Capítulo
1
Pamplona, 27 de mayo de 2011
Querido Ernesto:
Sé que a estas alturas ya te habrás
dado cuenta de mi huida desesperada, de la razón de mis silencios, del vacío en
mi mirada… En mi loco desvarío he creído estar enamorada, he fingido que veía
por tus ojos, que había fuego en tus palabras… Nada de eso era cierto, estaba
confundida por tus promesas, por la libertad que siempre me ofrecían tus
labios. Antes de que empieces a odiarme por mi fuga repentina quiero que
entiendas que el amor solo tiene una palabra, una forma de ser vivido, y yo
había empeñado mi vida en tu sola complacencia. No es justo ponerle límites al
corazón; y tú me tenías encarcelada.
Necesito que entiendas que solo desde
la distancia podrás ser consciente de que he sido tuya en cuerpo y alma, porque
no en vano te he amado tanto y en tan poco, sacrificando todo cuanto tenía.
Quizás ahora estés confuso y no entiendas nada, pero estoy segura de que con el
paso de los días agradecerás mi partida y volverá el orden a nuestras vidas. En
este momento estoy viajando. No te diré hacia dónde ni hasta cuándo, porque
necesito soledad para recordarte y poner a prueba tu recuerdo.
Siempre tuya
Penélope
Con
esta carta empezaba todo. En esta nota de despedida comenzaba uno de mis nuevos
viajes. Mi nombre es Balagar. Balagar Fartón. Soy investigador privado.
Hay
ocasiones en la vida en las que un pequeño suceso, en principio intrascendente,
desata un huracán de consecuencias imprevisibles. Suele ocurrir de la manera
más inocente, atrapándote poco a poco hasta adueñarse por completo de tu vida.
Recuerdo que todo empezó un lunes, de fecha 30 de mayo.
Había
amanecido despejado. Después de tres semanas de llovizna continua parecía que
el cielo al fin se había quedado exhausto. Un espléndido y madrugador sol
primaveral se afanaba en proclamar a los cuatro vientos una efímera soberanía.
Era uno de esos días en los que nada amenazaba una calculada y reconfortante
rutina diaria: despertador zumbando a las siete de la mañana, ducha rápida,
café solo bien cargado y ojeada rápida a la prensa diaria en el café de la
esquina. Siempre he sido un hombre de rutinas; y eso lo sabía muy bien Chucho, el dueño de la pequeña cafetería
en la que diariamente pasaba mis periodos de transición entre noche y día.
Chucho me conocía desde que éramos
críos, y se encargaba de tener siempre el periódico del día al lado de una
humeante taza de café doble con cuatro sobres de azúcar. El azúcar es uno de
los pequeños placeres a los que yo nunca renunciaría por nada del mundo. Esa
mañana recuerdo que Chucho estaba
exultante de alegría, como si la llegada del buen tiempo hubiese afectado a su
reloj vital, llenándole de una desbordante energía. Tenía el mostrador recién
fregado; y se movía de una mesa a otra sirviendo a los clientes más
madrugadores con la eficiencia y la rapidez habitual, fruto de toda una vida
dedicado a satisfacer a los demás. Me saludó con una leve inclinación de la
cabeza.
—Buenos
días, Chuchi…
Su
nombre real era Carlos, pero todos le conocíamos por Chucho porque había heredado de su progenitor unos rasgos de
marcada apariencia perruna. A su padre le conocían como “Mastín”, pero parece ser que al casarse con una mujer de dudosa
honradez moral las malas lenguas habían descastado a su vástago a la categoría
de Chucho. Siempre me había parecido
una crueldad, pero como todo el mundo le llamaba así yo no iba a ser una excepción.
—Buenos
días, Balagar… Buenos de verdad… —añadió con una sonrisa cargada de sinceridad
asomando a su canino rostro—. Ya iba siendo hora de que parase de llover de una
vez. Llevo dos semanas con los críos en casa sin ir al parque, y ya están que no
hay quién los aguante…
Carlos
tenía dos niños de tres años, gemelos, que eran su adoración. Nada ni nadie
hacía que le brillasen los ojos con esa intensidad como sus dos hijos. Por una
de esas extrañas paradojas de la vida le habían salido pelirrojos, y más de uno
había hecho el famoso chiste del butanero a sus espaldas. Fuera como fuese
estos no podían negar su ascendencia, porque “sus cachorrillos”, como él les
hacía llamar bien podrían pasar por Setter irlandeses de no ser por su aguda
inteligencia. Eran capaces de decirte de memoria las alineaciones del Real
Oviedo de las últimas tres temporadas a pesar de su corta edad.
