Capítulo
20
E
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l chasquido eléctrico
volvió a sonar. Intentó abrir los ojos; pero a pesar de creer tenerlos abiertos
no veía nada. ¡Estaba ciega! Quiso levantarse pero algo la mantenía sujeta a
una especie de camastro. Gritó con todas sus fuerzas. El eco le devolvió una
voz extraña, como amortiguada, semejante al quejido de una fiera herida. De
repente una luz cegadora le hirió la retina, y unos pasos se dejaron sentir a
pocos metros. Cerró los párpados intentando repeler ese fuego abrasador que le
quemaba las pupilas y agachó la vista hacia el suelo. De su cuerpo provenía un
hedor acre a suciedad y a miedo. No recordaba cómo había llegado hasta allí; no
recordaba quién la había conducido allí; no recordaba nada… En su cerebro las
imágenes se sucedían inconexas, como un puzle roto encajado a la fuerza.
Reprimió una arcada. ¡Se sentía tan débil…!
Un
murmullo se acercaba poco a poco. Parecía el rumor de voces apagadas por la
lejanía. Creyó reconocer la voz más potente, pero a pesar de que le resultaba
conocida no podía precisar dónde la había escuchado antes. Lo único que sentía
en esos momentos era un vacío que lo engullía todo, un sueño devorador que
hacía que los párpados colgasen incapaces de vencer la gravedad. Un dolor
repentino la vino a sacar de su trance. Era un dolor real, no era un dolor
imaginario; porque nacía en una de sus mejillas extendiéndose por todo su
cuerpo. El chasquido de una bofetada retumbó en la habitación.
—Dele
más fuerte, jefe —ahora sí que podía reconocer la voz del hombre que hablaba.
Su marcado acento ruso no dejaba lugar a dudas—. Con la última dosis que le
hemos metido aún debe de estar en el Nirvana.
—Cállate,
Sergei… Asómate a la puerta y avísame cuando esté llegando el doctor. Ha dicho
que la necesitaba lúcida y despierta, así que me llevará un buen rato
espabilarla…
Mientras
el gorila se apostaba a la puerta del zulo Ernesto Zaldumbia se esmeró en
despertar a Penélope. Una bofetada tras otra descargaba su desilusión con la
apatía y el desapego de un sádico matarife. Penélope se limitaba a protestar en
voz baja, inclinando la cabeza hacia abajo con los ojos entornados por el
exceso de claridad repentino. Su cuerpo era incapaz de responder a las órdenes
que enviaba con perentoria urgencia su cerebro. Sus huesos parecían de goma.
Intentó incorporarse, pero sus músculos se negaban a obedecerla.
—Ya
le decía yo que le iba a costar. Lo mejor es que le inyecte un poco de cocaína.
Verá como con eso se espabila de golpe.
—No
seas animal, Sergei. ¿Crees que el doctor no lo notaría? Como algo salga mal
nos van a cargar el muerto a nosotros, ¿o es que no te has dado cuenta?
—Como
veas, jefe; pero lo que sí que va a notar es que le han zurrado de lo lindo.
Las
mejillas de Penélope se cubrieron de un brillante rubor escarlata, evidenciando
la observación del matón. Ernesto se tomó un descanso y encendió un cigarrillo.
De repente tuvo una ocurrencia; y sonrió mientras acercaba la punta del
cigarrillo encendido a uno de los pies descalzos de Penélope. El contacto con
la piel levantó una pequeña voluta de humo mientras su víctima se incorporaba
con dificultad. Un extraño olor a quemado se sumó a los ya existentes;
uniéndose en una amalgama ácida y desagradable a humanidad e inmundicia.
Penélope dejó escapar un gruñido gutural.
—Arrgg…
no, por favor… no sigas… —su voz era apenas un susurro áspero y desagradable.
—Así
me gusta, “Pe” —Ernesto siempre la llamaba así en la intimidad—. Vamos, chica… no
me dejes mal… tienes una cita importante y necesito que estés despierta.
Ernesto
acercó sus labios a los suyos y le depositó un beso con desprecio. Penélope le
respondió con un salivazo en pleno rostro.
—¡Maldita
perra sarnosa!
