Capítulo
16
C
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uando salí del
hospital un millón de abejas me zumbaban en los oídos. Exhalé con desprecio una
gran bocanada del pestilente aire de la ciudad. Tenía un extraño sabor metálico
y dulzón; a soledad y a indiferencia. Me supo a viciado y gastado. Solamente
otra vez en la vida me había sentido tan culpable y tan furioso. Solamente otra
vez en la vida había sentido crecer dentro de mí ese instinto homicida. Creía
haberlo dejado aparcado para siempre; pero el deseo de venganza pugnaba por
abrirse camino, ajeno a todo aquello que no fuese devolver sufrimiento con
sufrimiento, dolor con dolor.
El
cabrón que había dejado a Balbi en ese estado no saldría impune. Creía tener
cierta idea de por dónde empezar, pero lo primero que tenía que hacer era
reunir a Balbi con su familia; en el caso de que aún resultase posible. Decidí
pasar por mi oficina, y una vez delante de la pantalla del ordenador empecé a
buscar al hermano de Balbi.
Ella
había decido adoptar para su nueva personalidad los apellidos de soltera de su
madre, por lo que su hermano debería de tener como segundo apellido “Torres”.
Conecté un lápiz de memoria. Entré en la página de inicio de la Seguridad
Social. Hacía meses el hijo de unos amigos, de diecisiete años, les había
colado un troyano que me daba acceso ilimitado a los ficheros de consulta de
bajo nivel. Navegué entre docenas de aspirantes hasta que di con el que más se
parecía. Balbi siempre decía que su hermano tenía nombre bíblico, y yo siempre
dudaba entre Samuel y Rubén. No había ningún Samuel, así que Rubén Ortiguera
Torres se presentaba como el candidato perfecto.
Descargué
sus datos en el lápiz de memoria, fijándome que las últimas retenciones de sus
nóminas habían cambiado varias veces de sucursal bancaria. El pagador era el
mismo pero cambiaba con frecuencia de entidad bancaria. Entré en la ficha del
pagador. El ingreso de su nómina venía siendo efectuado regularmente por el
Ministerio de Educación y Ciencia. Siguiendo la pista a las entidades bancarias
descubrí que había estado recibiendo los ingresos en Pola de Allande, en Llanes
y ahora en Hospital de Órbigo. Supuse que se trataba de un profesor sin plaza
fija; interino seguramente. Tenía un amigo en Hacienda que me podría pasar su
dirección fiscal y su teléfono sin ningún problema; pero decidí entrar a probar
suerte en las redes sociales. Es muy frecuente que las personas que trabajan
rodeadas de gente joven se dejen influir por sus tendencias y Rubén parecía un
buen candidato a ello, máxime teniendo en cuenta su movilidad geográfica.
Entré
en el portal de Facebook y tecleé su
nombre y apellidos. Tenía tres coincidencias. Desechando a uno por la edad y a
otro por su residencia solamente me quedaba un aspirante: Rubén Ortiguera; sin
el Torres, residencia en Mieres —Balbi era también oriunda de la cuenca minera
del Caudal—. En sus últimos comentarios recordaba a sus alumnos que repasasen
los efectos de la crisis del 29 (el famoso “crack”
de la bolsa de Wall Street) porque
les podría poner un examen sorpresa en cualquier momento.
Me
resultó curioso ver cómo un profesor se implicaba tan directamente en la
educación de sus alumnos. Lo bueno de la tecnología es que permite el
acercamiento entre educadores y educados, pero a la vez deja un estrecho margen
de exceso de confianza, porque amparados en el anonimato había varios
comentarios del tipo “Que lo estudie tu madre”. Entré en su perfil y le envié
un mensaje privado. “Urgente se ponga en contacto conmigo. Iván con problemas
de salud. Estaré disponible en el 654 454 8802”.
A
juzgar por sus constantes comentarios no tardaría en leer su correo particular;
porque sus actualizaciones de estado eran constantes. Yo ya había dado el
primer paso. Ahora solo quedaba esperar. La buena de Balbi se merecía una compañía
mejor que la mía en estos momentos. Yo tenía cosas que hacer. Cosas importantes
y necesarias.
Miré
el reloj. Se me había pasado la mañana en un abrir y cerrar de ojos. No había
avisado a Chucho de mi llegada, y
seguramente estaría preocupado ya. Pasaría luego a verle; pero no en ese
momento. En ese momento necesitaba pensar, poner en orden mis ideas. En los
últimos cuatro días mi vida se había visto alterada de principio a fin, y en su
alocada carrera estaba dejando tras de mí un rastro demasiado confuso y
doloroso. Era necesario empezar a buscar respuestas antes de que ese vórtice de
inseguridad me atrapase por completo. Bajé dando un paseo hasta el edificio
donde vivía Balbi.
El
ejercicio y el aire en la cara me vinieron bien, porque aunque llegué sudoroso
y jadeante conseguí alejar un poco todos esos fantasmas de funestos presagios.
Abrí el portal con el juego de llaves que Balbi siempre dejaba de repuesto en
uno de sus cajones en la oficina. No pude evitar sentirme como un profanador a
punto de cometer un delito, pero necesitaba salir de dudas. Eché una ojeada a
los buzones de correos. En el segundo derecha… No tuve paciencia para esperar
al ascensor y con grandes zancadas emprendí la corta subida.
