Capítulo
5
A
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las dos y media en punto estaba en la estación
del Norte de Oviedo. Había sacado por internet un billete a Palencia, desde
donde haría un trasbordo para enlazar con el tren de alta velocidad que me
llevaría a Pamplona. Podría haber cogido mi coche; pero necesitaba pensar. La
hostilidad de Ernesto Zaldumbia no me encajaba con el perfil clásico del amante
torturado con la ausencia de la mujer que ama. Me había dado la sensación de
que se había mostrado más bien como un cruel carcelero al que se le acabase de
escapar un preso.
Varios
motivos me empujaban a desconfiar de él: no se había interesado por su estado
de salud, por su paradero, por los motivos de su ausencia… Definitivamente si
era cierto el dicho ese de que en el amor siempre hay uno que entrega y otro que
recibe la postura de Ernesto no podía ser más evidente. Su papel era el de
receptor. Y no parecía el tipo de hombre dispuesto a dejar escapar su presa. En
la taquilla validé mi resguardo por un billete en firme y me senté en un banco
a esperar. Me quedaba casi un cuarto de hora hasta que llegase mi tren; así que
aproveché para llamar a Penélope para ponerla al tanto de mis intenciones. Su
número de teléfono ya lo había memorizado previamente en mi móvil; así que en
cuestión de segundos ya estaba escuchando la señal de llamada.
Inexplicablemente me sentía nervioso, pero no sabría precisar por qué. Al
segundo tono me contestó una voz femenina:
—¿Dígame?
—Hola,
buenos días, señorita Saavedra. Soy Balagar. Balagar Fartón.
Ella
no me dejó ni tan siquiera terminar mi presentación. Su estado de ansiedad era
evidente.
—¿Le
llegaron mis instrucciones correctamente? ¿Tiene suficiente dinero? ¿Han
encontrado algo? ¡Dios mío, estoy tan nerviosa…!
—Tranquilícese
señorita. En estos momentos estoy en la estación de Renfe de Oviedo. Antes de
que anochezca espero reunirme con usted y ponerla al corriente de nuestros
avances y…
—¿Avances?
—me interrumpió con voz ilusionada—. ¿Tan pronto? nunca pensé que esto
resultase así de fácil, señor Balagar…
—No
me malinterprete, señorita. Tenemos algo, pero aún es pronto para sacar
conclusiones. Necesito que me diga en qué hotel está alojada para reservar mi
habitación.
Ella
parecía dudar. A fin de cuentas no me conocía de nada. Después de un par de
segundos se decidió.
—Estoy
en el Gran Hotel La Perla. No se
preocupe, que ahora mismo bajo a recepción y se lo comento a una de las chicas.
Una individual no debería de ser problema… ¿o viene usted acompañado?
—Solo,
solo, por supuesto…
—Bueno,
pues entonces si no le parece mal le reservaré una individual. Llámeme cuando
esté llegando para que me dé tiempo a prepararme. Que tenga usted buen viaje.
—De
acuerdo, muchas gracias. La llamo en cuanto llegue a la estación.
Cuando
colgué el teléfono me di cuenta de que estaba sudando. No era propio de mí
ponerme nervioso con ningún cliente, fuese hombre o mujer, pero con Penélope me
había sentido como un adolescente concertando una cita a ciegas.
El
movimiento de gente en tropel hacia el andén me recordó que yo también era un
pasajero más, así que guardé el móvil y dejé para más tarde mis elucubraciones.
Al subirme al vagón que me habían asignado me dio la impresión de reconocer
fugazmente la silueta de uno de los matones de Ernesto Zaldumbia, pero di por
hecho que los nervios me estaban jugando una mala pasada. Mi reciente
entrevista con ese mafioso empezaba a pasarme factura…
Una
vez en el vagón acomodé mis escasos efectos personales (una maleta de viaje
diminuta y una chaquetilla de verano) en el compartimiento superior. Un cartel
informaba de que en la zona de bar había señal de wifi gratuita, así que podría
amenizar el viaje navegando por internet.
Cuando
el tren arrancó cogí mi portátil y me fui a la cafetería. Un café bien cargado
era lo que necesitaba mi cerebro para empezar a funcionar. En el vagón
reservado a cafetería solo había una pareja de adolescentes que a juzgar por lo
apremiante de sus besos y caricias estaban viviendo su primera historia de
amor. No pude evitar sentir cierta envidia sana. En mi juventud yo había sido
un gran conquistador; pero envidiaba en cierta manera la libertad de los
jóvenes de ahora de hacer público su cariño. Mis recuerdos de los primeros
amores no iban más allá de unos inofensivos paseos por el parque o algún beso
robado en el cine. Los adolescentes de ahora eran conscientes de su sexualidad
antes de cumplir la mayoría de edad.
