Capítulo
27
E
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l pequeño
ordenador portátil emitió un leve pitido antes ponerse en marcha. Apenas un
minuto después el rutinario mensaje de bienvenida de Windows anunciaba con su manida melodía que ya estaba operativo.
Faltaba poco para la hora de cenar y Penélope aún no se había levantado de una
siesta cuanto menos antológica. Natalia me miraba fijamente, cuestionando en
silencio la conveniencia de seguir adelante. No parecía estar muy convencida de
los argumentos que acababa de exponerle; y así me lo hizo saber con voz preocupada.
—No
estoy segura de que esto vaya a funcionar, Balagar… ¿Quién nos dice que no se
va a derrumbar volviendo a su estado anterior? ¡Volveríamos a estar como al
principio! No estoy demasiado convencida de querer hacerlo; no sé si merece la
pena correr ese riesgo.
—Ya
te lo he explicado, Natalia —contesté pacientemente—. El doctor Florian está
casi seguro de que su estado es reversible. En su cuaderno de campo expone una
teoría bastante sólida. Solamente saldrá de su estado si somos capaces de enfrentarla
a un trauma similar al que haya experimentado antes de serle arrebatada su
memoria.
—¿Y
si resulta que está equivocado? ¿Y si en lugar de ayudarla la hace empeorar?
¿Es que no te das cuenta del peligro que supone hacerla revivir ese infierno?
—Nadie
lo sabe mejor que yo, Natalia; pero es un riesgo que hemos de correr. Penélope
no mejora, tiene lagunas mentales, cambios de humor, jaquecas constantes… ayer
no era capaz de recordar el número de su canal televisivo favorito y… mira…
—añadí, tendiéndole un mando a distancia hecho añicos—. No es el primer objeto
que destroza y todo es fruto de la enorme frustración que viene soportando.
Necesita avanzar, necesita recuperar sus recuerdos. Su vida…
—Ya.
Supongo que tienes razón… —admitió ella con humildad—. Es solo que… no sé… me
da la impresión de que es un poco egoísta decidir por ella este tipo de
cuestiones. Ya ha sufrido demasiado. ¿No crees?
—Natalia
—añadí con voz resuelta—. Tu hermana está varada como un barco en la arena.
Todavía piensa que Ernesto la quiere. Vive en un mundo irreal. Ayer mismo la
sorprendí intentando usar el teléfono para llamar a vuestro padre. Lo hubiese
hecho de no ser porque no recuerda su número —la miré directamente a los ojos.
Supe que estaba tan asustada como yo.
—Está
empezando a volverse paranoica y si no le ponemos solución acabará escapándose
algún día para ir directamente al sitio más peligroso para ella. Tenemos que
arriesgarnos. Cuando el mundo se llena de demonios todos debemos bailar al son
que marca el diablo. No tenemos opción.
—Sí,
sí que la tenemos —protestó—. Podemos esperar otro par de meses para ver si
evoluciona. No creo que sea mucho pedir. Además, si te soy sincera —espetó con
desconfianza—, a mí también me cuesta creer que mi padre esté involucrado de
esa manera. Me cuesta asimilarlo, la verdad.
Sé
que no pretendía cuestionarme con ese comentario tan desafortunado pero no pude
evitar que una mueca de decepción aflorase con tristeza a mi rostro. Pude
sentir su desconfianza clavada en mi pecho como una aguja oxidada. Tuve que
parpadear varias veces para cerciorarme de que no estaba soñando. Con gesto
abatido bajé la pantalla del ordenador portátil.
—Lamento
que hayamos perdido tanto tiempo juntos, Natalia. Creía que mi palabra
significaba algo para ti.
—Balagar…
¡Lo siento! ¡No quería insinuar que nos estés mintiendo, pero tienes que
admitir que tengo derecho a sentirme desconcertada! No sé si eres consciente de
ello, pero… ¡Adolfo también es mi padre!
Natalia
empezó a apretarse los nudillos con las manos. Era un gesto muy personal suyo.
Lo hacía siempre que estaba nerviosa por algo. Echó la cabeza hacia atrás
entrecerrando los ojos con desesperación. Al cabo de unos segundos se pasó las
manos por la cabeza, descendiendo hasta las sienes. Se entretuvo masajeándoselas
unos instantes más hasta que al final pareció tomar una decisión.
—¡Diosssss!
—exclamó desfallecida—. Lo siento… —se excusó—. Supongo que llevamos demasiado
tiempo encerrados en esta casa. No estoy acostumbrada a quedarme demasiado
tiempo en ningún sitio; y supongo que esta reclusión está empezando a pasarme
factura. No sé qué hubiese sido de Penélope de no ser por ti. Supongo que
tienes razón—admitió—. Hagámoslo.
—No pretendo obligar a nadie, Natalia. Te
advierto que no va a ser fácil. Ni para ella ni para ti. Las imágenes que vais
a tener que soportar son muy duras y debes ser fuerte por ti y por ella. Ahora
mismo eres su único apoyo; su única conexión con la realidad. La poca cordura
que aún pueda albergar depende en gran medida de ti. ¿Estás dispuesta a correr
el riesgo?
—¿Acaso
tenemos otra opción? Esto es demencial.
—Tú
lo has dicho. Demencial —repuse, meditabundo.
El
primer paso ya estaba dado, que era lograr su conformidad; pero aún nos quedaba
un largo camino. En las anotaciones de Florian se detallaban una serie de
medicamentos que habrían de favorecer la regeneración celular de las neuronas
de Penélope. Algunas eran sencillas de conseguir; pero otras no tanto;
sobremanera cuando estábamos obligados a vivir en la clandestinidad. Hice un
repaso mental de lo más necesario: el ácido fólico no sería problema; y tampoco
los complejos vitamínicos —podríamos adquirirlos en cualquier farmacia sin
problemas—, pero la memantina y la fosfatidilserina no serían nada fáciles de
conseguir; por no decir del haluton, que todavía estaba en fase experimental.
Natalia pudo percibir la preocupación que me invadía en esos momentos, sabiendo
alejarme de ella con una ligera presión de su mano sobre uno de mis hombros.
—Hay
algo más, ¿verdad?
—Bueno
—titubeé—. La verdad es que necesitaríamos unos fármacos que le sirviesen de
apoyo. Algunos son perfectamente factibles, pero otros…
Le
conté detalladamente todas las conclusiones de Florian, incluyendo el listado
de medicamentos sin omitir las dificultades que habría de entrañar el
adquirirlos. Su respuesta me sorprendió y agradó a la vez, despejando todas mis
dudas de una vez por todas. Se limitó a decir:
—Hagámoslo.
Cuando
llegaron Judith y Rubén les pusimos al corriente de nuestros planes. No parecieron
sorprenderse demasiado. Opinaban exactamente igual que nosotros: habíamos
arriesgado demasiado como para no intentarlo.
Natalia
anunció que en diez minutos nos sentaríamos a cenar. Lo hizo con una esperanzadora
sonrisa en los labios, aliviada por contar con el apoyo de su mejor amiga y de
Rubén. Al fin y al cabo ellos eran nuestra única conexión con el mundo real;
los únicos que podían hablar con la objetividad de no convivir a diario con la
demencia. Entre todos trataríamos de unir poco a poco los pequeños pedacitos de
cordura que aún se sostenían en Penélope. Mientras oíamos el ruido de los
cacharros en la cocina nos pusimos a planear nuestros movimientos sin tener en
cuenta que ella estaba presente. Una Penélope que asistía a nuestro debate con
la vista serena y el juicio nublado; con la boca abierta y la palabra muerta;
como si nada de lo que hablásemos fuese con ella. Ya nos habíamos acostumbrado
peligrosamente a verla en ese estado. Era necesario actuar; y actuar cuanto
antes.
Después
de mucho debatir llegamos a la conclusión de que Judith y Rubén intentarían
conseguir que el médico que atendía a Balbi les expidiese unas recetas para la
memantina y la fosfatidilserina —ambos eran fármacos comúnmente utilizados en
la lucha contra el Alzhéimer—. El
halutón ya era harina de otro costal, pero confiábamos en que alguien estuviese
dispuesto a compartirlo con nosotros a cambio de unos cuantos billetes.
Solamente era una cuestión de dinero; puesto que no faltaría quien estuviese
dispuesto a facilitárnoslo por internet. En un mundo virtual como el actual hay
que admitir que todo tiene solución en el mercado global.
A
las diez en punto se sirvió la cena. Nada fuera de lo común, si por común se
entendía que llevábamos semanas alimentándonos de la comida que nos preparaba
Natalia. Se notaba a las claras que desde la infancia hacía un gran esfuerzo
por mantener la línea y ello se reflejaba en nuestros menús, que solamente
contenían ingredientes bajos en calorías y dietéticos. La pechuga de pollo se
había hecho un clásico en nuestras reuniones gastronómicas, y aunque en el
fondo me sintiese aliviado por haber bajado de peso ya empezaba a estar un poco
harto de las verduras, las hortalizas y la carne de ave. Mi cerebro estaba
acostumbrado a la magra y sebosa carne de vacuno; tentadora en cualquiera de
sus variedades. Sentado de nuevo ante unas insulsas verduras a la plancha no
pude evitar una pequeña mueca de cansina aceptación. Fue solamente un
milisegundo; pero mi silenciosa protesta no pasó desapercibida a sus
inquisitivos ojos.
—¿Ocurre
algo, Balagar?