—¿Trae
algo que merezca la pena hoy La Nueva
España?
—Que
va… lo de siempre… El partido del Barça-Madrid de anoche en portada con el
Cristiano Ronaldo mirando pa´l suelo y lo de la chavala esa que desapareció la
semana pasada. Dicen que no la secuestraron, que se fugó de casa o algo así…
Chucho tenía la extraña capacidad de
restar importancia a las cosas por naturaleza. La noticia más importante del
siglo puesta en su boca quedaba desprovista de misterio. Todavía recordaba la
mañana de un once de septiembre de hacía varios años cuando me había espetado
un “estos árabes están todos medio chiflaos…
¡pues no se les ocurre estampar un avión contra un rascacielos! Están locos de
atar, Balagar, lo que yo te diga… cualquier día cruzan El Estrecho y se nos
plantan en la mismísima basílica de Covadonga. Pues bien sabe Dios que a mí no
me ponen mirando pa´la Meca ni un millón de moros. Antes tienen que matarme,
Balagar, fíjate lo que te digo…”.
Chucho tenía la virtud de llamar a las
cosas siempre por su nombre. Aunque su ideología política rayaba la derecha más
extrema —en su dormitorio siempre se jactaba de tener colgado un retrato del Generalísimo—, tenía
empleado en su local a un joven romaní pese a no necesitar su ayuda para nada.
Cuando se le preguntaba el motivo de tal sinrazón él siempre respondía que
después de tantos años de hurtos había llegado a la conclusión de que le salía
más rentable pagarle para que no le robase. Así debía de ser; y ambos, empleado
y empleador habían llegado a desarrollar una especie de simbiosis que se
traducía en una forma de trabajar silenciosa y eficiente.
Para
mi amigo Chucho los ideales y
prejuicios dejaban de tener sentido en el preciso instante en el que probabas
una taza del exquisito café que preparaba su pupilo. Teniendo como tenía un
negocio de hostelería era consciente de que a sus clientes lo que más les
interesaba era el café que allí se servía, no sus ideales.
—Acércame
el periódico, por favor… Me interesa lo de la chica desaparecida.
Esos
últimos días todos los periódicos locales se hacían eco de una noticia en
principio intrascendente, pero que estaba llamada a ser un bombazo: había
desaparecido la novia de un empresario muy conocido en la zona. No decían su
nombre pero todos los que vivíamos de la información sabíamos sobradamente de
quien se trataba. Su nombre era Penélope Saavedra, y estaba prometida a Ernesto
Zaldumbia. Él era el propietario de varios discobares en el casco antiguo de
Oviedo y de dos de los prostíbulos más grandes de Asturias.
En
los mentideros locales se afirmaba que la chica podría haber sido raptada; y no
parecía muy extraño, dado que en los locales de su prometido se mercadeaba con
infinidad de géneros, muchas de las veces ilegalmente. A mí personalmente me
traía sin cuidado a lo que se dedicase cada uno. Todos los personajes influyentes
que había conocido en mi vida guardaban algún secreto turbio y oscuro. Ernesto
no habría de ser una excepción.
En
un principio la noticia no tenía ninguna trascendencia; no era la primera chica
que desaparecía en una escapada loca; pero la historia se complicaba desde el
mismo momento en el que la novia de ese hombre de negocios era la hija de un
político de primer nivel. Penélope era la hija de Adolfo Saavedra, un político
emergente en ese momento a nivel nacional. Funcionario de alta dirección se
había ocupado hasta el momento de una jefatura en el Ministerio de asuntos
Exteriores en Sudamérica con notable acierto, al parecer; pero la filtración de
unos posibles sobornos le habían hecho dimitir. Todo indicaba que su ambición
le hacía soñar con la creación de su propio partido político, ambición que se
había visto refrendada en las últimas elecciones autonómicas. Era innegable que
Adolfo Saavedra poseía las conexiones y los apoyos necesarios para poder llegar
a convertir su partido en punto de referencia con el tiempo, colocando
peligrosamente a su hija Penélope en el punto de mira de diversos colectivos
opuestos a su visión política de la vida.