La
puerta estaba cerrada a cal y canto. No se observaban marcas de haberla forzado
ni en el marco ni en la cerradura. Empecé a pensar que quizás me había
precipitado en imaginarme cosas. Abrí la puerta y entré en el pequeño
apartamento. Solo había estado dos veces con anterioridad en su casa, pero recordaba
perfectamente su distribución. Me fijé en el escrupuloso orden de todos los
muebles y elementos decorativos. Nada parecía indicar que hubiese entrado
ningún extraño con ánimos violentos.
Solamente
me quedaban la habitación y el salón por revisar, pero todo parecía estar en
perfecto estado. Todo menos unas colillas en un cenicero de la cocina. ¿Qué
demonios hacían allí todas aquellas colillas? Balbi no fumaba, y no permitía
que nadie fumase en su casa. Se había convertido en una obstinada paladín de la
causa antitabaco. Esas colillas estaban fuera de lugar totalmente. Volví mis
pasos hacia la cocina y estudié con mirada profesional el conjunto de restos.
Había
cinco colillas de cigarrillos extranjeros, de una marca que no me resultaba
conocida; y los restos de cuatros cigarrillos de liar. Separé por un lado las
colillas y por otro las pavesas de tabaco de liar. Cerré la ventana de la
cocina. Estaba entreabierta con los batientes extendidos. Eso explicaba que no
hubiese notado el olor a tabaco al entrar en la casa.
Desmenucé
los restos de los cigarrillos elaborados a mano. Todavía olían a hachís. No les
habían puesto boquilla, se los habían fumado liados solamente con papel; y la
película grasienta que se había formado en la punta humedecida a fuerza de darles
caladas no dejaba lugar a dudas. Eran pitillos de costo. Yo me atrevería a
afirmar que más que de resina de hachís de polen, puesto que no se observaban
grumos de resina entre el tabaco. El hachís se había mezclado de forma
uniforme, sin grandes piedras. La resina de hachís suele quedar a medio
consumir, porque al calentarlo se deshace en forma de piedras de un tamaño
diminuto, del tamaño de cabezas de alfiler, mientras que el polen se deshace
como minúsculos granos de arena. Estaba casi seguro de que el hachís que se
había fumado en esos cigarrillos era de una calidad excepcional. Su pureza era
evidente, porque aún se podía percibir su aroma en los minúsculos restos del
cenicero.
Otro
olor extraño y familiar flotaba en la cocina, ahora que la ventana estaba
cerrada. Olía a alcohol. Balbi debía de haberse pegado una gran fiesta con
algunos antiguos amigos. Abrí una portezuela que había debajo del lavadero. En
una bolsa de basura había dos botellas de licor. Una era de vodka y la otra de
whisky de malta. Las dos estaban vacías. En la cuba del fregadero había cuatro
vasos vacíos. Demasiado alcohol para tan pocos invitados. La borrachera tenía
que haber sido de órdago.
Entre
los desperdicios me llamó la atención comprobar que había también unos restos
de un envoltorio de plástico de color azul. Parecían los desechos de unas
papelinas. Las saqué de la basura y las observé detenidamente. Aún estaban
impregnadas de una fina capa de polvo blanco. No necesitaba probarlo para saber
que eran los restos de dos envoltorios de cocaína.
Me
llamó la atención su color, porque por lo general los pequeños camellos
aprovechaban el plástico de las bolsas que tenían más a mano (generalmente
supermercados y grandes comercios) para confeccionar los pequeños envoltorios
de droga. Lo más común era comprarse un gramo o medio gramo de “perico” y que
te lo entregaran envuelto en plástico de un anodino color blanco. No era muy
usual envolver las papelinas en plástico de colores.
Parecía
que sí; que efectivamente Balbi se había pegado una buena juerga: dos gramos de
farlopa y dos botellas de licor para cuatro personas. Eso encajaba bastante con
el perfil que me había dado el inspector Medallas. Habían estado de fiesta, se
habían pasado con las drogas y seguramente habían tenido que ir a reaprovisionarse
de más material a la zona de Los Alfilorios. Todo encajaba: era una simple
cuestión de mala suerte. Balbi había estado en el sitio equivocado en el
momento equivocado.
Tiré
las colillas del cenicero en la bolsa de basura. Fui a la nevera y busqué una
cerveza. No había cervezas, pero sí refrescos. Cogí uno de cola y fui al salón
para ver la televisión. Eran casi las tres de la tarde, y estaban a punto de
poner el Telediario. Cuando entré en el salón estaba todo a oscuras, con la
persiana bajada. A tientas busqué el interruptor de la luz y cuando lo accioné
el corazón me dio un vuelco. En el respaldo de uno de los sillones se podía
observar clarísimamente una mancha carmesí del tamaño de un balón de fútbol; y
otra mancha aún mayor en la alfombra que cubría gran parte del salón. De la
mancha más grande partía un rastro de sangre que se alejaba en dirección al
dormitorio.
Todo
parecía indicar que la habían sorprendido en el salón, dándole un fuerte golpe
que le había abierto una brecha bastante importante, a juzgar por la evidente
pérdida de sangre. La habían dejado tirada en medio de la estancia (seguramente
desmayada y a la espera de que recuperase la consciencia) y después la habían
arrastrado hasta la habitación. No se observaban signos de lucha ni de
resistencia, lo que daba a entender que la habían pillado desprevenida;
seguramente durmiendo en el sofá.