Natalia
tenía la extraña cualidad de taladrarte con la mirada accediendo a los rincones
más profundos de tu mente. Quizás esa fuera una de las razones de que se la
considerase una de las mejores a nivel regional en la delicada y normalmente
desagradable tarea de la selección de personal en el mundo empresarial. Pude
sentir su exhaustivo análisis, atenta a cada uno de mis gestos; diseccionando
uno a uno hasta el más mínimo de mis tics nerviosos. Procuré no exteriorizarlo
demasiado.
—No
pasa nada —repuse conciliador—. Es solo que yo esperaba cenar hoy una buena
ración de callos. Llevamos tres días a base de ensaladas y verduras a la
plancha. ¿Dónde están los callos que yo he comprado?
—Los
he tirado a la basura. No te lo tomes a mal —añadió al notar mi mirada furibunda—.
Estoy educándote. Nunca has comido tan sano como en estas últimas semanas.
Puede
que tuviese razón pero el hecho de que se creyese con la autoridad suficiente
para monopolizar la cocina llevaba tiempo carcomiéndome por dentro. Siempre se
me había dado bastante bien convivir con las mujeres, pero en el caso de
Natalia llevaba demasiado tiempo cediéndole terreno. No sabría concretar si fue
su último comentario o la media sonrisa que me dedicó con ironía, pero el caso
es que perdí un poco los papeles. Sin casi darme cuenta elevé la voz unas
octavas más de lo necesario y me levanté de la mesa derribando sin querer un
par de platos, que se hicieron añicos en el suelo.
—Natalia…
Estás tensando demasiado la cuerda. Ya estoy harto. Necesito que me dé el aire
un poco… ¡Me voy a dar una vuelta! No me esperéis despiertos, tardaré bastante;
tengo muchas cosas en las que pensar, y necesito hacerlo con el estómago lleno.
Ni
tan siquiera yo mismo esperaba el estallido de ira que me había empujado a
levantarme de la mesa con gesto airado, pero ahí estaba; con la mirada perdida
y la censura de todos flotando en el aire. Solamente Rubén fue capaz de
reaccionar, levantándose con la intención de apaciguarme; pero ya era demasiado
tarde; yo ya llevaba demasiado tiempo recluido en ese pequeño apartamento de 60
metros cuadrados; llevaba demasiado tiempo comiendo bazofia y demasiado tiempo
contemplando a una Penélope que me trataba con la cortesía y deferencia que se
reserva para los extraños. Rubén me siguió por el corto pasillo, consciente de
que en ese momento cualquier comentario que pudiese hacerme sería inútil.
Solamente cuando yo estaba a punto de abrir la puerta comentó:
—Yo
voy contigo. Tenemos que hablar…
Yo
le miré como un molusco miraría a un batracio, tratando de intuir lo que
tendría que decirme. Conjeturé que habría de tratarse necesariamente de algo
referente a Balbi; y con el mentón señalé hacia la salida, manifestando mi
aquiescencia con un gruñido. Antes de cerrar la puerta pude escuchar a Judith
discutiendo con Natalia. Discutían elegantemente, sin levantarse la voz; con la
serenidad y el autocontrol de las personas que están acostumbradas a sopesar
todas sus acciones. Judith parecía llevar la voz cantante:
—Déjales
que se vayan, Natalia. Balagar tiene razón. Estás tan acostumbrada a exigirte a
ti misma que no te das cuenta de que a veces exiges demasiado a los demás.
—Lo
hago por su bien, Judith —se defendía ella—. La vida de Balagar es una completa
anarquía. Para él no existen normas, ni horarios. Se alimenta como un cerdo y a
veces se comporta también como un cerdo. Eructa, y yo creo que hasta se tira
pedos cuando no escuchamos.
—¿Es
eso todo lo que te preocupa? No trates de justificarte, Natalia. Tú nunca has
sido tan superficial. Sabes de sobra que él se pasa las noches desvelado
buscando en internet algo que pueda ayudar a Penélope. Ahora que parece haber
encontrado algo te empeñas en darle la espalda. Nunca has sido capaz de sentir
empatía por los demás; pero ahora me parece que te estás pasando. Admite que
estás tan asustada como los demás.
No
quise escuchar más. Si todo lo que la preocupaba de mí eran mis flatulencias ya
podía esperar sentada, porque nunca renunciaría al placer de aliviarme cuando
lo creyese necesario. Por más que hice memoria no pude recordar haberme tirado
ningún pedo cerca de ella. Y aunque así hubiera sido… la culpa era suya y
solamente suya. Si no se hubiese empeñado en atiborrarme con comida de
rumiantes nunca se hubiese tenido que exponer a mis flatulencias. Mi organismo
parecía no asimilar convenientemente esa minuta de lechuga, tomates, repollo y
coliflor. Con esa idea aún en la cabeza salí a la calle con Rubén pegado a mis
talones. Me sentí obligado a justificarme.
—Lo
siento, no sé qué me ha pasado.
—No
te disculpes; yo en tu lugar estaría igual. Natalia es demasiado estricta en
ocasiones. Judith y yo lo hemos comentado bastante a menudo. A veces cree que
todos somos capaces de vivir con su espartana disciplina.
—No
es eso, Rubén; es solo que… estoy quemado. Penélope me trata con indiferencia.
Es como si yo no existiese para ella. No sé qué pinto allí.
—Balagar…
algún día Penélope te agradecerá todos los sacrificios que estás llevando a
cabo. De no ser por ti ahora mismo estaría ingresada en cualquier pabellón
psiquiátrico, desahuciada y abandonada por todos. No te rindas. Estamos a un
paso de sacarla de su trance. Aguanta un poco más, tío.
La
franca mirada de Rubén me dijo sin palabras que su petición era sincera. Tenía
razón. Como siempre. Sentí un repentino deseo de emborracharme a su lado; de
conocerle más a fondo. Su animosa mirada me reveló que él debía de sentir lo
mismo. Ambos deseábamos conocernos un poco más el uno al otro. Por primera vez
en las últimas semanas me sentí animado. Con una palmada en su espalda exclamé:
—Emborrachémonos
juntos. ¿Te parece?
—No
hemos cenado nada. ¿Nos sentará mal?
No
pude evitar una sincera carcajada. La inocencia de Rubén todavía me sorprendía
con frecuencia. Me recordó a un adolescente temeroso de una reprimenda tras su
primera salida de juerga. Con otra fuerte palmoteada lo empujé delante de mí a
la par que añadía:
—Al
contrario, amigo mío; nos sentará bien. A veces la única manera de que dos
hombres se conozcan de verdad es emborrachándose juntos.
Al
percibir su reticente mirada, agregué:
—Tú
necesitas hablar conmigo y yo necesito hablar con alguien. Estoy cansado de
hablar conmigo mismo. Presiento que va a ser divertido… ¡Venga, camina!
—¿Adónde?
—Al
primer bar que esté abierto, hombre. ¿Dónde si no?
Después
de cuatro bares y sus consiguientes copazos Rubén había abandonado la prudencia
que le caracterizaba. Me confesó algo que yo sospechaba desde hacía tiempo:
había nacido algo entre Judith y él. Nos entendíamos en el caótico lenguaje de
los borrachos, entre la estruendosa música de fondo y el curioso efecto
anestésico que siempre parece provocar el exceso de alcohol en la lengua.
Mientras esperábamos a que el camarero nos rellenase los vasos por segunda o
tercera vez Rubén me lanzó una pregunta que me pilló desprevenido.
—¿Alguna
vez has estado enamorado, Balagar?
Rubén
se quedó expectante, con la ausente mirada embobada de quien no está
acostumbrado a beber. Sus ojos estaban un poco vidriosos, como los de los peces
en los mostradores de las pescaderías.
—¿Tú
qué crees, Rubén?
—Yo
creo que sí y que por eso te asusta tanto Penélope. Me he fijado en cómo la
miras, en el cuidado con el que la tratas…
No
supe qué responder. El cauteloso Rubén llevaba horas hablándome con el alma,
narrándome en primera persona todo lo que sentía por Judith. Creí que le debía
una explicación pero… ¿cómo explicarle que ni tan solo yo sabía lo que sentía
por Penélope?
—Verás,
Rubén —empecé, también un poco abotargado—. Yo no he sido lo que se dice un
seductor, pero he tenido mis aventuras; y bajo mi punto de vista en el amor
solo se tienen dos opciones.
—La
primera opción —continué, tratando de dominar una lengua acartonada—. Es
aceptarlo y hacerle frente con valentía, entregándote en cuerpo y alma a la
otra persona.
—¿Y
la segunda? —me preguntó Rubén al ver que yo no continuaba.
—La
segunda, amigo mío, es huir. Huir antes de que te destroce por completo…
—¿Huir?
¿Quién puede huir de la persona a la que ama?
—Es
difícil de comprender, Rubén; pero es muy sencillo a la vez: mi experiencia en
el amor ha sido efímera y cruel. Ambas caras de la moneda me hicieron sufrir;
porque el amor siempre te hace sufrir.
—Estás
borracho, Balagar —dijo Rubén tratando de enfocar la vista sobre mí.
—¡No!
—contesté con vehemencia—. No estoy borracho. Bueno… En realidad sí que lo
estoy, pero eso no importa. Lo único que importa es que si decides hacerle
frente al amor, te dejará desnudo y sediento, ansiando cada día más y más de la
persona amada; llegando un momento en el que no sepas cómo soportar su
ausencia. Esa sed te devorará hasta dejarte exhausto y vulnerable. Si decides
alejarte, que es la otra opción; el amor te destruirá con su recuerdo. Yo ya he
sido poseedor de los dos amores, Rubén; y no sabría decirte cuál de los dos es
más jodido de llevar. Yo ya no creo en el amor… —apostillé mientras revolvía
los cubitos de hielo de mi vaso vacío.