La
desaparición de su hija en un momento tan delicado para él había levantado
mucho revuelo; y las especulaciones más conspiratorias fantaseaban con la
posibilidad de que la hubiesen secuestrado algunos oscuros personajes
sudamericanos como moneda de cambio.
Ojeé
con avidez el periódico; pero no aportaba ninguna información interesante. Se
hacía eco de las conjeturas del entorno de la chica, rumores de que había
llamado a su familia, que se encontraba bien, que había decidido irse de viaje…
El misterio de su secuestro se venía abajo como un castillo de naipes. Miré mi
reloj. Eran casi las ocho de la mañana. La hora de pasar por mi despacho.
Me
gustaba llamar “mi despacho” a la pequeña oficina que había alquilado en pleno
centro, en la bulliciosa calle Uría. Hasta unos pocos meses antes estaba
ocupado por una prestigiosa inmobiliaria, pero el desplome del sector de la
construcción de los últimos años había llevado a la quiebra a infinidad de
negocios y esto nos había permitido a muchos autónomos alquilar en sitios de
precios prohibitivos hasta entonces.
Estaba
orgulloso de mi despacho, con esa placa de bronce en la fachada del edificio: “Balagar Investigaciones”. No es que me diera
para derroches, pero me permitía vivir con desahogo y concederme algún que otro
capricho.
Llevaba
un par de días sin trabajo. Siempre me había ido bien con los encargos de
fraudes de bajas laborales, porque eran los más sencillos y los que más beneficios
me reportaban; pero estos habían descendido en picado. La gente no se
arriesgaba a jugársela con la tasa de paro que estábamos soportando; así que
entretanto yo me las arreglaba con algún que otro encargo sobre maridos
infieles, fraudes al seguro y cosas intrascendentes.
Decidí
que solamente pasaría por el despacho a recoger el correo. No tenía demasiadas
ganas de trabajar. El fin de semana con Edurne había resultado agotador. Si por
un casual llegaba algún cliente madrugador le atendería en el momento, porque
no estaban las cosas para relajarse precisamente; pero fuera lo que fuese
esperaría hasta mañana. Necesitaba dormir y descansar un poco. Dejé encima de
la mesa el euro veinte de mi café —siempre le dejaba veinte céntimos de propina
al joven camarero de Chucho— y me encaminé a la puerta con desgana. Chucho
canturreaba y silbaba como un desgarbado ruiseñor, recogiendo y sirviendo,
limpiando y manchando. Aproveché que pasaba a mi lado para despedirme de él.
—Bueno,
Chuchi… el deber me llama. Voy a ver
si hoy me surge algo.
—Vale,
amigo. ¿Vas a venir hoy a comer aquí?
—Sí,
creo que si… ”lo de siempre”… —añadí despreocupadamente.
Ambos
sabíamos que “lo de siempre” era el plato combinado de la casa: patatas fritas
con bistec de ternera y vino peleón. Siempre bromeábamos sobre la calidad de su
menú; así que añadí con sorna:
—Mira
a ver si hoy no te vuelve a engañar Tony el carnicero, porque últimamente…
—Tendrás
queja tú, que siempre te pongo la mejor chuleta… Anda, no me pongas de mal
humor tan temprano, sinvergüenza… A ver si piensas que esto es El Bulli, no te digo… El día menos
pensado me harto y te vas a comer al burguer
de la esquina, o a uno de esos turcos que tanto te gustan…
Reprimí
una sonrisa. La semana pasada había estado investigando un caso de intoxicación
en uno de esos kebab que proliferaban en la zona de la movida últimamente.
Cinco chicos jóvenes habían sido ingresados por una gastroenteritis aguda en
una misma noche y ahora mismo el local estaba precintado por Sanidad. Ese era uno
de mis últimos triunfos, y el muy tunante me lo restregaba por la cara con su
agudeza habitual. No me quise dar por enterado.
—Hala,
que te vaya bien, cascarrabias… Te llamo si me surge algo y al final no vengo.
—Buena
cacería, “fisgón”.