Seguí
el rastro de sangre hasta la alcoba, consciente de que a Balbi la habían
asaltado unos profesionales. Comenzaron a invadirme unas náuseas, acaso
previendo lo que me podía encontrar. El panorama era dantesco. El dormitorio
estaba revuelto en un desorden mayúsculo. La lámpara de la mesita de noche
estaba hecha añicos en una de las esquinas, solemne testigo seguramente de una
anterior lucha a vida o muerte de su propietaria. En el cabecero de la cama
estaban atadas aún unas mordazas de plástico.
Eso
explicaba las marcas que Balbi presentaba en las muñecas. La habían retenido a
los barrotes de la cama con bridas de plástico. La habitación aún olía a tabaco
y alcohol. Había una silla colocada al lado de la cama, como si a uno de sus
asaltantes le hubiese divertido asistir a su tortura. Se trataba sin duda de un
sádico sin escrúpulos.
Podía
imaginarme la escena: Balbi atada de pies y manos a la cama rodeada de, al
menos, cuatro verdugos psicópatas. Había salpicaduras de sangre en las paredes
y en las sábanas; como si se hubieran ensañado golpeándola sin descanso durante
mucho tiempo. Un círculo de color ocre y fuerte olor a amoníaco en el centro de
la cama indicaba que Balbi se había orinado; posiblemente a causa del miedo. No
pude evitar una arcada. De no ser porque tenía el estómago vacío hubiese
vomitado allí mismo.
Esta
salvajada era obra sin duda de unos animales repugnantes, unos animales con
nombres y apellidos; unos animales que era necesario exterminar. Un poco
mareado cerré la puerta de la casa con llave. Quedaba mucho trabajo por hacer.
Una
vez en la calle llamé a un taxi. Necesitaba pasar por mi casa, ducharme,
cambiarme de ropa y comer algo. Cuando estaba pagando la carrera al taxista
empezó a sonar el móvil. Con desgana oprimí el botón de “Aceptar llamada”. Era
un número sin identificar. Al otro lado de la línea no parecía haber nadie.
—¿Diga?
No
me encontraba demasiado receptivo. Los últimos sucesos habían conseguido hacer
de mí un manojo de nervios. Pasaron un par de segundos. El mismo silencio
chasqueaba en mi teléfono. Empecé a desquiciarme un poco.
—Soy
Rubén. Rubén Ortiguera… ¿Está usted ahí?
Mis
sentidos parecieron recobrar vida. Rubén Ortiguera… el hermano de Balbi. Tenía
que captar su atención. Era necesario que no dejase escapar esta oportunidad.
—Si…
No me cuelgue. Usted no me conoce, pero mi nombre es Balagar. Balagar Fartón.
Es necesario que hable con usted, Rubén. Yo trabajo con su hermano Iván y…
—¿Iván
se encuentra bien? En su correo me dice que tiene problemas de salud, y yo... bueno,
en fin… me ha preocupado. Es mi hermano, ¿sabe usted?
—Sí,
claro, claro que lo sé… —¿Cómo no iba a saberlo si era yo el que le había
buscado para ponernos en contacto?—. Verás, Rubén; te hablaré con franqueza.
Iván está en el hospital. Su estado es grave. Yo diría que muy grave —dejé
pasar un par de segundos para que Rubén asimilase la información—. Le han
atropellado y presenta una grave conmoción cerebral. Es pronto para adelantar
nada, pero su estado es crítico. Balbi siempre ha dicho que de toda su familia
tú siempre has sido especial; que tenía una deuda pendiente contigo, una deuda
de gratitud por haberla ayudado y…
—¿Balbi?
¿HABERLA ayudado?
La
voz de Rubén denotaba una confusión evidente. Quizás me había precipitado. Era
evidente que él no estaba al corriente de la vida de Balbi. Para él Balbi
seguía siendo Iván, el hermano que se fue de casa siendo poco más que un
adolescente.
—Perdona,
Rubén… Es una historia demasiado larga. Digamos que tu hermano Iván... Tu
hermano iván decidió cambiar de vida hace muchos años. Ha pasado por momentos
muy duros, ha tenido que tomar decisiones muy difíciles en su vida… No es el
momento de juzgarle. Ahora necesita el cariño de su familia y…
—Le
has llamado Balbi. ¿Es algún tipo de mote o qué? ¿En qué trabaja, de qué vive?
—Ya
te he dicho que es una historia muy larga. El Iván Ortiguera que se fugó de
casa no tiene nada que ver con el Iván actual. Todos los que le conocemos y le
queremos le llamamos ahora Balbi. Esa ha sido su decisión, y nosotros la
aceptamos y respetamos.
—¿Balbi?
Balbina era el nombre de mi abuela. Siempre estuvo muy unido a ella. Siempre la
quiso como a una madre. De hecho yo creo que la ha querido siempre más que a
nuestra madre, pero aun así no entiendo…
—Es
difícil de entender pero tu hermano ha decidido afrontar la vida con la
valentía de un héroe. Tú sabes mejor que nadie que su personalidad nació
encerrada en un cuerpo de hombre. No, no te precipites en sacar conclusiones.
Su corazón es el mismo, su cerebro, sus pulmones… su alma es la misma; pero su apariencia
ha cambiado. Legalmente ahora es Balbina Torres Mairena; ya ha dejado de ser Iván
Ortiguera Torres.