Sentado
ante un café doble con hielo recordé que no había llamado a Chucho. Le llamé y le puse al corriente
de mis intenciones. Como era habitual en él no le dio la menor importancia al hecho
de que estuviese trabajando para una persona conocida, limitándose a desearme
suerte con el caso y encargándome que le sacase unas fotos con el móvil a
Penélope.
Después
de llamarle a él le mandé un correo a Balbi adjuntándole una copia en audio de
mi reunión con Ernesto Zaldumbia. Necesitaba que ella le investigase un poco.
Seguro que sabría ponerle un poco nervioso. Esperaba que fuese prudente y no se
expusiera demasiado. Le indiqué también que se acercase al cementerio municipal
de Gijón para buscar el cadáver del niño que había nacido el mismo día que
Penélope. Había algo en toda esa historia que no acababa de encajarme; y no
sabía por qué.
Como
todavía faltaban un par de horas para llegar a la estación me entretuve
buscando información sobre la residencia de ancianos a la que debía acudir en
cuanto llegase. Balbi me había dicho que estaba en el centro de la ciudad. Metí
la dirección en el buscador de mi navegador de internet y al momento me
apareció: centro de retiro espiritual El
Sauce Llorón. Intenté acceder a su página web, pero parecía ser que no
tenía. Tampoco aparecían fotos ni comentarios de ningún interno o familiar de
personas allí ingresadas. No parecía una residencia de ancianos “al uso”.
Busqué en “opiniones” y tampoco había gran cosa. Al parecer en el pasado había
sido una casería con capilla propia de estilo barroco.
Me
llamó la atención un enlace que me llevó al blog de un historiador un tanto
fantasioso. En su opinión en el interior de la capilla del centro de retiro
espiritual se encontraba la talla original del santuario de Covadonga en
Asturias. Para llegar a esa conclusión especulaba con el hecho de que la imagen
de “La Santina” había sido robada a finales de la Guerra Civil Española, en
1939. Tras haber sido recuperada a primeros de junio del mismo año en París,
emprendería un viaje de regreso siendo objeto de culto en las principales
ciudades por las que había de pasar. Una de las primeras ciudades en las que
pernoctaría habría sido precisamente Pamplona, donde, muchos historiadores
parecían estar de acuerdo con él, se encontraba en aquel momento el mismo
Generalísimo acompañando al arzobispo de Navarra.
La
casería donde estaba pasando esos días el caudillo era conocida públicamente
como la finca de El Sauce Llorón,
cuya propiedad ostentaba en aquel momento uno de sus ministros de confianza,
don Miguel Ángel Tudela y Montes de Iruña. Después de pasar tres días en
Navarra la imagen de la Santina continuaría su viaje pasando por las
principales ciudades de la Cornisa Cantábrica y Castilla y León.
Cuando
la imagen fue finalmente recibida en su santuario, en agosto de 1939, algunos
estudiosos habían puesto en tela de juicio la verdadera identidad de la talla;
pero fueron silenciados por el régimen franquista. La hipótesis con la que trabajaba
el autor de este artículo se centraba en la posibilidad de que la verdadera
talla no hubiese pasado de Navarra en su viaje de vuelta a su santuario
natural.
Yo
no entendía mucho de arte, y mucho menos de historia; pero si mis recuerdos no
me fallaban el general Franco era un hombre de una fe extraordinaria; y privar
a una imagen tan venerada como la Santina de Covadonga de su lugar de descanso
original rayaba en el sacrilegio. Decidí no seguir leyendo el artículo, que ya
pasaba a especular con los poderes regenerativos y milagrosos de la talla,
poniendo casos de curaciones milagrosas y cosas por el estilo.
Algo
en el artículo me había llamado la atención; y era el hecho de que la propiedad
de esos terrenos en 1939 se atribuía a don Miguel Ángel Tudela. Si no me
equivocaba Balbi me había dicho que en el Registro de la Propiedad los terrenos
habían sido donados por Adolfo Saavedra a principios de los años setenta. ¿Cómo
habían llegado a manos de Adolfo Saavedra esos terrenos? y lo más importante
aún… ¿Qué había movido a Adolfo Saavedra a regalar esa propiedad a una
congregación religiosa? Sin duda debían de estar valorados en un montón de
euros. No parecía muy lógico…
Una
voz informatizada informaba de que estábamos llegando a Palencia. En Palencia
tenía que bajarme del tren y esperar media hora a la salida de mi enlace a
Pamplona, así que pagué la cuenta en la cafetería y fui a recoger mis cosas. Al
bajarme del tren volví a tener la sensación de que alguien me observaba, pero
no le di importancia. Eran las cuatro y media de la tarde y aún no había
comido. Llevaba un buen rato pensando en el fabuloso bistec que me hubiese
preparado mi amigo Chucho en su
cafetería.