Le
propinó otra bofetada, pero esta con tan mala suerte que la golpeó en uno de
los oídos. Un hilillo de sangre comenzó a brotar tiñéndole la blusa de un
escandaloso rojo carmesí. Ernesto reprimió una maldición.
—¡Mierda,
Penélope…! ¿Ves lo que has conseguido? Era todo muy sencillo. Solamente tenías
que casarte conmigo. Hubiésemos vivido muy bien los dos; pero no, tenías que
estropearlo todo. Tú y el malnacido de Balagar… ¡Os daba de hostias a los dos…!
Penélope
pareció reaccionar. Despegó un poco sus resecos labios intentando centrar sus
ojos en el rostro del que antaño hubiese sido su prometido.
—¿Balagar?
¿Balagar está bien? —su voz sonaba gutural y deshumanizada—. ¿Qué le habéis
hecho a él?
—Nada,
nada, todavía… de él me ocuparé personalmente y créeme si te digo que voy a
disfrutar con cada segundo de su sufrimiento.
Penélope
apreció en su siniestra sonrisa que hablaba muy en serio. Echó un vistazo
alrededor, comprobando que se encontraba en una especie de habitación con
espejos.
Miles
de focos aportaban una claridad excesiva iluminando la estancia con la
eficiencia de una mesa de quirófano. El mobiliario se limitaba a unos pequeños
armarios metálicos en una de las esquinas; y un retrete sin cerrar con ninguna
pared. Se le pusieron los pelos de punta al comprobar que el habitáculo estaba
atestado de material médico. Un profundo canal recorría toda la sala de lado a
lado, desembocando en un enorme desagüe con rejilla metálica. Al pie de su
camastro identificó un monitor de seguimiento cardíaco y un montón de monitores
conectados a cables empezaron a emitir un desconcertante zumbido. ¿Estaría en
el hospital? No, era imposible, no se veían doctores; allí tan solo estaban
Ernesto y su desagradable e inseparable acompañante; que ahora se acercaba a
grandes saltos.
—¡Ya
vienen, jefe, ya vienen…!
Ernesto
se alejó un par de pasos de su víctima, pero antes puso buen cuidado en pasarle
un pañuelo de papel por el magullado rostro, intentando borrar el rastro de sus
abusos.
Un
minuto después entraban por la puerta dos desconocidos al lado de un mustio
Adolfo Saavedra. Penélope se sintió por un momento a salvo. Le dirigió a su
padre una mirada que era a la vez una interrogación y una súplica. Adolfo
desvió sus ojos cruelmente, como si no hubiese reconocido a la persona que con
tanta aflicción demandaba su auxilio. En lugar de ello se quedó atrás, dejando
que los dos desconocidos se acercasen al sucio jergón. Estos se limitaron a
mirarla con desdén, inspeccionándole las pupilas con rostro circunspecto. El de
más edad se dirigió a Ernesto con autoridad y un marcado acento germánico.
—Ernesto.
Creía haber sido lo suficientemente explícito en mis instrucciones. Este sujeto
no está en óptimas condiciones. Aún se encuentra bajo los efectos de un
narcótico opiáceo.
—Lo
siento, doctor… Creo que he infravalorado la potencia de la droga. Le pido
disculpas.
El
anciano le hizo un gesto a su ayudante y cruzaron unas palabras en alemán. El
joven se agachó y de uno de los cajones metálicos sacó una especie de
bolígrafo. En ella se podía leer una etiqueta que advertía de su contenido: “Danger, autoinyectable adrenaline. Only for
medical use”. Apenas un segundo después el joven le presionaba uno de los
muslos con el bolígrafo. Una corriente de energía invadió repentinamente a
Penélope, que se incorporó de un salto en su camastro respirando
entrecortadamente. Un aluvión de imágenes empezaron a sucederse en su cerebro;
y las pupilas se le dilataron durante un milisegundo. Un torrente de luz
pareció abrirse paso taladrando todo su cuerpo. Las voces le llegaban ahora
nítidas, aunque con ecos:
—Así
está mejor. Mucho mejor. Veamos:
—¿Recuerda
usted su nombre? —Penélope notó en su rostro el aliento putrefacto de su
examinador.
—Penélope.