Chucho tenía la acertada teoría de que
mi trabajo se resumía en acosar a las personas hasta descubrir sus más oscuros
secretos. Razón no le faltaba; pero yo no lo hacía por morbo; ni para
satisfacer ningún tipo de depravado y convulso instinto de depredación, como él
afirmaba. Yo lo hacía por pura necesidad; y no se me daba del todo mal. Había sido
entrenado para ello. Nunca había hecho otra cosa.
Al
salir del café el sol me azotó de lleno en pleno rostro. Fue como una bofetada
para mis sentidos. Me quedé aturdido, entornando los ojos en una diminuta
rendija. No veía mi coche, y estaba seguro de haberlo aparcado justo a la
puerta de la cafetería. ¡Maldito sol! —pensé.
Cuando
me adapté a la claridad me di cuenta de que mi Seat Ibiza Cupra no estaba donde
yo lo había dejado. Otra vez más los diligentes operarios de la grúa municipal
se habían encargado de aparcarme el coche en el depósito. Con esa ya eran tres
veces en las últimas semanas; pero esa sería la última vez, de eso me
encargaría personalmente.
Sabía
sobradamente a quien le debía ese “favor”. A finales de enero había recibido el
encargo de una señora que temía ser víctima de una infidelidad. Su marido tenía
una amante, ciertamente; pero una amante demasiado exigente y esclavizadora. El
adúltero desgraciado resultó ser un ludópata que se gastaba más de lo que
ingresaba en las tragaperras. Yo estaba sufriendo en mis carnes la venganza de
un funcionario de la Policía Local agraviado. Estaba seguro de que en el
boletín de denuncia aparecería el número de placa del Sr. Gaspar Toseco.
Tendría que subir andando a mi despacho. El día prometía emociones.
Tragándome
la furia arranqué en dirección a la calle Uría. El camino más corto pasaba por
atravesar el parque San Francisco de lado a lado. Nunca viene mal un poco de ejercicio,
pero el hecho de saberme víctima de un nuevo abuso no contribuía demasiado a
consolarme. Volví a hacerme la promesa eternamente incumplida de cuidar mi desatendida
forma física en cuanto empecé a sudar. Esa tarde empezaría a salir a correr
otra vez por la conocida como “ruta del colesterol”. A pesar de lo corto del
trayecto —me llevó poco más de diez minutos—, llegué jadeante al portal de mi
oficina.
El
portero me saludó con un seco movimiento de cabeza. Yo le llamaba “El Vinagre”. Era de ese tipo de personas
que guardaban sus sonrisas para los más pudientes. Obviamente yo no estaba
entre los merecedores de ellas; y él no se molestaba en disimularlo demasiado.
Como solamente tenía que subir al primero decidí que esta mañana iba a hacerlo
por las escaleras. Ya metidos en gastos…
Abrí
el pequeño buzón de correos del portal y a la colección habitual de facturas
(alquiler, luz, habitaciones de motel, hoteles…) acompañaba un sobre sin
destinatario ni remite. Supuse que se trataría de propaganda. Nada de interés.
Subí los peldaños de la escaleras de dos en dos, reconfortado con la idea de
que por una vez estaba consumiendo más calorías de las que ingería. Me hizo
gracia pensar que a esas alturas de mi vida, recién cumplidos los 32 años,
empezasen a instalarse en mi cerebro estereotipos tan típicamente femeninos.
Nunca se me había pasado por la cabeza que los alimentos se pudieran medir por
calorías, y mucho menos que a nadie se le hubiese ocurrido contarlas.
Cuando
llegué a la puerta de la oficina me extrañó encontrarla cerrada con llave. Ya
eran las ocho y veinte de la mañana y Balbina debería haber llegado hacía
tiempo ya. Balbina era lo más parecido a una secretaria que yo podía
permitirme. Nos conocíamos desde hacía muchos años y había sido mi confidente
en el pasado. En su accidentada hoja laboral había sido conocida como “La
fulana Torres”, y se había hecho con el abnegado prestigio de ser reconocida
como uno de los travestis con más éxito en la zona del Campillín. A sus casi
cincuenta años luchaba por sacar adelante su identidad como mujer, y mi amistad
personal con un comisario de policía le había permitido sacarse el DNI como
“Balbina Torres Mairena”.