Tenía
media hora para comer… Debería conformarme con un par de sándwiches en uno de
los bares de la estación. Entré en el primero que encontré y en el cristal de
la puerta de la entrada pude ver reflejado al matón de Ernesto Zaldumbia. Le
acompañaba otro tipo de aspecto tan inquietante como él. Calculé las
probabilidades de que hubiesen venido a darme una paliza. Eran más bien
escasas. Seguro que su patrón les había encargado la tarea de seguirme con la
esperanza de que les condujese hasta Penélope. Si albergaban alguna esperanza
de que eso fuera posible iba a demostrarles lo mucho que me habían infravalorado.
Les daría esquinazo; pero antes tenía que comer algo. Mis tripas no estaban
acostumbradas a tanta abstinencia.
Me
senté en un taburete que ofrecía una amplia perspectiva del andén en el que
habían anunciado la llegada de mi tren y pedí un bocadillo de jamón serrano.
Para ayudarme a trasegarlo me serví de media botella de buen vino de la tierra,
un Zarzabilla tinto crianza que a mi entender estaba exquisito. Un poco
achispado me subí con alegría al tren de alta velocidad que me llevaría a Pamplona.
Era la hora de la siesta, así que puse la alarma en el móvil y me recosté en mi
asiento.
Una
hora y media después me despertaba un brusco codazo de mi compañero de viaje,
un tipo gordo y sudoroso al que al parecer no le había hecho mucha gracia que ocupase
parte de su asiento llenándole de babas al quedarme dormido. Le pedí disculpas.
Estábamos llegando. Lo bueno de viajar en tren es que los viajes no se hacen
tan largos.
—¿Señorita
Saavedra?
—Sí;
dígame…
—Estoy
a punto de llegar. Acaban de anunciar que llegaremos a la estación de Pamplona
en diez minutos.
—Bien,
le espero en la cafetería del hotel. Llevaré una chaqueta de color mostaza para
que me reconozca.
Penélope
debía de haber visto muchas películas de espías… ¿Cómo no la iba a reconocer si
era asidua en las revistas del corazón? ¿Qué demonios era el color mostaza?
—De
acuerdo. Hasta ahora.
Cuando
me bajé del tren estaba lloviendo a chuzos. Yo creía que solo llovía de esa
manera en Asturias; pero estaba claro que el cambio climático nos afectaba a
todos. Cogí un taxi a las puertas de la estación y me fijé en que Sergei y su
amigo hacían lo propio. Dejé que nos siguieran durante diez minutos y le di
instrucciones al taxista para que me esperase dos calles más abajo. Una vez
hecho esto me bajé y le di un billete de cincuenta euros a cuenta de la carrera
completa. Por el rabillo del ojo vi que mis perseguidores hacían lo mismo,
bajándose precipitadamente de su taxi a cincuenta metros de distancia. Caminé
con zancadas largas, pegado a la cornisa de los edificios a fin de mojarme lo
menos posible y en cuestión de minutos me volví a subir a mi taxi dejándoles
sumidos en la más absoluta desesperación, mojándose como dos estúpidos.
La
entrada al hotel ya daba muestras de la opulencia que me esperaba en su interior.
Un botones se apresuró a ayudarme a salir del taxi, tapándome con un paraguas
que parecía un ala delta. Como no sabía la propina que se estilaba dar en este
tipo de sitios le di las gracias y le guiñé un ojo. Me respondió con una
sonrisa un poco forzada y la frase obligada:
—Bienvenido
al Gran Hotel La Perla, caballero…
Al
fondo del pasillo se veía un gran cartel que indicaba que allí estaba la
cafetería. Sin perder tiempo en admirar los impresionantes óleos que
flanqueaban el pasillo a recepción me lancé hacia allí. Eché un vistazo y no vi
a Penélope por ningún sitio. Un buen café irlandés me vendría de maravilla
mientras la esperaba. Me senté en una de las mesas del fondo. Desde mi posición
tenía una perspectiva completa de todo el salón.
Una
chica joven se esmeraba en tocar una pieza clásica al piano, pero nadie parecía
escucharla. Todos los clientes que se encontraban en aquel momento en la
cafetería charlaban animadamente en corrillos sentados en círculo en las
pequeñas mesas. Yo era el único cliente que estaba solo.