Rubén
no debía de esperarse una confidencia como esa, y se quedó visiblemente
desorientado. El barman nos dejó en el mostrador un nuevo Brugal-Cola a cada
uno dedicándonos una reprobatoria mirada de soslayo. Con toda seguridad había
malinterpretado nuestras confidencias y confesiones, porque su ceño fruncido
expresaba un homófobo sentimiento de repulsa. Para él pareceríamos una pareja
de enamorados fuera de lugar. Decidí gastarle una pequeña broma y frunciendo
los labios le hice un mohín, a la par que le gritaba con acento femenino:
—¡Gracias,
machote! ¡Loquita que me tienes, “guapón”!
El
camarero no se molestó ni en contestar, y se colocó a una distancia prudencial.
Como el garito estaba casi vacío decidió entretenerse ojeando los vídeos
musicales que se proyectaban en una inmensa pantalla de plasma. Rubén estalló
en carcajadas.
—¡Eres
un cabronazo, Balagar!
—Lo
sé y no me arrepiento ¡Verás cuando le llame luego para venir a cobrarnos!
—otra carcajada de Rubén.
—Bueno
—continué—. A lo que íbamos… ¿Qué sientes ahora mismo por Judith?
¡Maldito
camarero, la última copa debía de habérnosla puesto de garrafón! ¿Era yo el que
daba vueltas en la silla o era el mundo el que giraba en torno a mí? Nunca
hubiese pensado que fuese tan difícil mantener el culo pegado a un taburete.
Rubén se movía ante mí con el rostro distorsionado.
—Es
difícil de explicar, Balagar —acerté a entender—. Es como una pequeña gota de
lluvia en el desierto. Inesperada, refrescante, vivificadora. Es a la vez tan
imprevisible como necesaria en mi vida. Me acuesto pensando en ella, y me
levanto pensando en ella… a veces pienso que el vacío que me deja su ausencia
me engullirá como un agujero negro. Cuando la miro no me atrevo a parpadear por
miedo a que su figura se esfume como en un cruel sueño. Cuando estoy con ella
el tiempo se detiene, nada cuenta… la necesito para sentirme vivo, y eso me
asusta —confesó.
—Joder,
macho, que profundo —contesté.— ¿Y… eres correspondido?
—Yo
creo que sí, Balagar, pero nunca he sabido interpretar esos mensajes.
—¿Cómo
no lo vas a saber? Eso se nota, macho.
Otra
vez el mundo girando. La voz de Rubén me sonó extrañamente lejana esta vez.
—Es
mi primera vez —confesó.
—¿Ehhhhh?
¿Cómo has dicho?
El
mundo se detuvo con un fuerte chirrido. Me limpié los oídos con incredulidad. ¿Habría
oído bien o estaba tan borracho como yo creía?
—¿Qué
has dicho? —Rubén bajó la vista avergonzado
¡Era
cierto…! ¡Increíble… treinta y pico años y el tío era virgen todavía! Reconozco
que le miré divertido y con muy poco tacto, haciéndole sentir incómodo. Empezó
a farfullar aceleradamente frases inconexas.
—Yo,
la verdad, nunca… ellas nunca… ¡Pues no! —estalló—. Yo nunca he estado con una
chica.
—Joder,
amigo —admití sorprendido—. ¿Ni siquiera pagando?
—Balagar,
no seas ordinario. No creo que sea para tomárselo a broma.
—Lo
siento, chico… No te lamentes. Eres afortunado. A ti nunca te han partido el
corazón. ¡Salud!
Lo
siguiente que recuerdo son las luces del amanecer cegándonos a la salida de
otro cuchitril. No sé de qué hablamos a partir de aquel momento, ni cuántas
copas tomamos de más. Solo sé que tuvimos que tomar un taxi porque no sabíamos
volver a casa; y que esa noche fue mi primera y última experiencia como
consultor sentimental.
Nunca
he vuelto a divagar sobre el amor con un hombre y creo que nunca más lo haré.
Nuestras confidencias habían reventado el estricto equilibrio de poder que yo
siempre había mantenido con Rubén, colocándome en un nivel de vulnerabilidad
que yo jamás admitiría. Esa noche dejé de ser el macho dominante de la manada,
convirtiéndome por un segundo en uno de sus más tiernos cachorrillos. Lo supe
en el instante mismo en el que él me arropaba como a un niño, deseándome buenas
noches cuando realmente eran ya los buenos días. Lo supe cuando le confesaba
entre vahídos que mataría por estrechar entre mis brazos a Penélope. Lo supe
cuando fui consciente de que yo estaba desnudo y él aún estaba vestido.
Capítulo
28
M
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edallas apuró la
última calada de su cigarrillo. Hacía un par de semanas que Maraña no le
molestaba, y eso le tenía desconcertado. Le daba la impresión de que había
aflojado su abrazo en torno a él a la espera de que le condujese hacia su
presa; pero eso no había sucedido. A Balagar parecía habérselo tragado la
tierra. Ni un mensaje; ni una llamada; nada…
—Pase
usted, señor comisario.
Medallas
arrojó la colilla por la ventana, volviendo a introducir su orondo corpachón en
la sala de espera. Miró de reojo y con resentimiento el maldito cartel de
“Prohibido fumar” que coronaba todas y cada una de las desconchadas paredes. El
puñetero teniente Sandoval le observaba en posición de descanso, con su condenatoria
y maldita expresión marcial.
—Aquí
no se puede fumar. Debería usted saberlo.
—Váyase
a tomar por el culo, teniente.
No
soportaba a ese arrogante de mierda, siempre con esa expresión de perdonavidas.
—Acompáñeme,
por favor… —contestó imperturbable el militar.
—¿A
dónde, a tomar por el culo? —el comisario disimuló una risilla sardónica—. A
eso puede usted irse solo perfectamente, que me consta que conoce bien el
camino.
—No
sea niño, comisario. Acompáñeme. Ya sabe usted que al coronel no le gusta que
le hagan esperar.
—Ya,
ya… bla, bla, bla… —se burló el comisario—. ¿Sabe usted, teniente? —añadió con
agresividad—. Estoy un poco cansado ya de ser su perrito faldero; de que me
llamen solamente cuando les viene en gana y de que me oculten información. De
hecho hoy he estado a punto de decirles que no me daba la gana de venir; a ver
qué les parecía.
—¿Viene
usted o le hago entrar yo?
—Me
gustaría ver como lo hacías, mequetrefe —masculló para sí el comisario.
Un
soldado se colocó a su espalda, atento a las indicaciones del estricto
suboficial. Medallas le miró ofendido, soltando un pequeño bufido.
—Tranquilo,
Rambo —dijo el policía—, no tendrás esa alegría. Detrás de usted, teniente,
detrás de usted; como a usted le gusta.
—Gilipollas
—rezongó el militar, visiblemente sonrojado.
Cuando
entraron en la sala de operaciones el escenario no había cambiado demasiado
desde su última visita. Los mismos monitores, el mismo laberinto de cables y de
enchufes; solo que en esa ocasión no había nadie. La sala estaba casi vacía.
Quizás influyera el hecho de que fuesen casi las tres de la mañana, y que fuese
sábado; pero en todo caso no parecía muy casual que nadie trabajase
precisamente esa noche. Medallas paseó la vista por la habitación y entonces la
vio. Era ella; no cabía duda; solo que un poco más morena y delgada. Ella le
devolvió la mirada antes de cerrar la puerta tras de sí. No pudo evitar gritar
su nombre sorprendido:
—¡Sole...!
¡Soledad…! ¿Era ella, verdad?
—Aquí
el único que hace preguntas soy yo, comisario —afirmó el coronel con su voz
autoritaria mientras se interponía con habilidad entre él y la puerta—. Todo a
su debido tiempo. Todo a su debido tiempo… ¿Sabe usted para lo que le hemos
hecho venir?
—¿Cómo
demonios quiere que lo sepa? ¿Cree usted que soy adivino o qué? ¡Estoy cansado
de que me manipule, coronel! ¡Son las tres de la mañana! —protestó airado el comisario—.
¿Es que se ha vuelto completamente loco o qué?
—Tranquilícese,
comisario. No le hubiese hecho venir si no fuese importante. ¿Quiere tomar
algo? —el aludido negó con la cabeza.
—Bien,
bien… verá usted, comisario. El caso es que le he llamado porque voy a proponerle
un trato. Un trato que estoy convencido de que le va a parecer bastante satisfactorio.
—Dispare.
—El
caso es que en nuestra última reunión nos comentó que usted y su amigo Balagar
habían salvado a una chica hace muchos años de morir envenenada y después quemada.
Usted no recordaba su nombre, pero Soledad sí… Yo le diré su nombre. Seguro que
le suena.
El
comisario hizo una mueca con los labios.
—La
chica se llamaba Gema Olivar Pintado. ¿Le dice algo?
El
comisario volvió a negar con la cabeza, pero sus ojos decían justamente lo
contrario. Maraña exhibió una triunfal sonrisa.
—Bien,
veo que nos entendemos perfectamente. Lo cierto es que en un principio no nos
pareció relevante, pero cuando nos pusimos a investigar un poco, nos dimos
cuenta de que Gema es la directora de un centro de acogida a mujeres
maltratadas. Un centro de acogida en el que Balagar participa activamente —el
rostro del comisario se había vuelto lívido como la cera.
—Ingenioso,
sí señor —continuó el veterano espía meneando la cabeza con aprobación—.