Sus
conocimientos sobre los bajos mundos eran de un valor incalculable, y es que no
en vano había vivido tres décadas en ese ambiente. No había camello, yonqui,
proxeneta o prostituta que trabajase en la zona sur de Oviedo que ella no
conociese. Eso era extensible a toda la miríada de parásitos que se alimentaban
de la noche: carteristas, butroneros, palanqueros, contrabandistas… No cabía
duda. Balbina era una joya para mi negocio.
El
teléfono de la oficina estaba sonando. Corrí para contestar pero cuando atrapé
el auricular ya habían colgado. Maldije para mis adentros. ¿Por qué siempre se
tenía que cortar la llamada justo cuando descolgabas? Para colmo de males el
número de la persona que había llamado no aparecía en la memoria: “Número
privado”. Malditas centralitas.
¿Dónde
estaría Balbina? —pensé un poco preocupado.
No
era propio de ella retrasarse. En fin… un cliente menos…
Suspirando
desilusionado encendí las luces de la oficina y me senté en mi sillón. Si ese
cliente madrugador se decidía a volver a llamar ahí estaría yo esperándole. No
estaba dispuesto a dejarle escapar.
Eso
me recordó que aún no había revisado el correo. Siempre me ponía de mal humor
cuando llegaban las facturas porque me recordaban la fragilidad de mi negocio.
Para mí siempre era final de mes, y era una corbata demasiado incómoda saber
que cualquier imprevisto me ponía contra las cuerdas. Estaba a punto de abrir
una muy prometedora con el membrete del Ministerio de Hacienda cuando sentí que
algo se movía a la altura de mi entrepierna. Sobresaltado me puse en pie
recordando que esa mañana no me había acordado de ponerle el volumen al teléfono
móvil. Siempre lo dejaba en modo silencio al acostarme.
—¿Dígame?
—Santo
cielo, jefe… Pensé que te había pasado algo… —la inconfundible voz de mi fiel
Balbi desprendía un nerviosismo inusual.
—¿Por
qué me iba a pasar nada? Ya sabes que soy mayorcito y sé cuidarme solo. ¿Algún
problema? Estoy en la oficina y aún no has llegado… ¿Ocurre algo?
—Nada
importante, jefe… Te he llamado al móvil a primera hora de la mañana, pero no
me contestabas… ya estaba preocupada…
El
móvil era mi herramienta de trabajo, y Balbina era consciente de que si no
atendía al móvil algo ocurría, no era propio de mí desatender mis llamadas.
—Es
que me he venido andando al trabajo. Tenía el móvil en silencio y no me he
enterado hasta ahora de que sonaba…
—¿Otra
vez el Sr. Toseco? —su carcajada volvió a recordarme que ese día sin falta
tenía que poner las cosas en su sitio con el Sr. Toseco, no se iba a aprovechar
más de mí.
—Sí,
otra vez ese capullo. En fin… ¿Tenemos algo?
—Eso
quería yo decirte, jefe… El viernes a última hora surgió un caso que promete
bastante. Hoy no he ido por la oficina porque estoy en el Registro de la
Propiedad haciendo unas averiguaciones. Creo que luego tendré que pasarme por
el Registro Mercantil. ¿Quedamos a eso de las doce delante del ayuntamiento?
—su voz denotaba una emoción inusual en ella, nunca solía tomarse ninguna
investigación demasiado en serio.
—OK,
OK… a las doce.
Algo
extraordinario debía de haber sucedido para que Balbi se dedicase a hacer
investigaciones por su cuenta. Mucho más sin consultármelo a mí siquiera. Me
sentí un poco furioso con ella por tenerme al margen, porque a fin de cuentas
yo era su jefe, pero decidí darle un voto de confianza. Nunca me había fallado.
Esta vez no sería una excepción. Aprovecharía esa furia para dar otro paseo
hasta el depósito de la grúa municipal. Estaba visto que ese día tocaba hacer
ejercicio. Menos mal que había dejado de llover. Revisé el contestador
automático solo para cerciorarme de que no había ninguna llamada y cerré con
llave la puerta de la oficina.