Al
cabo de unos minutos la vi aparecer por la puerta. Llevaba puesta una minifalda
negra, zapatos de tacón y una blusa gris que se ceñía a su cuerpo como un
guante. Una chaquetilla corta completaba su atuendo. Su melena larga y negra como
el azabache lucía un perfecto alisado japonés. Supuse que había encontrado
tiempo para pasarse por la peluquería. Me levanté de mi asiento indicándole con
un gesto que se sentase a mi lado. Me respondió con una sonrisa que me hizo
tambalear.
—Así
que usted es Balagar —me tendió una mano tersa y suave. Me embriagó un aroma de
perfume muy tenue—. Encantada, Balagar…
—El
placer es mío, señorita Saavedra…
No
podría precisar si sus ojos eran gris azulados o azul grisáceo; pero podría
perderme en ellos. A ella no le debió de pasar inadvertida mi turbación porque
me pareció percibir un brillo de maliciosa coquetería femenina en su mirada.
—Llámeme
Penélope, por favor, no soporto los formalismos. Además, parece ser que vamos a
pasar bastante tiempo juntos, ¿no es así? —otra vez esa sonrisa de nácar.
Traté
de dominar mis nervios. “No estaríamos tan juntos como a mí me gustaría,
probablemente”. Noté que se me secaba la garganta. Carraspeé, intentando que mi
voz sonase lo más clara posible.
—Pues
entonces, si no le importa yo también estaré más cómodo si nos tuteamos. ¿Le
parece?
—Me
parece bien… ¿Qué tal el viaje? Viene usted empapado…
—¿Usted?
¿En qué habíamos quedado?
Mi
mueca tuvo el efecto deseado; por fin habíamos roto el hielo; su sonrisa sonó
lo suficientemente sincera para hacerme sentir cómodo en su presencia.
—Verás,
Penélope… Antes que nada necesito saber si tu relación con el señor Zaldumbia
estaba atravesando malos momentos…
—¿Con
Ernesto? No, que yo sepa… ¿Por qué lo preguntas? —su voz no mostraba enojo,
sino más bien un divertido interés.
—Le
he visitado siguiendo tus indicaciones. Le dije que estabas bien y que
necesitabas un poco de tiempo. No se ha conformado con mantenerse al margen, ha
hecho que me sigan. Sospecho que pretende dar con usted a cualquier precio…
—¡Que
no me trates de usted, me hace sentir más vieja…! —un mohín divertido me animó
a continuar hablando.
—¿Conoces
a un tal Sergei? —pude apreciar que ella esbozaba una sutil mueca de desprecio
al escuchar su nombre.
—Por
supuesto, es el encargado de la seguridad personal de Ernesto. Es muy bruto, y
no me cae muy bien, pero es muy bueno en su trabajo. Ernesto siempre dice que
si le faltase Sergei perdería su mano derecha.
—Bueno,
pues Sergei está en Pamplona —afirmé con gravedad—. Me han seguido hasta aquí.
—¿Hasta
el hotel? —su cara se transformó, lanzando una asustada mirada en derredor.
—No;
hasta Pamplona, pero les he dado esquinazo. No tenemos tiempo que perder… Te
pondré al corriente: mi compañera Balbi; con la que hablaste el viernes por
teléfono, ha averiguado un par de cosas muy interesantes. Posiblemente sepamos
quién es la mujer misteriosa que te envió la carta. Podría tratarse de una
monja que está internada en un centro a escasos minutos de este hotel.
—¿Así
de fácil? Eres increíble… ¿A qué esperamos entonces?
—No
vendamos la piel del oso antes de cazarlo. Necesito cambiarme de ropa. Podemos
intentar hacerle una visita antes de que anochezca. En internet no aparece
ningún número de teléfono, ni tienen página web. Trataremos de que nos reciban
esta misma tarde. Con un poco de suerte esa señora aceptará entrevistarse con
nosotros. ¿Qué te parece si me cambio de ropa y te paso a recoger por tu
habitación en… digamos media hora?
—Me
parece bien. Estaré en la habitación 221. Tu habitación está en la misma
planta. Creo que es la 225. Procura ser puntual, estoy impaciente por conocer a
esa señora.
—Sería
un pecado imperdonable hacer esperar a una mujer tan bella como tú.
Mi
cumplido pareció halagarla, y un intenso rubor le cubrió las mejillas. No
parecía estar acostumbrada a un trato tan directo con los hombres. Enseguida se
repuso y añadió:
—Serías
el primer hombre que me hace esperar en toda mi vida.
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