—Sabía
que algún día llegaría este momento. Lo sabía y creía estar preparado, pero se
me hace difícil asumirlo. Supongo que ha estado ahorrando para cambiarse de
sexo y la operación se ha complicado… ¿me equivoco? —la voz de Rubén sonó
desganada.
Podía
notarse la tensión atenazarle su garganta. Yo hubiese preferido mil veces que
Balbi estuviese ingresada por iniciativa propia, pero por desgracia en este
momento era más culpable de su situación que nadie, así que decidí contarle la
verdad. No sabía por dónde empezar.
—Verás,
Rubén. Tu hermana y yo somos investigadores privados. Detectives, si así lo
prefieres. Llevamos unos días investigando una desaparición y hemos puesto
nerviosa a gente muy peligrosa. Tu hermana se ocupaba siempre de la
investigación documental; pero a veces hacía también trabajo de campo. Se ve
que este fin de semana se acercó más de la cuenta a personas que no debía y
como represalia la han agredido.
Rubén
continuaba en silencio. Supuse que le costaba asimilar toda la información que
estaba recibiendo. Continué.
—Ahora
mismo está en observación en el hospital de Oviedo. La tienen sumida en un coma
inducido, porque a resultas de los golpes presenta una fuerte conmoción
cerebral. Ella siempre ha sido muy orgullosa y sé que jamás habría acudido a
vosotros, su familia —remarqué bien la palabra familia— de no ser estrictamente
necesario. Yo no encuentro un momento más crítico que este en su vida, créeme.
Dejé
pasar un par de segundos antes de seguir mi explicación.
—Quizás
me haya equivocado acudiendo a ti en este momento y ella no me lo perdone
jamás; pero si ella llega a ser consciente de que he intentado reuniros
significaría que ha mejorado y eso es en este instante lo único que realmente
importa, ¿no crees?
Rubén
había quedado en profundo silencio, escuchando todo cuanto yo le iba diciendo.
Parecía sopesar pros y contras, debatir consigo mismo sobre la conveniencia de
abrirle la puerta a los recuerdos. Pude escuchar su respiración entrecortada al
otro lado de la línea telefónica.
—Balagar…
No sabe cuánto le agradezco que se haya puesto en contacto conmigo. Llevo años
buscando a Iván, tantos que ya había desistido de su búsqueda. Me habían dicho
que se ganaba la vida prostituyéndose, y me pasé muchas noches recorriendo los
ambientes más sórdidos y oscuros de Gijón y de Oviedo infructuosamente. He
llegado incluso a darlo por muerto. Cuando nuestro padre enfermó le buscamos
desesperadamente. Mi padre murió hace más de cinco años y nunca se perdonó el
haberlo echado de casa. Murió con su nombre en los labios. Le hemos hecho mucho
daño, señor Balagar. Es la hora de recuperar el tiempo perdido.
En
ese momento Rubén pareció derrumbarse definitivamente, porque unos ahogados
sollozos le impidieron continuar hablando.
—Eso
espero yo también. Tranquilízate, Rubén… pasaremos por esto juntos. Balbi
saldrá de esta, créeme.
No
le engañaba. Ojalá Balbi estuviese a tiempo de recuperar todo cuando la vida le
había robado. Empezando por el cariño de los suyos. Quedé con Rubén para esa
misma tarde en la cafetería del hospital.
Cuando
salí de nuevo de mi casa, a eso de las cinco de la tarde aproximadamente, ya
era un hombre nuevo. Me había afeitado, duchado y cambiado de ropa. Es extraño
lo reconfortante que puede llegar a resultar un buen baño. Me había pasado más
de tres cuartos de hora bajo el agua caliente, procurando poner en orden mis
ideas. Llamaría al inspector Medallas, pero antes pasaría a buscar a Penélope
por su casa. La había llamado a su teléfono móvil; pero estaba desconectado. En
nuestra última conversación no le había prestado demasiada atención, preocupado
como estaba por el estado de Balbi; y parecía bastante nerviosa y disgustada.
Me pareció que lo más rápido sería coger mi coche. En menos de una hora
habíamos quedado citados en la asociación con Judith y con Natalia.
Me
intrigaba bastante Natalia. Pese al hecho de haberse criado juntas eran muy
diferentes la una de la otra, y me apetecía comprobar hasta qué punto estaría
dispuesta a luchar por mantener a Penélope en el seno de su familia. Hasta ese
mismo instante habían sido hermanas de sangre, amigas, confidentes… ¿Cómo sería
su vida a partir de ahora? ¿Serían capaces de seguir profesándose el mismo
cariño?
La
respuesta se me antojaba bastante sencilla, puesto que ambas habían anunciado
su firme propósito de no hacer distinciones en su trato.
Todavía
estaba dándole vueltas al asunto cuando llegué a la entrada del chalet de
Adolfo Saavedra. El portón de acceso a la vivienda estaba abierto, y a pocos
metros pude ver como un chico joven se afanaba en darle al seto una forma
triangular con bastante acierto. Supuse que era el jardinero. Paré mi coche a
su lado y bajé la ventanilla. Con el ruido del corta-setos no se había
percatado de mi llegada, así que di un suave toquecito al claxon. El sonido de
la bocina tuvo el efecto deseado, porque con un ligero sobresalto el chico dejó
la máquina apoyada en el suelo a sus pies. Con una de mis mejores sonrisas me
disculpé:
—Buenas
tardes. No era mi intención asustarte. ¿Sabes si la señorita Penélope estará en
casa? Soy amigo suyo —añadí al ver su cara de desconfianza—. Ella me ha llamado
hace un momento para que la viniese a buscar.
