domingo, 8 de noviembre de 2015

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 1



Capítulo
1

Pamplona, 27 de mayo de 2011

Querido Ernesto:
Sé que a estas alturas ya te habrás dado cuenta de mi huida desesperada, de la razón de mis silencios, del vacío en mi mirada… En mi loco desvarío he creído estar enamorada, he fingido que veía por tus ojos, que había fuego en tus palabras… Nada de eso era cierto, estaba confundida por tus promesas, por la libertad que siempre me ofrecían tus labios. Antes de que empieces a odiarme por mi fuga repentina quiero que entiendas que el amor solo tiene una palabra, una forma de ser vivido, y yo había empeñado mi vida en tu sola complacencia. No es justo ponerle límites al corazón; y tú me tenías encarcelada.
Necesito que entiendas que solo desde la distancia podrás ser consciente de que he sido tuya en cuerpo y alma, porque no en vano te he amado tanto y en tan poco, sacrificando todo cuanto tenía. Quizás ahora estés confuso y no entiendas nada, pero estoy segura de que con el paso de los días agradecerás mi partida y volverá el orden a nuestras vidas. En este momento estoy viajando. No te diré hacia dónde ni hasta cuándo, porque necesito soledad para recordarte y poner a prueba tu recuerdo.
Siempre tuya
Penélope
Con esta carta empezaba todo. En esta nota de despedida comenzaba uno de mis nuevos viajes. Mi nombre es Balagar. Balagar Fartón. Soy investigador privado.
Hay ocasiones en la vida en las que un pequeño suceso, en principio intrascendente, desata un huracán de consecuencias imprevisibles. Suele ocurrir de la manera más inocente, atrapándote poco a poco hasta adueñarse por completo de tu vida. Recuerdo que todo empezó un lunes, de fecha 30 de mayo.
Había amanecido despejado. Después de tres semanas de llovizna continua parecía que el cielo al fin se había quedado exhausto. Un espléndido y madrugador sol primaveral se afanaba en proclamar a los cuatro vientos una efímera soberanía. Era uno de esos días en los que nada amenazaba una calculada y reconfortante rutina diaria: despertador zumbando a las siete de la mañana, ducha rápida, café solo bien cargado y ojeada rápida a la prensa diaria en el café de la esquina. Siempre he sido un hombre de rutinas; y eso lo sabía muy bien Chucho, el dueño de la pequeña cafetería en la que diariamente pasaba mis periodos de transición entre noche y día.
Chucho me conocía desde que éramos críos, y se encargaba de tener siempre el periódico del día al lado de una humeante taza de café doble con cuatro sobres de azúcar. El azúcar es uno de los pequeños placeres a los que yo nunca renunciaría por nada del mundo. Esa mañana recuerdo que Chucho estaba exultante de alegría, como si la llegada del buen tiempo hubiese afectado a su reloj vital, llenándole de una desbordante energía. Tenía el mostrador recién fregado; y se movía de una mesa a otra sirviendo a los clientes más madrugadores con la eficiencia y la rapidez habitual, fruto de toda una vida dedicado a satisfacer a los demás. Me saludó con una leve inclinación de la cabeza.
—Buenos días, Chuchi…
Su nombre real era Carlos, pero todos le conocíamos por Chucho porque había heredado de su progenitor unos rasgos de marcada apariencia perruna. A su padre le conocían como “Mastín”, pero parece ser que al casarse con una mujer de dudosa honradez moral las malas lenguas habían descastado a su vástago a la categoría de Chucho. Siempre me había parecido una crueldad, pero como todo el mundo le llamaba así yo no iba a ser una excepción.
—Buenos días, Balagar… Buenos de verdad… —añadió con una sonrisa cargada de sinceridad asomando a su canino rostro—. Ya iba siendo hora de que parase de llover de una vez. Llevo dos semanas con los críos en casa sin ir al parque, y ya están que no hay quién los aguante…
Carlos tenía dos niños de tres años, gemelos, que eran su adoración. Nada ni nadie hacía que le brillasen los ojos con esa intensidad como sus dos hijos. Por una de esas extrañas paradojas de la vida le habían salido pelirrojos, y más de uno había hecho el famoso chiste del butanero a sus espaldas. Fuera como fuese estos no podían negar su ascendencia, porque “sus cachorrillos”, como él les hacía llamar bien podrían pasar por Setter irlandeses de no ser por su aguda inteligencia. Eran capaces de decirte de memoria las alineaciones del Real Oviedo de las últimas tres temporadas a pesar de su corta edad.
