Capítulo
2
A
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tardecía ya
cuando Paquito, el enfermero de sor Apertura se decidió a salir a buscarla al
jardín de la lujosa residencia para la tercera edad El Sauce Llorón. Hacía casi dos horas que estaba hablando en voz
baja con un señor muy elegante que la había venido a visitar. Paquito cerró los
ojos forzando un poco la memoria. El rostro de ese hombre le resultaba
vagamente familiar, pero por más que lo intentaba no lograba ponerle nombre.
Estaban
sentados en un banco del jardín, a los pies del enorme sauce que daba nombre a
la residencia. Era extraño que la dirección del centro les permitiese estar aún
allí, porque faltaban diez minutos para las ocho y media, que era la hora
exacta a la que se cenaba. Tenía que tratarse de algún personaje importante para
que le hubiesen autorizado a estar allí a esas horas.
Empezó
a ponerse nervioso, lanzando miradas continuamente a su reloj de pulsera. Todos
sus compañeros estaban ya en el comedor con los ancianos que tenían asignados,
y no quería que le llamasen la atención en público por llegar tarde con su
residente. La directora era una mujer muy estricta en lo referente a los
horarios, y él era el más novato de los auxiliares que habían entrado a
trabajar.
En
esas estaba cuando vio que el hombre se levantaba de la silla con aspecto
verdaderamente abatido. La vieja monja parecía también bastante afectada. Se
notaba que su encuentro había abierto alguna vieja herida para ambos.
—Todavía
no… —la voz de la directora, tan áspera habitualmente dando órdenes, le sacó de
su ensimismamiento—. Deles tiempo a despedirse. Hace muchos años que esa mujer
se prepara para esta visita.
Paquito
asintió en silencio. No pudo evitar sentir cierta lástima por la anciana. Su
menudo cuerpo estaba visiblemente doblado, y como un junco roto parecía a punto
de quebrarse de un momento a otro. Siempre le había dado la impresión de que
soportaba una enorme carga, y en ese preciso instante era evidente que estaba a
punto de venirse abajo.
—No
se preocupe —musitó—. Iré cuando ella crea conveniente. La directora asintió,
añadiendo con un guiño:
—Dicen
que es más fácil abandonar a un hombre que abandonar a Dios. ¿Es usted
creyente, Paco?
La
pregunta de la directora le pilló desprevenido. Siempre había pensado que sí,
pero tras llevar varias semanas al cuidado de una mujer tan fervorosa como sor
apertura lo cierto era que no lo tenía demasiado claro ya. A veces la
acompañaba en sus oraciones, y se emocionaba oyéndola susurrarle con cariño a
la imagen de la Virgen de Covadonga, objeto de reverencia permanente en la vida
de la anciana. No supo qué responder.
—Supongo
que eso es un no.
La
voz de la directora transmitía un deje de decepción pese a su intencionado tono
neutro.
—No
sabría decirle. Soy creyente, pero no practicante. Hace mucho que no voy a
misa; pero me he criado en un ambiente católico.
Parecía
la pregunta de un examen, y Paco sabía que cuando la directora Dolores Menguada
pasaba a alguien por su microscopio moral normalmente tenía los días contados
en la residencia. Todos sabían que el centro estaba financiado por las
donaciones generosas y desinteresadas de un selecto grupo de empresarios
vinculados al Opus Dei. La respuesta pareció suavizarla un poco.
—Espero
no haberme equivocado con usted, Paco —su voz sonaba más amistosa—. Esa mujer
ha sufrido mucho en esta vida, créame.
A
ninguno de los que allí trabajaban se les había escapado que el centro era una
especie de retiro espiritual para la élite religiosa; pero jamás su directora
había dado muestras de afecto personal hacia ninguno de los residentes. Parecía
que hoy no era su día de suerte. Tener a la directora Dolores olisqueando tus
miedos como un cruel sabueso no era nada apetecible. El enfermero asintió
añadiendo con un hilo de voz:
—No
se han equivocado conmigo, señora Dolores. Yo la quiero como a una madre. Para
mí es un placer trabajar aquí, y estas últimas semanas su compañía me está
enriqueciendo a nivel personal y espiritual, puede usted estar segura de que
está en buenas manos. Es una mujer extraordinaria…
—Pues
vaya a buscarla ya, que está empezando a refrescar, haga el favor.
