Capítulo
10
E
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l cielo comenzó a
encapotarse de repente. Yo estaba sentado a la sombra del sauce llorón
esperando que Penélope saliese de la capilla. Hacía más de media hora que la
directora había salido aconsejándome que la esperase lo más cómodo posible.
Estaba
acostumbrado a esperar, porque en el fondo mi trabajo la mayoría de las veces
se basaba en la paciencia y la espera para obtener resultados; pero había algo
en todo ese secretismo que me ponía los pelos de punta.
El
viento comenzó a girar volviéndose loco. Era uno de estos vientos secos, de
origen subsahariano. En mi tierra es conocido comúnmente como “el aire de las
castañas” porque en otoño es habitual que se formen grandes masas de aire
caliente, que azotan las ramas de los árboles con una violencia tal, que los
frutos salen despedidos. Una sola noche de viento “de castañas” y los árboles
quedan pelados de hojas y de frutos. Solo que ahora estábamos en primavera.
Grandes
nubarrones de un preocupante color negro empezaban a unirse con un estruendo
ensordecedor. Un trueno enorme vino acompañado de un rayo que culebreó a lo
lejos. Las ramas del sauce parecían los tentáculos de un cefalópodo gigante que
intentase retenerme. Empezaron a golpearme la cara y la espalda. Unas gruesas
gotas de agua comenzaron a caer.
Busqué
con ansiedad un lugar donde cobijarme y me fijé que la puerta de la capilla
volvía a abrirse. La vieja monja se retiraba con paso lento apoyada en el
hombro de un muchacho que tenía cierto aire femenino. Esperé unos segundos,
pero Penélope no les acompañaba… ¿Estaría rezando a solas? ¿Le habría pasado
algo? Fuera como fuese el caso es que estaba pillando una mojadura de mil
demonios, así que emprendí una loca carrera hasta la puerta de la pequeña
capilla.
Con
suavidad abrí la pesada puerta de madera maciza, intentando localizarla a la
precaria luz de unas velas que había encendidas de trecho en trecho. No había
ni rastro de Penélope… ¿Cómo era posible? Yo estaba seguro de no haber perdido
de vista la entrada de la capilla ni un solo segundo… ¿Me estaría volviendo
loco?
La
respuesta no se hizo esperar; porque cuando estaba a punto de dar la vuelta y
salir de nuevo al jardín tropecé con un cuerpo tendido en el suelo en una
postura antinatural. Temiéndome lo peor me arrodillé con el pulso a 200 por
minuto. Era ella; no cabía duda; pero parecía haberse desmayado.
Con
mucho cuidado la levanté del suelo, trasladándola al lado de la puerta de
entrada. Le levanté las piernas, apoyándoselas en un banco y abrí la puerta
para que empezase a entrar un poco de aire. Nada más abrir la puerta el viento
recién refrescado por la lluvia se apoderó de la pequeña sala apagando algunas
velas. Sentí un estremecimiento involuntario. Me mojé las manos con un poco de
agua de la pila bautismal y le froté las sienes. Al poco rato pareció volver en
sí. Al principio con gesto somnoliento, pero al cabo de un par de minutos se
levantó de un salto frotándose la cabeza con gesto pensativo.
—Vámonos
de aquí. Necesito irme de este sitio…
Parecía
que ya volvía a ser ella misma poco a poco. Sus ojos comenzaron a humedecerse y
me estrechó en un fuerte abrazo. El gesto me pilló por sorpresa, pero al
momento comprendí que necesitaba desahogarse y la abracé con firmeza. Ella
empezó a sollozar.
—No
tenía que haber venido… ella… ellos… todo se ha ido a la mierda, Balagar… no sé
quien soy; no sé de dónde vengo… No tenía que haber venido…
—Cálmate,
cálmate… tranquila, chiquilla… Salgamos de aquí. No es el mejor sitio para
hablar.
(Yo
no es que sea muy creyente, pero las iglesias, las capillas y todas esas cosas
siempre me han parecido dignas ya que no de culto de respeto cuanto menos).
Ella pareció entenderlo, y sin despegarse de mi abrazo me siguió hacia el
jardín. Cuando estábamos saliendo pareció recordar algo súbitamente,
obligándome a detenernos en seco:
—¿El
sobre? ¿Se lo han llevado?
