonos el uno
al otro, y habíamos llegado a una especie de “status quo” en el que ambos nos sentíamos cómodos. Yo acataba sus
exigencias de una manera civilizada y él nos daba libertad para entrar y salir
de la casa cuando quisiéramos; de manera que yo casi todos los días me acercaba
al hospital para acompañar a Rubén y Judith al lado de Balbi. Gracias a sus
gestiones estábamos limpios de cargos en el asesinato de Ana María Tudela; y
podíamos movernos libremente a nuestro antojo.
Recuerdo
que el resto de la mañana pasó con lentitud. Natalia me evitaba, con una
repugnancia antinatural. Se había tomado ya dos tranquimazines, pero aun así
aprovechaba la más mínima ocasión para asediarme; de manera que cuando llegaron
Rubén y Judith nos encontraron inmersos en otra de nuestras innumerables
peleas.
—¡Estoy
harta de ti, Balagar…! —gritaba otra vez como una posesa—. ¡Has dejado una
revista tirada encima de la cama; y has vuelto a olvidarte otra vez la tapa del
váter levantada! ¿Cuántas veces te he dicho que la bajes? ¿Cien, doscientas?
¡No puedo más, de verdad! ¡Para mí que lo haces “a posta”! —añadió, dando un
portazo en el baño. Dos segundos después se oyó la tapa del váter golpeándose
con violencia contra la porcelana.
—Benditos
laxantes… —mascullé para mí mismo—. Dios, ¡qué falta le hacía que alguien le
quitase esa cara de vinagre!
—¿Nos
hemos perdido algo? —preguntó desconcertado Rubén, al observar mi ceño
fruncido—. Si queréis nos vamos. Es obvio que no venimos en buen momento,
—dijo, mientras colgaba su chaqueta en el perchero de la entrada.
—No
es nada, Rubén… —expliqué—. Es solo que Natalia está un poco desquiciada hoy…
le he comentado la posibilidad de empezar ya mismo con la terapia de choque.
—¿Y?
—añadió, expectante, Rubén—. ¿Cuál es el problema? —Judith se le unió con la
misma expresión de curiosidad.
—Pues
nada. Que le da miedo. Llevamos toda la mañana como el perro y el gato.
—No
te preocupes —dijo Judith—. Yo hablaré con ella. Estamos todos un poco tensos
últimamente. Ella es la que peor lo está llevando, al parecer.
—¿Todo
bien con Balbi? —pregunté, mientras empezaba a colocar los cubiertos y los
platos en la mesa del comedor.
—Sin
novedad, Balagar… El electroencefalograma no ha salido demasiado bien tampoco
esta vez. Nos han dicho que nos hagamos a la idea de que nos la tendremos que
traer a casa en el plazo de un mes, a más tardar.
—¡Pero
si todavía no ha mejorado!
—Ya
lo sé, yo también estoy escandalizado —repuso con su flema habitual Rubén—. Los
médicos dicen que se ha quedado estancada y que no es capaz de responder a
ningún estímulo. Ahora dicen que “a lo mejor” se precipitaron en hacerla salir
del coma inducido.
—¡Yo
flipo con la Seguridad Social! —exclamé horrorizado—. La pobre Balbi luchando
aún por sobrevivir y estos hijos de puta ya la quieren desahuciar…
Rubén
se sentó en la primera silla que encontró, pellizcando hambriento un pequeño
bollo de pan integral. ”Si se entera Natalia le mata” —pensé para mí.
—En
el hospital dicen que pronto ya no van a poder hacer nada más por ella.
Necesitan dejar camas libres con urgencia. Me han dado el teléfono de varios
organismos sociales.
Dicen
que si lo peleamos podemos conseguir la Gran invalidez e ingresarla en algún
centro para discapacitados.
—Joderrr,
¡qué mierda de vida!
—Y
tanto, Balagar; y tanto… —afirmó entristecido Rubén, apartando el bollo de pan
con repugnancia—. Vaya, ¿otra vez pan integral?
—Sí,
hijo sí… —repuse, con resignación—. Pero calla, calla, que no está el horno
para bollos, y nunca mejor dicho… —Rubén me respondió con una carcajada
divertida y sincera.
—Rubén…
—exclamó Judith desde la cocina—. ¿Le has comentado ya a Balagar lo de la
clínica de Navarra?
—¡Hostias,
es verdad! —exclamó él, palmoteándose la frente—. ¡Se me había olvidado!—se
excusó—. El especialista de neurología nos ha dicho que hay una clínica en
Navarra que podría hacer algo por Balbi.
—¿Ah,
sí? ¿Y a qué esperabas para contármelo? —le dije, golpeándole cariñosamente en
el hombro derecho.
—Se
me había pasado. Lo siento. Con todo esto de Penélope se me había olvidado ya…
El doctor Oleguer está seguro de que si llevamos allí a Balbi, mejorará. Dice
que será un proceso largo y difícil, pero que allí están los mejores
especialistas.
—¿Cuál
es el problema, entonces? —repuse ilusionado.
—El
dinero, Balagar… Cuesta una verdadera fortuna.
—Balbi
se lo merece —contesté—. Yo pondré lo que sea necesario. Venderé el coche. El
piso, si hace falta…
—Eres
muy generoso, pero no es tan sencillo. La primera consulta son 800 euros y el
tratamiento unos 700 más a la semana. Ellos dicen que va para largo, así que
puedes hacer la cuenta tú mismo. No nos lo podemos permitir…
—Joder...
—refunfuñé, decepcionado—. Ya hablaremos, Rubén; ya hablaremos. Sé de un par de
personas que tienen más dinero del que se merecen. Ya les llegará la hora de
repartir un poco con los más necesitados. Tiempo al tiempo…
Dos
horas después nos encontrábamos todos sentados en el pequeño salón. Penélope
nos miraba a todos un poco aturdida por las drogas, inmersa en su particular
deriva mental. Adiviné por el silencio general que todos esperaban a que yo
diera el primer paso; y así lo hice, acercándome a ella. Con suavidad la tomé
de la mano y la miré directamente a los ojos.
