Capítulo
14
A
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dolfo Saavedra
estaba furioso. Su reunión con Penélope había sido un completo desastre. Nada
había transcurrido como él había previsto. Estaba furioso con ella, estaba
furioso con Ernesto y estaba furioso consigo mismo. No debería haber dejado en
manos de ese inútil una tarea tan importante. Esa misma mañana había regresado
su hija de Pamplona, y la entrevista con la monja la había trastornado. No le
había dado ni tan siquiera un beso al entrar en casa; y le había acusado de
cosas que todavía le escocían. No le había dicho ninguna cosa que no fuera
cierta; pero las verdades a veces pueden llegar a ser tan dolorosas como las
mentiras más crueles.
No
le había quedado más remedio que admitir su pacto de silencio con Miguel Ángel
Tudela hacía tres décadas. Remover las cenizas del pasado cuando el pasado
debería haberse calcinado en el mayor de los incendios provocaba quemaduras.
Penélope estaba enterada de todo, de su adopción, de sus verdaderos padres; de
la identidad de su abuelo… Esa información era sumamente peligrosa; y más aún
en el estado de ansiedad en el que se encontraba su hija adoptiva. Le había
prometido que de momento no lo haría público, pero la chispa de reproche que
atisbó en sus refulgentes ojos decía justamente lo contrario.
Quizás
todavía estuviese a tiempo de silenciar todo ese desastre, tal vez no fuese aún
tarde; pero eso significaba que tendría que implicarse, tenía que arriesgar
todo lo que tenía… le dolía la cabeza. Se sentía como un zorro acorralado por
una jauría de perros en una cacería desigual. Todo se le había ido de las
manos: la monja había hablado, Penélope estaba al corriente (y además la había
acompañado un detective). ¿Hasta dónde estaría enterado ese entrometido
también? ¿Dónde empezaba y dónde acababa el rastro? Tenían que rodar cabezas;
pero… ¿por dónde empezar?
Sin
duda una de las primeras en rodar tendría que ser la de Ernesto Zaldumbia. a
causa de su ineptitud estaba ahora mismo sumido en ese mar de incertidumbre y
nervios. Acabaría con él, pero todavía le necesitaba, todavía quedaba mucho
trabajo sucio por hacer. El tipo de trabajo sucio que acabaría con Ernesto.
Hasta ahora había sido un peón más en su tablero de juego, pero desde este
momento era totalmente prescindible. Ya no tenía sentido buscarle un marido a
Penélope porque nunca más volvería a confiar en él.
Acababa
de perder una oportunidad de millones de euros. Ella no lo sabía; pero su
abuelo le había dejado a su muerte una sustanciosa herencia. Penélope no
sospechaba siquiera la fortuna que poseía. Su abuelo había abierto una cuenta
en un banco de Gibraltar; pero una de las cláusulas de la cuenta especificaba
claramente que solo ella podría acceder a ese dinero.
Llevaba
años viviendo torturado, buscando la manera de profanar impunemente ese tesoro,
hasta que hacía unos pocos años había dado con la clave conversando con un
cliente inglés. Al parecer hacía mucho tiempo ya que no se usaba; pero en la
estricta mentalidad inglesa el poder del cabeza de familia era prácticamente
ilimitado. En casi todos los documentos económicos con varias décadas de
antigüedad se ponía de manifiesto que en un matrimonio el poder ejecutivo en
materia económica recaía siempre sobre el varón si no se expresaba en términos
adecuados todo lo contrario.
Eso
le daba las llaves a la fortuna familiar de Penélope (eso y un marido a quien
él pudiese manejar a su antojo). Solamente era cuestión de casarlos y esperar
el momento adecuado. Esa opción acababa de esfumarse. Murmuró algo entre
dientes. Cuanto más pensaba en ello más furioso se ponía. ¡Maldito Ernesto!
Había sido un estúpido por imaginarse que alguien tan limitado pudiese hacer
algo bien. Buscó en uno de los cajones de su escritorio y sacó un teléfono
móvil de tarjeta desechable. Marcó un número que se sabía de memoria y trató de
templar un poco los nervios:
—Soy
yo… Todo se ha ido al carajo.
