Capítulo
4
E
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n la mansión de
Ernesto Zaldumbia se desató una verdadera tempestad. Nunca antes nadie se le
había enfrentado de esa manera sin sufrir las consecuencias. Estaba de mal
humor y ya lo había pagado con su hombre de confianza. Le había encargado la
innoble tarea de seguir a ese tal Balagar Fartón. Ese “don nadie” no se saldría con la suya. En cuanto Penélope estuviese
a su lado de nuevo se encargaría de cortarle las alas a ese pajarillo.
Tamborileó impaciente sobre las paredes del macizo vaso de vidrio tallado en el
que se había servido una abundante ración de Glenfiddich de 40 años. Con el segundo trago pareció que sus nervios
se aflojaban un poco. “¿Cuándo llegaría de una maldita vez su futuro suegro?”.
Hacía
casi una hora que esperaba por él. No le gustaba esperar. Unos toquecitos en la
puerta le indicaron que su visita había llegado ya.
—¿Si?
Sabía
de sobra que solamente podía ser Adolfo Saavedra; pero le gustaba poner de
manifiesto su autoridad siempre que podía.
—El
señor Saavedra ya ha llegado… ¿Le hago pasar?
—Claro,
claro… por supuesto… No le tengas esperando, patán…
Ernesto
tenía un particular punto de vista. A su manera de ver las cosas el servicio
doméstico —siempre de origen latino en su caso— no se merecía ni la más mínima
consideración. En su casa vivían esclavizadas dos parejas de ecuatorianos que
había tomado como garantía de pago de unas deudas en Ecuador. Asumían las
tareas del hogar y del jardín y en ocasiones les utilizaba como camareros en
fiestas privadas para los amigos más íntimos.
No
tenían sueldo ni Seguridad Social, y sus pasaportes estaban bien guardados en
su caja de seguridad. Ese tipo de mano de obra solo servía para obedecer y ser
humillados. No era la primera vez que había descargado su frustración con
alguno de ellos a golpes.
Lo
contradictorio del caso es que le excitaba la idea de descargar otro tipo de
frustraciones más físicas con la más joven de las muchachas. La imagen de
Juanita le invadía algunas noches en forma de fantasía sexual con una
intensidad tal que en más de una ocasión había terminado aliviándose en
solitario; pero la simple idea de admitirlo le hacía sentir sucio. Penélope no
era precisamente un volcán en la cama, y muchas veces había tenido que recurrir
al onanismo para darle salida a sus instintos carnales. Muchas de las chicas
que pasaban por sus clubs de alterne eran víctimas de su adicción desmedida al
sexo. Ernesto intentó alejar ese pensamiento ante la inminente llegada de
Adolfo Saavedra. Tenía que estar con los cinco sentidos alerta.
—Tenemos
noticias de mi hija, ¿no es así?
El
político había entrado como una tromba sin molestarse ni tan siquiera en
saludar. Portaba un gesto despreocupado y sociable; pero bajo esa apariencia
afable Ernesto sabía que se ocultaba un fiero depredador.
—Sí,
Adolfo, tenemos noticias; pero no sé si te gustarán… Penélope está descontrolada.
Parece que ha decidido irse de mi lado; pero no entiendo nada de nada. Mira…
—le alargó la carta al político exhibiendo un gesto de manifiesto desprecio.
—En
efecto, es la letra de mi hija; pero esto no tiene sentido… ¿De dónde la has
sacado?
—La
acaba de traer un tal Balagar Fartón. Dice que Penélope se la entregó
personalmente. Te sugiero que la leas a ver si eres capaz de entender algo de
todo esto… Al fin y al cabo ella no deja de ser tu hija; tú la entenderás mejor
que yo… —añadió desconcertado el empresario.
Adolfo
se ajustó unas pequeñas lentes desmontables, arrugando el ceño mientras
empezaba a leer la nota. A medida que iba leyendo sus ojos se entrecerraban
cada vez más; como si le costase comprender el significado del mensaje que
Penélope quería transmitir a su prometido. Cuando hubo concluido de leerla para
sí comenzó a leérsela muy despacio al empresario.
En
cuanto el político acabó de leer el manuscrito se creó un silencio incómodo.
Ambos parecían intentar alcanzar algún oculto significado en la nota. El
primero en hablar fue Adolfo. Lo hizo con una voz pausada y mirando
directamente a los ojos de su futuro yerno:
—Si
te soy sincero no entiendo nada de nada… ¿Qué le ha pasado a mi hija en estos
últimos días? ¿Qué le has hecho para que se encuentre así?
—Verás,
Adolfo… —contestó un poco turbado el desconcertado empresario—. No sé qué mosca
le habrá picado; pero tu hija parece haberse vuelto loca de remate. Dice que
necesita tiempo, que necesita un poco de libertad para pensar… ¿Qué coño es eso
del fuego en la mirada, del amor, de los recuerdos y todo eso?
—Esperaba
que tú me lo dijeras… tú eres su novio.