La
cara del jardinero era un auténtico poema. A la sorpresa inicial de mi llegaba
se le unía sin duda el desconcierto que le producían mis palabras.
—Buenas
tardes, señor. La señorita ya se ha ido… Hace apenas media hora que la ha
venido a recoger el señor Zaldumbia.
—¿El
señor Zaldumbia? ¿Estás seguro?
No
daba crédito a lo que oía. De todos los candidatos posibles Ernesto era el
menos adecuado a nuestros propósitos. Tenía que tratarse de un error. Ahora el
que estaba conmocionado era yo. Penélope no se habría ido nunca con Ernesto a
no ser que… ¡A no ser que Adolfo tras la discusión inicial la hubiese incitado
a irse con él! Eso sería casi como expulsarla de su casa. Decidí intentar
sacarle un poco más de información al dubitativo jardinero.
—La
señorita Saavedra tenía que acudir conmigo a una cita muy importante para ella.
¿Dijo cuándo volvería o dónde la podría localizar? He intentado llamarla a su
teléfono, pero parece tenerlo apagado.
—Creo
que se ha ido de viaje, señor. El señor Adolfo nos dejó encargo de prepararle
su equipaje.
—¿Estás
seguro?
No
era posible, Penélope nunca se habría ido de viaje en estos momentos. Yo no la
conocía demasiado bien todavía, pero lo que era evidente es que jamás hubiese
accedido a irse sin haber abierto el sobre que le había dado Covadonga
Piamonte; y mucho menos dejando plantadas a Judith y a Natalia. Nada encajaba.
Todo era demasiado precipitado e ilógico. El floricultor me sacó de mis
reflexiones, seguramente intrigado por la mueca de desconcierto que me adornaba
en aquellos momentos.
—Yo
diría que tenían bastante prisa. La señorita no se despidió siquiera, y se
fueron a toda velocidad. Lo cierto es que la señorita apareció de repente en su
coche como por arte de magia. Parecía bastante indispuesta…
—¿Indispuesta?
¿Disgustada?
—No,
no exactamente señor… Yo ni tan siquiera la vi, pero el ama de llaves se asomó
al coche del señor Zaldumbia, y la señorita parecía haberse desmayado.
—Muchas
gracias. Hasta luego.
Definitivamente
todos los planes se estaban yendo al traste. Empecé a notar una dolorosa
tirantez en el cuello, y me obligué a mí mismo a relajar la tensión de la
mandíbula porque empezaron a crujirme los dientes. ¿Qué ocultos intereses
podría manejar Adolfo Saavedra para empeñarse de una manera tan obstinada en la
sumisión de Penélope? ¿Por qué Ernesto Zaldumbia? Parecía estar utilizándola
como moneda de cambio pero... ¿a cambio de qué? Ernesto no parecía poder ofrecerle
nada de importancia a un hombre como Adolfo. El abismo que les separaba a nivel
económico y social era impresionante; por no hablar del nivel intelectual.
Ernesto no era más que un protozoo en el mundo en el que se movía el político.
Me
despedí con un gesto de la mano del jardinero, que se había quedado
observándome sin disimular su curiosidad. Parecía estar evaluándome. Cuando
franqueaba de nuevo el portón buscando la salida sentí su inquisitiva mirada
taladrándome todavía, y al echar un vistazo por el espejo retrovisor pude
confirmar que no había cambiado su postura, espiando mi retirada como un
pajarillo vigilaría el paso de un depredador. Seguramente había quedado
preocupado por la dureza que le habían reflejado mis ojos.
Decidí
relajar un poco esa tensión y volví a sacar la mano por la ventanilla, tocando
el claxon a modo de despedida. El jardinero respondió a mi gesto con otro
similar, exento de emoción. Cuando volví a mirar había reanudado sus tareas con
el seto, empeñado de nuevo en moldear los arbustos, en apariencia ajeno al
mundo que le rodeaba.
Miré
el reloj. Quedaban menos de cuarenta y cinco minutos para la reunión con Judith
y Natalia. Penélope no podría haber dejado de lado un compromiso de tanta
gravedad para ella. Enfilé el coche en dirección a la casa de Ernesto. Cuando
dejé el coche atravesado delante de la puerta de entrada al garaje uno de los
guardias de seguridad salió a recibirme de malas maneras. No era excesivamente
corpulento. Calculé mis posibilidades en caso de enfrentamiento. Yo medía 1,82
cm, y pesaba 86 kg. Obviamente mi estado de forma física distaba mucho de ser
el mejor, pero su metro setenta y sus escasos setenta kg de peso me
envalentonaron.
—Esto
es una propiedad privada. Aquí no puede dejar el coche. Retírelo o llamo a la
grúa.
—No
me llevará ni dos minutos, no se preocupe... —bajé lentamente del coche
mirándole directamente a los ojos—. Dígale a Ernesto que Balagar le quiere ver.
Él ya me conoce, no se preocupe…
—El
señor Zaldumbia nunca recibe visitas sin previo aviso. Retire el coche, por
favor. Yo tengo órdenes de no dejar pasar a nadie, y la puerta del garaje
siempre tiene que estar libre. No quiero problemas. Vuelva cuando tenga
autorización para poder entrar…
—Yo
tampoco quiero problemas, pero los vamos a tener si no llama usted ahora mismo
a Ernesto para decirle que estoy aquí esperándole.