—¿Trae algo que merezca la pena hoy La Nueva España?
—Que va… lo de siempre… El partido del Barça-Madrid de anoche en portada con el Cristiano Ronaldo mirando pa´l suelo y lo de la chavala esa que desapareció la semana pasada. Dicen que no la secuestraron, que se fugó de casa o algo así…
Chucho tenía la extraña capacidad de restar importancia a las cosas por naturaleza. La noticia más importante del siglo puesta en su boca quedaba desprovista de misterio. Todavía recordaba la mañana de un once de septiembre de hacía varios años cuando me había espetado un “estos árabes están todos medio chiflaos… ¡pues no se les ocurre estampar un avión contra un rascacielos! Están locos de atar, Balagar, lo que yo te diga… cualquier día cruzan El Estrecho y se nos plantan en la mismísima basílica de Covadonga. Pues bien sabe Dios que a mí no me ponen mirando pa´la Meca ni un millón de moros. Antes tienen que matarme, Balagar, fíjate lo que te digo…”.
Chucho tenía la virtud de llamar a las cosas siempre por su nombre. Aunque su ideología política rayaba la derecha más extrema —en su dormitorio siempre se jactaba de tener  colgado un retrato del Generalísimo—, tenía empleado en su local a un joven romaní pese a no necesitar su ayuda para nada. Cuando se le preguntaba el motivo de tal sinrazón él siempre respondía que después de tantos años de hurtos había llegado a la conclusión de que le salía más rentable pagarle para que no le robase. Así debía de ser; y ambos, empleado y empleador habían llegado a desarrollar una especie de simbiosis que se traducía en una forma de trabajar silenciosa y eficiente.
Para mi amigo Chucho los ideales y prejuicios dejaban de tener sentido en el preciso instante en el que probabas una taza del exquisito café que preparaba su pupilo. Teniendo como tenía un negocio de hostelería era consciente de que a sus clientes lo que más les interesaba era el café que allí se servía, no sus ideales.
—Acércame el periódico, por favor… Me interesa lo de la chica desaparecida.
Esos últimos días todos los periódicos locales se hacían eco de una noticia en principio intrascendente, pero que estaba llamada a ser un bombazo: había desaparecido la novia de un empresario muy conocido en la zona. No decían su nombre pero todos los que vivíamos de la información sabíamos sobradamente de quien se trataba. Su nombre era Penélope Saavedra, y estaba prometida a Ernesto Zaldumbia. Él era el propietario de varios discobares en el casco antiguo de Oviedo y de dos de los prostíbulos más grandes de Asturias.
En los mentideros locales se afirmaba que la chica podría haber sido raptada; y no parecía muy extraño, dado que en los locales de su prometido se mercadeaba con infinidad de géneros, muchas de las veces ilegalmente. A mí personalmente me traía sin cuidado a lo que se dedicase cada uno. Todos los personajes influyentes que había conocido en mi vida guardaban algún secreto turbio y oscuro. Ernesto no habría de ser una excepción.
En un principio la noticia no tenía ninguna trascendencia; no era la primera chica que desaparecía en una escapada loca; pero la historia se complicaba desde el mismo momento en el que la novia de ese hombre de negocios era la hija de un político de primer nivel. Penélope era la hija de Adolfo Saavedra, un político emergente en ese momento a nivel nacional. Funcionario de alta dirección se había ocupado hasta el momento de una jefatura en el Ministerio de asuntos Exteriores en Sudamérica con notable acierto, al parecer; pero la filtración de unos posibles sobornos le habían hecho dimitir. Todo indicaba que su ambición le hacía soñar con la creación de su propio partido político, ambición que se había visto refrendada en las últimas elecciones autonómicas. Era innegable que Adolfo Saavedra poseía las conexiones y los apoyos necesarios para poder llegar a convertir su partido en punto de referencia con el tiempo, colocando peligrosamente a su hija Penélope en el punto de mira de diversos colectivos opuestos a su visión política de la vida.