—Penélope…
Sabes que todos estamos aquí para ayudarte, ¿verdad? —ella asintió, con
expresión ausente.
—Bien…
—continué—. ¿Recuerdas que estos días hemos estado hablando de Ernesto Zaldumbia,
de Sergei y de tu padre; Adolfo Saavedra?
—Ella
volvió a afirmar con la cabeza, pero no hizo ningún comentario.
—¡No
seas muy brusco al decírselo, Balagar! —protestó su hermana.
Sus
palabras se volatilizaron antes de llegar a mis oídos.
—El
caso es que nosotros —dije, señalando a todos los presentes—, nosotros
necesitamos que prestes mucha atención a todo lo que vas a ver y escuchar a
partir de ahora. ¿Me estás entendiendo? —ella volvió a asentir con vehemencia.
Encendí
el pequeño dispositivo multimedia. Me había pasado los últimos días preparando
un montaje cinematográfico con vídeos suyos. La mayoría procedían de internet.
Se la veía sonriente, acompañada del orondo Ernesto. Eran “el calentamiento”,
la introducción a la historia, por así decirlo. Penélope comenzó a visionar la
película sumida en una especie de trance; pero poco a poco comenzó a
reaccionar, rellenando unos diálogos imaginarios que casi siempre coincidían
con la realidad. Rubén me miró ilusionado, y Natalia y Judith se engarzaron las
manos, hermanadas de nuevo por una aspiración común. Cuando acabamos de
visionar la primera parte del vídeo Penélope parecía haber obtenido acceso a
alguna parcela oculta hasta entonces en su cerebro.
—Ernesto
se ha ido, ¿verdad? —preguntó, dirigiéndose a mí—. Recuerdo que le quería.
Vivíamos juntos. Nos íbamos a casar, ¿no es así?
Natalia
me miró de refilón, haciendo gestos negativos con la cabeza; pero ya era tarde;
la decisión estaba tomada y había que aprovechar el momento. Deslicé mi mano
hacia la mano de Penélope, y se la envolví con suavidad. Ella pareció
desconcertarse por un segundo, pero me devolvió el contacto, apresándome con
una tierna mirada. Toda mi entereza se vino abajo con el simple contacto de sus
admirables ojos. El pecho se me empequeñeció, impidiéndome respirar con
normalidad, pero tenía que hacerlo; alguien tenía que hacerlo. Con la voz
quebrada por la emoción le revelé la identidad del responsable de sus males.
—Tienes
que olvidarte de Ernesto. Te ha hecho mucho daño. Él es el culpable de que nos
encontremos todos aquí, luchando por recuperarte.
Penélope
bajó la vista decepcionada, apartando su mano de mi caluroso y emotivo apretón.
—No
puedo creerte… —murmuró, desencantada—. Todavía recuerdo sus abrazos, y sus
besos. Es imposible que un hombre como él pudiese hacerme daño. Tienes que
estar equivocado, Balagar… —añadió, rehuyendo mi mirada.
—Lo
que estás a punto de ver te hará dudar hasta de ti misma, Penélope; pero tienes
que prometerme que serás fuerte y que lo verás todo hasta el final. Puede que
vuelvas a sentir cosas que tú misma has decidido enterrar para siempre; pero es
necesario que confíes en nosotros y que abras tu mente.
—Tienes
que escucharle, Penélope… —intervino Natalia con la voz truncada—. Confía en
él. Ernesto no era como tú lo recuerdas.
—¿Era?
—preguntó, dando muestras de una inesperada agudeza mental Penélope.
—Es
una larga historia. Presta atención, por favor —le contesté.
Acto
seguido activé de nuevo el programa de visionado del pequeño disco duro
multimedia. El aparato emitió un pequeño zumbido antes de enviar a la pantalla
de plasma del salón las fantasmagóricas imágenes en blanco y negro de unas
cámaras de seguridad. Estaban fechadas en la noche de su secuestro y en ellas
se podía ver la brusca irrupción de un todoterreno de color oscuro en la
mansión de Ernesto. Penélope miraba la pantalla de plasma sin pestañear,
absorta en la irreal sucesión de instantáneas. En un momento dado la película
se ralentizó, mostrando a cámara lenta la introducción de un pequeño bulto a
hurtadillas de las cámaras; pero su rostro no mostró emoción alguna. Cuando el
archivo completó su reproducción automática decidí orientarla un poco,
intentando ayudarla a poner en orden sus recuerdos.
—¿Reconoces
algo en estas imágenes? —ella negó con la cabeza, frunciendo la boca con
desilusión.
—Ese
pequeño bulto que introducían por la fuerza en esa casa eras tú. ¿No lo
recuerdas? —ella volvió a negar con la cabeza.
—Tienes
que recordarlo —supliqué—. Sergei te capturó en tu propia casa, y Ernesto le
acompañaba cuando te condujeron a tu cautiverio. ¿No lo recuerdas?
Penélope
estaba a punto de hacer una observación, pero su hermana intervino, interponiéndose
de repente entre nosotros y la televisión. Habíamos acordado que solamente le
pondríamos las imágenes más duras cuando estuviésemos seguros de que podría
soportarlas; y era evidente que a Natalia no le parecía llegado aún ese
momento. Con los brazos cruzados en jarra se encaró a mí sin andarse con
rodeos.
—Ya
está bien. Por hoy ha sido suficiente.
Imprevisiblemente,
fue Penélope la que habló, y se pronunció con un tono que no dejaba lugar a
dudas.
—Apártate,
Natalia. Quiero ver más. Necesito ver más. Quiero curarme…
Natalia
buscó apoyo en Rubén y en Judith; pero estos rehuyeron su mirada, apoyando en
silencio la decisión de Penélope. Al cabo de un rato se dio por vencida,
separándose unos pasos de la pantalla del televisor. Penélope susurró casi sin
fuerzas.
—Ponme
lo que sea, Balagar… Nada puede hacerme más daño que ver cómo nos destruimos
poco a poco los unos a los otros. No penséis que no me doy cuenta de las cosas.
