Capítulo
17
U
|
n molesto
zumbido precedió a un chasquido y la pesada puerta de acero blindado se abrió
dejando paso a tres hombres. El primero en entrar fue Ernesto Zaldumbia, que
como buen anfitrión se desgañitaba en proclamar las excelencias de su
“habitación del pánico” a sus acompañantes.
A
medio metro de distancia Adolfo se mesaba los bigotes, nervioso. Nunca le
habían gustado los espacios cerrados y el cubículo en el que se estaban
adentrando difícilmente superaría los 8 metros cuadrados. Justo a la derecha
del político escuchaba maravillado un hombrecillo de hombros muy pegados,
huesudo y con rostro de ratón. Frotaba sus diminutas manos como un hámster
asintiendo continuamente a las explicaciones de Ernesto. Adolfo dudaba de que
estuviese entendiendo ni tan siquiera la mitad de los desvaríos del empresario;
porque el hombrecillo parecía anacrónicamente sacado de una novela histórica.
No aparentaba tener menos de setenta años.
Se
trataba de un veterano benefactor de su partido; un viejo amigo de los años de
la transición. Había ejercido la psiquiatría durante la II Guerra Mundial en Alemania,
y en muchos foros se le conocía como el padre de la medicina mental europea. Se
había valido de su amistad personal con el ministro de Propaganda del Partido
Nacionalsocialista para tener carta blanca en el apartado de la experimentación
con seres humanos a finales de la década de los cuarenta. No faltaba quien
afirmaba que carecía de ética, y que muchos desgraciados habían tenido el
infortunio de participar en alguno de sus experimentos; pero le había prometido
a Adolfo Saavedra que su credibilidad a nivel internacional le aseguraría la
incapacitación legal de Penélope. Para el político eso era lo único que
importaba. Necesitaba atajar ese problema cuanto antes, costase lo que costase.
Pasaron al lado de un camastro en el que un pequeño bulto parecía descansar
sumido en un sueño muy profundo.
—Como
puede usted observar, doctor Fleischer, las paredes son de acero blindado y
están rodeadas por muros de hormigón de más de medio metro. Entre el acero y el
hormigón hay una capa de aislante acústico, que dota a este habitáculo de una
insonorización perfecta. Ningún sonido entra o sale de esta habitación una vez
cerrada la puerta.
—Impresionante,
señor Zaldumbia, realmente impresionante. Hacía muchos años que no veía un
trabajo tan bien hecho. Realmente brillante. Me ha gustado el detalle de
ponerle el letrero a la puerta indicando que se trata del acceso a las cloacas
y el cristal blindado para poder observar a sus… ¿capturas, podría decirse? —su
marcado acento extranjero le hacía machacar las erres con la contundencia de
una apisonadora.
—No
podría usted definirlo mejor, doctor. Capturas es la definición exacta. ¿Le
gusta la caza, doctor Fleischer?
—Me
apasiona, pero por desgracia la caza que a mí más me divierte está abolida por
los tribunales de Derechos Humanos. Me encantaría volver a los viejos tiempos,
cuando los hombres de bien teníamos el derecho; la obligación, casi diría yo;
de erradicar a los sujetos digamos… “imperfectos”. ¿No lo cree usted así, señor
Zaldumbia?
Ernesto
no contestó, limitándose a ladear un poco la cabeza. El germano prosiguió,
ebrio de excitación.
—Es
el ejercicio supremo, el acto reflejo de un depredador perfecto. La
aniquilación de otro ser humano te acerca por un segundo a Dios. El poder
venerado desde la prehistoria de dar y quitar vida, la expresión del poder en
su estado más puro… ¿Está usted de acuerdo, no es así?
Ernesto
pareció calcular el alcance de su respuesta, mirando de reojo en dirección a
Adolfo Saavedra.
—Yo
soy demasiado joven, y por desgracia no he vivido ese privilegio, pero me
hubiese encantado haber participado en alguna de sus… ¿cacerías?
—Dice
usted bien, amigo mío. Cacerías.
El
germano le guiñó el ojo, dándole a entender que compartían en cierta medida
gustos y aficiones. Adolfo le hizo volverse presionándole un hombro suavemente
con una de las manos.
