Capítulo
11
H
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acía más de
media hora que había sonado el despertador, pero Evaristo Espinosa Mendoza no
acababa de reunir las fuerzas suficientes para levantarse. Se había pasado toda
la noche en un duermevela cargado de pesadillas. Desde que había recibido la
llamada de su patrón no podía relajarse. Intentaba mentalizarse de que era
solamente un trabajo más; uno de tantos.
Nunca
le había resultado difícil arrancarle la vida a otra persona. Para él nunca
había nada personal, era solamente una forma de ganarse la vida como otras
tantas. Sin preguntas. Sin remordimientos. Así había sido siempre y así debería
ser esta vez; solo que nunca antes había tenido que matar a una monja.
Normalmente se trataba de hombres, hombres con tan pocos escrúpulos como él que
debían ser eliminados simplemente por negocios. Ese era su negocio: traficaba
con la vida y la muerte.
Malasangre,
le llamaban algunos; y motivos no les faltaban. Su currículum estaba repleto de
palizas, amputaciones, secuestros, violaciones y hasta asesinatos.
Solamente
otra vez en su vida se había sentido así. Solamente otra vez en su vida había
estado tentado de mandarlo todo al carajo y volver a su pueblo natal allí en
Colombia. Esa noche le había asaltado su recuerdo con toda nitidez. Aún
resonaba en sus oídos el llanto sordo de aquella chica que después de ser
violada le pedía por favor que respetara la vida de su hija. Recordaba uno a
uno los golpes que le había tenido que propinar hasta dejarla medio
inconsciente y podía sentir de nuevo la putrefacción que había invadido su alma
cuando había apretado el gatillo de su pistola. Se había prometido a sí mismo
que jamás volvería a matar niños. Nunca pensó que se vería obligado a matar
también monjas.
Encendió
un pitillo de hachís. Le temblaban las manos como a un enfermo de Parkinson.
Eso no era bueno para el negocio. Se alegró de estar en la hedionda habitación
de ese motel de carretera, alejado de la vista de curiosos. Sería su último
trabajo, pensó. Intentaría llevar una vida normal en su país, con su mujer y
sus dos hijos. Volvería para cuidarles y evitar que se presentase algún día en
su casa cualquier malnacido para hacerles lo mismo que hacía él.
Cuando
acabó el cigarrillo se abandonó a esa sensación de ingravidez a la que acudía
cada vez con más frecuencia. Los fantasmas de su pasado eran insistentes; y a
veces no se iban hasta el segundo o el tercer cigarrillo.
Cerró
los ojos y se sorprendió recordándose a sí mismo descalzo por los arrabales de Cali
primero y de Bogotá después armado con su primera pistola. Recordó su primera
ejecución, cuando solamente tenía trece años; y las felicitaciones de los
veteranos de su banda. Intentó no pensar en que cualquiera de sus dos hijos
podría verse obligado a seguir sus pasos. No era fácil salir de la banda; pero
lo tenía todo planeado. Un último trabajo, su último trabajo…
No
sabía cuánto tiempo se había quedado traspuesto, pero se levantó de un salto de
la cama. Un sudor frío le bañaba el cuerpo. Acababa de tener otra pesadilla. Un
hombre colgaba agonizando de una soga, y al momento se transformaba en un bebé
que le miraba fijamente a los ojos mientras soltaba una carcajada. No era un
buen presagio. Nunca había creído en Dios ni en el Diablo; pero si realmente existía
el cielo no era un lugar para tipos como él.
Miró
su reloj de pulsera. Era casi mediodía; se le acababa el plazo para llevar a
cabo su trabajo. Rebuscó en los bolsos de su mochila y sacó una papelina.
Preparó una buena raya y la esnifó con ansia. Necesitaba tener todos sus
sentidos alerta. Un hormigueo empezó a recorrerle el cuerpo, llenándolo de esa
euforia tan familiar. Empezó a correrle la adrenalina; y por fin se sintió
preparado para matar.
Después
de una ducha rápida ya estaba listo para la acción. Escogió para ese trabajo un
chándal de color oscuro. Le gustaba llevar ropa cómoda para sus encargos. Se
calzó unas zapatillas deportivas y guardó la pequeña pistola dentro de su
funda, ciñéndosela al torso con unas correas.
La
simple idea de llevar un arma le hacía sentirse poderoso; le confería una
especie de poder divino; el poder de decidir quien vivía y quien moría. Hacía
años que usaba esa pequeña pistola del calibre 22.
Muchos
de sus colegas afirmaban que era un arma ridícula por su escasa potencia de
fuego (la bala que disparaba no era mucho mayor que una lenteja) pero lo cierto
es que en las manos adecuadas era letal. Además; su poco peso y tamaño la
hacían perfecta para su trabajo, amén del poco ruido que generaban sus
disparos. Volvió a palparla con satisfacción. En su profesión la herramienta de
trabajo era algo sagrado, íntimo, insustituible. Recogió todas sus cosas con
meticulosidad y cerró la puerta.