Me
llevó más de media hora subir hasta el depósito de la grúa. Hacía unos pocos
meses que lo habían trasladado desde el mismo centro de la ciudad hasta las
afueras, lo que hacía las delicias de los taxistas locales, que se hartaban a
carreras continuamente con víctimas como yo. El servicio de grúa era el único
de los servicios municipales en el que las bajas laborales eran cubiertas de
inmediato, convertido de una manera despiadada en una de las principales
fuentes de ingresos del ayuntamiento. Las cinco grúas trabajaban día y noche, a
destajo, para desesperación de unos y regocijo de otros.
—Buenos
días, señor agente.
Conocía
sobradamente al funcionario de la garita de la entrada. Aparte de haber sido
compañeros de instituto le veía con más frecuencia de la que a mí me gustaría,
pero nunca recordaba su nombre. Yo le recordaba por el mote que tenía en el
instituto; “El Conejo”, pero no era
cuestión de liarla aún más. Puse mi mejor sonrisa; tratando de parecer un
ciudadano apacible y colaborador.
—Hola,
Balagar… ¿otra vez por aquí?
Sus
dientes de conejo chirriaron un poco al reírse con una mueca que era a la vez
burla y un poco de compasión. Reprimí una obscenidad a duras penas.
—Ya
ves, macho… Ese cabrón me la tiene jurada. No gano para multas y enganches…
—Si
aparcases “como Dios manda” no tendrías estos problemas…
Tuve
que hacer un verdadero esfuerzo para no abalanzarme sobre él. La verdad es que
no podrían haber encontrado mejor marioneta para el guiñol que era ir al
depósito de la grúa. Acomplejado desde niño “El
Señor Conejo” se crecía amparándose en las leyes y en su puesto de
funcionario. Recordé la razón de ser de esos cristales blindados que casi me
impedían verle de lo gruesos que eran. Seguro que más de un contribuyente
furioso había intentado desquitarse por las manos. Deseché esa idea tan
violenta, compadeciéndome del dentudo gazapo que tan seguro habría de sentirse
allí sentado. Mis métodos siempre eran más sutiles (y efectivos, de eso no
cabía ninguna duda).
—No
me jodas tú también… —añadí, elevando la voz un tanto escandalizado—. Los dos
sabemos perfectamente que ese miserable me lo engancha hasta cuando aparco
bien. Pero ya lo arreglaremos. A todo cerdo le llega su San Martín…
—Bueno,
venga… —añadió sonriendo para restarle importancia a mi último comentario—.
¿Traes el DNI?
—Que
va… tenía la cartera con toda la documentación dentro del coche. Tenéis que
abrirme para sacarla. ¿Me haces el favor?
Don Conejo pareció
relajarse, y pulsó uno de los botones de la consola informatizada. La verja metálica
se abrió con un chasquido, y yo aproveché para colarme, no fuese a ser que se
arrepintiese de dejarme pasar. Un chico joven se apresuró a venirme al
encuentro, acompañándome con celo hasta mi coche. Lo revisé bien. La última vez
que me lo habían enganchado le habían dejado unos buenos rayonazos de recuerdo.
Todo parecía en orden. Bajo la atenta y desconfiada mirada del novato recogí
todo lo que necesitaba y volví a la garita. Ya había otras dos personas
esperando para pagar, así que tuve que hacer cola y esperar.
Cuando
llegó mi turno Don Conejo estaba
exultante, saboreando su momento de gloria. Tras comprobar la identidad del
denunciante y firmar el papeleo de turno llegó el momento de mi desquite. Con
la voz más neutra que pude adoptar le pregunté si sería posible que me
facilitase una historia compulsada de mis últimos enganches. La propuesta no le
agradó demasiado; y así me lo hizo saber cuando le pedí que hiciera constar
expresamente el número de placa del agente sancionador, el lugar y hora de denuncia
y todos esos formalismos.
Habituado
como estaba a pelear con ciudadanos enfurecidos decidió en un principio plantar
batalla valientemente; pero en cuanto amenacé con denunciarle arrugó su
diminuta naricilla de roedor atemorizado. Entendí que había tocado un punto
débil; y continué presionándole hasta que Don
Conejo decidió dejar a un lado sus reparos iniciales. La lealtad y el
compromiso gremial entre compañeros siempre tiene un límite. Ya tenía al Sr.
Toseco donde yo quería.