Un
silencio incómodo tomó posesión de la línea telefónica.
—No
es posible, he hablado con mi hombre y el trabajo está hecho. No hay margen de
error —protestó el recién llamado con suavidad.
—¿Margen
de error? Venga, no me jodas… es un error de principio a fin. El trabajo se ha
hecho tarde, si es que realmente está hecho. Tenemos que hablar. Nos vemos en
tu casa. Esta vez no me hagas esperar; por la cuenta que te trae…
Adolfo
Saavedra era un hombre estricto, que sentía un profundo desprecio por la
mediocridad y la incompetencia. Si algo le parecía ofensivo era precisamente
que no le tomasen en serio, y recordaba perfectamente la falta de consideración
que había mostrado para con él Ernesto en su último encuentro en su casa. Se
prometió a sí mismo que eso iba a cambiar en ese preciso instante. Él tomaría
las riendas a partir de ese momento; porque Ernesto estaba demostrando ser un
inepto y un descerebrado.
Un
poco enfadado consigo mismo sacó la tarjeta del teléfono móvil y la pasó por el
aparato destructor de documentos y de hardware que tenía en su despacho. A
partir de ese momento toda precaución sería poca. Ernesto se hundiría como un
barco viejo y apolillado, arrastrando con él en su naufragio a todo aquel con
el que se relacionase. Sus días estaban contados.
Llamó
a su chófer particular, dejándole instrucciones de que reservase una mesa a su
nombre en uno de los mejores restaurantes de Oviedo. Se citaría allí con uno de
sus simpatizantes políticos. Estaban a las puertas de las elecciones regionales
y tenía mucho trabajo por delante. Un escándalo como el que se estaba gestando
no podría llegar en peor momento.
Un
coche de alta gama con cristales tintados salía poco después por la puerta
principal de su casa. Dos minutos más tarde una moto de alta cilindrada con un
piloto enfundado en un casco de cristales oscuros le siguió. A Adolfo le
encantada la sensación de libertad que sentía pilotando esa Ducati. Era un capricho
que pocos sabían en él; pero desde su más tierna infancia le habían apasionado
las motos. Él mismo se consideraba un piloto de primera; y no era la primera
vez que retaba a algún conocido a una carrera. A veces competían en circuitos
cerrados al tráfico, pero otras veces… otras veces se había comportado como un
auténtico kamikaze, poniendo al límite máquina y cuerpo.
Le
reconfortaba ponerse el casco. Era una sensación única que le acercaba
inconscientemente a otros tiempos muy lejanos. Se sentía un guerrero cuando se
enfundaba en su traje de cuero. Cuando se ponía el casco se imaginaba que era
un auténtico gladiador. A veces llegaba incluso a creerse un guerrero moderno a
lomos de su bestia.
No
le dio tiempo a recrearse en sus ensoñaciones, porque cuando se quiso dar
cuenta ya estaba a la puerta del chalet del empresario. La puerta del garaje
estaba abierta, y uno de los guardias de seguridad aguardaba en la calle. “Por
una vez en la vida ha hecho una cosa como se le manda”—pensó el político—. Con
un acelerón tremendo pasó como una exhalación al lado del sorprendido guardia,
que no tuvo casi tiempo de apartarse.
Dejó
la moto aparcada en el primer sitio que encontró libre y llamó al ascensor que
comunicaba el garaje con la casa. Era perfecto, pensó. Nadie podría decir nunca
que él había estado allí esa tarde. Cuando la puerta del ascensor se abrió, la
fea cara de Sergei le estaba esperando. Odiaba a esa mala bestia. La imagen que
proyectaba de agresividad le recordaba a un perro de combate, siempre dispuesto
a desgarrarte la yugular al mínimo descuido. Se quitó el casco para que le
reconociese con mayor facilidad.