Estábamos empeñados en buscar a Balagar fuera de Oviedo. Parecía lógico que intentase
poner tierra de por medio, pero no, él decidió esconderse aquí mismo. Se
mimetizó perfectamente con el ambiente que mejor conoce, el de sus vecinos, el
de Oviedo… ¿Sabe usted cuantos pisos francos tiene la asociación en España,
comisario? Yo se lo diré: trece. No son muchos, pero sí los suficientes como
para hacernos perder un tiempo muy valioso.
—La
ley no permite el acceso a esos datos —farfulló confuso el comisario—. Muchas
de esas mujeres están amenazadas por sus ex parejas. Se han ganado con su
sangre y sus lágrimas el derecho al anonimato.
—No
sea ingenuo, comisario… Sabe perfectamente que nuestro acceso a la información
es ilimitado. ¡Somos el CESID! Nosotros dictamos las normas y las leyes. Aquí
en Oviedo hay un piso que no es propiedad de la asociación pero que es ocupado
con relativa frecuencia por alguna de sus protegidas. ¿Sabe usted lo que
encontramos en ese piso, señor comisario?
—Me
lo puedo imaginar —concluyó abatido Medallas.
—Pues
sí, allí estaba el señor Balagar, acompañado por la bellísima Penélope y otra
serie de personas que no vienen al caso.
—Debí
imaginármelo —se lamentó el policía—. Ya me extrañaba a mí que no me llamasen
para nada…
—En
efecto. ¿Para qué llamarle si teníamos al alcance de la mano todo lo que
necesitábamos?
—¿Entonces
para qué me han llamado ahora si dice que no me necesitan? —dijo el policía.
—He
dicho que no le necesitábamos, pero eso era antes.
—¿Antes
de qué? —inquirió el policía intrigado.
—Antes
de saber que Penélope ahora mismo no nos sirve de nada.
Medallas
arrugó el entrecejo con extrañeza. El coronel continuó como si nada:
—Todos
estos días les hemos tenido sometidos a una estricta vigilancia audiovisual.
Una vigilancia discreta pero efectiva, que nos ha permitido concluir que a
Penélope la han debido de tratar con alguna sustancia psicotrópica extraña; si
es que aún no lo siguen haciendo —añadió con voz misteriosa—. Dicha sustancia
parece haberle dejado unas secuelas bastante severas, que le impiden
relacionarse de manera adecuada con su entorno.
—Explíquese,
por favor —rogó el comisario, ahora verdaderamente interesado con el rumbo que
estaba adquiriendo la conversación.
—Tenía
usted razón. Balagar encontró a Penélope antes que nadie. Suponemos que la
tenían recluida en la residencia de Ernesto Zaldumbia; pero no estamos seguros
de eso al cien por cien. Cuando les localizamos Penélope presentaba un síndrome
de abstinencia espantoso; pero poco a poco parece ser que pudo hacerle frente.
En estas dos semanas debería haber experimentado una mejoría considerable, pero
en lugar de ello sus conversaciones aún son erráticas. Divaga y tiene lagunas
mentales que la incapacitan totalmente para nuestros intereses.
—¿Y
qué pinto yo en todo esto? —preguntó, desorientado, el comisario.
—Es
muy sencillo, comisario. Balagar está convencido de que pueden ayudar a
Penélope, pero para ello necesita unos medicamentos que no le serán fáciles de
adquirir. Yo estoy dispuesto a ofrecerle esos medicamentos.
—Pues
ofrézcaselos. No veo que me necesite usted para nada.
—Efectivamente
—repuso sonriente Maraña—. Podría entrar en esa casa y ponerlo todo patas
arriba. Podría arrestarles y pasarme días interrogándolos antes de que nadie se
preocupase por ellos ni un ápice, podría…
—¡Pues
hágalo! —le interrumpió Medallas con impertinencia—. Ya estoy un poco cansado
de sus juegos de espía, coronel. Si le soy sincero me importan tres cojones lo
que se traigan entre manos ustedes con Penélope. Yo solo quiero descansar y
ayudar a Balagar en todo lo que pueda; lo demás me trae sin cuidado. He dejado
a mi hija preocupada en casa, viniendo a una reunión que no me va a traer más
que problemas. ¿No es así, coronel?
El
aludido torció un poco el gesto, molesto por la interrupción del amotinado
policía. Bebió un trago de agua.
—Le
estoy ofreciendo a usted la posibilidad de saldar una deuda con el pasado. Una
deuda que usted contrajo hace muchos años con su amigo. Le propongo a usted
servir de intermediario en un canje. Penélope a cambio de Soledad. La única
condición que le pondré es que la chica esté perfectamente cuerda y consciente.
Mientras eso no suceda Soledad continuará muerta para todos. ¿Qué me dice, comisario?
—No
solamente eso —continuó el coronel—. Le ofrezco la posibilidad de auxiliar a
una persona enferma. Penélope nunca mejorará sin nuestra ayuda. Necesita una
serie de medicamentos muy difíciles de conseguir.
—¿Por
qué quiere que lo haga yo? —preguntó el policía—. Eso podría hacerlo usted…
—Balagar
ya no confía en nadie, comisario. Sabe que usted nunca le engañaría. En estos
momentos solamente él sabe qué fue lo que indujo a Penélope a sumirse en ese
estado. Solo él puede sacarla de ese trance, comisario. Yo le ofrezco la
posibilidad de reunir a Balagar con su pasado; y ambos sabemos lo que
responderá. Puede usted decirle que he sido yo el que le he dado las medicinas
si quiere; pero nunca deberá desvelar la existencia de Soledad. En ese punto no
hay discusión posible. Yo seré el que decida cuándo y cómo han de reunirse
Balagar y ella. ¿Le parece bien?
Medallas
pestañeó confuso. Tenía la mente totalmente en blanco. No supo qué decir. El
coronel decidió ayudarle un poco a vencer sus reticencias. Cruzó las palmas de
sus manos desenfadadamente, jugueteando divertido con sus pulgares.
—No
es necesario que me lo diga ahora. Tiene usted toda la noche para meditarlo.
Balagar está ahora mismo de fiesta con Rubén Ortiguera. Tiene usted hasta mañana
a mediodía para pensárselo, comisario. Que tenga usted buenos sueños.
¡Sandoval! —añadió con naturalidad, acallando cualquier opción de réplica—.
Acompañe a este caballero hasta la salida.
—¡Ah,
se me olvidaba! Solamente una cosa más, comisario. He autorizado a todos mis
hombres a emplear las medidas que consideren oportunas para impedir que vuelvan
a desaparecer. No haga tonterías.
Cuando
el comisario salió de la habitación una figura se movió al fondo de la sala.
Una figura que había permanecido quieta y en completo silencio durante toda la
entrevista, amparada por las sombras que proyectaba un enorme tapiz colgado en
la pared.
—A
nosotros nos serviría perfectamente aunque esté incapacitada, coronel. Es más —sugirió,
con una sonrisa cruel—. Lo cierto es que no nos importaría que estuviera
incapacitada. De hecho, casi preferiríamos encontrárnosla en ese estado.
—Cuando
obtenga la información que necesito será toda suya, Eminencia. No le quepa la
menor duda. Puede usted darle mi palabra al cardenal Espigno. Lo último que necesito
ahora son más problemas. Lo que hagan ustedes con esos terrenos no es de mi
incumbencia.
—Se
lo agradezco, coronel.
Capítulo
29
D
|
oscientos
sesenta metros. Esa sería la distancia exacta que recorrerían en un segundo los
doscientos cuarenta gramos de plomo que le arrebatarían la vida a Ernesto
Zaldumbia. El pulido cañón de acero estriado de la mortífera Heckler & Koch emitía un impecable
brillo azulado tras haber sido concienzudamente engrasada. El olor a lubricante
aún flotaba en el ambiente del estrecho camarote, borrando el rastro de otros
olores igualmente lúbricos, aunque de origen más carnal. Malasangre hizo saltar
el cerrojo con un seco chasquido al montar el arma, quedando satisfecho con su
funcionamiento.
Eran
las diez de la noche; y acababa de llamarle Adolfo Saavedra. Él y Ernesto
estarían esa noche cenando en el Hotel de La Reconquista, invitados por la
Cámara de Comercio de Oviedo.
—“Mátale
al salir del hotel”—le había dicho, como si tal cosa—. “Habrá mucha gente
saliendo a la vez. Con la confusión del momento nadie sabrá quien ha sido”.
Eso
le había dicho el político sin apenas inmutarse, como si matar a un hombre
fuese tan fácil como arrojar una colilla a un cenicero. Cada vez estaba más
convencido de que cualquiera servía para la política. Solo era cuestión de
saber mentir y de creerse sus propias mentiras; y en eso seguro que Adolfo era
un maestro; pero matar… matar no era tan sencillo.
El
plan que le sugería el político era un completo suicidio, resolvió el veterano
asesino mientras acababa de enroscar el pequeño tubo metálico que habría de
servir de silenciador. No le gustaba nada. Demasiadas variables que podían
salir mal; la primera de ellas la proximidad de la Comisaría de la calle
General Yagüe. ¿Qué cojones podía saber un político de matar en primera
persona? ¡Nada, absolutamente nada! Adolfo, como otros jefes a los que había
servido en el pasado solo sabía ordenar; sin importarle las consecuencias.
Había repasado mentalmente uno a uno todos los posibles resultados; y el final
de su película siempre era el mismo: su propia muerte. Podía sentirlo como en
una proyección a cámara lenta, fotograma a fotograma.
Escupió
con dejadez el palillo de dientes que llevaba rumiando desde después de la
cena. Haría caso a su instinto, se pusiera como se pusiese Adolfo Saavedra.