Soy consciente de la manera en la que me miráis; con esa mezcla de compasión y
hastío. Estoy cansada de vivir en esta zozobra, sin saber si mis recuerdos son
reales o no… Haz lo que tengas que hacer. Lo soportaré.
Admiré
la valentía y la elegancia de esa mujer. Incluso postrada en ese sofá, con la
mirada perdida, era capaz de transmitir solventemente una emoción que yo creía
sepultada para siempre. Me sentí en la obligación de advertir a los presentes
de la crudeza de las imágenes que se habrían de suceder. A continuación volví a
accionar la reproducción automática.
El
siguiente vídeo estaba fechado un día después del día del secuestro, y un
jovenzuelo de avispados ojos azules y larga melena rubia se presentaba en un
idioma que parecía ser germánico. Me había molestado en colocar unos carteles
con una traducción aproximada al castellano. En su presentación facilitaba los
datos físicos de una mujer que habría de ser intervenida inminentemente. Sus
características físicas, su envergadura, peso…
La
siguiente imagen nos puso los pelos de punta a todos. En ella se podía observar
perfectamente a una Penélope maniataba a un camastro. Tenía la cabeza rasurada
al cero y un laberinto de cables estaban adheridos a todo su cuerpo. Estaba
inconsciente, recostada en una postura antinatural, anclada en el esqueleto de
un somier metálico.
—Miserables…
—masculló Natalia, apartando asqueada la mirada.
—Esa…
esa soy yo, ¿verdad? —balbuceó Penélope, con los ojos abiertos como platos—. ¿Qué
hago ahí? ¡Es como una película, y sin embargo…!
No
acabó la frase. Oprimí el botón de “Pausa”. La película se detuvo.
—Esto
solo es el principio, Penélope… Lo que viene a continuación no tiene nombre.
Deberás ser fuerte, muy-muy fuerte. ¿Continúo?
Empecé
a notar que las miradas de Rubén y Judith se volvían dubitativas. Natalia tenía
el rostro escondido entre las palmas de las manos, y un ahogado sollozo indicaba
que no se encontraba en condiciones de participar. Penélope suspiró con
resignación, haciéndome un gesto de asentimiento casi imperceptible. Accioné de
nuevo la película.
La
siguiente selección de imágenes mostraba la irrupción de Ernesto Zaldumbia en
el cuadro de escena. Penélope le reconoció nada más aparecer, murmurando su
nombre con sorpresa. Lo que vino a continuación no tiene nombre. Fueron los
cuatro minutos más largos de mi vida. Los gemidos y protestas de Penélope se
mezclaban en la vida real con los registrados en la película; dotándola de una
crudeza inenarrable. El horror de las imágenes era tal que el mismo Rubén
intervino exigiéndome que cancelase la reproducción. Penélope se encontraba
hecha un ovillo en el suelo, con Judith abrazándola envuelta en lágrimas.
Natalia había abandonado la habitación; y sus sollozos eran perceptibles desde
los más de cuatro metros que nos separaban. Rubén me miró con las pupilas
reducidas a diminutos alfileres oscuros, reclamando una explicación. Tuve que
esperar unos minutos antes de darle esa satisfacción, porque el teléfono móvil
que me había facilitado Maraña comenzó a sonar insistentemente.
Descolgué
el aparato. Al otro lado de la línea respondió encolerizado el coronel Antonio
Maraña.
—¡Qué
demonios está ocurriendo ahí dentro, Balagar? ¡Hemos escuchado unos gemidos muy
extraños antes de quedarnos sin audio! ¡Dime ahora mismo lo que está pasando o
hago entrar a mis hombres!
—No
pasa nada, coronel… —afirmé desalentado—. Acabamos de ser testigos de la tortura
de un ser humano. Penélope acaba de revivir el horror de ser martirizada por
una persona en la que confiaba ciegamente. No; no se preocupe. Le enviaré los
archivos por correo electrónico. ¿Adolfo? No; Adolfo no aparece en ninguna
imagen. Sabe perfectamente dónde están las cámaras, y oculta su rostro; pero no
hay lugar a dudas: está presente y es él quien da la orden de intervenirla.
Rubén
todavía no había reaccionado. Quería acribillarme a preguntas, pero estaba tan
sorprendido que no era capaz de articular palabra.
—Os
dije que iba a ser duro, —alegué con tristeza—. Yo ya lo he visto un montón de
veces y aún hay escenas que me ponen los pelos de punta.
—Ese
hijo de puta no se merecía vivir —dijo Rubén, furioso, refiriéndose sin duda a
Ernesto—. No puedo entender cómo puede haber gente tan miserable. Se merecía
morir mil veces.
—Así
es… —acepté, cogiéndole por el hombro con afecto—. Ahora vamos a ver qué tal
está Penélope. Me temo que la ha afectado demasiado.
—Tienes
razón. Vamos a verla… —confirmó.
Cuando
llegamos a la pequeña habitación que ocupaba Penélope nos encontramos a las
tres amigas fundidas en un cariñoso abrazo. Natalia susurraba palabras de
aliento a su hermana mientras Judith le acariciaba la cabeza con ternura. Desde
el pasillo podíamos escuchar los bisbiseos de Natalia.
—Te
pondrás bien, Penélope; te pondrás bien… No teníamos ni idea… Pobrecita mía. No
me podía ni imaginar que hubieses tenido que pasar por algo así…
—¡Deberías
habernos avisado! —gritó, indicándome con un dedo acusador.
—No
me culpes a mí de esto, Natalia. Ya os había advertido —respondí—. Dije que
sería difícil para todos.
—Nunca
nos dijiste que la hubiesen torturado de ese modo. ¡Pobrecita mía!
Esa
noche Penélope no descansó, asaltada por crueles y devastadoras pesadillas;
pero al amanecer vino a buscarme a mi habitación. Sentí que una mano delicada y
suave me sacudía sutilmente mientras me susurraba al oído.
—Despierta,
Balagar… Necesito ver el resto.
—¿Ehhh?