—Bienvenido,
señor —el marcado acento del ruso siempre le exasperaba. Le contestó con un
leve movimiento de la cabeza. Sergei captó el mensaje.
—Acompáñeme,
por favor…
—No
te preocupes, Sergei… conozco el camino. No te molestes en acompañarme.
—Como
quiera, señor.
Con
el casco debajo del brazo Adolfo Saavedra entró como una exhalación en el
despacho-biblioteca de Ernesto despidiendo chispas por los ojos. Su violenta
irrupción pareció sorprender al empresario (sin duda porque ya tenía
planificado el guion a seguir en su entrevista). Le produjo una sombra de
placer la sensación de entrar en su casa avasallándole, poniendo de manifiesto
que era él quien ostentaba la autoridad; que era él quien llevaba las riendas
en este asunto. No dejaría nunca más que Ernesto tomase decisiones que le
pudiesen perjudicar.
—Siéntate,
Ernesto. No hace falta que hagas teatro.
—Tú
mandas…
Adolfo
se fijó en las profundas y marcadas ojeras de su anfitrión. Saltaba a la vista
que esta noche no había dormido (y posiblemente la anterior tampoco).
—Sí,
yo mando. A partir de ahora seré yo el que diga qué se hace y qué no se hace.
Lo de Pamplona ha sido un desastre. Una auténtica chapuza. Te dije que Penélope
no debería reunirse con la vieja y no has hecho nada para impedirlo. Te
advertí, Ernesto, te advertí… dicen que “El que avisa no es traidor” y yo ya me
he cansado de avisarte. Estoy cansado de tu incompetencia, harto de tus aires
de grandeza, de tu arrogancia… estoy harto de ti, Ernesto. Me has decepcionado
de una manera que no te puedes ni imaginar.
—Lo
siento… —acertó a decir el empresario. Estaba encajando la reprimenda como un
colegial travieso, consciente de su culpabilidad—. No estás siendo justo
conmigo, Adolfo… el trabajo está hecho. Mi hombre me lo ha confirmado y en
internet se han hecho eco de la noticia.
—¿Qué
noticia?
—La
vieja esa del asilo para curas y monjas… La han encontrado medio muerta y...
—¿Medio
muerta? ¿Eso has dicho? Ernesto, eres increíble. Te di una orden muy concreta: acabar
con ese problema para siempre. ¡PARA SIEMPRE! —gritó totalmente desencajado—. ¡Joder…
me va a estallar la cabeza!
—¿Cómo
se puede ser tan gilipollas? —continuó—. Se supone que era algo sencillo. No
parece muy difícil acabar con la vida de una anciana. Te puedo decir mil
maneras diferentes de hacerlo sin que nadie se entere. ¡Dios, que banda de
subnormales! Al menos tu hombre sería discreto ¿no?
—Mi
hombre siempre es discreto. Es de lo mejorcito que se mueve por España. Nunca
ha fallado; no sé qué le pudo haber pasado esta vez…
—¿Cómo
lo hizo? ¿Veneno, un empujón, asfixia?
—No;
creo que le ha disparado en la cabeza... Es un método infalible. Al menos con
él siempre lo había sido.
—¡Dios
del Cielo y de mi corazón! ¿Qué has dicho? —Adolfo escrutó los ojos del
empresario haciéndole sentir pequeño. Ernesto empezó a tartamudear nervioso.
—He
dicho que un disparo en la cabeza y...
—Estás
loco, Ernesto… Yo creía que eras un poco gilipollas, pero estaba equivocado…
estás loco de remate. ¿A quién se le ocurre semejante disparate? A un loco,
solo a un loco se le ocurriría semejante estupidez… —Adolfo se pasó las manos
por la cabeza, cerrando los ojos con fuerza. Creía estar soñando, estar inmerso
en una absurda pesadilla sin pies ni cabeza.
—Vamos
a ver, Ernesto… ¿Qué es lo que no entiendes de la palabra discreción? ¿Tú crees
que es discreto ejecutar a una monja? ¡Estás como una puta cabra! ¿Te crees que
esto es una película de gánsteres o qué? ¡Esto es la vida real, Ernesto! ¡La
vida real, joder…! Reza todo lo que sepas para que la anciana no salga de esta,
porque tu vida depende de ello.