La desaparición de su hija en un momento tan delicado para él había levantado mucho revuelo; y las especulaciones más conspiratorias fantaseaban con la posibilidad de que la hubiesen secuestrado algunos oscuros personajes sudamericanos como moneda de cambio.
Ojeé con avidez el periódico; pero no aportaba ninguna información interesante. Se hacía eco de las conjeturas del entorno de la chica, rumores de que había llamado a su familia, que se encontraba bien, que había decidido irse de viaje… El misterio de su secuestro se venía abajo como un castillo de naipes. Miré mi reloj. Eran casi las ocho de la mañana. La hora de pasar por mi despacho.
Me gustaba llamar “mi despacho” a la pequeña oficina que había alquilado en pleno centro, en la bulliciosa calle Uría. Hasta unos pocos meses antes estaba ocupado por una prestigiosa inmobiliaria, pero el desplome del sector de la construcción de los últimos años había llevado a la quiebra a infinidad de negocios y esto nos había permitido a muchos autónomos alquilar en sitios de precios prohibitivos hasta entonces.
Estaba orgulloso de mi despacho, con esa placa de bronce en la fachada del edificio: “Balagar Investigaciones”. No es que me diera para derroches, pero me permitía vivir con desahogo y concederme algún que otro capricho.
Llevaba un par de días sin trabajo. Siempre me había ido bien con los encargos de fraudes de bajas laborales, porque eran los más sencillos y los que más beneficios me reportaban; pero estos habían descendido en picado. La gente no se arriesgaba a jugársela con la tasa de paro que estábamos soportando; así que entretanto yo me las arreglaba con algún que otro encargo sobre maridos infieles, fraudes al seguro y cosas intrascendentes.
Decidí que solamente pasaría por el despacho a recoger el correo. No tenía demasiadas ganas de trabajar. El fin de semana con Edurne había resultado agotador. Si por un casual llegaba algún cliente madrugador le atendería en el momento, porque no estaban las cosas para relajarse precisamente; pero fuera lo que fuese esperaría hasta mañana. Necesitaba dormir y descansar un poco. Dejé encima de la mesa el euro veinte de mi café —siempre le dejaba veinte céntimos de propina al joven camarero de Chucho— y me encaminé a la puerta con desgana. Chucho canturreaba y silbaba como un desgarbado ruiseñor, recogiendo y sirviendo, limpiando y manchando. Aproveché que pasaba a mi lado para despedirme de él.
—Bueno, Chuchi… el deber me llama. Voy a ver si hoy me surge algo.
—Vale, amigo. ¿Vas a venir hoy a comer aquí?
—Sí, creo que si… ”lo de siempre”… —añadí despreocupadamente.
Ambos sabíamos que “lo de siempre” era el plato combinado de la casa: patatas fritas con bistec de ternera y vino peleón. Siempre bromeábamos sobre la calidad de su menú; así que añadí con sorna:
—Mira a ver si hoy no te vuelve a engañar Tony el carnicero, porque últimamente…
—Tendrás queja tú, que siempre te pongo la mejor chuleta… Anda, no me pongas de mal humor tan temprano, sinvergüenza… A ver si piensas que esto es El Bulli, no te digo… El día menos pensado me harto y te vas a comer al burguer de la esquina, o a uno de esos turcos que tanto te gustan…
Reprimí una sonrisa. La semana pasada había estado investigando un caso de intoxicación en uno de esos kebab que proliferaban en la zona de la movida últimamente. Cinco chicos jóvenes habían sido ingresados por una gastroenteritis aguda en una misma noche y ahora mismo el local estaba precintado por Sanidad. Ese era uno de mis últimos triunfos, y el muy tunante me lo restregaba por la cara con su agudeza habitual. No me quise dar por enterado.
—Hala, que te vaya bien, cascarrabias… Te llamo si me surge algo y al final no vengo.