Penélope Saavedra…
—¿Recuerda
qué ha comido hoy? —otra vez la mirada escrutadora.
—Yo...
Yo no lo sé… no recuerdo haber comido… No sé qué es lo que hago aquí… ¡Papá!
¿Qué está pasando? ¡Diles que paren, por favor….! ¿Qué hago aquí? ¡Dios mío! —empezó
a sollozar.
Adolfo
la había mirado como habría mirado a un potro que se acabase de romper una
pata. Con lástima, pero inclemente. Conocía esa mirada. Se la había visto
cuando había tomado la decisión de matar a su caballo de carreras preferido.
También cuando habían sacrificado al perro de la familia por ser demasiado
viejo ya. Se había limitado a torcer un poco la boca mientras se atusaba el
bigote. Con gesto ausente le indicó al doctor que continuase, como si las
súplicas de la joven que se encontraba maniatada no significasen nada para él.
El
veterano médico comenzó a colocarle a Penélope un laberinto de electrodos con
la ayuda del joven de ojos azules. A medida que los iba colocando crecía su
entusiasmo mientras le explicaba al político lo que habría de suceder:
—Como
puedes observar, querido camarada, las funciones del cerebro son monitorizadas
en aquella pantalla de allí. El cerebro de una persona es como un enorme disco
duro informático. Toda la información es guardada en pequeñas celdas que se
conectan neuronalmente. Si somos capaces de localizar la región cerebral donde
se concentran esas terminaciones nerviosas podemos enviarles unos impulsos electromagnéticos
que borran irreversiblemente esa información. En el caso que nos ocupa lo que
hemos de borrar son los recuerdos a corto-medio plazo. ¿No es así, camarada?
—Adolfo asintió en silencio.
—Bien,
bien… es relativamente sencillo. En mi opinión no debería ocuparnos más de un
par de sesiones. Tres a lo sumo. Le advierto, querido amigo que como cualquier
práctica científica esta intervención no es segura al ciento por ciento. No
sabemos el porcentaje de información que vamos a eliminar, solamente que vamos
a suprimir las capas neuronales más superficiales. Eso debería bastar pero en
algunos casos el cerebro se vuelve loco al ser incapaz de seguir las rutas
habituales de procesamiento de datos. Con relativa frecuencia los sujetos se
vuelven incapaces de efectuar análisis racionales y se ha dado algún caso en el
que la sobrecarga de impulsos electromagnéticos les “fríe” literalmente el
cerebro, convirtiéndoles en lo que nosotros llamamos “fantasmas”.
—¿”Fantasmas”?
—Sí,
camarada, fantasmas. Sujetos que son normales físicamente pero que son
incapaces de procesar información. No reconocen colores, ni estímulos externos,
son una especie de “sombra” que se alimenta, duerme y posee intactos todos sus
instintos animales; pero incapaz de seguir patrones de conducta lógicos. Todo
su aprendizaje cognitivo se habrá esfumado para ellos para siempre.
—Hágalo
Herr Fleischer. No importan las consecuencias. Es un riesgo perfectamente
asumible —los ojos de Adolfo no transmitían emoción alguna—. Quiero que le dé
las dos sesiones hoy mismo, si eso es posible.
—Me
temo que eso es totalmente inaceptable, querido amigo —contestó alarmado el
germano—. Eso equivaldría a hacerle una lobotomía. Su cerebro no soportaría el
exceso de pulsos.
El
doctor meneó la cabeza de un lado a otro visiblemente contrariado.
—Haga
lo que le pido, doctor. Sé que le estoy exigiendo demasiado pero hágalo por los
viejos tiempos. Yo sabré recompensarle, no lo dude.
—Como
usted quiera, camarada; no diga que no le he advertido. Despídase de su hija
porque lo que usted ha conocido no volverá jamás.
—Eso
espero —refunfuñó el político con gesto hosco e inanimado—. Eso espero.