Era
la segunda vez en menos de una semana que Adolfo le amenazaba. Ernesto
Zaldumbia no era un hombre que se arredrase y aunque no dijo nada torció el
gesto con desagrado. Nunca antes nadie le había amenazado y había salido con
vida para contarlo. Taladró con la mirada al político. Si quería problemas los
iba a tener, pero antes tenía que dormir un poco. Tenía que acostarse y
descansar. No hacía ni dos horas que había llegado de Pamplona; y el amargor de
una tremenda resaca le estaba destrozando aún el estómago.
—Dime
qué quieres que haga y lo haré —farfulló contrariado.
—No
quiero que hagas nada más por tu cuenta. Quédate quietecito, de momento, porque
cada vez que haces algo la cagas. Ya no me fio de ti.
Una
profunda decepción empapaba la afirmación del político, que le dio la espalda
al empresario, dirigiéndose al pequeño mueble bar.
—Lo
que tú digas…
Ernesto
dudó en ese momento si contarle también lo del travesti; pero no le pareció el
momento; tiempo habría de hablar de eso y de muchas más cosas. Adolfo estaba
demasiado involucrado en ese lío como para no seguir participando.
—A
partir de este momento no hablaremos por teléfono —informó el político mientras
paladeaba una copa de licor ambarino—. Todo lo que tengamos que decirnos lo
haremos de tú a tú. Voy a hablar con un amigo que me debe favores. Es un
prestigioso psiquiatra y dirige un centro de salud mental. —Chasqueó la lengua
con agrado. El licor parecía ser de calidad.
—Quiero
que traigas a mi hija a tu casa y que no salga de aquí bajo ningún concepto. No
quiero que tenga acceso a teléfonos, ni a internet ni a nada del exterior. Tal
vez haya hablado con la monja; pero lo que le haya contado no saldrá jamás de
los muros de su habitación. Es importante que Penélope no se relacione con
nadie. Tráetela a casa y que no hable con nadie en absoluto. Necesito tiempo
hasta que la pueda incapacitar. No será difícil hacerla pasar por loca de
remate si pretende insistir en la historia que le han contado. ¿Tú crees que
serás capas de esto?
Ernesto
pareció acusar el golpe. Ejercer de niñera le parecía lo más degradante que
podía encargarle el político, pero asintió sin emoción. No era el momento de
presentarle batalla a un enemigo tan poderoso como él.
—Tengo
un búnker en el sótano —dijo con nerviosismo el empresario—. Sergei se encarga
de encerrar en él de vez en cuando a algún cliente cuando se demora en algún
pago. Es una auténtica cárcel. Muchos han entrado ahí y no han vuelto a salir
jamás… al menos vivos —esto último lo dijo en un susurro apenas, arrastrando
las sílabas.
Adolfo
fue consciente de que estaba jugando con fuego. No debería descuidarse. Se
movía en un terreno muy resbaladizo. Esa misma tarde haría un par de llamadas a
Colombia para que atasen bien corto a Ernesto. No le gustaban las sorpresas; y
mucho menos las sorpresas desagradables. Se sintió un poco solo y desvalido,
sabiéndose un irresponsable por haber ido a esa casa sin protección y de
incógnito. No obstante no tenía otra salida. Había un dicho para momentos como
ese: “Situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas”. Él no era capaz
de imaginarse una situación más desesperada que la suya: final de campaña
electoral; amenaza de escándalo público; implicación en homicidio. Todo estaba
patas arriba; y para un hombre como él, cuyo afán por la previsión y el control
rayaba lo obsesivo este caos era el peor de los infiernos.
—Hazlo,
Ernesto; pero hazlo ya… no dejes que se nos vaya de las manos esto también.