—Buena cacería, “fisgón”.
Chucho tenía la acertada teoría de que mi trabajo se resumía en acosar a las personas hasta descubrir sus más oscuros secretos. Razón no le faltaba; pero yo no lo hacía por morbo; ni para satisfacer ningún tipo de depravado y convulso instinto de depredación, como él afirmaba. Yo lo hacía por pura necesidad; y no se me daba del todo mal. Había sido entrenado para ello. Nunca había hecho otra cosa.
Al salir del café el sol me azotó de lleno en pleno rostro. Fue como una bofetada para mis sentidos. Me quedé aturdido, entornando los ojos en una diminuta rendija. No veía mi coche, y estaba seguro de haberlo aparcado justo a la puerta de la cafetería. ¡Maldito sol! —pensé.
Cuando me adapté a la claridad me di cuenta de que mi Seat Ibiza Cupra no estaba donde yo lo había dejado. Otra vez más los diligentes operarios de la grúa municipal se habían encargado de aparcarme el coche en el depósito. Con esa ya eran tres veces en las últimas semanas; pero esa sería la última vez, de eso me encargaría personalmente.
Sabía sobradamente a quien le debía ese “favor”. A finales de enero había recibido el encargo de una señora que temía ser víctima de una infidelidad. Su marido tenía una amante, ciertamente; pero una amante demasiado exigente y esclavizadora. El adúltero desgraciado resultó ser un ludópata que se gastaba más de lo que ingresaba en las tragaperras. Yo estaba sufriendo en mis carnes la venganza de un funcionario de la Policía Local agraviado. Estaba seguro de que en el boletín de denuncia aparecería el número de placa del Sr. Gaspar Toseco. Tendría que subir andando a mi despacho. El día prometía emociones.
Tragándome la furia arranqué en dirección a la calle Uría. El camino más corto pasaba por atravesar el parque San Francisco de lado a lado. Nunca viene mal un poco de ejercicio, pero el hecho de saberme víctima de un nuevo abuso no contribuía demasiado a consolarme. Volví a hacerme la promesa eternamente incumplida de cuidar mi desatendida forma física en cuanto empecé a sudar. Esa tarde empezaría a salir a correr otra vez por la conocida como “ruta del colesterol”. A pesar de lo corto del trayecto —me llevó poco más de diez minutos—, llegué jadeante al portal de mi oficina.
El portero me saludó con un seco movimiento de cabeza. Yo le llamaba “El Vinagre”. Era de ese tipo de personas que guardaban sus sonrisas para los más pudientes. Obviamente yo no estaba entre los merecedores de ellas; y él no se molestaba en disimularlo demasiado. Como solamente tenía que subir al primero decidí que esta mañana iba a hacerlo por las escaleras. Ya metidos en gastos…
Abrí el pequeño buzón de correos del portal y a la colección habitual de facturas (alquiler, luz, habitaciones de motel, hoteles…) acompañaba un sobre sin destinatario ni remite. Supuse que se trataría de propaganda. Nada de interés. Subí los peldaños de la escaleras de dos en dos, reconfortado con la idea de que por una vez estaba consumiendo más calorías de las que ingería. Me hizo gracia pensar que a esas alturas de mi vida, recién cumplidos los 32 años, empezasen a instalarse en mi cerebro estereotipos tan típicamente femeninos. Nunca se me había pasado por la cabeza que los alimentos se pudieran medir por calorías, y mucho menos que a nadie se le hubiese ocurrido contarlas.
Cuando llegué a la puerta de la oficina me extrañó encontrarla cerrada con llave. Ya eran las ocho y veinte de la mañana y Balbina debería haber llegado hacía tiempo ya. Balbina era lo más parecido a una secretaria que yo podía permitirme. Nos conocíamos desde hacía muchos años y había sido mi confidente en el pasado. En su accidentada hoja laboral había sido conocida como “La fulana Torres”, y se había hecho con el abnegado prestigio de ser reconocida como uno de los travestis con más éxito en la zona del Campillín. A sus casi cincuenta años luchaba por sacar adelante su identidad como mujer, y mi amistad personal con un comisario de policía le había permitido sacarse el DNI como “Balbina Torres Mairena”.
