lunes, 9 de noviembre de 2015

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 2


Capítulo
2

A
tardecía ya cuando Paquito, el enfermero de sor Apertura se decidió a salir a buscarla al jardín de la lujosa residencia para la tercera edad El Sauce Llorón. Hacía casi dos horas que estaba hablando en voz baja con un señor muy elegante que la había venido a visitar. Paquito cerró los ojos forzando un poco la memoria. El rostro de ese hombre le resultaba vagamente familiar, pero por más que lo intentaba no lograba ponerle nombre.
Estaban sentados en un banco del jardín, a los pies del enorme sauce que daba nombre a la residencia. Era extraño que la dirección del centro les permitiese estar aún allí, porque faltaban diez minutos para las ocho y media, que era la hora exacta a la que se cenaba. Tenía que tratarse de algún personaje importante para que le hubiesen autorizado a estar allí a esas horas.
Empezó a ponerse nervioso, lanzando miradas continuamente a su reloj de pulsera. Todos sus compañeros estaban ya en el comedor con los ancianos que tenían asignados, y no quería que le llamasen la atención en público por llegar tarde con su residente. La directora era una mujer muy estricta en lo referente a los horarios, y él era el más novato de los auxiliares que habían entrado a trabajar.
En esas estaba cuando vio que el hombre se levantaba de la silla con aspecto verdaderamente abatido. La vieja monja parecía también bastante afectada. Se notaba que su encuentro había abierto alguna vieja herida para ambos.
—Todavía no… —la voz de la directora, tan áspera habitualmente dando órdenes, le sacó de su ensimismamiento—. Deles tiempo a despedirse. Hace muchos años que esa mujer se prepara para esta visita.
Paquito asintió en silencio. No pudo evitar sentir cierta lástima por la anciana. Su menudo cuerpo estaba visiblemente doblado, y como un junco roto parecía a punto de quebrarse de un momento a otro. Siempre le había dado la impresión de que soportaba una enorme carga, y en ese preciso instante era evidente que estaba a punto de venirse abajo.
—No se preocupe —musitó—. Iré cuando ella crea conveniente. La directora asintió, añadiendo con un guiño:
—Dicen que es más fácil abandonar a un hombre que abandonar a Dios. ¿Es usted creyente, Paco?
La pregunta de la directora le pilló desprevenido. Siempre había pensado que sí, pero tras llevar varias semanas al cuidado de una mujer tan fervorosa como sor apertura lo cierto era que no lo tenía demasiado claro ya. A veces la acompañaba en sus oraciones, y se emocionaba oyéndola susurrarle con cariño a la imagen de la Virgen de Covadonga, objeto de reverencia permanente en la vida de la anciana. No supo qué responder.
—Supongo que eso es un no.
La voz de la directora transmitía un deje de decepción pese a su intencionado tono neutro.
—No sabría decirle. Soy creyente, pero no practicante. Hace mucho que no voy a misa; pero me he criado en un ambiente católico.
Parecía la pregunta de un examen, y Paco sabía que cuando la directora Dolores Menguada pasaba a alguien por su microscopio moral normalmente tenía los días contados en la residencia. Todos sabían que el centro estaba financiado por las donaciones generosas y desinteresadas de un selecto grupo de empresarios vinculados al Opus Dei. La respuesta pareció suavizarla un poco.
—Espero no haberme equivocado con usted, Paco —su voz sonaba más amistosa—. Esa mujer ha sufrido mucho en esta vida, créame.
A ninguno de los que allí trabajaban se les había escapado que el centro era una especie de retiro espiritual para la élite religiosa; pero jamás su directora había dado muestras de afecto personal hacia ninguno de los residentes. Parecía que hoy no era su día de suerte. Tener a la directora Dolores olisqueando tus miedos como un cruel sabueso no era nada apetecible. El enfermero asintió añadiendo con un hilo de voz:
—No se han equivocado conmigo, señora Dolores. Yo la quiero como a una madre. Para mí es un placer trabajar aquí, y estas últimas semanas su compañía me está enriqueciendo a nivel personal y espiritual, puede usted estar segura de que está en buenas manos. Es una mujer extraordinaria…
—Pues vaya a buscarla ya, que está empezando a refrescar, haga el favor.