—respondí, embotado aún por el sueño—. ¿Estás segura de lo que dices?
—Necesito
volver a verlo. Creo que está pasando algo.
—¿¿Qué??
—repetí, frotándome las legañas. Por un momento me pregunté si no sería uno más
de mis sueños, pero no; era real. Podía sentir la tibieza de su cuerpo a través
de las sábanas.
—Creo
que está pasando algo muy extraño —volvió a repetir ella—. Estoy recordando
cosas. Son como sueños inconexos, pero he empezado a recordar cosas. Recuerdo
la noche que me secuestraron y el miedo que sentí, inmovilizada en aquella
habitación. Recuerdo las palabras de desprecio que me dijo Ernesto antes de
pegarme y quemarme con el cigarrillo; la frustración de saber que nadie vendría
en mi ayuda, la sensación de sentirme allí sola y abandonada.
—¿Has
tomado la medicación? —pregunté, al darme cuenta de la excitación que recorría
su cuerpo.
—Solamente
las vitaminas. El resto me dejaba atontada. Llevo horas sin tomarme esa
porquería —dijo, con una mueca de asco—. Me deja un sabor asqueroso en la boca…
Me
levanté de un salto, animado por su contagiosa reacción. A oscuras nos
dirigimos al salón, y una vez allí encendimos el pequeño dispositivo portátil.
Cerré la puerta para tener más intimidad. Cuando estaba a punto de conectar el
reproductor ella se acurrucó contra mí, murmurándome con suavidad.
—Hagámoslo
juntos, Balagar. Recuerdo la calidez de tu contacto, el cariño con el que me
mirabas; lo que me hacías sentir… a tu lado sé que estoy segura, pero abrázame;
no dejes que se apodere de mí este miedo.
No
hizo falta que me lo repitiera más veces. Con el brazo derecho la atraje hacia
mí y juntos volvimos a revivir la pesadilla que habría de reconducirla a mi
lado. Sus estremecimientos y sollozos me indicaron que todos y cada uno de los
fotogramas que estaban sucediéndose de nuevo tenían la capacidad de retorcerle
el alma hasta dejarla exhausta. Tuvimos que parar varias veces para que ella
recuperase fuerzas, pero poco a poco fue capaz de hacerle frente a las 48 horas
de tortura a la que había sido expuesta resumidas en 600 segundos. Cuando
acabamos de visionar la película ella se quedó abrazada a mi cuerpo como una
niña pequeña. Al cabo de unos segundos musitó.
—Gracias.
Gracias por todo.
Reconozco
que me quedé turbado por su comentario. Solo era capaz de pensar en aspirar su
aroma, en sentir su calor de nuevo; el contacto de su piel desnuda sobre la
mía.
Tenía
la mente en blanco.
—Tú
me rescataste… —continuó ella, emocionada—. Nunca podré agradecértelo de la
manera adecuada. Me liberaste de las garras de Ernesto y me salvaste de la
oscuridad que nublaba mi mente. Has hecho más por mí de lo que jamás podré
agradecerte.
Su
boca se acercó a la mía. Sus pestañas rozaron las mías. Pude sentir la
electricidad de su piel entrechocando con la mía. Sentí un escalofrío.
En
ese momento apareció por la puerta Natalia. Al ver nuestro acercamiento
profirió un agudo grito, escandalizada, dejando caer al suelo la bandeja
metálica que llevaba entre las manos con estruendo.
—¡Balagar!
¿Cómo te atreves? ¡Judith! ¡Rubén! ¡Ayudaaaaa!
Rubén
y Judith llegaron sobresaltados, con la sorpresa pintada en sus somnolientos
rostros. Al vernos abrazados en el sofá llegaron a la misma desacertada
conclusión que ella. Rubén se acercó corriendo hacia nosotros, y con la
violencia de un águila rescató a Penélope de entre mis brazos.
Ella
se dejó hacer, sorprendida a todas luces por la repentina e inesperada reacción
de Rubén; que solamente cuando la hubo dejado a buen recaudo entre los brazos
de su hermana se dirigió a mí en tono despectivo.
—Me
has defraudado. Nunca pensé que pudieras llegar a hacerle esto, y menos a ella,
estando en su estado.
—Hacerle…
¿qué? —murmuré, sin poder dar crédito a lo que estaba sucediendo.
—Pues
qué va a ser. Aprovecharte de ella… —añadió decepcionado.
—Siempre
he dicho que eras un cerdo, Balagar… —masculló Natalia, mientras empujaba a su
hermana por el pasillo en dirección a su habitación.
—¡Estáis
equivocándoos! —protestó de repente Penélope, zafándose del abrazo de su
hermana—. Él no ha hecho nada que yo no le pidiese que hiciera. Creo que le
debéis una disculpa.
Todos
los rostros se volvieron sorprendidos hacia ella. La primera en hablar fue
Natalia, que empezó a formular una disculpa, visiblemente avergonzada.
—Yo,
parecía que…
—Lo
siento, Penélope —aceptó finalmente.
A
partir de ese momento todo cambió. Penélope comenzó a recuperarse de una manera
milagrosa. Todos contribuimos durante los siguientes cuatro días en ayudarla a
hilvanar poco a poco sus recuerdos. Fue como construir un puzle a oscuras, pero
poco a poco volvía a comportarse como una persona normal. Nunca en todos esos
días volvimos a hablar del impulso que habíamos sentido la mañana de su
recuperación; pero su recuerdo vivía latente en nuestros días, haciéndose más
fuerte por las noches, y cada vez se hacía más evidente con cada mirada, con
cada palabra.
Una
mañana de finales de julio ocurrió una cosa totalmente inesperada. Natalia
había salido a dar una vuelta por el mercadillo de la plaza del Fontán y nos
habíamos quedado solos en la casa. Estábamos viendo un programa de reencuentros
en un canal del corazón, y ella se esforzaba en ocultarme el rostro, emocionada
con el reencuentro de una chica con un hermano al que creía perdido para
siempre.
—No
me mires así. Pensarás que soy tonta, —protestó, con la cabeza tapada por las
manos.