El
doctor hizo una seña a su ayudante y este empezó a teclear órdenes con un
teclado portátil. En el monitor empezaron a sucederse unas curvas de colores
acompañadas de unos débiles zumbidos. Después de unos minutos de exploración
cruzaron una mirada cómplice. El anciano asintió y bajando el índice le indicó
a su asistente que comenzase la sesión. Aparentemente nada había sucedido pero
de la boca de Penélope comenzaron a brotar unos espumarajos de saliva y los
ojos se le pusieron en blanco. Su cuerpo empezó a convulsionar. El doctor habló
con voz pausada:
—Lo
que están ustedes observando es perfectamente normal. El cerebro se rebela
contra las agresiones externas. Tan solo los actos reflejos, que son procesados
por la médula espinal, son apreciables en estos momentos. Estamos procediendo a
colapsar las primeras capas neuronales. Podría suceder que la paciente perdiese
el control temporalmente de sus esfínteres y de sus extremidades.
Un
nauseabundo olor comenzó a invadir la sala, haciendo que los presentes
arrugasen la nariz con desagrado. Parecía que el doctor estaba en lo cierto.
Al
cabo de unos minutos el cuerpo de Penélope perdió su rigidez, y poco a poco fue
relajándose dejándola sumida en una especie de postura de forzada flacidez. El
doctor se acercó y observó sus pupilas comenzando a retirarle algunos
electrodos. Adolfo intervino desde el fondo de la estancia. Había intentado
cerrar los ojos para no ser testigo de la deshumanización de su hija pero algo
le había obligado a observarlo sin perderse ni uno solo de los detalles.
—¿Ya
está, doctor? —parecía un poco decepcionado.
—Ya
está, al menos por el momento —añadió el germano, sin despegar la vista del
enorme monitor plagado de datos y de números—. Es necesario esperar 12 horas al
menos para estudiar su evolución. Una segunda exposición antes de este período
de tiempo la mataría. ¿Usted no quiere eso, verdad amigo mío?
El
hecho de que el doctor dejase de tutearle indicó al político que quizás
estuviese tensando la cuerda demasiado. Decidió aflojar un poco la tensión,
invitándole a acompañarle a tomarse una copa en la biblioteca:
—Estoy
seguro de que su asistente podrá ocuparse del seguimiento de mi hija. Ernesto
se quedará a su lado por si necesita ayuda de cualquier tipo, ¿verdad, Ernesto?
El
empresario asintió con desgana, indicándole a Sergei que él tampoco se iba a
librar de quedarse allí. Con una afectuosa palmada en el hombro Adolfo le indicó
al doctor Fleischer la salida, colocándose a su espalda.
No
bien se habían acomodado en los butacones de piel de la biblioteca cuando les
sobresaltó la brusca interrupción de un demudado Ernesto. Venía a la carrera
con gesto preocupado, y no se había molestado ni en anunciar su llegada. Algo
grave debía haber pasado para que se presentase de aquella manera. Unos
goterones de sudor empañaban su ancha frente y los ojos parecían querer
salírsele de las órbitas. Ambos se levantaron de un salto de sus cómodos
butacones.
—¡Adolfo!
¡La hemos cagado bien cagada! ¡La Policía viene a buscar a Penélope!
—¿Qué
ocurre, Ernesto? ¿Crees que estas son formas? ¡Explícate!
—¡Es
ese maldito detective, el puñetero Balagar Fartón…! ¡Me cago en…!
—Tranquilízate,
Ernesto… Tranquilízate y piensa un poco.
La
experiencia y la seguridad en sí mismo del político consiguieron tranquilizar
levemente al excitado empresario, que bajó un poco la vista avergonzado.
—Has
dicho que viene la Policía. ¿Quién acompaña a ese detective, policías
uniformados?
—No,
solamente un policía, pero mis hombres de seguridad conocen perfectamente a ese
policía. Es el comisario en jefe Medallas. Parece ser que se ha cursado una
orden de apresamiento internacional y….
—Cálmate,
Ernesto. Te diré lo que has de hacer —el sosegado tono del político ejerció de
bálsamo con el asustado hombre de negocios. Este le escuchó con atención.
—Ahora
mismo vas a bajar y decirles a esos hombres que Penélope no se encuentra aquí.
Les dirás que se encontraba indispuesta y que ha tenido que ser ingresada en un
centro médico. Invéntate cualquier historia. Diles que se pongan en contacto
conmigo. Yo les haré dar tantas vueltas que para cuando la encuentren ya será
un vegetal inofensivo.
