jueves, 19 de noviembre de 2015

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 9


Capítulo
9

E
staba oscureciendo ya cuando el lujoso coche oficial de Adolfo Saavedra aparcaba delante del restaurante “El Cazador”. De camino hacia Pamplona le había llamado Ernesto al teléfono de línea segura; el que usaban solamente en caso de extrema necesidad. Al parecer el inútil de Sergei por una vez había hecho bien su trabajo. Su hija se encontraba alojada desde hacía días en una de las suites del hotel “La Perla”.
Esperaba poder estar a tiempo de arreglar las cosas antes de que fuese demasiado tarde. A la puerta del restaurante le esperaba Ernesto rodeado de alguno de sus secuaces.
Maldijo por lo bajo la poca prudencia y la estupidez con la que hacía las cosas su futuro yerno. Aunque en su círculo más íntimo se diese por hecho que algún día podría ser su suegro dejarse ver en público con sus esbirros era una imprudencia. Saltaba a la vista el tipo de gente que eran.
Decidió que lo primero que haría sería mandarles al cuerno. Ernesto se encaminó hacia él con una sonrisa en los labios alargándole la mano con deferencia. Se la estrechó sin demasiado énfasis.
—¿Has tenido buen viaje?
Ernesto trataba de ser cortés; pero el humor de Adolfo Saavedra distaba mucho de estar a la altura de sus expectativas. Con un agrio gesto le hizo una seña a Ernesto de que no hablase más.
—Puedes decirles que se larguen; no sé para qué coño les tienes aquí —dijo el político con desprecio, refiriéndose a sus acompañantes. Notó las miradas de preocupación que se dirigían unos a otros dudando entre marcharse o esperar a que se lo ordenase su jefe.
—¡Largaos, hostias! ¿Es que estáis sordos o qué? Maldita banda de subnormales…
Adolfo les dedicó unos exagerados aspavientos, como si estuviera ahuyentando un enjambre de avispas. Los hombres volvieron a mirarse unos a otros cada vez más desconcertados y finalmente todos los ojos convergieron en la figura de Ernesto. El empresario se creyó en el deber de afianzar su menoscabada autoridad delante de sus hombres, e intervino de inmediato.
—Tampoco te pases, Adolfo… Vamos a tener la fiesta en paz… —procuró que su tono resultase lo suficientemente conciliador y cruzó los dedos para que su futuro suegro no acabase de pulverizar su imagen—. Podéis iros a tomar algo, muchachos; por hoy hemos acabado. Si os necesito ya os llamaré… —añadió con suavidad. Todos sus hombres respiraron aliviados.
Ernesto se hizo a un lado dejando que el político entrase en el restaurante como una auténtica exhalación. Al pasar a su lado este le hizo una seña autoritaria invitándole a seguirle hacia un reservado que se encontraba en una de las esquinas.
—Venga, vamos a tomar un trago y me cuentas lo que has averiguado. Espero que mi hija no os haya visto, lo cual me parece imposible, porque parece que estéis en una despedida de soltero. ¿Tú sabes lo que significa la palabra discreción? No; no me respondas, no tienes ni puta idea…
Ernesto percibió el aliento de Adolfo. Era fresco, como si el político hubiese hecho uso de un elixir de menta hacía poco.
—Venga… —ordenó el político al comprobar sus titubeos—, entra de una vez… Busquemos un sitio donde podamos hablar tranquilamente.
A Adolfo no se le escapó la furibunda mirada de odio que le lanzó Sergei de reojo mientras se alejaba. Le diría a Ernesto que atase bien corto a su doberman. al fin y al cabo hasta un piojo era capaz de hacer sangrar a un león. La prudencia nunca estaba de más en estos casos.
—Dime todo lo que sepas… —su voz apenas era un susurro. Echó un vistazo alrededor cerciorándose de que nadie podía seguir su conversación.
—Todo controlado, de verdad… —afirmó el empresario con más seguridad de la que realmente sentía en esos momentos—. Tu hija lleva un par de días en Pamplona. Al parecer se ha dedicado a ir de tiendas y a la peluquería. Está hospedada a trescientos metros de aquí, en “La Perla”.
—¿Estás seguro? —espetó Adolfo con recelo.
—Cien por cien… En el hotel dicen que hoy mismo reservó una habitación con cargo a su tarjeta de crédito. Una habitación simple, individual. La puso a nombre de Balagar; el detective que te conté. Salieron por la tarde a dar un paseo y todavía no han vuelto. Parece ser que está viviendo una aventura romántica con ese mequetrefe. Le voy a partir las piernas a ese desgraciado.
—Quiero que te alejes de ella —el tono de autoridad del político no dejaba opción a protestas. Ernesto así lo entendió, asintiendo con sumisión—. No puede saber que hemos estado aquí ninguno de los dos. Aleja a tus hombres de ellos y no cometas estupideces. Ya tendrás tiempo para desquitarte de tus celos de adolescente. ¿Quién te ha contado todo eso?