—Al
contrario. Te envidio —aseguré, mirándola con más ternura quizás de la que yo
hubiese deseado—. Envidio la sensibilidad que tienes —afirmé, muy convencido—.
A veces es bueno sentir, así, en mayúsculas; y llorar, y saber que eres humano…
—Llorar
siempre ha sido un acto de debilidad, Balagar; y yo no quiero volver a ser
débil nunca más —su mirada era limpia y serena. Comprendí que me lo decía con
el corazón.
—De
sobra has demostrado que no lo eres, Penélope. Tus lágrimas son síntoma de
humanidad, no de debilidad. Tú has sufrido más que mucha gente junta; y te has
sabido reponer. Te admiro. Eres una mujer increíblemente fuerte. Te admiro por
eso y por muchas más cosas —ella me tapó la boca con la mano. No pude acabar la
frase.
—Balagar,
creo que estoy preparada para hacerlo…
La
frase me cogió por sorpresa. No sabía a qué se refería. Si me dejaba guiar por
mi intuición apostaría a que tenía tantas ganas de besarme como yo a ella, pero
no; no podía referirse a eso. Si quisiera besarme ya lo habría hecho hacía
mucho tiempo. Tenía que tratarse de algo diferente, algo más importante. La
miré a los ojos. No percibí en ellos deseo, o al menos deseo físico; sino más
bien dudas y miedo.
—¿Preparada
para qué? —pregunté, con un hilo de voz, temiendo que la respuesta no me fuese
a convencer demasiado.
—Para
abrir el sobre que me entregó mi tía-abuela, Ana María. Creo que ya es hora de
recuperar el tiempo perdido. Quiero saber quién soy.
—¿Ahora?
—murmuré, sorprendido.
—Ahora
—respondió, forzando una sonrisa—. Aquí, ahora, contigo… ¿Quién mejor que tú para
acompañarme? Eres lo más parecido a una familia que tengo en estos momentos. Tú
me has devuelto la vida, me has devuelto mis recuerdos. Ya no podría vivir sin
ti, aunque quisiera. Mi alma se alimenta de la tuya, Balagar. Creo que sería
justo que fueses tú quien me devolviese también mi pasado.
Penélope
rompió a llorar, agachando la cabeza, empapando los cojines del sofá de unas
saladas lágrimas cargadas de agradecimiento. En ese preciso instante fui
consciente de que yo pensaba lo mismo. No tenía sentido negármelo, y lo supe
con una certeza tan rotunda que me quedé sin aliento. Nunca me hubiese
imaginado que Penélope pudiese llegar a sentir nada parecido a lo que yo sentía
por ella. Con paso torpe me acomodé a su lado, y con toda la ternura de la que
fui capaz hice mías sus lágrimas, fundiéndonos en un abrazo que se prolongó
durante varios minutos.
Unidos
el uno al otro hablamos sin palabras, sintiendo que nuestros corazones se
acomodaban hasta latir acompasados. El contacto de su piel húmeda me transportó
a un estado de euforia tan intenso que cerré los ojos con fuerza deseando que
ese momento no se acabase nunca; respirando con ansia el aroma de su piel
desnuda, acariciando con la yema de mis dedos sus pestañas, sus orejas, sus
labios…
No
sé cuánto tiempo permanecimos allí abrazados, solo sé que me repetí a mí mismo
que moriría feliz en aquel preciso instante, sintiendo cómo el calor de su piel
incendiaba mis entrañas. Nunca antes había sentido ese fuego abrasador, ese
deseo de salvar su misterio para siempre, prisionero de cada amanecer.
Podría
decir que me había pillado por sorpresa, pero no sería cierto. Realmente es que
llevaba semanas negándome a mí mismo la posibilidad de volver a quedar
encadenado por unos ojos. No era la primera vez que sentía esa sed devoradora,
pero nunca la había sentido con tanta intensidad. Por un instante tuve miedo de
que mi corazón se quedase de nuevo reseco y muerto de sed, hambriento de
palabras; pero comprobé ilusionado que sus ojos me prometían libertad y no
condena; que sus manos estaban abiertas generosamente para mí; y me lancé de
lleno a la turbulencia de su prometedora boca.
Ella
respondió con la misma vehemencia, entrelazando su lengua a la mía en un
remolino húmedo y candente, uniendo sus suspiros a los míos en un pentagrama de
estridente y silenciosa necesidad.
Cuando
separamos nuestros labios ella me observó con una expresión que no supe
descifrar. Pude intuir que por su interior viajaban apretujados los mismos
sentimientos contradictorios que me empujaban a mí a poseerla, a temerla, a
besarla, a dudar, a entregarme sin reservas…
Respeté
su ambigüedad sin forzarla a mirarme, temiendo que mi amor no fuese
correspondido, y poco a poco me fui separando de ella. En un principio ella me
dejó ir; pero cuando estaba a punto de alejarme por completo se abalanzó sobre
mí venciendo todas sus desconfianzas. Pude sentir a mi alma retorcerse de
júbilo cuando pronunció con un susurro apenas imperceptible:
—Balagar…
Creo que te quiero.
No
pude articular palabra; el corazón se me quedó a medio latir, incapaz de
bombear una sangre que se me había vuelto espesa como lava hirviente. Deseé
perderme para siempre en la luz de su mirada, retener ese momento como en un
imperecedero lienzo. Ella no me dio opción a reaccionar, añadiendo al momento:
—Aún
estoy demasiado confusa, pero sé que cuando te alejas de mí pierdo el aliento,
y me siento indefensa esperando tu regreso. Quisiera llegar a amarte como tú te
mereces.
—Penélope…
—contesté emocionado, besándole la mano que tenía aprisionada en mi regazo—.
Llevo años sintiéndome un vagabundo incapaz de sentir, encerrado en mi propio
miedo como una cáscara vacía. Tú me has sacado de ese laberinto que se empeñaba
en recordarme que el amor es cruel y egoísta. Contigo vuelvo a tener ganas de
vivir. Sabes perfectamente que tu mirada me dobla las rodillas; que te pienso,
que te sueño, que te adoro. Para empezar a amarte solo necesito una palabra.