—Aquí
en España tenemos un dicho que reza “Agua pasada no mueve molinos”, mein liebe Freund… centrémonos en
nuestro asunto, amigo mío.
—Tienes
razón, Adolfo, como siempre. ¿Es este el sujeto? —dijo, mientras apartaba con
brusquedad la sábana que cubría a Penélope—. Bonita hembra… —masculló—. Es una
verdadera lástima. Una verdadera lástima, sí señor. ¿Está sedada? —con mano
experta levantó sus párpados, observándole las pupilas—. Parece algún tipo de
opiáceo… ¿morfina?, ¿codeína?
—Heroína,
doctor, heroína… no queríamos levantar sospechas solicitando fármacos. La
heroína es fácil de conseguir y más fácil aún borrar su pista. Usted ya me
entiende —añadió, con un brillo malévolo en los ojos. Ernesto parecía sentirse
demasiado a gusto con el doctor, —pensó Adolfo.
—Bueno,
no es lo más indicado para el caso que nos ocupa, pero puede servirnos, al
menos de momento. Señor Zaldumbia…
—¿Sí,
doctor?
—¿Sería
usted tan amable de trasladar mañana a primera hora el instrumental que le he
dejado en el garaje a este habitáculo? Estoy seguro de que Adolfo agradecería
que comenzásemos cuanto antes el tratamiento…
—No
se preocupe, mañana a primera hora tendremos dispuestos todos sus aparatos. Su
asistente, el señor Florian estaba acabando de repasar su inventario en el
garaje. En cuanto esté dispuesto comenzaremos su traslado.
—Estupendo,
estupendo… ¿Estás seguro de querer hacerlo, Adolfo? Una vez borrada la memoria
a corto plazo el cerebro suele volverse loco. Un ochenta por ciento de los
pacientes se vuelve loco y comienza a delirar, porque las conexiones nerviosas
de sus hemisferios cerebrales son incapaces de reconocerse entre sí… Si no me
equivoco, esta es una de tus hijas…
—Es
una larga historia, mein Kamerad… una
larga y triste historia…
—Bien,
bien… tú mismo lo has dicho antes: “Agua pasada no mueve molinos”.
—Gracias,
amigo… ¿Salimos a fumarnos un buen habano? Lo siento, pero los sitios pequeños
me hacen sentir incómodo.
—Detrás
de ti, amigo mío, detrás de ti… ¿Señor Zaldumbia?
—¿Sí,
doctor?
—No
se olvide de inyectarle una nueva dosis a su prometida. Calculo que los efectos
de la droga empezarán a disiparse de un momento a otro.
—Ahora
mismo me encargo de ello. ¡Nikola! —gritó en dirección a un hombre con gesto
adusto que los observaba desde la puerta—. Localiza a Sergei cuanto antes. Le
quiero aquí antes de media hora. Y dile que traiga más caballo de ese que nos
pasan desde Turquía. Nada de mierdas coreanas ni tailandesas.
—A
la orden, señor.
En
cuanto la puerta se cerró de nuevo la sala se llenó de un silencio denso. La
ausencia total de sonidos hacía parecer a la estancia incorpórea. Penélope
intentó levantarse pero no pudo. Todas sus extremidades parecían estar soldadas
al somier de su camastro. Intentó ladear la cabeza, pero los músculos del
cuello no le respondían. Tan solo el cerebro comenzaba a dar muestras de
actividad. Intentó recordar qué había hecho, pero las últimas horas de su vida
se sucedían en su cabeza girando en remolinos que se mezclaban como las aguas
de varios ríos al converger en el cauce madre. El presente y el pasado se
confundían entremezclándose como en una pesadilla incoherente. Era incapaz de
recordar cómo había llegado hasta allí.
El
único recuerdo racional que tenía era el de una mano enorme que le impedía
respirar y la sensación de ahogarse irremisiblemente. Intentó abrir los ojos
pero los párpados le pesaban como si estuviesen firmemente cosidos a sus
pómulos. Empezó a sentir sueño de nuevo. Su cuerpo se abandonaba en un delirio
febril hacia un estado de incapacidad física. No podía mover los dedos de las
manos. Decidió no luchar contra su consciencia y se entregó con resignación a
ese vértigo que la sumía en un estado de calma absoluta; de paz en mayúsculas.