—¿Qué
sobre? —no sabía de qué diantres me hablaba. El golpe debía de haberla dejado
peor de lo que yo pensaba—. No trajiste ningún sobre.
—El
sobre que me dio la vieja… Antes de irse me dio un sobre que tenemos que
llevarnos de aquí. Debió de caérseme cuando me desmayé.
En
cuatro zancadas estaba de vuelta en la capilla. No me apetecía mucho volver a
entrar ahora que estaba todo prácticamente a oscuras; pero no me quedaba otro
remedio. Hice un esquema mental de la posición que ocupaba Penélope cuando la
encontré tirada en el suelo y entré de nuevo en el pequeño recinto. Una figura
de Jesucristo rodeado de ángeles parecía mirarme con expresión desaprobatoria.
¡Al cuerno! —pensé—, haría lo que había venido a hacer, y lo haría lo más
rápido posible.
Cuando
llegué a la posición que yo creía correcta empecé a tantear el suelo con mis
dedos hasta que palpé un bulto bastante voluminoso. Ahí estaba el maldito
sobre. En menos de un minuto me había reunido de nuevo con ella. Había dejado
de llover con la violencia de antes, pero estaba empapada de los pies a la
cabeza.
Ella
se acurrucó de nuevo en mí hecha un pequeño ovillo y comenzó a tiritar. La cogí
en brazos y troté como pude camino abajo. Al llegar a la puerta de salida me
encontré con el viejo que nos había abierto la puerta cuando habíamos llegado.
Daba la impresión de que el pobre hombre debería haberse jubilado hacía tiempo,
pero allí estaba con aquel aire de San Pedro a las puertas del Cielo.
—Ábranos,
por favor… Ya hemos acabado por hoy…
—La
directora, doña Dolores, me dejó instrucciones de que nadie podía entrar ni
salir hoy de aquí sin su consentimiento… yo…
—¡Que
nos abra, le digo! —Penélope seguía sollozando en mis brazos—. ¿Es que no ve
que esta chica está empapada?
Estaba
a punto de emprender acciones más violentas contra el vejete cuando una voz
autoritaria intervino:
—Déjeles
salir, Sr. Velasco. Su visita ha concluido. Algún día volverán, no le quepa la
menor duda…
Era
la directora quien hablaba. Lo hacía desde debajo de un enorme paraguas de
color negro, enfundada en un chubasquero de color igualmente negro. Parecía un
enorme cuervo, con su enorme y puntiaguda nariz apuntándonos amenazadora. No
perdimos el tiempo en despedirnos y con Penélope sollozando a mis espaldas nos
alejamos trastabillando como borrachos.
Tardamos
más de diez minutos en llegar al hotel. El viento había cesado, pero la lluvia
nos martilleaba sin clemencia, obligándonos a bajar la vista al caminar. Podía
sentir el calor de su cuerpo aferrado al mío con violencia, con necesidad, casi
con desesperación; pero a la vez sentía que su alma estaba totalmente alejada
de mí y de este mundo, perdida en lo más profundo de sus pensamientos. Quise
respetar ese momento, y pese a que me moría de ganas de acribillarla a preguntas
me limité a servirle de guía por el laberinto de calles que nos íbamos
encontrando de regreso a la habitación.
Cuando
llegamos a recepción, el chico que estaba en el mostrador dudó al observar que
llegábamos abrazados y con una mueca de picardía nos preguntó si queríamos las
dos llaves. De buena gana le habría dicho yo que no; pero la experiencia me
decía que no sería una idea afortunada. Pude advertir un atisbo de decepción en
la mirada del muchacho al entregarme las tarjetas. Una vez en el ascensor ella
se despegó un poco de mí, excusándose.
—Lo
siento, Balagar… Nunca me había comportado así… No quiero que pienses que soy
una chiquilla…
—No
te disculpes. Todos hemos tenido momentos difíciles —afirmé mientras le recogía
un mechón empapado que se empeñaba en cubrirle la cara—. Sécate y cámbiate de
ropa. Te encontrarás mejor.
Ella
me dedicó una mirada agradecida que a punto estuvo de convertir mi sangre en
arena, colapsándome las venas.
—Estaré
en mi habitación; si me necesitas… —añadí con la voz enronquecida—. A veces
viene bien desahogarse; aunque sea con un extraño...