Sus conocimientos sobre los bajos mundos eran de un valor incalculable, y es que no en vano había vivido tres décadas en ese ambiente. No había camello, yonqui, proxeneta o prostituta que trabajase en la zona sur de Oviedo que ella no conociese. Eso era extensible a toda la miríada de parásitos que se alimentaban de la noche: carteristas, butroneros, palanqueros, contrabandistas… No cabía duda. Balbina era una joya para mi negocio.
El teléfono de la oficina estaba sonando. Corrí para contestar pero cuando atrapé el auricular ya habían colgado. Maldije para mis adentros. ¿Por qué siempre se tenía que cortar la llamada justo cuando descolgabas? Para colmo de males el número de la persona que había llamado no aparecía en la memoria: “Número privado”. Malditas centralitas.
¿Dónde estaría Balbina? —pensé un poco preocupado.
No era propio de ella retrasarse. En fin… un cliente menos…
Suspirando desilusionado encendí las luces de la oficina y me senté en mi sillón. Si ese cliente madrugador se decidía a volver a llamar ahí estaría yo esperándole. No estaba dispuesto a dejarle escapar.
Eso me recordó que aún no había revisado el correo. Siempre me ponía de mal humor cuando llegaban las facturas porque me recordaban la fragilidad de mi negocio. Para mí siempre era final de mes, y era una corbata demasiado incómoda saber que cualquier imprevisto me ponía contra las cuerdas. Estaba a punto de abrir una muy prometedora con el membrete del Ministerio de Hacienda cuando sentí que algo se movía a la altura de mi entrepierna. Sobresaltado me puse en pie recordando que esa mañana no me había acordado de ponerle el volumen al teléfono móvil. Siempre lo dejaba en modo silencio al acostarme.
—¿Dígame?
—Santo cielo, jefe… Pensé que te había pasado algo… —la inconfundible voz de mi fiel Balbi desprendía un nerviosismo inusual.
—¿Por qué me iba a pasar nada? Ya sabes que soy mayorcito y sé cuidarme solo. ¿Algún problema? Estoy en la oficina y aún no has llegado… ¿Ocurre algo?
—Nada importante, jefe… Te he llamado al móvil a primera hora de la mañana, pero no me contestabas… ya estaba preocupada…
El móvil era mi herramienta de trabajo, y Balbina era consciente de que si no atendía al móvil algo ocurría, no era propio de mí desatender mis llamadas.
—Es que me he venido andando al trabajo. Tenía el móvil en silencio y no me he enterado hasta ahora de que sonaba…
—¿Otra vez el Sr. Toseco? —su carcajada volvió a recordarme que ese día sin falta tenía que poner las cosas en su sitio con el Sr. Toseco, no se iba a aprovechar más de mí.
—Sí, otra vez ese capullo. En fin… ¿Tenemos algo?
—Eso quería yo decirte, jefe… El viernes a última hora surgió un caso que promete bastante. Hoy no he ido por la oficina porque estoy en el Registro de la Propiedad haciendo unas averiguaciones. Creo que luego tendré que pasarme por el Registro Mercantil. ¿Quedamos a eso de las doce delante del ayuntamiento? —su voz denotaba una emoción inusual en ella, nunca solía tomarse ninguna investigación demasiado en serio.
—OK, OK… a las doce.
Algo extraordinario debía de haber sucedido para que Balbi se dedicase a hacer investigaciones por su cuenta. Mucho más sin consultármelo a mí siquiera. Me sentí un poco furioso con ella por tenerme al margen, porque a fin de cuentas yo era su jefe, pero decidí darle un voto de confianza. Nunca me había fallado. Esta vez no sería una excepción. Aprovecharía esa furia para dar otro paseo hasta el depósito de la grúa municipal. Estaba visto que ese día tocaba hacer ejercicio. Menos mal que había dejado de llover. Revisé el contestador automático solo para cerciorarme de que no había ninguna llamada y cerré con llave la puerta de la oficina.