Empezó a plantearse si estaría muerta, pero no tenía sentido. Una inquietante
oscuridad lo invadía todo. ¿Estaría ciega? Estaba sola y no se escuchaba ningún
ruido…
¿Estaría
sorda también? Emitió un débil gemido y la consoló la recepción de su sonido.
No estaba muerta; o al menos no del todo… ¿Dónde demonios estaba? Y lo más
preocupante para ella: ¿Quién la había traído hasta allí? Era extraño, pero
sabía que tenía la necesidad de llorar; que debería sentirse asustada; pero en
su lugar su cerebro se empeñaba en transmitirle una sensación de paz y de
armonía como no había sentido con anterioridad nunca en su vida.
No
sabría decir cuánto tiempo había pasado, pero de repente una luz cegadora e
hiriente le atravesó las pupilas. El brusco choque entre luz y oscuridad tuvo
el innecesario efecto de aturdirla aún más. Si esa era la luz que los
moribundos afirmaban visualizar al final de su vida ella estaba preparada para
atravesar el túnel sin miedos. Tendió los brazos hacia adelante a la espera de
la llegada de esa divinidad que habría de acompañarla al descanso eterno; pero
en su lugar lo que sintió fue un extraño zumbido y un chasquido similar al que
haría una pesada puerta al abrirse. Exhausta se dejó caer de nuevo en su
camastro, incapaz de hacer otra cosa que escuchar. Le pareció oír el ruido de
unos pasos acercarse con pesadez. No parecía el ruido que harían los ángeles al
acercarse volando. Sintió un poco de miedo y se tapó con dificultad con la
sábana. Al cabo de un rato las pisadas se fueron haciendo más nítidas y a
través del algodón de la sábana pudo vislumbrar la silueta de dos hombres que
se acercaban hablando despreocupadamente.
—¿Estás
seguro de que no se entera de nada?
—Claro,
Sergei… El doctor Fleischer es una eminencia. Adolfo dice que es el mejor en su
especialidad. Mañana empezará su tratamiento. Dice que le puede llevar un par
de días, con un par de sesiones al día…
—Joder,
jefe… Eso del electroshock suena a
película de miedo. Para mí que le van a freír el cerebro a la pobre
desgraciada.
—Calla,
estúpido, el doctor sabe bien lo que se hace. ¿Te suena de algo Auschwitz?
—Coño,
jefe, pues claro. Lo de los judíos y todo ese rollo ¿no?
—Exacto,
todo ese rollo… Pues el padre de este hombre dicen que era capaz de tener a los
presos trabajando días y días sin dormir porque les extirpaba no sé qué del
cerebro; y gracias a él se inventaron un montón de medicamentos que ahora usan
todos los loqueros del mundo. Este hombre lo lleva en la sangre. Cuando otros
niños pensaban en jugar a la pelota él hacía de ayudante de su padre en la mesa
de operaciones. Si Adolfo dice que es uno de los mejores especialistas en salud
mental de Europa ha de ser por algo, ¿no crees? —no esperó respuesta.
—De
no ser porque es un peso pesado en su campo parece ser que le hubiesen juzgado
por participar en crímenes de guerra y por atentar contra los Derechos Humanos
en sus experimentos. Nunca se ha podido demostrar, pero ya se sabe que cuando
el río suena…
—Cuando
el río suena… ¿qué, jefe?
—Joder,
Sergei; a veces me sacas de quicio… Cuéntame otra vez la historia esa del
detective; anda, que seguro que se te da mejor.
—Ya
te lo he dicho, jefe. El muy gilipollas intentó entrar y se puso chulito con
los guardias de la entrada, pero en cuanto nos vio llegar a nosotros se acojonó
y se marchó con el rabo entre las piernas.
—¿Seguro?
—Seguro,
jefe, seguro… le he seguido hasta la rotonda del edificio de Las Salesas; pero
cuando estaba a punto de echarle el guante se me adelantaron los municipales. Yo
me libré de pura chiripa, porque a él le estaban esperando con la calle cortada
y todo. Le va a resultar difícil salir de ese marrón.
