Capítulo
19
D
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olores Menguada
estaba hundida. Nunca se hubiese imaginado que la vida de una persona fuese tan
frágil. Se había pasado las últimas cuarenta y ocho horas despierta, atenta a
la evolución de su mentora, atenta a cada movimiento, a cada respiración a cada
estremecimiento. Había rezado día y noche confiando en que la fortaleza de esa
pequeña mujer sería suficiente para restablecerla; pero al parecer Dios ya había
dado por concluido su viaje en ese mundo; y la había llamado dulcemente, porque
poco a poco su vida se había ido apagando.
La
confortaba la idea de que al menos le había dado tiempo a llevar a cabo sus
planes para con Penélope, pero no podía evitar sentirse culpable. Nunca tendría
que haber pasado lo que había pasado; y solamente se le podía achacar a ella la
falta de seguridad del centro. Nunca había creído necesario invertir dinero en
cámaras ni en vigilantes privados. Ahora ya era tarde. “los arrepentimientos
siempre llegan tarde” —pensó—. Solamente esperaba que en el caso de Covadonga
Piamonte no hubiese sido así. Ella se merecía el perdón de sus pecados. Recordaba
que en su última conversación la monja había dado muestras de atrición; y
llevaba años viéndola sufrir, sabedora del dolor de su alma. Covadonga había
muerto detestando el pecado que había cometido.
A
Dolores se le vino a la cabeza la imagen de su párroco de la infancia, Don
Víctor. En el catecismo le llamaban divertidos “Don Vitorilo” por su similitud
con el célebre Don Vito Corleone del cine. Aún podía imaginárselo dando grandes
aspavientos: “Nunca desesperéis de la
salvación eterna; porque Dios siempre facilita, por caminos que en ocasiones
solamente Él conoce, la ocasión de un arrepentimiento salvador. No hay pecado
—decía siempre el viejo sacerdote—, por grave que este sea, que no tenga perdón
de Dios si se cumple con el debido arrepentimiento”.
En
el caso de Covadonga, el perdón debería estar asegurado porque la contrición
había llegado a formar parte tan activa y sincera de su vida que no había un
solo momento del día en el que no resultase evidente su carga.
Trató
de desechar ese pensamiento y abrió el cajón del escritorio que tan familiar le
estaba resultando últimamente. Se sirvió una ración generosa de pacharán y la
apuró de un solo trago. Ana María Tudela se había pasado los últimos años de su
vida aleccionándola para cuando ella hubiese de sustituirla y siempre había
creído estar preparada; pero en las últimas horas todo su arrojo y valentía
parecían haberse diluido en el fondo de un vaso de licor. Dudó entre servirse
otro trago o guardar la botella. Faltaban unos pocos minutos para que llegase
una visita expresamente llegada del Vaticano.
No
era la primera vez que recibía visitas de representantes eclesiásticos, pero
tenía que reconocer que la había sorprendido desagradablemente la celeridad con
la que habían respondido en esta ocasión. No cabía duda de que ansiaban hincarle
el diente a El Sauce Llorón. A pesar
de que Ana María la había prevenido en incontables ocasiones nunca se habría
imaginado que fuese a suceder con tanta rapidez. Se estremeció al darse cuenta
de que la esperaban unos días muy inciertos, planeando la inhumación de sor
Covadonga y tratando de escabullirse de los buitres que el Vaticano había
enviado. Solo una cosa tenía clara: lucharía con uñas y dientes por preservar
la propiedad de su tutora.
Lanzó
una mirada de soslayo a la imagen de la Virgen que presidía la pared de su
despacho, rogándole encarecidamente que le diera las fuerzas suficientes para
hacer frente a todos los problemas que se le avecinaban. Guardó apresuradamente
la botella y el vaso en su escondite y pulverizó un poco de perfume en la
habitación tratando de camuflar el rastro de sus inconfesables tentaciones.
Al
otro lado de la puerta ya se escuchaba el roce de pasos por el pasillo.
Paquito, el asistente personal de la difunta Covadonga asomó su cabeza por el
minúsculo hueco de la puerta abierta después de dar unos tímidos toques con los
nudillos.
—¿Da
usted su permiso, doña Dolores?
—Por
supuesto, Paco, por supuesto.
Si
realmente la cara era el espejo del alma, el alma del sanitario no podría estar
más marchita en esos momentos. Sus profundas ojeras denotaban un evidente
insomnio, y sus enrojecidos ojos daban testimonio de haber rendido un húmedo y
reciente culto al dolor. Dolores no pudo evitar sentir cierta empatía por el
afeminado auxiliar.
—Ha
llegado la visita que estaba esperando.
Al
decir esto el sanitario deslizó su mirada hacia el suelo con gesto afligido.
Dolores le devolvió el gesto contestándole sin demasiada vehemencia.
—Hágalos
pasar, Paco; hágalos pasar.