Llevaba todo el día sintiendo esa extraña sensación; ese hormigueo en la boca
del estómago que sentía cada vez que tenía que arrebatarle la vida a otro
hombre. Calculó que aún faltarían al menos dos horas hasta que finalizase la
cena; así que tenía tiempo de sobra. Cargó a su espalda el ligero petate en el
que viajaban sus exiguas pertenencias —dos mudas de ropa deportiva, unas
cuantas fotos y dos pistolas— y abandonó con lentitud el decrépito buque de
carga. El viejo cementero parecía mantenerse a flote por puro arte de magia,
gimiendo y lamentándose con cada suave embestida del oleaje. En cierta medida
se alegraba de no tener que pasar más tiempo allí metido; respirando el viciado
aire cargado de áridos de ese arcaico mastodonte; pero no podía evitar sentir
cierta nostalgia; cierta desazón al despedirse de ese montón de chatarra que
había llegado a considerar su casa. Los hombres como él no se merecían tener un
hogar propio, saltaban de refugio en refugio como oscuros vencejos; sumidos en
una migración de tormento y muerte.
Cuando
estaba a punto de cruzar la improvisada pasarela que había de conducirle a
tierra firme reparó en la presencia de una pequeña sombra acercándose sigilosa
por su espalda. Pudo reconocer el intenso aroma a incienso y sándalo de lucía;
y se detuvo sin atreverse a mirarla de frente.
—¿Entós qué, loco? —le reprochó la joven
con suavidad.—. ¿Te vas a ir así, como un puto mamagüevos?
Malasangre
se quedó callado. Nunca se le habían dado bien las despedidas. Escupió con
apatía por encima de su hombro derecho, acomodando de nuevo en su espalda el
petate que había dejado descansar un microsegundo en el suelo.
—Nunca
he sido un hablamierda, Lucía.
Siempre has sabido que yo solamente soy un ñero.
—Sí,
Evaristo; pero nunca dijiste que lo fueras a hacer así: de noche, como un
cobarde. Después de echarme los perros resulta que te vas como un puto gomelo.
—Oye,
mamita, barájala más despacio. Estuvo chévere
lo nuestro; pero no creo que tengamos el chance
de volver a vernos. Búscate otro perro que te dé machuca. Yo no te convengo.
—¿Siempre
es así? —preguntó con suavidad Lucía, arrastrando las palabras con dolor.
—¿El
qué?
—Tu
vida, Malasangre; tu puta y miserable vida… Vives como una fiera, escondiéndote
de cueva en cueva sin atreverte a mirar a los ojos a nadie; incapaz de sentir
otra cosa que no sea miedo. ¡Sí; miedo…! —exclamó descompuesta la meretriz—. Miedo
a comprometerte, miedo a no ser capaz de volver a matar, miedo a sentir…
¡Mírame, Malasangre! ¡Mírame y dime a la cara que no sientes nada! ¡Mírame y
dime que no tengo razón!
Evaristo
se quedó petrificado. Nunca nadie se había atrevido a hablarle de esa manera
tan descarada, y nunca nadie había podido leer en su oscura alma como esa
deslenguada jovencita. Volvió a dejar la mochila en el suelo, girándose lo
suficiente para alcanzar a ver un brillo húmedo en los ojos de la muchacha.
¡Estaba tan bella con la luna adornando su cabeza!
—Verás,
mamita —empezó, carraspeando, el
asesino—. Píntala como quieras… Ni
todo es lo que parece ni todo parece lo que es. Ya te he dicho que serías una
buena perra para mi hijo. Eres una aviona, pero pintarías chévere como madre. Estaría rico que mis
nietos llevaran tu sangre mezclada con la mía, pero no vayamos a embarrarla.
Deja que me vaya igual que vine: calladito y sin joderla.
—Ya
no mames más, cabrón —repuso ella entristecida—. Dímelo a la cara. Dímelo
mirándome a los ojos, maricón.
—Cógela suave, Lucía. Quieres que te mire
a los ojos —continuó con pesar—, sin saber que te invadirían de una niebla
oscura y maloliente. Todo lo que me rodea sabe a muerte, Lucía. Cada vez que
mato a un hombre su última mirada se me queda apegada y se empeñan en venir a
joderme cuando duermo. Matar es fácil, mamita.
Lo difícil es olvidar que has dado muerte. Es como morirse un poco cada día.
¿Es eso lo que quieres para ti?
—No
entiendes nada, Malasangre. Vete, y lleva contigo toda tu locura. No te preocupes.
No he olvidado mi promesa. Iré a ver a tu familia y les dejaré tu recado, pero
nadie te esperará. Nadie preguntará por ti, porque estoy segura de que para
ellos estás muerto desde hace tiempo ya; si es que alguna vez has llegado a estar
vivo. Me compadezco de ti. Que te vaya chévere,
Evaristo.
Malasangre
cruzó el improvisado tablón de madera sin volver la vista atrás, con las
palabras de lucía retumbándole una y otra vez en su cabeza. Si lucía hubiese
podido ver las lágrimas de sus ojos tal vez no hubiese sido tan cruel con él.
Si odiaba las despedidas era porque no podía soportar la idea de separarse de
lo único que le hacía sentirse un ser humano de vez en cuando.
Condujo
durante media hora hasta llegar a Oviedo, reconociendo que quizás nunca hubiese
prestado la debida atención a las cosas importantes de la vida. No sabía nada
de sus hijos, y las contadas ocasiones en las que había ido a visitar a su
mujer no se había molestado en hacer otra cosa que no fuese acosarla para dar
cuenta a sus ilimitadas ansias carnales. Nunca le había sido fiel —ni tan
siquiera lo había pretendido—, y tenía serias dudas de la autoría de su último
embarazo; pero los quería a su manera. Todas las semanas les mandaba un giro
con el dinero suficiente para que no les faltase de nada; y eso, al menos bajo
su particular punto de vista, era suficiente para compensar todo el vacío que
podía provocarles su ausencia.
Un
atronador pitido, seguido del chirrido de unos neumáticos rompió sus
meditaciones. Pudo ver por el espejo retrovisor el gesto airado y despreciativo
del conductor de un todoterreno de alta gama que le dirigía todo tipo de
insultos y amenazas. Bajó la ventanilla con el ánimo de pedirle disculpas; pero
entonces pudo escuchar con claridad sus insultos mientras le adelantaba con un
fuerte acelerón.
—¡Aprende
a conducir, machupín…! ¡Putos panchitos de mierda…!
Ya
tenía la mano sacada para pedir disculpas, pero el ofensivo insulto le hizo
cambiar de opinión y sin dejar de mirar al conductor del todoterreno elevó su
dedo corazón. Ya estaba. Ya había vuelto ese sentimiento tan familiar y
reconfortante. Estaba preparado para matar. Se fijó en el adhesivo que llevaba
estampado el todoterreno en la luna trasera: “Dios te ama”.
—¡Hijueputa! ¡Pirobo maricón, gonorrea de mierda!
Dios
podría amarle pero su alma le pertenecía al diablo, que se la había ido ganando
partida tras partida, mano tras mano, muerte tras muerte. Un hormigueo de
excitación comenzó a desbordar sus venas mientras iniciaba la persecución del
todoterreno.
Dejaron
atrás la rotonda de la plaza de la Cruz Roja, enfilando la avenida de Víctor Chávarri
como dos auténticos desequilibrados, empeñados en demostrarse la hombría el uno
al otro a fuerza de acelerador. La carrera duró poco; porque poco antes de la
calle La Luna el semáforo se puso en rojo.
Una
cruel mueca de satisfacción asomó al rostro de Evaristo, que no detuvo su
marcha hasta no tener el culo del todoterreno a su alcance. Calculó con
frialdad el alcance del impacto y dejó que su pequeño utilitario embistiese por
detrás el mastodóntico chasis negro. La pegatina de “Dios te ama” se escurrió
entre los miles de diminutos cristales que salieron despedidos a consecuencia
del brutal encontronazo; como si Dios se hubiese escurrido de su vida una vez
más; unos segundos más. Los segundos necesarios para reventarle la cabeza al
orondo y pelado energúmeno que se bajaba del todoterreno en ese momento con
cara de pocos amigos y un bate de beisbol en las manos. Le hizo gracia la
manera en la que se subía las mangas ese coscorria
mal parido, como si su desafiante gesto pudiese intimidarle. Esperó a que se
acercase lo suficiente.
—¡Te
voy a matar, panchito de mierda!
—gritaba a voz en grito—, ¡Sal de tu puto coche ahora mismo, que te voy a romper
en pedazos, hijo de puta!
No
le dio tiempo a terminar su amenaza. Por la ventanilla del pequeño coche ya asomaba
el aterrador cañón de la Heckler &
Koch .45. Sonó un pequeño estornudo y la oreja derecha de su pendenciero
provocador se volatilizó desintegrada. Una mueca de sorpresa precedió a la
escena de terror que se sucedió a continuación. El gordo propietario del
todoterreno echó a correr hacia su coche para intentar ponerse a salvo antes
incluso de que la sangre comenzase a brotar del pequeño cráter que antes
ocupaba su oreja. El bate de beisbol produjo un sonido sordo a madera seca
mientras Malasangre salía lentamente de su coche, con la pistola camuflada por
una chaqueta de punto de color rojo. Tan roja como la sangre que empezaba a
empapar la lujosa tapicería de cuero del Range
Rover. El sangrante gordinflón dejó a un lado su pequeño smartphone renunciando a la idea de
avisar al 112. Malasangre se lo había hecho saber con una mirada vacía y cargada
de desprecio. “Otra vez ese maldito pistolón” —acertó a pensar.