El
guardia se llevó la mano instintivamente a uno de sus costados, y con un
disimulado gesto liberó uno de las trabillas que aprisionaban la porra de mano.
El corchete produjo un chasquido al desprenderse. El gesto no me pasó
inadvertido, pero había venido a ver a Ernesto, y no me iría de allí sin
hacerlo. Elevé la apuesta.
—Como
saques esa porra te la voy a meter por el culo, así de claro te lo digo
—mascullé en tono amenazante.
El
guardia se acercó una de las solapas de la camisa y susurró:
—Dani,
dile a Sergei que tenemos problemas en el portón del garaje, y acércate rápido,
por favor.
El
guardia retrocedió un par de pasos y sacó la porra. Parecía estar esperando a
que yo diera el primer paso. Decidí esperar. En menos de un minuto llegó su
compañero jadeando por el esfuerzo de la carrera. Venía también con su defensa
personal desenfundada, y con la inconfundible mirada del que está acostumbrado
a ejercer la violencia habitualmente.
Este
sí que parecía peligroso. Se trataba de un auténtico gigante de casi dos metros
de estatura. Al ver que su compañero estaba bien pareció relajarse un poco;
pero en cuanto cruzaron la mirada se abalanzaron sobre mí sin mediar palabra.
Parecían tenerlo ensayado de antemano, pero ese era precisamente el gesto que
yo estaba esperando.
Esquivé
la porra del más corpulento, que era el que más me preocupaba, y le di un
empujón al que me había recibido. La diferencia de peso entre este y yo era
evidente y tal y como yo esperaba salió despedido un par de metros hacia atrás.
Aprovechando ese hueco que se abrió entre los dos guardias salí disparado como
una exhalación hacia la puerta de entrada y la cerré tras de mí. El pesado
portón de acero se cerró con un sonido seco, apagando los insultos y las voces
de mis perseguidores. Corrí unos cerrojos que había por la parte interior y
tranquilamente me senté en la butaca de la garita de control de seguridad de la
puerta principal.
En
mi visita anterior a la mansión me había fijado que solamente había dos
guardias de seguridad, así que disponía de un par de minutos para ojear las
cámaras de seguridad a mi antojo. Pinché la cámara de la puerta principal y
pude ver como hablaban los guardias con alguien por radio. Parecían nerviosos.
Sin duda estaban dándole las novedades a Sergei y este no tardaría en llegar
(acompañado, seguramente). Tenía que darme prisa. Accedí al disco duro del
ordenador, y me dispuse a grabar en mi lápiz de memoria los ocho gigas que
ocupaban las imágenes de las cámaras de seguridad de los últimos seis días. Al
parecer el sistema no grababa audio, solo vídeo, y de baja calidad; pero aún
así el procesador comenzó a ronronear molesto por el exceso de tarea.
Busqué
a Penélope en las pantallas de plasma. No había ni rastro de ella, al menos en
las zonas comunes controladas por video-vigilancia. Pasaron un par de minutos.
La barra que mostraba la evolución de la grabación estaba a menos del veinte
por ciento. Necesitaba ganar tiempo. En otra de las pantallas pude ver el
enorme corpachón de Sergei acercándose a la carrera acompañado de otros dos
matones. Venían armados con bates de béisbol y unas intenciones bastante
evidentes. Parecían buscar al intruso con movimientos profesionales.
Se
movían como un escuadrón de soldados bien entrenados, inspeccionando cada
matorral, cada rincón del jardín con una estudiada meticulosidad. Volví a
lanzar una mirada a la barra de estado de la grabación. Cuarenta por ciento…
demasiado lento, no podía esperar; necesitaba más tiempo…
Aproveché
su desconocimiento de mi emplazamiento y oprimí el botón de apertura remota de
la puerta de servicio, al fondo del jardín.
Tal
y como yo esperaba se lanzaron a la carrera hacia la puerta de servicio
creyendo que alguien trataba de escabullirse por allí, dándoles instrucciones a
los guardias de que hiciesen lo propio calle abajo. Volví a mirar la barra de
estado. Ochenta y cinco por ciento. Suspiré aliviado. Quizás me diese tiempo a
salir de allí ileso. Saqué el lápiz de memoria en cuanto finalizó la grabación.
Todos
mis perseguidores se afanaban en encontrarme calle abajo, por lo que con toda
tranquilidad salí por la puerta principal y me subí al coche. Con las prisas
del momento los guardias de seguridad no se habían percatado de sacar la llave
de contacto de mi coche, así que giré la llave y me sentí reconfortado con su
potente respuesta.
La
calle era de sentido único descendente, así que necesariamente debería pasar al
lado de mis acechadores. Empecé a engranar una marcha tras otra. El control de
tracción automático no dejaba de encenderse recordándome que el nivel de
exigencia del motor estaba al límite. El brío de sus 180 CV me pegó al respaldo
de mi asiento deportivo mientras el grupillo que se había apostado a
trescientos metros de distancia empezaba a dispersarse nervioso a los lados de
la calle.
Cuando
pasé como una exhalación a su lado me lanzaron palos y piedras con evidente
frustración, y a punto estuve de estrellarme con una farola cuando vi cómo
Sergei sacaba una pistola de una funda sobaquera. No oí el estruendo de sus
disparos, pero fui consciente de que me habían disparado cuando la luna trasera
de mi coche estalló hecha añicos.