—Sergei sobornó a uno de los chicos de recepción del hotel. Se hizo pasar por paparazzi para dar un poco de credibilidad. No es tan tonto como tú te crees…
—Ya, ya… procura controlar bien a ese tal Sergei. Quiero tenerlo alejado de mí, no puedo permitir que se me relacione con gentuza como él. ¿Qué has podido averiguar de la monja?
—La monja está donde tú decías. Es una vieja arrugada y enclenque; por lo que me han contado. Dudo mucho que le queden muchos años de vida. Hace un par de horas tu hija y su caballero andante se pasaron por la residencia, pero no les dejaron pasar a verla.
—¿Estás seguro de eso también? —Adolfo suspiró al parecer claramente aliviado—. Es muy importante que no hablen con ella…
La crispación del político dejaba bien a las claras que ese punto no admitía réplica. Ernesto guardó buena nota mentalmente y continuó exponiéndole sus conclusiones:
—Eso del El Sauce Llorón parece un refugio para chalados de alguna secta. Uno de mis muchachos aprovechó que la seguridad es casi nula para colarse y echar una ojeada. Pudo escuchar una conversación entre la monja y una señora que parece ser la directora del centro. Me dijo que la vieja les atenderá mañana; y que fue ella la que les hizo venir…
—¿Cómo puedes estar tan seguro de eso?
La tensión que reflejaba su voz hizo que a Ernesto se le erizaran los vellos de todo el cuerpo involuntariamente. Trató de disimularlo cambiando de postura en el mullido sofá del reservado. Se guardó muy mucho de sacar a la luz el resto de la conversación. Si Penélope era o no hija suya no era su problema…
—Mi muchacho lo oyó a menos de dos metros de distancia. Es imposible que se haya inventado una cosa así.
—Pues entonces haz lo que creas necesario, pero esa mujer no debe reunirse con ellos mañana… ¿Sabes a qué hora concertaron su encuentro?
—Pues no, pero mi hombre dice que en la entrada hay un cartel que avisa de que el horario de atención al público es de 5 a 7 de la tarde. Supongo que hayan quedado para mañana después de comer.
—Quiero que esa señora no llegue a entrevistarse con ellos nunca. ¿Lo has entendido? Haz lo que sea necesario, y no me llames hasta que no estés de vuelta en tu casa con todo arreglado. ¿Serás capaz de hacerlo?
—Dalo por hecho…
Mientras el político se iba hecho un manojo de nervios, Ernesto sacó un cigarrillo de su pitillera de cuero. Estaba a punto de encenderlo cuando un preocupado camarero vino a llamarle la atención. Con los nervios del momento se le había olvidado de que estaba prohibido fumar en los locales públicos. ¡Mierda de políticos! Si no eran unos eran otros, pero todos dando siempre por el culo…
A grandes zancadas buscó la puerta de salida, encendiendo el pitillo antes de haber salido del local. “¡A ver si tiene huevos de volver a decirme algo el mierda ese de camarero!” —pensó—. Necesitaba descargar su frustración. Llamaría a Sergei para que le consiguiese un poco de cocaína y unas putillas lo más jóvenes posible. Pero antes solucionaría el problema de la vieja. Ya estaba cansado de que le ningunease todo el mundo. Tenía ganas de volver a su casa, a su pequeño universo de control y sumisión. Marcó el número de teléfono de Evaristo Espinosa Mendoza, un despiadado sicario conocido en el hampa como “Malasangre”.
—¿Malasangre?
—Dígame, patrón.
—¿Recuerdas el pavo viejo que has ido a vigilar a su corral?.
En su mundo había que andarse con mucha prudencia; nunca sabías cuándo podían estar escuchando tus conversaciones.
—Sí, patrón.
No era un hombre de muchas palabras. Casi siempre respondía con monosílabos. Muchos afirmaban que tenía un importante retraso mental; pero lo cierto era que en su oficio no había nadie más discreto e infalible que él.
—Bueno, pues ese viejo pavo no irá mañana a su comedero ¿me has entendido?
—No se preocupe, patrón, que ese pavo no comerá mañana.
Sabía que podía confiar en ese hombre. Le diría a Sergei que le pagase a Malasangre los 2000 euros en los que tenía valorados sus encargos en cuanto llegasen a Oviedo. A su manera de ver las cosas era un dinero gastado inútilmente, porque esa vieja cotorra no viviría mucho más; pero si su futuro suegro quería que desapareciese no sería él quien le llevase la contraria. Volvió a coger el teléfono móvil y llamó a Sergei. Les esperaba una noche de fiesta y excesos. Tendría que comparar el buen hacer de las fulanas navarras. Quizás con un poco de suerte podría encontrar alguna que mereciese la pena llevarse para alguno de sus locales. Exhaló la última bocanada de su cigarrillo haciendo unos marcados círculos con el humo. Había recuperado su buen humor habitual.

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