Media
hora después aparcaba su pequeño Opel Corsa de alquiler en el único
aparcamiento que encontró. Llevaba dadas tres vueltas a la manzana sin éxito, y
ya estaba preocupado porque podría acabar llamando la atención.
Hacía
varios minutos que había empezado a diluviar con una violencia extraordinaria,
y no le apetecía lo más mínimo empaparse al salir. Se preparó otra dosis de
cocaína, ayudándose para esnifarla de un billete de 10 euros. Estaba a punto de
salir del coche cuando una pareja pasó como una exhalación a su lado, abrazados
el uno al otro y desafiando a la lluvia sin paraguas ni ropa de abrigo. Creyó
reconocer en ellos a la pareja que había generado tanto interés en su patrón;
pero no estaba allí para eso. Suspiró y volvió a palpar la funda sobaquera. Era
la hora. No quedaba mucho tiempo hasta la hora de comer, y ya se había retrasado
demasiado.
Saltó
el muro de piedra sin demasiadas complicaciones. Se aseguró de que la calle
estaba desierta de peatones y de coches circulando. Al caer al suelo al otro
lado del muro rodó sobre su cuerpo amortiguando la caída. Echó una mirada en
derredor. Nadie le había visto. Cruzó los dedos confiando en que su presa
estuviese haciendo tiempo en su habitación hasta la hora de comer.
En
el exterior el viento volvía a arreciar en ese preciso instante y la mansa
cortina de lluvia que caía se había convertido en auténticos perdigones del
tamaño de garbanzos. Ajustó la capucha de su sudadera apretando los cordones.
No le gustaba mojarse; no le gustaba trabajar a plena luz del día y no le
gustaba actuar como un ángel de la muerte
sin
tener ningún plan establecido.
Con
prudencia atravesó el jardín y el pequeño bosque que rodeaba la pequeña capilla
y reconoció la silueta de la anciana a través del vidrio de su pequeño balcón.
Parecía que estaba de suerte, porque la vieja estaba arrodillada de espaldas a
la ventana. Sería una ejecución limpia y sencilla. Se encaramó a unas verjas de
la planta baja, aupándose a pulso limpio hasta el balcón de la monja. Seguía en
la misma posición, ajena a la desgracia que se cernía en torno a ella.
Malasangre sacó con cuidado su arma de la funda, quitándole el seguro. Apuntó a
través del cristal, y justo cuando estaba a punto de apretar el gatillo la
anciana cambió de posición. Al parecer había acabado sus oraciones por el
momento, porque se levantó con mucha dificultad y se dirigió al cuarto de baño.
Malasangre
blasfemó en voz baja. No podía permitir que se le escapase ahora que la tenía
tan cerca. Sonrió para sus adentros. Quizás podría empujarla sobre la bañera.
Daba la sensación de ser un tallo seco, vieja como una pasa. Todos pensarían
que había sido un accidente. Sacó de uno de sus bolsillos una ruleta de carburo
de tungsteno, practicando un corte rápido y limpio en el cristal de una de las
ventanas. Con sumo cuidado la abrió y se coló en la habitación.
Con
paso felino y conteniendo la respiración abrió poco a poco la puerta del cuarto
de baño. La anciana estaba sentada, aliviándose sin duda de cargas no tan
espirituales. El sicario dudó. No se lo esperaba. No se imaginaba una manera de
dar muerte más indigna ni humillante. Ella le miraba directamente a los ojos.
Le dejó paralizado. En su rostro no había miedo, ni tan siquiera sorpresa.
Parecía que le llevase esperando años. Se sintió como un niño al que su madre
acaba de pillar robándole en el monedero; incapaz de pensar, incapaz de
moverse.
—Vístase,
señora —acertó a decir trabajosamente.
—Llevo
años esperando este momento. No pierdas tiempo, hijo; haz lo que has venido a
hacer y márchate. Está a punto de llegar mi asistente. No querrás que te vea
nadie, supongo…
Malasangre
no movió ni uno solo de sus músculos. Su cara era una hierática máscara de
hielo. La sorpresa había hecho descolgarse su mandíbula dotándole de una
apariencia bobalicona que contrastaba con la fiereza de su amenazadora postura.
—Procura
hacer bien tu trabajo —continuó la anciana despreocupadamente—. No quisiera
tener que seguir esperando. Es el momento de descansar…
Al
decir esto abrió los brazos esbozando una sonrisa, como esperando con deseo la
llegada de la muerte.
Ese
gesto acabó de desconcertar a su asesino, hasta el punto de que empezó a
frotarse los ojos, temiendo sin duda estar inmerso en otra de sus frecuentes
pesadillas. Se puso nervioso, y empezaron a temblarle las manos. Lo habitual en
esos casos era rogar por tu vida; sollozar, suplicar… Esta señora estaba
rogándole todo lo contrario.