Me llevó más de media hora subir hasta el depósito de la grúa. Hacía unos pocos meses que lo habían trasladado desde el mismo centro de la ciudad hasta las afueras, lo que hacía las delicias de los taxistas locales, que se hartaban a carreras continuamente con víctimas como yo. El servicio de grúa era el único de los servicios municipales en el que las bajas laborales eran cubiertas de inmediato, convertido de una manera despiadada en una de las principales fuentes de ingresos del ayuntamiento. Las cinco grúas trabajaban día y noche, a destajo, para desesperación de unos y regocijo de otros.
—Buenos días, señor agente.
Conocía sobradamente al funcionario de la garita de la entrada. Aparte de haber sido compañeros de instituto le veía con más frecuencia de la que a mí me gustaría, pero nunca recordaba su nombre. Yo le recordaba por el mote que tenía en el instituto; “El Conejo”, pero no era cuestión de liarla aún más. Puse mi mejor sonrisa; tratando de parecer un ciudadano apacible y colaborador.
—Hola, Balagar… ¿otra vez por aquí?
Sus dientes de conejo chirriaron un poco al reírse con una mueca que era a la vez burla y un poco de compasión. Reprimí una obscenidad a duras penas.
—Ya ves, macho… Ese cabrón me la tiene jurada. No gano para multas y enganches…
—Si aparcases “como Dios manda” no tendrías estos problemas…
Tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no abalanzarme sobre él. La verdad es que no podrían haber encontrado mejor marioneta para el guiñol que era ir al depósito de la grúa. Acomplejado desde niño “El Señor Conejo” se crecía amparándose en las leyes y en su puesto de funcionario. Recordé la razón de ser de esos cristales blindados que casi me impedían verle de lo gruesos que eran. Seguro que más de un contribuyente furioso había intentado desquitarse por las manos. Deseché esa idea tan violenta, compadeciéndome del dentudo gazapo que tan seguro habría de sentirse allí sentado. Mis métodos siempre eran más sutiles (y efectivos, de eso no cabía ninguna duda).
—No me jodas tú también… —añadí, elevando la voz un tanto escandalizado—. Los dos sabemos perfectamente que ese miserable me lo engancha hasta cuando aparco bien. Pero ya lo arreglaremos. A todo cerdo le llega su San Martín…
—Bueno, venga… —añadió sonriendo para restarle importancia a mi último comentario—. ¿Traes el DNI?
—Que va… tenía la cartera con toda la documentación dentro del coche. Tenéis que abrirme para sacarla. ¿Me haces el favor?
Don Conejo pareció relajarse, y pulsó uno de los botones de la consola informatizada. La verja metálica se abrió con un chasquido, y yo aproveché para colarme, no fuese a ser que se arrepintiese de dejarme pasar. Un chico joven se apresuró a venirme al encuentro, acompañándome con celo hasta mi coche. Lo revisé bien. La última vez que me lo habían enganchado le habían dejado unos buenos rayonazos de recuerdo. Todo parecía en orden. Bajo la atenta y desconfiada mirada del novato recogí todo lo que necesitaba y volví a la garita. Ya había otras dos personas esperando para pagar, así que tuve que hacer cola y esperar.
Cuando llegó mi turno Don Conejo estaba exultante, saboreando su momento de gloria. Tras comprobar la identidad del denunciante y firmar el papeleo de turno llegó el momento de mi desquite. Con la voz más neutra que pude adoptar le pregunté si sería posible que me facilitase una historia compulsada de mis últimos enganches. La propuesta no le agradó demasiado; y así me lo hizo saber cuando le pedí que hiciera constar expresamente el número de placa del agente sancionador, el lugar y hora de denuncia y todos esos formalismos.
Habituado como estaba a pelear con ciudadanos enfurecidos decidió en un principio plantar batalla valientemente; pero en cuanto amenacé con denunciarle arrugó su diminuta naricilla de roedor atemorizado. Entendí que había tocado un punto débil; y continué presionándole hasta que Don Conejo decidió dejar a un lado sus reparos iniciales. La lealtad y el compromiso gremial entre compañeros siempre tiene un límite. Ya tenía al Sr. Toseco donde yo quería.