Me
encogí sobre mí mismo hasta que me consideré fuera de peligro cuatro calles más
abajo. El corazón me latía a doscientas pulsaciones por minuto, y el efecto de
la adrenalina en mi sangre hacía que las manos me temblasen con violencia.
Acababa de cometer allanamiento de morada y me habían disparado, pero pese a
todo me sentía bien. Me sentía vivo; hacía mucho tiempo que no me sentía así.
Ya
no recordaba esa sensación de euforia que te invade cuando la adrenalina se
apropia de tu cuerpo. Llevaba demasiados años ocupado en perseguir adúlteros,
morosos y defraudadores. Ya casi había olvidado que antes yo había sido un
hombre de acción. Ya casi había olvidado la confianza que transmite la
superación de tus miedos.
Me
sentí invadido por una corriente de energía infinita; invulnerable… Me abandoné
a esa sensación reconfortante, reduciendo la marcha a una velocidad de
circulación normal mientras palpaba el bulto del lápiz de memoria en uno de mis
bolsillos para asegurarme de que aún lo llevaba encima. Súbitamente me di
cuenta de que el sobre que le había entregado Covadonga Piamonte a Penélope
descansaba en uno de los asientos traseros de mi coche. Había sido un
inconsciente al haber decidido entrar en la casa de Ernesto.
A
causa de mi torpeza podrían haberme requisado el sobre y su contenido podría
haberse perdido en las manos inadecuadas. Necesitaba poner ese sobre a buen
recaudo hasta que Penélope estuviese a salvo. Miré el reloj del coche.
Yo
nunca llevaba reloj de pulsera porque me hacía sentir encadenado. Por la misma
razón nunca llevaba anillos ni pulseras. La sensación de llevar cualquier tipo
de grillete en las manos me sacaba de quicio. Faltaban cinco minutos para la
reunión con Judith y Natalia.
No
iba a llegar a tiempo; pero al menos iba a llegar. Un chirrido me sobresaltó; y
un coche de alta gama apareció de la nada. Por el espejo retrovisor pude reconocer
a un Sergei totalmente fuera de sí gesticulándome para que me apartase a uno de
los lados de la carretera. En su mano derecha brillaba con aspecto amenazador
el enorme pistolón que me constaba no estaba cargado con balas de fogueo.
Sentí
una punzada de pánico en la boca del estómago. Estábamos a punto de entrar en
zona urbana de nuevo. Sergei podría haber esperado a uno de los semáforos para
sorprenderme y apresarme pero en lugar de ello empezó a efectuar movimientos a
un lado y otro de la carretera, indicándome que me detuviera. Consciente de lo
que me esperaba si me detenía hice lo único que cabría hacer en una situación
semejante, que fue emprender una loca carrera huyendo de él.
La
potencia de mi coche pronto quedó en evidencia. Me resultó imposible alejarme.
En lugar de ganarle distancia cada vez le tenía más cerca. Bajamos toda la
avenida de los Monumentos como dos auténticos kamikazes, poniendo en peligro al
resto de conductores, que se apartaban de nosotros como buenamente podían. En
una de las rotondas de la avenida de Santander me colé entre dos camiones,
dejando a Sergei cerrado por el tráfico. Los pitidos de los coches a mi espalda
me indicaron que había quedado estancado entre la corriente del tráfico que
subía al abrir los semáforos.
No
reduje mi carrera y continué adelantando coches como un poseso hasta que a la
altura de la rotonda del General Primo de rivera me pararon dos motoristas de
la Policía Local de Oviedo. Estaban en medio de la calle, con las luces de sus
motos encendidas; esperándome. Detrás de ellos habían colocado una barrera de
pinchos de acero que atravesaba la calle de lado a lado. Era imposible pasar
sin destrozar las ruedas. Maldije en silencio, lanzando una mirada de refilón
al espejo retrovisor. El coche de Sergei estaba a más de doscientos metros,
aparentemente impune al castigo de los agentes del orden.
Decidí
que ya tenía bastantes problemas, así que no me enfrenté a ellos. Escondí el
lápiz de memoria en uno de los huecos del aire acondicionado del coche, y doblé
el sobre que me había dejado en depósito Penélope, camuflándolo en el interior
de un periódico atrasado. La policía tenía cortada la circulación en los dos
sentidos. Dejé el coche en el carril de la derecha y apagué el motor.
Pude
sentir las miradas de todos los conductores que se habían visto obligados a
detenerse. Sentí en ellos curiosidad, miedo, desprecio. Un chico joven con un
coche tuneado bajó la ventanilla y empezó a abuchear a los agentes de policía,
pero enseguida fue acallado por un corro de aplausos. Los peatones que antes
observaban con curiosidad ahora parecían haber tomado partido por los policías
locales; y no podía reprochárselo, porque en mi desesperada huida había violado
todas las leyes de circulación. De nada serviría que intentase explicarles que
me seguía un hombre armado y violento. Un hombre que me observaba desde su
coche con el ceño fruncido y los ojos llameando rabia.
Uno
de los motoristas me indicó que saliese del coche con autoridad. Abrí la puerta
con lentitud, tendiéndole la llave dócilmente. No era el momento ni el lugar
para complicar aún más las cosas…
—Bájate
del coche despacito, Fittipaldi… con las manos siempre a la vista —añadió con
agresividad—. Manrique, llama a la grúa para que retire el coche de aquí. Que
vengan algunos compañeros con el furgón de atestados.