Maldijo
el momento en el que se había dejado llevar por el impulso de humillar a ese panchito de mierda montado en su
asqueroso Opel Corsa. Cerró los ojos. “Me va a matar este mono por gilipollas.
Miriam nunca me lo perdonará”.
—Cuando
uno empieza una guerra tiene que estar seguro de poder ganarla, hijueputa —la voz de su asesino sonaba
extrañamente tranquila. Aterradoramente tranquila.
“El
cañón de la pistola está frío” —pensó el agresor, tristemente convertido en
víctima— ”Yo creía que debería de estar caliente”.
—Te
voy a dar boleto, gonorrea. Despídete de tu dios, comemierda…
El
sanguinolento provocador empezó a sollozar, aceptando su absurdo y delirante
final. Malasangre estaba a punto de apretar el curvado gatillo cuando reparó en
las dos pequeñas sillitas de bebé. Estaban ocupadas por una pareja de niñas que
le observaban con los ojos agrandados por el miedo. La mayor de ellas no
tendría más de cuatro años; y la pequeña apenas era un bebé recién nacido. ¿Cómo
era posible que un padre de familia cargado con unos niños se empeñase en un
desafío de una manera tan absurda? Malasangre bajó la pistola. No sería él
quien privase a esas niñas de una infancia como la de cualquier niño. Estaba cansado
de obligar a niños a asistir a entierros injustos; estaba harto de arrebatar
los sueños a víctimas de las decisiones arbitrarias de unos jefes sin
escrúpulos. No quería los fantasmas de esas dos niñas acompañándole en sus
sueños.
—Levántate,
comemierda —el aludido no sabía si
hacerle caso o quedar allí postrado.
—Es
tu día de suerte, hijueputa. Me has
pillado en un buen día. Tú crees que para ser chulo hay que tener cojones y
dinero; pero para ser chulo no hace falta la
plata; solo los cojones, y de eso nos sobra a los pobres. Cuida de tus
hijas y recuerda que les debes la vida. Que no se te olvide nunca, gomelo de mierda.
Un
corro de curiosos se había apelotonado alrededor de ellos, atentos al desenlace
de la desigual confrontación. Nadie se había atrevido a moverse de su sitio;
pero muchos de ellos hablaban atropelladamente a través de sus teléfonos
móviles. Algunos incluso se dedicaban a grabarlo con una morbosa y macabra
satisfacción. “Verás cuando se lo enseñe a mis amigos”, podía leerse en la mayoría
de sus rostros. Malasangre se repitió una vez más que estaba en un país de
locos, donde cada perro se limitaba a cuidar de chupar su propio culo.
Se
metió en su Opel Corsa y haciendo caso omiso a los pitidos de los coches que le
rodeaban rebasó al todoterreno negro. Cuando lanzó un vistazo a su interior
pudo ver a un padre aterrado abrazando a unas niñas que lloraban desconsoladas.
Podía dar las gracias de que no fuesen solamente ellas quienes le llorasen.
Dejó a la derecha el teatro Campoamor y miró de reojo la maternal escultura de
Botero mientras unas sirenas policiales anunciaban la llegada de la policía al
lugar en el que se acababa de desarrollar su singular duelo a vida o muerte.
Otro coche de policía se le cruzó antes de enfilar la bulliciosa calle Uría.
Muchos de los transeúntes le dirigían una desdeñosa mirada al advertir su coche
destrozado; pero a nadie parecía extrañarle la apariencia de su vehículo. Tan
solo era otro inmigrante a bordo de un coche destartalado. Otra boca a la que
alimentar, otra voz descontenta; otras manos dispuestas a trabajar por una
tarifa aún más irrisoria.
Dejó
el coche en una zona reservada a minusválidos en la calle Santa Susana. Ya no
le haría falta. Además, toda la policía de Oviedo estaría buscándole a esas
horas.
Sacó
del maletero una funda de trabajo verde. “Ayuntamiento de Oviedo. Servicio de Limpieza”.
Nadie se fijaría en él. Se ajustó una gorra de tela que rezaba “Oviedo, Escoba
de Plata 2012” y se alejó silbando una distraída melodía a ritmo de bachata
hacia el parque del Campo San Francisco. Allí esperaría a que le llamase Adolfo
Saavedra. Nadie buscaría a un barrendero.
Adolfo
se revolvió incómodo en su silla lujosamente acolchada. La cena se estaba
alargando más de lo previsto; y ya empezaba a estar harto de las impacientes
miradas que le dirigía de soslayo Ernesto desde la mesa vecina. Se había visto
obligado a acompañarle día y noche en las últimas semanas; pero ese sería su
último encuentro; de eso podía estar bien seguro. Esa misma mañana había
aprovechado un descuido de Ernesto para efectuar una llamada a Cardozo. Una
llamada que había significado la sentencia de muerte inmediata e inaplazable.
Una sentencia de muerte que habría de rematar Malasangre esa misma noche. Podía
escuchar de fondo el runrún de los comensales que les rodeaban; sin duda algo
entonados mientras mantenían una cordial sobremesa; pero esa noche era incapaz
de prestar atención a nada que no fuese el momento de salir de allí para
observar cómo le volaban la cabeza a Ernesto.
—Adolfo…
Adolfo, estás muy distraído esta noche… ¿Te preocupa algo?
Era
María José la que hablaba. Estaba arrebatadora con ese vestido corto de color
salmón. Su piel bronceada resaltaba favorecida por el brillo de esa diadema de
brillantes. En otras circunstancias se hubiese dedicado a coquetear con ella a
espaldas de su marido, el ingenuo y confiado candidato a la alcaldía de la
oposición. Fantasear con la simple idea de follársela a espaldas de su marido
siempre había representado una de sus mayores y más intensas fantasías
eróticas; pero esa noche se veía incapaz de dedicarle toda la atención
habitual.
—No
es nada, Mari —repuso, procurando parecer despreocupado—. Es solo que no he
conseguido reponerme aún de la desaparición de mis hijas —mintió.
—Lo
siento, Adolfo. Sabes que no era mi intención —un rubor adolescente brotó de
sus mejillas.
—Lo
sé, Marichi. ¿Te he dicho lo increíblemente bella que estás esta noche?
Pocos
adivinarían el origen de ese término tan cariñoso entre ellos. Mari “Chichi Loco”
había nacido en las cálidas sábanas de un hotel a las afueras de Gijón.
—Esta
noche todavía no me habías dicho nada, Adolfo. Ya empezaba a estar un poco
preocupada —entonó con coquetería María José, inclinándose un poco para
permitirle tener un mejor ángulo de visión de su generoso escote.
Adolfo
no pudo hacer otra cosa que admirar una vez más ese par de prometedores
pectorales. Ella nunca lo admitiría, pero el cirujano que se las había operado
había hecho un buen trabajo. De los mejores. No cabía duda.
Le
sacó de sus eróticas ensoñaciones la inesperada irrupción de Ernesto. Su
llegada lo mandó todo al carajo: la dulce boca de Marichi descendiendo por su
ombligo, sus largas piernas perfectamente torneadas anclándose a su cintura;
sus increíbles y desafiantes pechos.
—¿Ocurre
algo, Ernesto? —preguntó, con una cínica sonrisa, mientras apartaba de un
manotazo la mano de su imprudente acompañante.
—¿Me
acompañas un momento, por favor? Tengo algo que contarte —dijo con gesto serio
el empresario.
—No
es un buen momento, Ernesto —contestó el político, tratando de disimular una
monstruosa erección.
—Yo
creo que sí, Adolfo. Deberías acompañarme. Han encontrado a Penélope.
Ernesto
formuló su confidencia al oído en un inapreciable susurro pero tuvo el efecto de
provocar un cañonazo en su sistema auditivo.
Adolfo
comenzó a levantarse, teniendo la precaución de abrocharse la chaqueta de su
traje con anterioridad. En voz baja musitó una disculpa a sus acompañantes, en
especial a su lujuriosa partenaire y siguió a paso vivo a Ernesto en dirección
a los lavabos. En el tocador de señoras reinaba una gran animación; y todas
coreaban a carcajadas alguna divertida ocurrencia o algún despiadado cotilleo.
Ernesto entró como una tromba en el excusado de caballeros y cuando Adolfo hizo
su aparición ya había registrado una por una todas las letrinas.
—Estamos
solos. Podemos hablar sin peligro —anunció.
—¿Cómo
es eso de que han encontrado a Penélope? ¿Quién, cómo, en qué estado?
—Tranquilízate,
Adolfo. Nosotros. NOSOTROS —y remarcó con énfasis la palabra— la hemos
encontrado. Acaba de llamarme Sergei. Acaban de ver a Balagar en un bar de
copas. Ha dejado a dos hombres siguiéndole. Esta vez no se les escapará. De eso
puedes estar bien seguro.
—¿Están
seguros de que era él? —preguntó con desconfianza el político.
—Al
cien por cien, Adolfo. Sergei nos está esperando en la plaza de la Escandalera.
Vamos, no tenemos tiempo que perder.
—Dame
un par de segundos. Tengo que ir al retrete.
—Te
espero en el hall del hotel. No tardes… ¡Ah! —añadió con una pícara sonrisa—.
Yo que tú dejaría de tontear con la mujer de Toribio Manso. Se la está
cepillando también Anselmo, el concejal de Cultura; y dicen por ahí que ese
tiene purgaciones. No me extrañaría que las acabases pillando tú también…
Cuando
Ernesto salió de los lavabos Adolfo se encerró en uno de los retretes. Lo
primero que hizo fue examinarse los genitales, por si acaso; pero no vio en
ellos nada alarmante. Lo mejor de tirarse a “Chichi Loco” había sido
precisamente el sexo sin protección; pero acababa de darse cuenta de que no
todas las veces lo que parece ser seguro lo acaba siendo. Se alegró de llevar
tanto tiempo sin tener relaciones con Victoria. El único escándalo que le
faltaba era que le dejase su mujer por promiscuo y putero.