Una vez en mi coche me sentí liberado. Mi pequeño utilitario me permitía liberar adrenalina cuando quería. Eso iba a hacer; infringir unas cuantas leyes de tráfico poniendo al límite sus 180 caballos de potencia. Inserté un CD de AC DC y giré la llave de contacto. Tenía que hacer un par de visitas a clientes retrasados en sus pagos. No solía trabajar si no era por adelantado, pero a veces hacía excepciones, y esas excepciones me restaban liquidez.
Eran casi las doce del mediodía cuando salía del parking de La Escandalera. La mañana se me había pasado volando. Había disfrutado quemando gasolina por las carreteras secundarias, y con un poco de suerte ningún radar me habría retratado.
Era el momento de ir a saludar al comisario jefe Medallas. Habíamos desayunado muchas veces juntos cuando él solamente era un policía mojigato. Su buen hacer y sus amistades con diversas personalidades políticas le habían aupado a un puesto de responsabilidad en un tiempo récord. Nos debíamos favores mutuamente, y yo estaba dispuesto a cobrarme uno en ese mismo momento.
En la garita de entrada de la comisaría estaban dos chicos jóvenes; que se limitaron a recordarme que sin cita previa D. José Manuel Medallas no solía recibir; pero en cuanto le dieron el aviso me hizo pasar. Una vez en su despacho no se anduvo con rodeos. Ese era su estilo: directo al grano, sin prolegómenos.
—¿Qué te trae por aquí?
Sus ojeras me indicaron que no era el mejor día para ir a visitarle ni seguramente el mejor de los momentos, pero no había vuelta atrás, ya estaba allí y no podría irme sin haber resuelto mis problemas con el Sr. Toseco.
—Nada importante, amigo… ¿Tienes un par de minutos?
—Miedo me das, Balagar… Cada vez que me propones algo me pongo a temblar.
Lo dijo mientras me miraba con unos ojos tan inexpresivos que me desconcertó un poco. Nunca le había visto tan desquiciado. Desvió la mirada hacia un montón de carpetas amontonadas en su escritorio y abrió la primera de ellas.
—Dime lo que necesitas esta vez, sinvergüenza… —un suspiro de resignación se escapó de entre sus amarillentos dientes de fumador.
—No es nada, Medallas... Es solo una reclamación como ciudadano indignado con el sistema.
—Coño; pues vete al Defensor del Pueblo… ¿Yo qué quieres que te haga? Tengo mucho trabajo pendiente. Desde que empezaron los asaltos a los chalets de lujo me tienen pillado por las pelotas los ricachones esos. Necesito avances, y estoy en punto muerto; no tengo tiempo para perder en pijadas… —el buen Medallas siempre tan conciso—.¿Ves todas estas montañas de papeles? Basura, todo basura… Dime lo que me traes, no me hagas perder el tiempo, por favor… —se le notaba agobiado de veras, así que no me anduve con rodeos.
—Verás, José… En esta carpeta te dejo seis boletines de denuncia de un compañero tuyo que me está poniendo de muy mala leche. Me está acosando porque le destapé una ludopatía galopante. En cuatro de las denuncias aporto fotos en las que se ve mi coche bien aparcado. Sobra decir que las denuncias son falsas. No quiero hacerlo público; pero no me va a quedar otro remedio. Tú sabrás qué hacer con esto…
—No te preocupes, ya lo he pillado… creo que ese señor había solicitado hace un par de semanas una baja por estrés. Solo hay que agilizar un poco el papeleo.
Me guiñó el ojo con un marcado gesto teatral que me hizo estallar en una carcajada. Aun con el despacho atestado de problemas el buen Medallas siempre sabía hacer fácil lo difícil. Podría haber sido un político de primer nivel, de eso no cabía duda…
—¡Qué fácil es llevarse bien, amigo Medallas! —parecía que al fin el día empezaba a darme alguna alegría—. Llámame un día de estos y comemos juntos, que voy a ver si me entero de lo de los chalets…
Como bien decía mi abuela: “favor con favor se paga” y el bueno de Medallas siempre me había demostrado que era una apuesta segura.








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