Su
orden más bien parecía un ruego. Mientras Paco y la directora charlaban la
anciana y su acompañante parecían haber acabado de despedirse, puesto que tras
un fugaz abrazo el hombre se alejaba con paso cansino hacia la puerta de
salida. En el exterior le esperaba un joven que a todas luces parecía su chófer
con la portezuela de un BMW de alta gama abierta de par en par. En cuanto hubo
tomado asiento desaparecieron de su vista a toda velocidad. La anciana se había
quedado sentada al pie del enorme sauce, protegiéndose con una pequeña toquilla
negra del rocío que empezaba a invadirlo todo con la llegada de la noche. Paco
se acercó con paso vacilante e inseguro.
—¿Necesita
ayuda, señora? —su voz apenas era un susurro, acaso no fuese a parecerle que su
presencia la fuera a incomodar.
—Sí,
por favor… Estoy agotada. Ayúdeme a llegar hasta la capilla, por favor.
Necesito ver a Mi Señora…
—Por
supuesto, señora, faltaría más…
Cogiéndola
con delicadeza por debajo de un brazo sintió el menguado peso del cuerpo de la
anciana apoyándose sobre uno de sus hombros. Juntos comenzaron a caminar con
paso lento hacia la pequeña capilla. Una pareja de cuervos graznaba desde lo
alto de uno de los enormes cipreses, al parecer enojados por la intromisión de
dos humanos en lo que ellos considerarían su hogar. Paco no pudo evitar un
estremecimiento involuntario, probablemente se había quedado destemplado con el
sereno que ahora invadía todo en forma de tupida niebla.
La
puerta de entrada a la capilla nunca se cerraba con llave. Se trataba de una
impresionante pieza de madera de roble con escenas talladas en relieve representando
diversas escenas del Antiguo Testamento. Quizás la más impresionante de todas
era la que hacía referencia al Juicio Final.
La
idea de un Dios justiciero, capaz de separar a los justos y pecadores a fin de
darles el merecido castigo por sus culpas era posiblemente la más cruel e
intimidatoria que se le podía ocurrir a cualquier cristiano. Era imposible que
alguien estuviese en la capilla a esas horas de la noche (nadie faltaba nunca a
la cena si no era con un motivo justificado y el permiso de la dirección) por
lo que no habría en todo el día un momento con mayor intimidad que ese para
rendirle culto a la Santísima Virgen.
La
tablazón del suelo crujía a cada paso con un quejido lastimero y quebradizo. Al
fondo del pequeño pasillo se encontraba el altar, ricamente decorado con tallas
de madera de diversa procedencia, antiquísimas y valiosas a juzgar por su
apariencia y sus opulentas vestiduras. Presidiendo el altar se encontraba un
Jesucristo custodiado por un ejército de querubines, y justo a sus pies la
venerada imagen de la patrona de Covadonga en su trono rodeada de flores. Paco
condujo a su acompañante hasta un pequeño reclinatorio a los pies de la Virgen
y se retiró un par de pasos prudentemente a fin de dejarle un poco de
intimidad, no sin antes recordarle que le hiciese un gesto cuando quisiera que
la recogiese de nuevo. Una vez acomodada, la anciana pareció entrar en una
especie de éxtasis religioso.
—Bendita
Madre de Dios, te ruego perdones mis pecados. No he sido tan fuerte, madre mía…
no se lo he podido ocultar. Ahora él se ha enfadado. Tenía que hacerlo, Madre,
tenía que hacerlo… No podía ya cargar con esa cruz. Ella es tan buena, tan
inocente... Tenía derecho, madre mía, tenía que contárselo. Algún día me
perdonará.
Al
decir esto su boca se contrajo en una mueca de dolor y empezó a sollozar
acariciando el rosario de cuentas de azabache que le rodeaba las manos. Balbuceando
y entre palabras inconexas comenzó a rezar el rosario:
—Santa
Madre de Dios, ruega por nosotros… por la señal de la Santa Cruz…
Sumergido
de lleno en esa corriente de fe Paco la acompañaba en sus oraciones instintiva,
mecánicamente, recitando esa especie de mantra sagrado que ya creía olvidado. Cuando
rezaron dos rosarios completos la monja le hizo un gesto casi imperceptible con
una mano invitándole a acercarse. Cuando él estaba a su espalda susurró sin
volverse a mirarle:
—Podemos
irnos, Paquito. Ella siempre lo perdona todo. Gracias por acompañarme. Te he
sentido muy cerca de mi alma, tienes un corazón lleno de bondad. He pasado
mucho tiempo sola, y es el momento de recuperar el tiempo perdido. Ayúdame a
subir a mi habitación, por favor, necesito descansar. Ha sido un día con muchas
emociones.
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