Una
vez seguro de que todo estaba como debía de estar se dedicó a hacer lo que
tenía previsto antes de que Ernesto le envenenase con sus suposiciones. Sacó el
teléfono móvil del bolsillo interior de su chaqueta y le cambió la tarjeta
interna para avisar a Malasangre. Nunca le habían gustado los cambios de planes
y menos cuando afectaban de forma tan cercana su propia supervivencia. Al
tercer tono le contestó la voz apática y lejana de Malasangre:
—¿Quiuvo, patrón?
—Cambio
de planes. Salimos ahora mismo. Tienes diez minutos para prepararte.
—Ya
estoy en el parqueadero, patrón —el
sicario cortó la comunicación.
La
mente de Adolfo asoció subliminalmente el prolongado tono agudo del teléfono
como una premonición, recreándose en la imagen de un enorme monitor cardíaco colocado
en el pecho de Ernesto. Ese pitido significaba el fin de sus latidos; el final
de su vida. Sonrió satisfecho.
Diez
minutos después salía del Hotel de La Reconquista a paso ligero al lado de un
adusto y tenso Ernesto; que no había dejado de increparle con la mirada en todo
el rato que había tardado en despedirse de todos sus compromisos sociales. Para
él era más sencillo, tan solo era un ridículo empresario de mediano éxito y
dudosa reputación. Pocos eran los que se arriesgarían a empeñar su imagen con
un hombre como él. Y hacían bien.
No
pudo evitar un respingo al advertir la presencia de Malasangre. Estaba
emboscado en uno de los portales de la calle de enfrente, simulando estar
ojeando la nueva colección de gafas de Dusco Galvani. A través del reflejo de
los cristales pudo percibir la tensión de su mandíbula; la forzada postura del
depredador atento al paso de su confiada presa.
Parecía
un puma a punto de saltar sobre un desprevenido conejo.
Le
indicó con un gesto de la mano a Ernesto que avanzase en dirección a la calle
Gil de Jaz, mientras observaba cómo se deslizaba la mano del sicario hacia uno
de sus sobacos. Supuso que era allí donde llevaba la pistola. Estaban a doce,
diez, nueve metros; y entonces de repente el sino cambió para Ernesto. De la
cafetería que estaba al lado de la óptica surgieron tres policías nacionales
uniformados; que entre risas se dirigían a darles el cambio de turno a sus
compañeros en la comisaría de la calle General Yagüe. La sangre se le heló en
las venas por un momento al veterano político, que solamente respiró tranquilo
cuando comprobó que Malasangre se limitaba simplemente a devolver a su
escondite su arma, alejándose calle arriba como un transeúnte anónimo más.
Adolfo maldijo en silencio su mala suerte. En las últimas semanas todo le salía
al revés de como él planeaba y para un hombre de rutinas como él eso era
demasiado desequilibrante. Ernesto malentendió su suspiro de resignación,
comentando con desenfado:
—Yo
también estaba un poco harto de ese rollo. Menuda reunión de cacatúas y come
pollas. Acelera, Adolfo; que todavía se nos va a acabar escapando ese cabrón.
—¿Cómo
sabemos que mi hija estará con él? No te olvides que mi otra hija, Natalia,
también ha desaparecido… ¿Quién nos dice que no se ha cansado de ellas?
—Adolfo…
—espetó con un ladrido el empresario—. Me importan tres cojones tus hijas. Para
serte sincero agradecería no haber sabido nada de ellas en mi puta vida. Yo
solo quiero a Balagar. Ese cabrón morirá esta noche. Si te parece bien,
perfecto; y si no te parece bien… pues te jodes.
—Ernesto,
te estás pasando. No olvides que fui yo quien decidió ayudarte. No me
provoques.
—Ya
no me das miedo, Adolfo. Hace tiempo que ya no tengo nada que perder. En cuanto
arreglemos lo de Cardozo te irás de mi vida a la velocidad de un puñetero
neutrino. No me has traído más que problemas desde que te conozco.
Adolfo
avivó el paso, tratando de alcanzar al iracundo empresario; que no se cuidaba
ni tan siquiera de bajar la voz, amonestándole en plena calle como a un vulgar raterillo
de los que componían su nómina. Se había pasado las tres últimas semanas
aparentando sumisión; pero eso ya era demasiado. Cuando estuvo a la altura del
empresario le agarró por uno de los hombros, tirando hacia atrás con la
intención de propinarle una bofetada por su atrevimiento; pero el metálico
resplandor de la pistola que empuñaba Ernesto en su mano derecha le borró
instantáneamente todas sus intenciones. Aceptó su derrota nuevamente bajando el
brazo con sumisión, humillado y herido en su amor propio; pero consciente de
que el desquite habría de estar cercano. Miró a su alrededor con la esperanza
de que nadie hubiese sido testigo de su vasallaje; y entonces reconoció la
embozada silueta de Malasangre, que les seguía a unos discretos doscientos metros.
Guardó su rabia para otro momento y cabalgó tratando de alcanzar de nuevo al
empresario; que ya se había adelantado nuevamente unos cuantos metros.
Cuando
llegaron a la plaza de La Escandalera Adolfo no pudo menos que admirar una vez
más la belleza de los vetustos edificios, adornados con la iluminación
nocturna. Se olvidó por un segundo del motivo que les había llevado allí,
observando maravillado la transformación que sufría la Caja de Ahorros de Asturias,
acompañada de la imponente casa conde. El estilo ecléctico afrancesado de esas
imponentes moles siempre le había impresionado. A esas horas de la noche
entendió el evidente significado de “Escandalera”; porque cientos de jóvenes
transitaban de un lado a otro en una peregrinación escandalosa y vivificadora.
Su insana mentalidad persiguió con lascivia los movimientos de unas
veinteañeras mínimamente vestidas, hasta que su vista se tropezó con la de
Sergei; que les esperaba con una evidente impaciencia al lado de la fofa
estatua de Botero. No hicieron falta saludos; ni gestos de bienvenida. Cuando
el matón les tuvo a su altura simplemente iniciaron la marcha detrás de él.
Después de unos cuantos metros fue Ernesto el que rompió su tenso silencio,
interrogando secamente a su secuaz.
—¿Dónde
están ahora?
—Aquí
al lado, jefe. Está como un piojo, borracho completamente… Le encerraremos en
uno de los váteres.
—Bien,
bien… Te debo otra, Sergei… No sé qué haría sin ti. Le mataré con mis propias
manos, y será lento; muy lento…
Una
extraña expresión cruzó el semblante de Sergei; expresión que Ernesto reconoció
como una desmesurada envidia. Sin duda el ruso ansiaba tanto como él ponerle la
mano encima a ese malnacido.
—Puedes
ayudarme, si quieres —añadió con deferencia.
—Será
un placer, jefe; como siempre.
“Como
siempre” se refería seguramente a la infinidad de veces que el ruso le había
asistido, colaborando en apalear a algún borracho desgraciado e insolvente; o a
forzar la voluntad de alguna chica recién llegada a cualquiera de sus burdeles.
Ernesto sonrió complacido por la incondicional adhesión de su brutal hombre de
confianza, y encendió un cigarrillo saboreando el sabor de la revancha por
adelantado.
—Yo
me voy de aquí —murmuró Adolfo a sus espaldas.
—¿Quéeee?
¡De aquí no se va nadie hasta que yo lo diga! —escupió Ernesto, totalmente
fuera de sí.
—Deberíamos
de irnos todos —masculló el político, mirando nerviosamente hacia uno y otro
lado de la calle.
—¿Te
has vuelto loco o qué?
—¡Cierra
el pico de una vez, gilipollas! ¡Esto está lleno de policías! —contestó el
político, dando media vuelta apresuradamente—. Esos dos que están a la puerta
son de la Policía Secreta.
—Estás
paranoico, Adolfo… Lárgate de una puta vez, antes de que te reviente a patadas.
Si no tienes huevos para esto dínoslo claramente; pero no te andes con
chorradas.
—No
te miento, Ernesto. Allá vosotros; pero llevo demasiado tiempo asistiendo a
actos oficiales como para no reconocer a algunos veteranos del servicio
secreto. El más joven de ellos —añadió, señalando con la cabeza a un inofensivo
joven vestido con una camiseta de tirantes y bermudas— dirigía la protección
del príncipe Felipe en los últimos Premios Príncipe de Asturias. Allá vosotros;
pero yo me voy de aquí ahora mismo. Y vosotros si fueseis inteligentes también
lo haríais.
Ernesto
y Sergei se miraron fijamente mientras el político se alejaba a buen paso por
la calle Fruela. Estaban tan sorprendidos que no se atrevían a manifestar sus
conclusiones.
Fue
Ernesto el primero en hablar, mirando fijamente a los ojos de su lacayo.
—¿Tú
qué crees, Sergei? ¿A ti también te ha parecido un farol?
—Ese
tío está pirado, jefe. Siempre le han faltado cojones; y no sabe qué decir para
escaquearse.
—Tienes
razón, Sergei, como casi siempre… ¿Traes la fusca?
—Siempre
la llevo conmigo, jefe; es como mi segunda polla.
Sonrió
con una mueca el ruso.
—Pues
entonces vamos a acabar de una puta vez con esto. Sin riesgo no hay premio…
—Exacto,
jefe, sin riesgo no hay premio —concluyó, secamente, el delincuente—.
Reventémosle la cabeza a ese cabrón.