El
otro agente se acercó a su moto y se dispuso a seguir sus instrucciones.
—¿Estás
mal de la cabeza o qué, “campeón”? —noté un marcado acento despectivo en su
voz. Enseguida volvió a la carga.
—¿Estás
loco o qué? ¿Qué te has tomado? ¿De qué vas puesto? ¿Entiendes lo que te digo?
Bajé
la cabeza, avergonzado. Lo cierto era que tenía razón. El agente Manrique
anunció desde su posición que la furgoneta estaba a punto de llegar. Un caos de
sirenas resonaba de un lado a otro. En ese momento fui consciente de la alarma
que se había producido. Se acercó a grandes zancadas hacia mí.
—¿Le
ponemos las esposas, cabo?
—Sí,
Manrique… no parece muy peligroso, pero con estos drogatas nunca se sabe…
Me
dejé hacer sin oponer resistencia. Mejor estar con ellos que dejar que Sergei
me echase el guante.
—Te
voy a cachear, “campeón”. Espero no encontrar ningún pincho o aguja en los
bolsillos de tu pantalón. Como me pinche con algo te vas a enterar. ¿Me oyes,
figura?
—Sí,
te oigo —contesté— y no, no vas a encontrar nada peligroso…
Sentí
el “click” de los grilletes cuando se cerraron en torno a mis muñecas. Empecé a
sentir que mi respiración se agitaba. la mayor de mis fobias consistía
precisamente en tener las manos atadas. Un reguero de sudor empezó a correrme
por la frente. Suspiré con resignación. Era tarde ya para los arrepentimientos.
—¿Sudas,
“campeón”? Pues no te queda nada, figura… —el cabo esbozó una sonrisa y le
guiñó el ojo a su compañero—. No le queda nada a este, colega, je, je. Para
empezar vas a pasar la noche en el calabozo —me dijo, encarándoseme divertido—.
A ver si así se te pasa esta prisa que tienes. Oye, Manrique… ¿no te suena de
algo la cara de este tío?
—Iba
yo a decirte lo mismo… Yo creo que le conozco, pero no sé de qué —el municipal
se rascó el mentón como lo haría un simio.
—¡Hostias!
—exclamó, llevándose la mano a la frente y estallando en una carcajada—. ¡Ya
sabía yo que me sonaba de algo este coche! ¿Este no es el gilipollas que le
hizo la vida imposible a Gaspar?
—Joder…
¡Ya lo creo! Mírale la documentación, Manrique. Tenía un nombre curioso,
Baltasar o algo parecido. Verás cuando se lo contemos a Gaspar. Coño, el mundo
es un pañuelo, Manrique; el mundo es un pañuelo… Solo nos falta Melchor y ya
tenemos el Belén completo, je, je, je…
Cuando
llegó el furgón de atestados Manrique y su compañero anunciaron a los recién
llegados mi identidad y empezaron a mirarme sin disimular la gracia que les
causaba mi presencia allí. Los motoristas estuvieron un par de minutos gastando
bromas sobre mí y acto seguido se pusieron a regular el tráfico para reanudar
la circulación.
Me
estaban introduciendo en el furgón de atestados cuando pasó a nuestro lado el
coche de Sergei. El ruso pasó muy despacio y extendió el dedo índice apuntándome.
Cuando le devolví la mirada flexionó el dedo curvándolo como si apretase un
gatillo imaginario. El mensaje no pudo quedarme más claro.
Con
un empujón uno de los policías locales acabó de meterme en la furgoneta.
Empezaron a tomarme declaración. Yo ya tenía muy claro que no les iba a contar
nada de nada.
Pasaría
la noche en comisaría, pero al día siguiente me soltarían y todavía tenía
muchas cosas que hacer. Lo sentía por Rubén —el hermano de Balbi— y por Judith
y Natalia, pero en ese momento todos mis proyectos quedaban cancelados. En ese
momento solo era un títere en manos de la ley. Una ley que adquirió nombre y
rostro en cuanto llegó la grúa municipal.
Al
lado del operario municipal venía un Gaspar Toseco henchido de felicidad. Su
desproporcionada sonrisa dejaba entrever unos dientes caballunos de
desagradable color anaranjado. Se presentó ante mí echándose las manos sobre un
orondo barrigón que amenazaba descolgarse a consecuencia de sus carcajadas. Un
brillo maligno y divertido Cruzaba su mirada, que me taladró con violencia.
—Hombre,
Balagar… pensaba que no llegaría a ver esto nunca. Al final el tiempo pone a
cada uno en su sitio, ¿verdad?
El
agrio tufillo a ajo y digestión pesada de su aliento me hizo arrugar la nariz,
pero no me molesté ni en contestarle. De ser cierta esa afirmación no tardaría
en llegarle su turno; y me constaba que el bueno de Medallas me proporcionaría
el desquite a no mucho tardar.
Le
dejé pavonearse y mofarse de mí hasta que me introdujeron en el furgón. Me
quedaba una noche muy larga por delante en las siempre hospitalarias
instalaciones de la Policía Nacional de Oviedo. La Policía Local no disponía de
celdas, así que lo más lógico era que me trasladasen a la comisaría de la calle
General Yagüe. Tan solo era cuestión de esperar el cambio de turno de la
mañana. No me apetecía malgastar saliva. Tenía que intentar descansar. Medallas
iba a pedirme muchas explicaciones.
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