—¡Sí!
—exclamó Penélope, sonriendo radiante—. ¡Sí, Balagar! Ámame y yo te amaré; pero
abrázame de nuevo, y hazlo bien fuerte, porque no podría sobrevivir una noche
más anhelando tu mirada.
—¡Sí,
Balagar…! Una y mil veces sí… —susurró melosa, apoyando su cara en mi pecho—.
Hace noches que despierto asustada en la oscuridad, ansiando escuchar tu voz. Solamente
el saber que estás cerca de mí me infunde la paz suficiente para volver a
conciliar el sueño. Me acuesto pensando en ti, y la noche me sorprende desnuda,
deseando que tus dedos recorran mi cuerpo con la voracidad de un león
hambriento. Ahora estoy segura de que jamás podría vivir sin ti, has creado en
mí una dependencia que me vuelve una marioneta del destino; inútil en tu
ausencia como un violín sin cuerdas. Solo tú sostienes mi alma, Balagar…
Inmerso
en la profundidad de sus ojos dije adiós para siempre al frío de mi cama vacía,
ocupando el lugar que ella me ofrecía ilusionada a su lado en el sofá. Cada
poro de mi piel ansiaba respirar el aroma de su piel; y juntos nos dejamos
arrastrar por la vorágine de nuestros deseos. El ardiente fuego de mi pecho
empachó mis venas de ese tsunami embriagador, empapándome de la luz de sus pupilas
al reflejo brillante de su piel desnuda. El vaho que empezó a recubrir el
espejo de la habitación ocultó nuestro impúdico reflejo, haciéndonos sentir a
salvo por primera vez en meses.
Capítulo
34
L
|
a robusta cadena
de oro macizo produjo un leve tintineo cuando Adolfo Saavedra extrajo su pesado
reloj de bolsillo. Estaba preparado para salir, y se había vestido con uno de
sus mejores trajes, pero esa llamada acababa de dar al traste con sus planes. Consultó
la hora en la repujada esfera, provocando que la luz del atardecer arrancase
pequeños destellos a las incrustaciones de diamantes y se ajustó la corbata de
seda italiana con gesto preocupado.
“Estaremos
ahí en media hora”—le había espetado ese descarado personaje—, “haga el favor
de esperarnos”.
No
había sido lo que había dicho, sino el tono autoritario con el que lo había
hecho. Proviniendo además de un hombre con la reputación de Maraña se volvía
doblemente peligroso. No creía conocer personalmente a ese coronel, pero su
fama le precedía. Todos los que habían tenido la desgracia de conocerle
coincidían en que era un zapato demasiado incómodo. Se decía de él que era
ambicioso e inteligente, y que no descansaba nunca hasta que se cobraba sus
piezas.
Retrocedió
un par de pasos para obtener un mejor enfoque de su reflejo en el cristal del
recibidor y observó la fantasmagórica proyección que este le devolvía. A pesar
de todos sus esfuerzos por aparentar serenidad el tono blanquecino de su piel
le delataba. Decidió que se tomaría otro bourbon. Le costó dominar el creciente
temblor de sus manos, y un poco de líquido se derramó por encima de la costosa
alfombra persa del s. XVIII que recubría su espaciosa sala de estar. Echó una
mirada a los cuadros de todos sus antepasados. Parecían observarle con
expresión preocupada.
“No
me miréis así” —protestó—. Solamente es una visita de cortesía. No seré yo el
que arrastre por el fango el apellido Saavedra.
Hizo
un breve repaso mental a los acontecimientos más recientes de su vida. Después
de la muerte de Ernesto Zaldumbia se había mostrado más cauto que nunca. Se
había dedicado solamente a asistir a ceremonias oficiales, entregas de premios
y actos de promoción. No había nada que le relacionase con la muerte de su
futuro yerno; o al menos eso le había asegurado su buen amigo el juez Chamón en
su último partido de golf con él.
La
Policía le había dejado en paz hasta ese momento, empeñada en la captura de un
asesino con nombre y apellidos. No tenía sentido que el coronel Marañas
sospechase de él. Incluso la prensa había publicado la identidad de un
sospechoso. Un sospechoso conocido coloquialmente como “Malasangre”. Quizás no
debería haberle llamado para pagarle; pero si no le hubiese pagado podría
haberse vuelto contra él y de buena fe sabía que al perro que se volvía contra
el amo se le acababa ejecutando. No quería problemas con Cardozo. Por eso mismo
había quedado con el sicario esa misma tarde en el casino de Gijón. Perdería
adrede 2500 euros en una partida de póker y nadie imaginaría nada. Era perfecto.
Volvió
a comprobar la nacarada esfera de carey. Se estaban retrasando. Mierda, eso no
era buena señal.
Treinta
y dos minutos después de su llamada el coronel Maraña apretaba el opulento
botón de marfil pulido de la entrada principal. Adolfo Saavedra se apresuró en
salir a recibirle, exhibiendo la mejor de sus sonrisas.
—Buenas
tardes, coronel —saludó, desenfadado, tendiéndole la mano—. Sean ustedes bien
recibidos en esta casa. ¿En qué les puedo ayudar?
—Buenas
tardes, señor Saavedra —respondió el militar con cortesía—. Esta es mi
ayudante, la señorita Ludeña.
—Tanto
gusto, señorita… —añadió sonriente el político, estrechando la pequeña y fría
mano de la joven teniente—. Pasen, por favor. ¿Les apetece tomar algo?
—No,
muchas gracias. Estamos de servicio —repuso con severidad el coronel.
—Lo
lamento. No sabía que se tratase de una visita oficial. ¿Les importa que me
sirva yo una copa? Yo no estoy de servicio… —añadió con socarronería.
—Haga
lo que le plazca. Estamos en su casa, ¿no es así?
—Siéntense
entonces, por favor. Disculpen que no les ofrezca un refresco o un café, pero
acabo de darle el descanso por hoy al servicio doméstico. Solo queda mi vieja
ama de llaves; y su café es francamente malo, pueden creerme —dijo poniendo
cara de asco.