—Hombre…
—comenzó este, un tanto receloso—. Yo no soy muy romántico, que digamos; y tu
hija siempre ha querido vivir en un cuento de hadas. Reconozco que estos
últimos días la he tenido un poco desatendida; pero eso no explica que se haya
ido de esta manera…
—En
fin… —concluyó Adolfo con voz animosa, tratando de restarle importancia al
asunto—. Las mujeres son así, “Ernestín”. Ya se le pasará el berrinche… Supongo
que habrá leído muchas novelas de amor últimamente. ¿Habéis discutido? ¿Te ha
visto con otras? ¿Le has pegado?
—No,
que yo sepa... Siempre tengo mucho cuidado con esas cosas, y tú lo sabes…
—Sí,
sí que lo sé… eres perro viejo, bribón… sea como sea la necesitamos. Ella es la
que tiene a su nombre la cuenta del banco. Yo la necesito a ella y tú me
necesitas a mí, así que si quieres que en Colombia no empiecen a ponerse
nerviosos con sus envíos a España ya puedes moverte y traerla de vuelta.
Háblame de ese detective…
—No
te preocupes, Adolfo; parece un aficionado. No me extrañaría que fuese uno de
estos actores de teatro provincianos que ella tanto frecuenta. Confía en mí, te
dije que me casaría con ella y me casaré con ella, dame tiempo, solo necesito
tiempo…
—El
tiempo es lo que se me agota a mí, y también la paciencia… Llevas dos años
cortejándola y yo no veo resultados; más bien al contrario. Cuando teníais que
estar planeando vuestro matrimonio ella se te escapa a reflexionar. ¿Tú crees
que esto es para confiar en ti? Hasta un mono corteja con más acierto que tú.
Decididamente
ese no era su día —pensó el empresario—, pero se guardó muy mucho de expresarlo
porque su futuro suegro sí que era peligroso. Tenía en el bolsillo a la mitad
de funcionarios de aduanas de países como Colombia, Ecuador, Venezuela… Era
respetado a escala mundial y él solo era un pececillo al lado de un depredador
como él.
—Confía
en mí… ¿te he fallado alguna vez? —una mueca que quería ser una sonrisa se
perfiló en su cara.
—El
día que lo hagas serás hombre muerto, y tú lo sabes.
Así
de categórico se mostraba Adolfo Saavedra. A Ernesto se le aflojó un poco el
esfínter. Puso su cerebro a trabajar a marchas forzadas…
—Tengo
a Sergei en el caso. Es cuestión de tiempo que la encuentre y la traiga de
vuelta.
—¿Ese
matón? —Adolfo no ocultó un gesto de desaprobación—. Es tan gilipollas que le
pueden estar meando encima y él solo se enteraría cuando se le enfriasen los
pantalones. No encontraría ni a su madre en el puticlub en donde le parieron.
—Confío
en él. Lo que no entiendo es lo que pueda haber encontrado Penélope en Pamplona…
—¿Pamplona?
—el rostro de Adolfo Saavedra se volvió lívido como la cera—. No, no puede ser…
es imposible… ¿Quién te ha dicho que está en Pamplona? Es imposible…
—En
su carta lo pone bien claro… Pam-plo-na. Hace un par de días le llegó un
paquetito desde allí; y desde entonces ha estado un poco rara… ¿Qué tiene de
especial Pamplona?
—Me
cago en la madre que te parió, Ernesto. Encuéntrala. Y encuéntrala ya. ¿Me
oyes? Coge el puto coche, o un avión o lo que te salga de los huevos pero que
no se acerque a Pamplona. Te voy a dar una dirección y un nombre. Haz lo que
haga falta, pero que Penélope no se reúna con esta mujer. Tu vida depende de
ello…
Nunca
en los veinte años que hacía que se conocían había visto tan desencajado a su
futuro suegro. No sabía qué coño se escondía en Pamplona, pero haría lo que
hiciese falta para impedir ese encuentro. El político garabateó un nombre y una
dirección en un papel, tendiéndoselo con brutalidad:
—Después
de leerlo lo quemas; que no lo vea nadie más; llámame al teléfono seguro cuando
lo hayas solucionado. NO ME FALLES, —recalcó.
Con
un portazo dio por concluida la reunión, dejando a Ernesto sumido en un mar de
dudas. El empresario leyó desconcertado el papel: Covadonga Piamonte.
Residencia Sauce Llorón. Pamplona.
Por
más que ponía su mente a funcionar no había nada turbio en su pasado que le
acercase a Pamplona. Nunca había estado allí; pero si Adolfo le ordenaba ir
allí y solucionar lo que fuera que hubiese que solucionar él lo haría. Debía de
tratarse de algún asunto familiar; algo que solamente Adolfo alcanzaba a
comprender. Canceló todos los compromisos que tenía esa semana y llamó a
Malasangre, un sicario que de vez en cuando le solucionaba algún que otro
“problemilla”. Esa mujer no le causaría más problemas con Adolfo. “Menudo lunes
de mierda… Menuda semanita le esperaba” —pensó.
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