—¡Ah!
Y por lo que más quieras… —añadió—. Borra esa cara de preocupación ahora mismo.
Solamente nosotros sabemos que Penélope está aquí y así ha de ser, ¿entendido?
El
asustado empresario asintió obedientemente, saliendo presto de la estancia
dispuesto a cumplir su cometido.
En
cuanto le vio cruzar de nuevo el umbral de la puerta Adolfo suspiró con
resignación, volviendo a sentarse en el mullido butacón. Chasqueó la lengua
paladeando con deleite un pequeño sorbo de su vaso de whisky. Ernesto podía ser
muchas cosas, entre ellas uno de los mayores inútiles que había conocido en su
vida; pero en materia de whisky era todo un experto.
—Disculpe
la interrupción, querido amigo. Como le iba diciendo la sobreexplotación
pesquera ha provocado un descenso en las capturas del salmón pero todavía es
buena fecha para tentarle en algunos tramos del Sella. Yo me ocuparé de que le
asignen para mañana una plaza en uno de los mejores cotos de la zona. Con un
poco de suerte podrá comprobar lo combativo que se vuelve ese pez en nuestros
ríos y…
—No
lo tomes a mal, querido amigo —le interrumpió el teutón con gesto grave—. He
creído entender que la policía ha venido a interesarse por el estado de tu
hija. No me habías dicho nada de que la estuviese buscando la policía. Esto
cambia mucho las cosas, camarada; yo no me puedo permitir un escándalo de este
tipo.
—No
es nada que no se pueda solucionar, herr doctor. Usted sabe que los hombres
como usted y como yo estamos a salvo de toda sospecha. Un simple comisario de
policía no puede hacernos daño. Somos demasiado poderosos para un triste
funcionario de segunda ¿no le parece? —el viejo sonrió enseñando unos
amarillentos dientes manchados de nicotina. —En todo caso —añadió el político—
me he ocupado de que nadie pueda confirmar nuestra presencia aquí. De haber
algún escándalo todo apuntará hacia mi “querido” yerno.
—Tan
astuto como siempre, amigo mío, tan astuto como siempre.
—En
nuestra posición toda precaución es poca. Recuerdo un refrán que empleaba con
mucho acierto uno de sus ministros de Asuntos Exteriores, don German Ludo Kravich:
“hasta el piojo más minúsculo incomoda al
hombre más poderoso si le pica en las pelotas” —ambos estallaron en una
ruidosa carcajada.
—¡Qué
razón tenía, camarada, que razón tenía…!
Apuraron
el resto de sus copas en un brindis sonoro y continuaron recordando anécdotas
mientras trasegaban una copa tras otra. Cuando Ernesto regresó al cabo de más
de media hora ambos habían llegado al punto en el que la exaltación de la
amistad le incita a uno a mostrarse más cariñoso de lo habitual. El empresario
se los encontró abrazados el uno al otro mientras coreaban viejos himnos
militares.
Nada
más verle aparecer por la puerta el canoso doctor dio un sonoro taconazo en el
suelo mientras gritaba a voz partida:
—¡Heil, Hitler…!
A
Ernesto no le quedó otro remedio que levantar la mano un tanto cohibido.
—Pasa,
pasa, querido yerno. Estábamos comentando los excelentes licores que componen
tu bodega. Maravillosos, Ernesto, maravillosos…
—Sin
duda alguna este brandy es una auténtica obra maestra —añadió el achispado
doctor con los ojos un tanto vidriosos.
Ernesto
se quedó parado, abofeteado por el profundo surrealismo que significaba
encontrarse allí de pie ante aquellos dos vejestorios borrachos a los que les
importaba un pimiento que la policía acabase de ir a visitarle a su casa. ¿Tenía
que acatar las órdenes de un hombre que le tenía tan poco respeto como para
emborracharse a su costa mientras él sudaba alejando a la policía? No, no sería
él quien oficiase de payaso en ese circo.
Como
si le hubiese leído el pensamiento el político se levantó con dificultad de su
butaca y con paso vacilante e inseguro se acercó a él. Dándole unas pequeñas
bofetadas en la cara le guiño el ojo:
—Relájate,
Ernestín, relájate y tómate una copa mientras nos comentas tu entrevista con
ese... comisario...