Esta es una herida que hay que cauterizar cuanto antes. Dejaré instrucciones al
servicio de mi casa para que le preparen las maletas a Penélope. Antes de dos
horas quiero que pases por allí a recogerla. No quiero saber cómo, pero esta
tarde la quiero instalada aquí con carácter permanente. ¿OK?
—OK,
jefe. Tú mandas… ¿Y qué hacemos con el detective?
—Esperar.
Aún no sabemos la información que maneja en todo este lío. Tal vez solamente le
haya servido a mi hija para llegar hasta la anciana, pero no creo que sepa nada
de interés. No quiero que le toquéis un pelo hasta que yo lo ordene. ¿Lo has
entendido?
—Lo
he entendido. No soy tan estúpido. Es solo que…
—¿Qué?
—Adolfo arqueó una ceja con gesto interrogativo.
—Que
ayer por la noche me llamó uno de mis muchachos. Al parecer había una mujer
haciendo muchas preguntas por ahí sobre nosotros. Sobre ti, sobre mí; sobre
nuestras relaciones… Me dijeron que trabajaba para ese detective de pacotilla.
—¿Y?
Adolfo
casi podía prever lo que vendría a continuación, pero ¿prefería tener la
certeza de que el empresario se lo confesase?
—Bueno…
El caso es que le dije que la asustasen un poco. Un par de golpes, unas
amenazas... lo de siempre, ya sabes…
—No,
no lo sé y preferiría no llegar a saberlo nunca. Continúa.
—En
fin… parece ser que se les fue de las manos un poco. Le dieron un par de golpes
y se pusieron un poco cachondos. Supongo que iban un poco pasados… El caso es
que empezaron a toquetearla y se dieron cuenta de que no era una mujer. Al
menos no una mujer de verdad. Tú ya me entiendes.
—No,
no te entiendo. Creo que no quiero saber el final. Eres increíble, Ernesto. No
sé cómo has podido llegar a tener todo lo que tienes. Estás rodeado de
imbéciles. Tú mismo eres un imbécil. No me jodas que la han matado… —una mirada
de marcado odio asesino taladró a Ernesto—. ¡Era lo que nos faltaba!
—No
lo sé, Adolfo… al parecer le dieron de lo lindo. Cuando se cansaron de
sacudirle la subieron a la zona del embalse de Los Alfilorios. Me dijeron que
es una zona donde se reúnen a veces los yonquis con sus camellos para
intercambiar mercancía. lo hicieron parecer un atropello con fuga. No creo que
nadie sospeche nada.
—Vamos
a ver, Ernesto… ¿Tú crees que ese tal Balagar, por tonto que sea, no se va a
dar cuenta de que hay algo podrido en todo esto? Resulta que va hasta Pamplona
y la vieja con la que se entrevista aparece al día siguiente ejecutada como un
vulgar delincuente. Vuelve a Oviedo y a uno de sus colaboradores le dan una
paliza y le atropellan… ¿Y dices que crees que nadie sospechará nada? llevas
demasiados años esnifando esa mierda que tanto dinero te ha dado y...
—NOS
ha dado..., perdona.
La
interrupción no pareció gustarle nada en absoluto al político, que arrugó el ceño.
Tras una profunda inspiración y arrastrando un poco las palabras continuó.
—No
te equivoques. Yo no vendo nada. Yo solo soy responsable de su transporte. No
te equivoques —volvió a repetir, esta vez acompañando a sus palabras de una
mirada dura como el mismísimo acero—. Vamos a arreglar todo esto; pero pon tus
cinco sentidos. Deja de lado todo lo que tengas entre manos. Esto tiene
prioridad de vida o muerte. No me falles esta vez. Ya sabes lo que tienes que
hacer. No me hagas repetírtelo. Vamos a empezar a hacer las cosas bien. Esta
noche volveré por aquí para saludar a mi hija. Trátala bien. No quiero fallos
esta vez.
Con
un portazo salió del despacho dejando a Ernesto humillado y pensativo. La
mirada de soslayo que le había dedicado el político encerraba una advertencia y
una amenaza demasiado evidente.
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