Ella
me miró como un perrillo asustado y sentí el impulso de volver a abrazarla.
Puse toda mi fuerza de voluntad en aparentar indiferencia, rogando con todas
mis fuerzas que me invitase a quedarme.
—No
te vayas, por favor… —ella casi no había despegado los labios—. No soportaría
estar sola hoy. No hoy. No aquí. Quédate conmigo, por favor.
Se
la veía tan indefensa que toda mi entereza se vino abajo. Volví a alargar el
brazo y la atraje hacia mí, volviendo a sentir el contacto de sus firmes senos
en mi torso. Me sentí
reconfortado;
y una corriente de adrenalina hizo fluir mi sangre con más violencia de lo
habitual. Sentí un impulso irrefrenable de acariciarla, de besarla; pero por
fortuna ese pensamiento se desvaneció tal cual vino. Cuando estábamos a punto
de traspasar la puerta de su habitación se separó con delicadeza de mi lado.
—Creo
que necesito tomarme una copa… ¿Te importaría? Salgo ahora mismo, voy a ponerme
algo seco —añadió.
Busqué
con la mirada una botella de licor, y me di cuenta de que no estábamos en una
habitación como la mía, empezando por los muebles. Al entrar ya me había fijado
que en la puerta de su habitación había colocada una plaquita que ponía “Suite
gardenia”, pero nunca me hubiese imaginado la magnificencia de su alojamiento.
La estancia estaba dividida en varias habitaciones, todas amuebladas con unos
robustos y clásicos muebles de caoba. El suelo estaba tapizado con una
suavísima moqueta de lana, de unos tonos color pastel. Ni una sola mancha; ni
un solo roce. En mi vida había visto tanta pulcritud. Era impresionante.
Cerré
con prudencia la puerta de la habitación privada y salí a lo que parecía un
saloncito, un poco intimidado por la opulencia de la impresionante “Suite
Gardenia.” antes no me había fijado, pero en una de las esquinas había
instalado un mueble bar bastante generoso. Saqué dos vasos de una vitrina de
cristal y puse unas piedras de hielo. No me había dicho de qué quería la copa;
pero en nuestra juerga nocturna ella había tomado gin-tonic. Supuse que era lo
que tomaba habitualmente y me serví para mí una ración generosa de Cardhu.
El
tintineo de los hielos en el vaso siempre me había producido un curioso efecto
relajante; pero por primera vez en mi vida sentía que el corazón amenazaba
traspasar mi pecho en un alocado salto. Encima de una mesita de cristal había
una cajetilla de tabaco rubio. Luché contra la tentación; pero me resultó
imposible, así que me acomodé en uno de los sillones del salón y encendí un
cigarrillo tratando de templar mis nervios. Ella salió cuando estaba tragando
la primera bocanada de humo, consiguiendo que me atragantase como un
adolescente primerizo. Estaba arrebatadora con el pelo recogido y ese aire
triste y melancólico. Maldije en silencio mi torpeza, señalando con gesto
nervioso su copa.
—No
sabía qué ponerte. Me arriesgué con el “Beefeater”…
—Has
acertado; como siempre.
Ella
tomó un largo trago, apurando hasta casi acabar la copa. Se quedó pensativa un
par de segundos, como si dudase entre sincerarse conmigo o simplemente
emborracharse en silencio.
—¿Me
das un cigarrillo, por favor?
No
la había visto fumar hasta entonces. Deduje que solamente era fumadora
ocasional. Le acerqué uno de los cigarrillos y se lo encendí. Ella tosió al absorber
el humo, ratificando que mi observación era correcta. Esperé en silencio a que
fuera ella la que diera el primer paso.
—¿Alguna
vez te has sentido tan vacío que eres incapaz de pensar, ni de hablar, ni de
sentir? ¿Alguna vez te has sentido tan triste que eres incapaz de llorar? — Involuntariamente
echó un vistazo de reojo al voluminoso sobre lacrado que yo había rescatado en
la capilla. La dejé continuar.
—Me
acabo de enterar de que mi vida, mi pasado, todo lo que yo recuerdo no me
pertenece. He vivido en una farsa, ocupando un lugar que no me corresponde.