Ernesto
no sabía si había sido el tono irónico y ridiculizante del político o el hecho
de que se creyese dueño y señor de su casa pero el caso era que un deseo
homicida le había nacido de la espina dorsal.
Todavía
tenía el vello erizado cuando decidió seguir las indicaciones del engreído
borrachín que tanto empeño ponía en humillarle. Se sirvió una copa del brandy
que tanto alababa el médico germano, sin acomodarse en ningún sillón.
—¿Y
bien? —Adolfo cruzó una pierna sobre otra con ademán interrogante.
—Y
bien, ¿qué? No hay nada que contar. Venían buscando a Penélope porque en tu
casa le habían dicho al maldito detective que ella se había ido conmigo.
Balagar y el comisario dieron por hecho que ella estaba aquí.
—Me
imagino que habrás sabido conducirles en otra dirección. ¿No es así? —el empresario
asintió en silencio.
—¿Y
la orden de detención?
El
anciano doctor parecía ajeno a la conversación, pero Adolfo estaba seguro de
que no se estaba perdiendo ni tan solo un detalle del diálogo que estaba
teniendo lugar en esos momentos.
—Al
parecer están investigando la muerte de la monja en Pamplona. Los últimos en
visitarla fueron ese tal Balagar y Penélope. Necesitan interrogarla y
contrastar la versión del detective. Les dije que ella ya no estaba aquí pero
me ha dado la impresión de que no me han creído. Han dicho que volverían.
—Lo
dudo mucho —afirmó el político, atusándose el bigote—. Me ocuparé personalmente
de que nadie les firme una orden de registro. Pero antes me tomaré otra copa de
este excelente bourbon. Siempre he sido más de escoceses, pero este bourbon
está sublime.
—Con
vuestro permiso —dijo Ernesto, retrocediendo hacia la puerta, incapaz de soportar
por más tiempo ese atropello a su reserva privada de licores.
—Creo
—añadió, sin enmascarar su agresividad—, creo que lo mejor será que vaya a
echarle un ojo a Sergei, no vaya a estar emborrachándose también con “su
florecita”… —al decir esto último Ernesto lanzó una mirada de evidente repulsa
al médico. Este respondió a su provocación levantándose encolerizado de su
butaca.
—¿Qué
está insinuando usted, señor Ernesto? Adolfo, procure controlar a sus esbirros.
Parece que este tiene la lengua bastante suelta.
La
vidriosa mirada del germano se aclaró empañándola de un brillante y peligroso
azul metálico. A pesar de su incipiente embriaguez había vocalizado su queja en
un perfecto castellano. Adolfo intervino con prudencia.
—Disculpe,
doctor; debe de ser un malentendido. Cosas del idioma. Seguro que Ernesto se
refiere a Penélope, ¿verdad, Ernesto? —El político arrastró sus palabras
acompañándolas de una amenazadora mirada.
—Por
supuesto —respondió con sorna el indignado empresario—. ¿A quién, si no? con su
permiso, caballeros —dijo, lanzándoles una furibunda mirada de repulsa—. Pueden
ustedes continuar con su fiesta. Yo tengo que atender a una chica secuestrada y
a un policía entrometido. Si les parece bien comeremos dentro de media hora, a
las dos en punto. Daré instrucciones al servicio para que lo vayan preparando
todo. Que les aproveche…
Ernesto
salió dando un portazo maldiciendo el día en el que su vida se había cruzado
con la de Adolfo Saavedra. En la última semana solo le había aportado problemas
y humillaciones. Fuera como fuese se desharía de todas esas cargas, empezando
por Penélope. Había un millar de sitios donde enterrarla sin que nadie la
encontrase jamás. Si el maldito medico nazi no lo hacía él la silenciaría para
siempre, ya fuese de una manera u otra. Lo único que tenía claro era que ella
nunca hablaría de lo sucedido con nadie. Pero ahora necesitaba relajarse. De
uno de los bolsillos de su chaqueta sacó una papelina de heroína. Con habilidad
separó una pequeña raya y se la esnifó encima de una de las mesas del salón
antes de continuar su camino hacia el sótano. Ahora estaba mejor, muuuucho
mejor.
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