Una
vez en mi coche me sentí liberado. Mi pequeño utilitario me permitía liberar
adrenalina cuando quería. Eso iba a hacer; infringir unas cuantas leyes de
tráfico poniendo al límite sus 180 caballos de potencia. Inserté un CD de AC DC
y giré la llave de contacto. Tenía que hacer un par de visitas a clientes
retrasados en sus pagos. No solía trabajar si no era por adelantado, pero a
veces hacía excepciones, y esas excepciones me restaban liquidez.
Eran
casi las doce del mediodía cuando salía del parking de La Escandalera. La
mañana se me había pasado volando. Había disfrutado quemando gasolina por las
carreteras secundarias, y con un poco de suerte ningún radar me habría
retratado.
Era
el momento de ir a saludar al comisario jefe Medallas. Habíamos desayunado
muchas veces juntos cuando él solamente era un policía mojigato. Su buen hacer
y sus amistades con diversas personalidades políticas le habían aupado a un
puesto de responsabilidad en un tiempo récord. Nos debíamos favores mutuamente,
y yo estaba dispuesto a cobrarme uno en ese mismo momento.
En
la garita de entrada de la comisaría estaban dos chicos jóvenes; que se
limitaron a recordarme que sin cita previa D. José Manuel Medallas no solía
recibir; pero en cuanto le dieron el aviso me hizo pasar. Una vez en su
despacho no se anduvo con rodeos. Ese era su estilo: directo al grano, sin
prolegómenos.
—¿Qué
te trae por aquí?
Sus
ojeras me indicaron que no era el mejor día para ir a visitarle ni seguramente
el mejor de los momentos, pero no había vuelta atrás, ya estaba allí y no podría
irme sin haber resuelto mis problemas con el Sr. Toseco.
—Nada
importante, amigo… ¿Tienes un par de minutos?
—Miedo
me das, Balagar… Cada vez que me propones algo me pongo a temblar.
Lo
dijo mientras me miraba con unos ojos tan inexpresivos que me desconcertó un
poco. Nunca le había visto tan desquiciado. Desvió la mirada hacia un montón de
carpetas amontonadas en su escritorio y abrió la primera de ellas.
—Dime
lo que necesitas esta vez, sinvergüenza… —un suspiro de resignación se escapó
de entre sus amarillentos dientes de fumador.
—No
es nada, Medallas... Es solo una reclamación como ciudadano indignado con el
sistema.
—Coño;
pues vete al Defensor del Pueblo… ¿Yo qué quieres que te haga? Tengo mucho
trabajo pendiente. Desde que empezaron los asaltos a los chalets de lujo me
tienen pillado por las pelotas los ricachones esos. Necesito avances, y estoy
en punto muerto; no tengo tiempo para perder en pijadas… —el buen Medallas
siempre tan conciso—.¿Ves todas estas montañas de papeles? Basura, todo basura…
Dime lo que me traes, no me hagas perder el tiempo, por favor… —se le notaba
agobiado de veras, así que no me anduve con rodeos.
—Verás,
José… En esta carpeta te dejo seis boletines de denuncia de un compañero tuyo
que me está poniendo de muy mala leche. Me está acosando porque le destapé una
ludopatía galopante. En cuatro de las denuncias aporto fotos en las que se ve
mi coche bien aparcado. Sobra decir que las denuncias son falsas. No quiero
hacerlo público; pero no me va a quedar otro remedio. Tú sabrás qué hacer con
esto…
—No
te preocupes, ya lo he pillado… creo que ese señor había solicitado hace un par
de semanas una baja por estrés. Solo hay que agilizar un poco el papeleo.
Me
guiñó el ojo con un marcado gesto teatral que me hizo estallar en una carcajada.
Aun con el despacho atestado de problemas el buen Medallas siempre sabía hacer
fácil lo difícil. Podría haber sido un político de primer nivel, de eso no
cabía duda…
—¡Qué
fácil es llevarse bien, amigo Medallas! —parecía que al fin el día empezaba a
darme alguna alegría—. Llámame un día de estos y comemos juntos, que voy a ver
si me entero de lo de los chalets…
Como
bien decía mi abuela: “favor con favor se paga” y el bueno de Medallas siempre
me había demostrado que era una apuesta segura.
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