Nadie
respondió a su broma. Juliana Ludeña y el coronel Maraña se limitaron a mirarle
con afectación, atentos a todos y cada uno de los sutiles y casi imperceptibles
gestos que él se molestaba en ocultar. Adolfo empezó a ponerse nervioso, y un
pequeño cerco comenzó a desmerecer la extraordinaria seda italiana de su camisa
hecha a mano.
—Usted
dirá, coronel. ¿Les apetece fumar? —propuso Adolfo, exhibiendo una cigarrera de
cuidadoso cuero curtido—. Son habanos hechos a mano. Los mismos que fuma
Fidel... —afirmó en tono confidencial, mientras exhibía una cordial sonrisa—.
Me los trae de Cuba uno de sus asesores. Le gusta mucho el jamón ibérico,
¿saben?
—Muchas
gracias —aceptó Maraña con ojos golosos, animado por su comentario. Juliana
negó con la cabeza.
—Tenga,
coja usted los que quiera —indicó generoso Adolfo, tendiéndole un buen puñado.
Tengo una cava repleta. Además, estoy dejando de fumar…
—Mal
momento escoge usted para dejar de fumar, señor Saavedra —comentó flemático el
coronel Maraña como de pasada.
—Cualquier
momento es bueno para dejar los vicios, coronel. ¿Por qué habría de ser un mal
momento?
—Por
nada, señor Saavedra; por nada. Me imagino que estará usted nervioso
últimamente. Yo en su lugar creo que lo estaría. Todo el lío este de la
desaparición de sus hijas, teniendo tan cerca las elecciones… —Adolfo empezó a
mesarse los bigotes.
—¡Ah,
se me olvidaba! —añadió con gesto distraído el coronel—. También está la
reciente ejecución de Ernesto Zaldumbia. Muy triste, sí señor… aprovecho para
transmitirle mis condolencias. Supongo que habrá sido un golpe duro para usted.
Perder de esa manera tan trágica a su futuro yerno tiene que haberle afectado.
Parece usted un hombre de familia… —murmuró el coronel, en un fingido tono
afectado—. Por cierto —añadió meditabundo—, no recuerdo haberle visto en el
entierro… ¿Es que no se llevaba bien con el prometido de su hija, señor
Saavedra?
—La
verdad es que no —mintió Adolfo, tratando de parecer convincente—. No compartíamos
demasiados puntos de vista últimamente; pero mi hija le quería, y eso es lo que
importa. El día de su entierro yo me encontraba fuera de Oviedo, en un acto de
recaudación de fondos. Un acto oficial. Ineludible. Usted mismo lo ha dicho,
coronel: mi campaña. ¿No lo recuerda? El dolor es algo que se lleva dentro,
coronel —sentenció ampuloso el político.
—Hablando
de recordar —repuso pensativo Maraña, mientras propinaba una ávida calada a su
cigarro con deleite. ¿No se acuerda usted de mí, señor Saavedra?
—Dudo
mucho que hayamos tenido el placer de reunirnos anteriormente, señor Maraña.
Créame que lo recordaría.
—Le
refrescaré la memoria —contestó provocador Maraña, exhalando una bocanada de
humo en dirección al rostro del político—. Miguel Ángel Tudela. Iñaki
Bengoechea. Un desafortunado día de pesca… ¿Le dice a usted algo, señor
Saavedra?
—¿Era
usted? Ya decía yo que su cara me sonaba de algo. Hace mucho tiempo ya de eso,
coronel.
—Era
yo, efectivamente —repuso gravemente el coronel—. Solo que por aquel entonces
ambos éramos más jóvenes. Yo todavía estaba empezando en este mundillo, pero
usted ya era alguien importante. Recuerdo que me humilló usted delante de mis
jefes de sección, tachándome de especulador y fantasioso.
—Quedó
demostrado que había sido un accidente —protestó Adolfo con suavidad—. Usted
estaba empeñado en afirmar que había sido un atentado, si mal no recuerdo. Lamento
mucho que no le tomasen demasiado en serio, pero ese no es mi problema. Debería
usted asumirlo y aceptarlo. Todos nos equivocamos en algún momento de nuestra
vida.
—En
eso tiene usted razón, señor Saavedra. Todos nos equivocamos, incluido usted.
Puede que para usted y para muchos otros de su posición pareciese un accidente,
pero yo sé que realmente fue un asesinato —masculló ceñudo el coronel.
—Dejémonos
de cuentos, señor Saavedra —estalló, colérico, el coronel, aplastando el
cigarro habano en la mesa de cristal hasta dejarlo triturado—. Ambos sabemos
que a usted le importan un pito sus dos hijas. Sabemos que fue usted quien
ordenó eliminar a Ernesto cuando empezó a resultarle incómodo, y que a Miguel
Ángel Tudela le mataron entre usted e Iñaki Bengoechea. Dejémonos de juegos.
Vengo a detenerle.
El
político palideció visiblemente. Tuvo que sentarse de nuevo en el sillón para
que no se notase que le flaqueaban las piernas. Marañas estrechó su cerco aún
más, elevando manifiestamente el tono de su voz.
—El
señor Tudela se fue de este mundo llevando consigo un secreto. Un secreto por
el que merecía la pena matar. ¿Empieza usted a recordar, señor Saavedra o tengo
que empezar a ponerme serio?
—Me
está usted acosando, coronel. No quisiera tener que informar de esto a sus
superiores.
—¿Mis
superiores? Esto sí que es gracioso, señor Saavedra, —exclamó el militar con
una carcajada—. Yo no tengo superiores, señor mío… Yo soy el principio y el
fin, el alfa y el omega. Ahora no es como antes. Ahora soy yo quien tiene la
sartén por el mango. Guárdese sus bravuconadas para mejor momento… ahorrará
saliva.
—¿Qué
quiere usted de mí?