Su orden más bien parecía un ruego. Mientras Paco y la directora charlaban la anciana y su acompañante parecían haber acabado de despedirse, puesto que tras un fugaz abrazo el hombre se alejaba con paso cansino hacia la puerta de salida. En el exterior le esperaba un joven que a todas luces parecía su chófer con la portezuela de un BMW de alta gama abierta de par en par. En cuanto hubo tomado asiento desaparecieron de su vista a toda velocidad. La anciana se había quedado sentada al pie del enorme sauce, protegiéndose con una pequeña toquilla negra del rocío que empezaba a invadirlo todo con la llegada de la noche. Paco se acercó con paso vacilante e inseguro.
—¿Necesita ayuda, señora? —su voz apenas era un susurro, acaso no fuese a parecerle que su presencia la fuera a incomodar.
—Sí, por favor… Estoy agotada. Ayúdeme a llegar hasta la capilla, por favor. Necesito ver a Mi Señora…
—Por supuesto, señora, faltaría más…
Cogiéndola con delicadeza por debajo de un brazo sintió el menguado peso del cuerpo de la anciana apoyándose sobre uno de sus hombros. Juntos comenzaron a caminar con paso lento hacia la pequeña capilla. Una pareja de cuervos graznaba desde lo alto de uno de los enormes cipreses, al parecer enojados por la intromisión de dos humanos en lo que ellos considerarían su hogar. Paco no pudo evitar un estremecimiento involuntario, probablemente se había quedado destemplado con el sereno que ahora invadía todo en forma de tupida niebla.
La puerta de entrada a la capilla nunca se cerraba con llave. Se trataba de una impresionante pieza de madera de roble con escenas talladas en relieve representando diversas escenas del Antiguo Testamento. Quizás la más impresionante de todas era la que hacía referencia al Juicio Final.
La idea de un Dios justiciero, capaz de separar a los justos y pecadores a fin de darles el merecido castigo por sus culpas era posiblemente la más cruel e intimidatoria que se le podía ocurrir a cualquier cristiano. Era imposible que alguien estuviese en la capilla a esas horas de la noche (nadie faltaba nunca a la cena si no era con un motivo justificado y el permiso de la dirección) por lo que no habría en todo el día un momento con mayor intimidad que ese para rendirle culto a la Santísima Virgen.
La tablazón del suelo crujía a cada paso con un quejido lastimero y quebradizo. Al fondo del pequeño pasillo se encontraba el altar, ricamente decorado con tallas de madera de diversa procedencia, antiquísimas y valiosas a juzgar por su apariencia y sus opulentas vestiduras. Presidiendo el altar se encontraba un Jesucristo custodiado por un ejército de querubines, y justo a sus pies la venerada imagen de la patrona de Covadonga en su trono rodeada de flores. Paco condujo a su acompañante hasta un pequeño reclinatorio a los pies de la Virgen y se retiró un par de pasos prudentemente a fin de dejarle un poco de intimidad, no sin antes recordarle que le hiciese un gesto cuando quisiera que la recogiese de nuevo. Una vez acomodada, la anciana pareció entrar en una especie de éxtasis religioso.
—Bendita Madre de Dios, te ruego perdones mis pecados. No he sido tan fuerte, madre mía… no se lo he podido ocultar. Ahora él se ha enfadado. Tenía que hacerlo, Madre, tenía que hacerlo… No podía ya cargar con esa cruz. Ella es tan buena, tan inocente... Tenía derecho, madre mía, tenía que contárselo. Algún día me perdonará.
Al decir esto su boca se contrajo en una mueca de dolor y empezó a sollozar acariciando el rosario de cuentas de azabache que le rodeaba las manos. Balbuceando y entre palabras inconexas comenzó a rezar el rosario:
—Santa Madre de Dios, ruega por nosotros… por la señal de la Santa Cruz…
Sumergido de lleno en esa corriente de fe Paco la acompañaba en sus oraciones instintiva, mecánicamente, recitando esa especie de mantra sagrado que ya creía olvidado. Cuando rezaron dos rosarios completos la monja le hizo un gesto casi imperceptible con una mano invitándole a acercarse. Cuando él estaba a su espalda susurró sin volverse a mirarle:
—Podemos irnos, Paquito. Ella siempre lo perdona todo. Gracias por acompañarme. Te he sentido muy cerca de mi alma, tienes un corazón lleno de bondad. He pasado mucho tiempo sola, y es el momento de recuperar el tiempo perdido. Ayúdame a subir a mi habitación, por favor, necesito descansar. Ha sido un día con muchas emociones.



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