Todo lo que he conocido es falso, empezando por mis padres…
—Tenemos
todo el tiempo del mundo, Penélope… te escucho. Desahógate, libérate…
Penélope
dejó posarse con suavidad la copa vacía en la mesita de cristal. Yo me apresuré
en rellenársela, anticipándome a la petición que adiviné en su mirada perdida. Ella
me premió con una media sonrisa de aceptación y agradecimiento. Suspiró antes
de continuar con aire ausente.
—La
anciana me acaba de decir que no he nacido el día que yo creía. He nacido dos
días antes y del vientre de otra mujer distinta a la que yo he llamado siempre
mi madre. Mi hermana no es mi hermana… Mi vida no es mi vida… no sé quien
soy…ni de dónde vengo…
Llegada
a ese punto pareció que toda su entereza se venía abajo y volvió a refugiarse
en mis brazos. Me invadió la ternura al verla tan indefensa sollozando echa un
ovillo. Le acaricié el pelo con la ternura propia de un padre.
—¿Y
si no fuera cierto? ¿Has hablado con tu padre?
—No
he tenido valor… la monja parecía sincera. Hay algo en ella que me impulsa a
confiar en sus palabras. Estoy segura de que es cierto todo lo que me ha
contado… En ese sobre dice que tengo todas las pruebas que necesito. Al parecer
forman parte de la última voluntad de mi difunta madre, de mi madre verdadera…
—Abrámoslo
entonces y salgamos de dudas. ¿Te parece? —alargué la mano y cogí el sobre.
Estaba a punto de rasgarlo cuando ella me detuvo.
—No,
no lo abras… No estoy segura de querer saberlo… No estoy preparada; necesito
asimilar muchas cosas, hablar con mi padre, ver a mi hermana… Quizás no sea
capaz de abrirlo nunca. Las puertas del pasado una vez abiertas no pueden
volver a cerrarse jamás. Tengo miedo de quedar atrapada en ese camino sin
regreso. Todavía no. No es el momento… ahora solo quiero descansar. No te
vayas, quédate a mi lado… —cerró los ojos y no tardó en quedarse en un profundo
estado de ausencia. La dejé descansar.
Después
de una siesta reparadora se había levantado de mejor humor. Me contó con pelos
y señales su entrevista con la monja, haciéndome partícipe de todas las dudas
que le surgían a raíz de su encuentro. Me pidió mi opinión personal,
reconfortándome la idea de que me considerase digno de su confianza. Entre los
dos acordamos que lo más sensato era volver a Oviedo y empezar a reconstruir su
vida desde el momento en el que había nacido. Para ello teníamos que hablar con
el que hasta ese momento se había hecho llamar su “padre”, don Adolfo Saavedra.
Penélope le había llamado varias veces a su teléfono particular; pero todavía
no había podido contactar con él.
El
siguiente paso fue llamar a Natalia y a Judith; ellas se merecían ser las
primeras en estar al corriente de los últimos acontecimientos. Natalia se
deshizo en lágrimas, afirmando que para ella nada cambiaría; siempre había sido
su hermana y siempre lo sería. Penélope se emocionó ante la sinceridad y la
honestidad de su hermana. El sentimiento era mutuo, nunca podría renunciar a su
compañía. En los momentos difíciles siempre se habían mostrado firmes
prestándose apoyo la una a la otra. Eso no lo cambiaría nada ni nadie. Judith
había respondido en términos parecidos. Quedaron en reunirse al día siguiente,
miércoles 1 de junio de 2011, en el saloncito que la asociación tenía
acondicionado para visitas. Judith aún no estaba preparada para salir al mundo
exterior. Había perdido la confianza en sí misma y en los demás, y era incapaz
de alejarse del ambiente de protección y de control que le ofrecía la
asociación. Volví a prometerme a mí mismo que le dedicaría más tiempo a partir
de ahora a esa chica. Tendría que sentirse muy sola escudada en el anonimato,
alejada de su familia, de su pasado, de sus recuerdos.
Me
recreé observándola desde un ángulo muerto de la habitación antes de irme.
Estaba viendo la televisión acurrucada en uno de los amplios butacones.
Encogida sobre sí misma emanaba un aire de abandono e indefensión un tanto
infantil. Reprimí mis deseos de besarla en la frente al despedirme de ella. La
había convencido para viajar esa misma noche. Volveríamos a Oviedo en su coche.
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