—Lo
quiero todo, Adolfo —masculló amenazante Maraña—. Quiero saber por qué encubrió
a Iñaki Bengoechea. Sé que usted mató a su mentor con la intención de hacerse
con su fortuna. No ponga esa cara. Hace años que le sigo la pista a ese dinero.
Quiero saber qué fue del oro desaparecido, y quiero saber qué es lo que le ha
hecho sentir a usted más cariño por los cuartos que por su propia hija. Quiero
saber qué me impide llevármelo de aquí en este preciso momento y romperle la
cara hasta que me confiese todo lo que quiero escuchar… —manifestó al fin con
una mueca salvaje.
—No
tienen nada contra mí, y lo saben —replicó desafiante el político. Mi abogado
se morirá de risa cuando le llame para informarle de sus bravuconadas. Está
acabado, coronel. Le enterraré bajo tanta mierda que deseará haber nacido
plátano.
—En
eso se equivoca —contestó impertérrito Maraña—. ¡Teniente Ludeña! —ordenó—.
Póngale a este señor los vídeos.
La
joven teniente se levantó de su asiento, y sacó de su bolso de mano una pequeña
tableta informatizada. Estuvo acariciando la pantalla unos instantes hasta que
un reproductor de vídeo se puso en marcha. la calidad de audio no era muy
buena, pero podía escucharse con claridad a dos hombres hablando:
—“Hágalo Herr Fleischer… No importan las
consecuencias. Es un riesgo perfectamente asumible…”
—“Como usted quiera, camarada; no diga
que no le he advertido. Despídase de su hija, porque lo que usted ha conocido
no volverá jamás.”
—“Eso espero…”
Adolfo
se quedó sin palabras, incapaz de encontrar una salida al atolladero en el que
estaba metido en esos momentos. Esa grabación solamente podía proceder de
Balagar.
—¿Reconoce
su voz, señor Saavedra?
Adolfo
estaba aterrorizado. Su mente parecía incapaz de ordenar sus pensamientos de
una manera consecutiva; toda su capacidad analítica habitual se había
derrumbado como un castillo de naipes. Empezó a sentir un insoportable dolor de
cabeza.
—¿Reconoce
usted su voz, señor Saavedra? —repitió el coronel, levantando la voz y
encarándose a él directamente.
Adolfo
Saavedra empezó a marearse. La copa de whisky se le escurrió, estrellándose
estrepitosamente contra la vetusta alfombra heredada de sus antepasados y
haciéndose añicos. Sintió que todo su mundo reventaba hecho pedazos y entonces
sintió lástima de sí mismo. Recordó la advertencia que le había hecho el viejo
doctor Fleischer acerca de los discos duros de sus ordenadores y lamentó no
haberle prestado la debida atención. Pudo sentir la amarga decepción que
hubiese sentido su padre, el ilustre magistrado Obdulio Saavedra, y el padre de
su padre antes que él. Su campaña política estaba acabada, su sueño se había
visto truncado, toda su vida se desparramaba como el aceite ennegrecido de una
sartén por el fregadero.
—Tenemos
otro vídeo de la noche en la que mataron a Ernesto Zaldumbia. En él puede
observarse como acompaña a Ernesto hasta el chiringuito donde muere ejecutado. Tenemos
las imágenes en las que se cruza con el señor Evaristo Espinosa y le ordena que
cumpla con su encargo. Tenemos la confesión del propio Evaristo admitiendo los
hechos, y tenemos… —dijo el coronel, levantándose lentamente de la butaca,
dando por concluida la visita—. Tenemos su llamada de esta mañana perfectamente
registrada. No sé si le han hablado de los programas de reconocimiento de voz
que se utilizan en la actualidad. Son una maravilla.
A
Adolfo Saavedra dejaron de importarle las imágenes, las confesiones, la vida
política y todo lo que no fuera afanarse en respirar. ¡¡Y pensar que todo había
sido por culpa de una monja!! Las voces del coronel y de la teniente empezaron
a resonar como un eco en su dolorido cerebro y poco a poco se fue escurriendo
hacia el suelo, mientras se llevaba una mano al hombro izquierdo. La habitación
empezó a girar en un vertiginoso remolino, en cuyo vórtice estaba la divertida
y socarrona mirada de Ana María Tudela.
—¡Teniente!
—exclamó atemorizado el coronel Maraña—. ¡Este hombre está sufriendo un
infarto!
La
teniente empezó a dar órdenes por radio. Lo hacía con la frialdad y la
eficiencia del que está acostumbrado a ver la muerte cara a cara con
frecuencia.
—¡Ayúdeme!
—ordenó el coronel, con los ojos desorbitados—. ¡Este hombre no puede morir, es
el único que puede conducirnos a la fortuna que llevo décadas buscando!
La
teniente no perdió el tiempo, y mientras Maraña masajeaba con potencia el pecho
del desvanecido, ella se afanaba en insuflarle todo el aire que podía mediante
grandes soplidos directamente a sus pulmones de una manera mecánica y regular;
tal y como le habían enseñado tantas y tantas veces en los ejercicios de
entrenamiento.
Los
servicios de emergencia tardaron en llegar varios minutos, turnándose con los
agotados militares en sus atenciones reanimadoras. Al cabo de unos minutos uno
de los médicos ladeó la cabeza, ordenando con gesto circunspecto que
introdujesen al paciente en una de las ambulancias de soporte vital básico.
Instantes después desaparecían con las luces y las sirenas anunciando su
contenido de incertidumbre y miedo, camino del hospital. La teniente Ludeña
miró a su superior y susurró.
—¿Cree
usted que se salvará, coronel?
—Lo
dudo, teniente, lo dudo; pero por lo menos se lo llevan camino del hospital, no
del cementerio. Hay que buscar el punto positivo a todo. Dígale a Sandoval que
puede entregar a la policía a ese asesino —añadió, refiriéndose a Malasangre—,
pero antes asegúrese de que no le ha dejado marcas. Todos sabemos las
debilidades de Sandoval.
—A
la orden, mi coronel…
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Ayúdame a poner un poco de orden en este caótico desván. Exprésate, opina, discrepa, sugiere...