—No
seas ingenuo, Sergei… mañana como muy tarde estará en la calle, si es que no ha
salido ya… ¿Qué tienen en su contra? ¿Conducción temeraria? ¡Menuda tontería!
le harán las pruebas de alcoholemia y de drogas en sangre y a las cuatro horas
estará fuera… ¿o no te acuerdas de cuando te pillaron a ti por lo mismo?
—Mi
caso fue distinto, jefe; yo estaba borracho y no vi el escaparate hasta que fue
demasiado tarde…
—Bueno,
déjate de cháchara, que está al llegar el mariquita ese que se ha traído el
alemán. Mucho cuento de raza aria y tonterías pero para mí que son maricones... ¿Has visto cómo se miraban?
—Ya
lo creo, jefe… Me he fijado que el viejo llama a ese enclenque “Flor”. Es
asqueroso. Como esta noche empiecen a sonar los somieres en alguna habitación
yo no respondo de mis actos, te lo juro. No soporto a los maricones, jefe…
—Ni
yo, Sergei; ni yo... Déjales que hagan lo que quieran; total, para dos días que
van a quedarse… ¿Has traído el caballo?
—Pues
claro, jefe. Afgano cien por cien. Del último cargamento de Turquía. Sin cortar
ni nada. La Penélope debe de estar flipándolo en colores todavía —el ruso soltó
una risotada pueril.
—Cuando
salga de esta, si es que sale… —añadió el matón con prudencia— podrías ponerla
a trabajar en alguno de los clubs. Todavía está aprovechable.
Otra
sonrisa pueril, esta vez coreada por su jefe.
—Mira
que llegas a ser animal, pero el caso es que tienes razón. Alguno habrá que
pague un pastón por ella.
—¿Me
dejarás probarla, jefe?
—No
te pases, Sergei, no te pases… Que todavía es mi novia, joder…
—Lo
siento, jefe; no pretendía enfadarte. Ponle la goma, que le meto la aguja yo…
Con
unos suaves golpecitos en una de las venas comenzó a inocularle una generosa
dosis de heroína. Penélope intentó resistirse, pero en su interior su cerebro
ansiaba otro chute de vacío; otra dosis de ingravidez y de armonía. Cerró los
ojos dejando que el veneno la fuese poseyendo poco a poco, volviendo a sentirse
flotar en un universo paralelo.
—Ya
está —dijo el ruso con indiferencia—, con esto tiene para otras seis horas por
lo menos. A estas alturas ya debe de ser yonqui perdida, porque dicen que
después de tres dosis ya no pueden vivir sin ella.
—Quién
se lo iba a decir… En fin… —murmuró apesadumbrado Ernesto—. Déjala que duerma a
gusto. Por cierto… ¿Qué sabes de Malasangre?
—Poca
cosa. Le he pagado y se ha marchado sin decir ni esta boca es mía. Decía que
tenía cosas que hacer en Colombia. Para mí que ese no vuelve…
—¿Por
dónde va a salir, por Ranón o por Barajas?
—Ni
por un sitio ni por otro. No se atreve a coger el avión. Está acojonado porque
le ha visto la cara uno de los enfermeros de la residencia y tiene miedo de que
le reconozcan en el aeropuerto. Nuestros muchachos le van a embarcar la semana
que viene en uno de los cargueros que salen de San Juan de Nieva cargados de
material de construcción.
—Bueno,
cállate ya; que ahí viene el mariquita ese… —Ernesto se llevó el dedo índice de
la mano derecha a los labios indicándole a su subalterno que guardase silencio.
—Pero
si no habla ni una palabra de español, jefe.
—Que
tú sepas, Sergei, que tú sepas… Estos intelectuales afeminados se las saben
todas, muchacho. Tienen la inteligencia de las mujeres y los cojones de los
hombres. Hazme caso, Sergei. Nunca te fíes de los mariquitas. Good night, mister Florian! Come here,
please!
Con
grandes aspavientos indicó al asistente del doctor Otto Von Fleischer que
empezase a descargar instrumental. Miró de reojo a Penélope, que descansaba
como un bebé y salió a tomar el aire.
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