Trescientos
metros más abajo Malasangre se cruzaba con su contratador en la esquina misma
de la calle Fruela. Unos adolescentes hacían botellón en las escaleras de la Escuela
de Música, pero no advirtieron el apremiante gesto que el político le enviaba.
El mismo Evaristo dudó un microsegundo entre detenerse a pedirle información o
continuar; pero no quiso comprometer el anonimato de su patrón, limitándose a
seguir con la mirada el imaginario punto que el político le indicaba con el
mentón. Ernesto y Sergei entraban en ese momento en uno de los garitos de la
zona. Apretó el paso.
Ernesto
reconoció nada más entrar a dos de sus empleados. Estaban de espaldas; pero aun
así pudo adivinar por sus pintas de patibularios que se trataba de Chuflo y
Nikola. Balagar estaba al fondo de la barra, demasiado borracho para reconocer
a nadie, a juzgar por su mirada de pescado recién salido del agua. No pudo
evitar fulminarle con la mirada, escupiéndole con los ojos toda la violencia
que solamente el odio sabe gestar en el alma. Balagar sonreía ajeno a la
tragedia que se cernía sobre él, concentrado en una animada charla con un joven
apocado y con aspecto de ratón de biblioteca. Eran tan distintos que Ernesto
sintió un poco de intriga por conocer su identidad; pero el empujón que le
acababa de propinar Sergei le recordó a lo que habían ido.
Los
baños estaban al final del pasillo; y hacia allí se encaminaron, apartando con
insolencia a todo aquél que se les ponía por delante. El estilo del DJ estaba a
años luz de lo que Ernesto admitiría como buen gusto y actualidad; porque
Gloria Gaynor y su I will survive se
alejaba bastante de lo que cualquiera entendería como música comercial. El
sistema de iluminación tampoco se salvaba de la criba del experto peritaje de
Ernesto, que como buen conocedor del ambiente nocturno solo pudo calificar el
garito de “mediocre” tirando a “infecto”. Y eso sin haber entrado en los baños;
porque en cuanto abrieron la puerta de los retretes una miríada de gérmenes se
escapó flotando en el pestilente hedor a orines, vómito y excrementos. Había
dos compartimientos; y uno de ellos parecía estar ocupado. No se escuchaba con
claridad; pero al menos dos voces diferentes parecían proceder de su interior.
Ernesto gritó tratando de elevar la voz por encima de la música.
—¡Vamos
a esperar a que salgan!
—¿Qué?
—contestó el ruso—. ¡Nada de eso! ¡O son un par de maricones o se están
metiendo una raya! ¡Apártate!
—¿Qué
vas a hacer, loco? —protestó tímidamente el empresario.
Sergei
retrocedió un par de pasos, patinando en el resbaladizo suelo de baldosas. Sin
mediar palabra propinó una brutal patada a la puerta de la letrina, que se
astilló a consecuencia del golpe, desarmándose como si fuera de cartón piedra.
Los ocupantes de la letrina empezaron a gritar despavoridos, sorprendidos por
la súbita aparición de la pesada bota militar en su retrete. Sergei sacó la
pierna con dificultad y en menos de un segundo estaba descargando otro nuevo
patadón a la puerta; que esta vez sí que se vino abajo, dejando a la vista a un
par de adolescentes lívidos de terror y temblorosos.
—¡Fuera
de aquí, maricones! —exclamó el furibundo Sergei mientras les apresaba de las
manos un pequeño envoltorio de plástico—. ¡Esto se queda aquí, y ni una puta
palabra; porque os arranco la lengua aquí mismo!
A
los adolescentes no les hizo falta que les repitiese su indicación. Antes de
que acabara su amenaza ya estaban saliendo como alma que lleva el diablo.
Sergei mojó un dedo en el contenido sonrosado de la papelina y arrugó la nariz
con fastidio.
—¡Putos
chavaletes! ¡No se meten más que mierda; esto es speed del malo! ¿Cómo no van a andar locos perdidos, cargados de
agresividad? ¿Quieres un poco, jefe? —añadió, tendiéndole la pequeña bolsita
después de darle una buena esnifada.
—Gracias,
Sergei. Paso de esa mierda.
—Bueno,
jefe… —comenzó el ruso mientras sacaba una pequeña Beretta de 9 mm—. La verdad es que no te vendría mal darte un buen
homenaje.
—No
me hace falta para esto, Sergei.
—No
me estás entendiendo, jefe —masculló brutalmente el ruso, mientras amartillaba
la pistola y se la colocaba a Ernesto en la frente—. Aquí se acaba todo.
—No
entiendo, Sergei. ¿Qué pasa? ¿Te has vuelto loco o qué?
—Podría
decirse que esto es un golpe de Estado. Como bien has dicho siempre “sin riesgo
no hay recompensa”.
—No
te entiendo, Sergei… ¿Cuánto te han prometido? ¡Puedo doblarlo, triplicarlo, tú
lo sabes mejor que nadie! No hace falta que hagas esto. Yo siempre te he
tratado bien.
—Lo
siento, de verdad. Estoy cansado de ser un segundón. Estas semanas he tratado
con Kalim el Ibim y con Jalar Kabul y he llegado a la conclusión de que no te
necesito para nada. Estoy harto de obedecer todos tus caprichos, de perseguir a
tus putitas y todas esas mariconadas. Estamos casi al día con Cardozo; pero
eres débil, Ernesto, y tú lo sabes…
—Sí
que lo sé, Sergei; sí que lo sé —afirmó con resignación el empresario—. En fin,
así es como acaba todo, entonces, ¿verdad? —El ruso asintió en silencio.
—Ha
sido un placer trabajar contigo, Sergei. No encontraría una persona mejor que
tú para hacer esto. Algún día tenía que llegar. Procura dejarme guapo. No quiero
que me recuerden con la cabeza reventada.
—No
te preocupes, Ernesto. Seré rápido. Solo son negocios, jefe… solo son negocios.
El
estampido quedó disimulado por los primeros acordes de Led Zeppelin y su Stairway to heaven. El cuerpo sin vida
de Ernesto se desplomó como un fardo de heno, mezclándose su sangre con todas
las inmundicias que inundaban el suelo. Sergei guardó su pistola en la funda
sobaquera, dirigiéndole apenado una última mirada al que hasta hacía escasos
segundos había sido su jefe.
—Lo
siento, Ernesto. Éramos grandes amigos, pero los negocios son los negocios.
Descansa en paz, amigo mío —un salivazo acompañó a sus últimas palabras,
fraguándose al momento en la oscura amalgama de sangre y masa encefálica que
tapizaba el suelo.
Cuando
Malasangre entró en el local de copas Sergei salía acompañado de dos de sus
hombres de confianza. Les conocía de vista; porque todos frecuentaban los
mismos locales de alterne. Le extrañó que Ernesto les hubiese dejado marchar;
pero como la noche estaba siendo tan impredecible y confusa no se molestó en
darle más vueltas al asunto. Recorrió el local de cabo a rabo, fijándose
atentamente en los rostros de todos y cada uno de los clientes presentes; pero
Ernesto Zaldumbia no estaba entre ellos. Ya estaba a punto de marcharse,
esperanzado en poder seguirle el rastro aún a Sergei cuando un gesto extraño le
llamó la atención. Un chico joven y con aspecto de estar sobrio acababa de
salir del urinario con el rostro desencajado, reuniéndose excitados todos sus
amigos a su alrededor al poco tiempo. No hubiera tenido trascendencia de no ser
porque el joven en cuestión tenía las manos completamente ensangrentadas. Tuvo
un súbito presentimiento y con la respiración entrecortada se acercó en dos
zancadas a la zona de los urinarios. Antes incluso de abrir la puerta ya pudo
percibir el familiar olor a pólvora quemada y a sangre. Alguien parecía estar
haciéndole la competencia.
—Puta
mierda —exclamó, nada más abrir la puerta—. Vaya embarrada me ha dejado el ruso
güevón…
El
cuerpo de Ernesto se encontraba tendido de espaldas, como si sencillamente
hubiese decidido tumbarse en ese infecto suelo a descansar. Presentaba un
orificio en la parte central de la frente; un orificio que estaba ennegrecido
aún por las recientes quemaduras de la pólvora, revelando un único disparo a
bocajarro.
Evaristo
se entretuvo observando con mirada profesional el trabajo de su competidor. Era
un trabajo pulcro, impecable; profesional… los ojos de Ernesto aún estaban
abiertos, y a pesar de estar ya un poco vidriosos transmitían serenidad. A
Malasangre siempre le habían fascinado las pupilas de los muertos. Su asombrosa
opacidad le producía una extraña sensación de paz tan hechizante que siempre
que podía se entretenía unos segundos embelesado por su rápida transformación.
Era la primera vez en su vida que alguien se le adelantaba cubriendo un trabajo
y no pudo evitar sentir una punzada de decepción. Ese hombre era suyo, ese
muerto era su último encargo… ¿Qué pasaría si Cardozo se enteraba de que otro
había hecho el trabajo por él?
No
tuvo tiempo para detenerse a profundizar demasiado en sus pensamientos, porque
una pareja de policías vestidos de paisano se identificaron con voz potente
mientras le apuntaban con sus pistolas. Con la resignación de quien no tiene
otra salida se limitó a levantar las manos sin oponer resistencia, a pesar de
saber que tenía la ventaja de la sorpresa de su parte; a pesar de que los casi
tres kilogramos de acero y muerte que llevaba encima podían hacerle salir de
ese trance con solamente apretar el gatillo dos veces. Había perdido las ganas
de luchar. Estaba agotado. Vencido. Ya no podía más.
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