Su
determinación se vino abajo. Era incapaz de dispararle de frente a una anciana
que le miraba directamente a los ojos. Siempre colocaba a sus víctimas de
espaldas. Volvió a blasfemar.
El
momento más difícil de su trabajo era precisamente ese, la fracción de segundo
que tardaba el alma en abandonar el cuerpo. Él siempre había creído que el alma
se escurría con la última mirada, de ahí que en sus ejecuciones se cuidara muy
mucho de ponerles de espaldas. Esas miradas eran de las que te acompañaban el
resto de tu vida.
No
obstante no tenía elección. Si fracasaba en su trabajo otro lo haría por él y
su familia en Colombia sufriría las consecuencias. Una duda comenzó a cobrar
cuerpo en su interior.
—Dígame
una cosa, señora… Si tenía tantas ganas de morir ¿por qué no se ha matado usted
misma? Me hubiese evitado muchos problemas, créame… —en la musicalidad de su
marcado acento latino se dejaba traslucir la curiosidad.
—Hijo
mío… Dios Nuestro Señor nos ha puesto en este mundo con una finalidad. Él
decide cuando ha de dar vida o negarla y nosotros no podemos tomar esa decisión
por él. Mi viaje por este mundo ha llegado a su fin y ahora he de dar cuentas
por mis acciones. Dame la satisfacción de una muerte rápida. Tengo ganas de
descansar, estoy muy cansada….
—Cúbrase,
señora y déseme la vuelta… no lo voy a hacer mientras usted me esté mirando...
—Como
quieras, muchacho...
Una
vez dicho esto la monja se levantó de su deshonroso asiento, volviendo con
lentitud a ocupar su lugar en el viejo y desgastado reclinatorio que tenía a
los pies de su cama.
El
asesino se fijó en los extraños grabados que tenía en la parte superior de la
banqueta, asombrándose al reconocer la imagen de la Cruz de la Victoria en
lugar de la cruz católica tradicional. A su lado descansaba la figura de una
santa con un niño en brazos que Malasangre no llegaba a reconocer; pero que le
resultaba familiar.
—Estoy
preparada, hijo mío… ¿Lo estás tú? —la vieja monja se santiguó mientras acababa
de formular esa pregunta.
—Que
Dios me perdone, señora…
Dicho
esto Malasangre apretó el gatillo. Un pequeño estornudo retumbó en la
habitación y el cuerpo de la anciana se escurrió con suavidad. Una pequeña
mancha de sangre apareció rodeando un minúsculo orificio en la parte posterior
de su cabeza, y un pequeño temblor en sus extremidades anunció que el verdugo
había cumplido con rigor profesional su tarea.
El
olor a pólvora quemada reconfortó al homicida, que se sintió obligado a
persignarse. Nunca había creído en nada que no fuese en sí mismo, pero en su
infancia había recibido educación católica y en lo más profundo de su ser, se
repudiaba a sí mismo por lo que acababa de hacer. La condenación eterna la
había ganado con su primer asesinato; pero matar a una sierva de Dios no podría
acarrearle más que desgracias.
Reparó
en un voluminoso medallón que colgaba del cuello de la vieja y con un tirón
seco se lo arrancó. Era la misma imagen que acababa de ver grabada en el
reclinatorio. Una Virgen con un niño en brazos rodeada de flores. Decidió que
se la llevaría. Su mujer era una ferviente seguidora de la Virgen de Chiquinquirá,
patrona de Colombia. Seguro que le agradecía el presente de la manera que ella
sabía que a él le gustaba.
Con
ese pensamiento se disponía a abandonar la habitación cuando unos pasos le
sorprendieron. Alguien acababa de entrar en la habitación.
Sabía
que no debería hacerlo, pero giró la cabeza en dirección al sonido que ya se
acercaba con más nitidez y sus profundos ojos oscuros se cruzaron con la mirada
incrédula de un auxiliar amanerado que le observaba con gran afectación. Un
chillido bastante femenino se escapó de la garganta del recién llegado y en ese
momento Malasangre pareció despertar de un letargo invernal. Con un respingo
volvió a girarse y con la agilidad propia de un gato montés saltó por el balcón
de la habitación.
No
era un salto muy largo —unos dos metros y medio—, pero no pudo evitar aterrizar
contra el tronco de uno de los árboles del jardín. Se llevó la mano a la frente
y observó que empezaba a manar sangre con abundancia. Se olvidó entonces de la
prudencia habitual y echó a correr en dirección a la salida.
Le
salió al encuentro un vejete con una porra; pero de un empujón se deshizo de
él. En un santiamén se encontraba al otro lado del muro, corriendo hacia su
modesto Opel Corsa de alquiler. Giró la llave de contacto y salió derrapando
calle abajo. Un reguero de sangre le bajaba empapando toda su ropa. Maldijo
varias veces y se prometió a sí mismo que al día siguiente cobraría su trabajo
y se marcharía con su familia. Estaba harto de esa mierda.
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