No
estaba demasiado segura de poder hacerles frente con la serenidad necesaria;
pero ¿qué otra cosa podía hacer? Trató de no aparentar la inquietud que la
consumía, prometiéndose a sí misma que Covadonga podría sentirse orgullosa de
haberla ido instruyendo con esmero a lo largo de tantos años.
Segundos
después entraba por la puerta don Benito Escabeche acompañado por uno de los
mejores notarios de Pamplona. El representante del Vaticano vestía una sencilla
túnica con alzacuellos y un enorme sello de oro adornaba una de sus manos. Era
un hombre entrado ya en años, con las sienes blancas y un gesto noble exento de
malicia en los ojos. Se trataba de un sacerdote vasco experto en leyes que
había ejercido la abogacía en su vida seglar. Hacía años que trabajaba al
servicio del Vaticano encargándose en España de los asuntos de Su Santidad en
materia de patrimonio y derechos inmobiliarios. Tenía fama de hombre astuto e
inteligente y bajo su fachada de hombre frágil e inofensivo todos afirmaban que
habitaba un personaje duro e inflexible —despiadado en ocasiones—, por lo que
Dolores se puso en guardia, sabedora de que cualquier signo de debilidad podía
representar la diferencia entre el triunfo y la derrota. Se levantó de su
sillón para recibir a los recién llegados.
—Buenos
días, señores —estrechó la mano que le tendía el primero de ellos con firmeza—.
Tengan la amabilidad de tomar asiento, por favor.
—Es
usted muy amable, señorita Menguada —comenzó el sacerdote prudentemente—. Ante
todo quiero manifestarle las sinceras condolencias de Nuestro Santo Padre,
extensible a todos sus leales siervos. Le presento mis duelos personales ante
la luctuosa partida de su mentora, doña Ana María Tudela. Usted sabe que me
unía a ella una amistad bastante importante.
—Me
consta, don Benito, me consta… Estoy segura de que ella sabrá aceptarlas desde
el cielo con el agradecimiento que se merece, no le quepa la menor duda.
Dolores
percibió que el representante de la Santa Sede había acusado el hiriente matiz
de su comentario, porque un diminuto relámpago asomó a su mirada. Tomó buena
nota mental de la agudeza de su visitante. No en vano provenía de un Estado en
el que los comentarios siempre se hacían en voz baja. Debería de tener cuidado
en lo sucesivo, porque el viejo abogado estaba acostumbrado a hacer de los
matices y los gestos su forma de vida.
—Permítame
que le presente al ilustre Señor notario, don Aitor Susaeta Goñi.
—Encantado
de conocerla, señora —afirmó el hombre de leyes mientras Dolores le tendía la
diestra.
—Lo
mismo digo, caballero. Es obvio que la suya es una visita de negocios, ¿verdad
señores? Bueno —añadió, con gesto hosco y decidido—, entonces podemos comenzar.
Ustedes dirán…
Ambos
hombres se miraron desconcertados. Era evidente que no se esperaban una
hostilidad tan prematura. Dolores cruzó los brazos, adoptando una postura que
manifestaba a las claras sus intenciones belicosas. Al final pareció tomar la
iniciativa el abogado de la iglesia. Su tono era conciliador y suave, como
correspondía a la clase de hombre acostumbrado a la negociación.
—Somos
conscientes de que la nuestra es una visita inoportuna y desagradable, pero
nuestra presencia aquí es necesaria para tratar de discernir y valorar los
intereses de nuestra Madre iglesia en referencia a la partida de doña Covadonga
Piamonte. Nuestra hermana en Cristo dejó este mundo en un momento en el que su
relación con mis representados no era demasiado cordial, por así decirlo…
El
abogado observó con atención el efecto que estaban causando sus palabras en la
directora. Como ella no daba muestras de afectación decidió continuar.
—Posiblemente
la incomode que trate estos temas en este momento, pero mis representados están
dispuestos a olvidar los desencuentros que hayan podido producirse en el pasado
y me han manifestado su interés por ayudarla a tomar las riendas de este
centro. Somos plenamente conscientes de las dificultades que le van a surgir
para encontrar financiación ahora que su principal benefactora se ha… ido —esto
último lo añadió con una prudencia exquisita—. Nosotros estamos dispuestos a
brindarle este apoyo económico que tan necesario le va a resultar y…
—Puede
usted guardarse el guante de seda, don Benito… —atajó Dolores con firmeza—. El
señor Susaeta está aquí como representante del Estado español en materia de
leyes, ¿no es así, señor Susaeta?
El
notario asintió casi imperceptiblemente, visiblemente incomodado con la tensión
que empezaba a respirarse en el ambiente.
—Bien
—continuó la directora con gesto hosco—, pues entonces dejémonos de rodeos
innecesarios. Me imagino que usted ha citado aquí al señor Susaeta para dar fe
de la apertura de los documentos testamentarios de doña Ana María Tudela y
Montes de Iruña, ¿no es así, señor notario? —el aludido volvió a asentir en
silencio.
—Supongo
—continuó Dolores, sin bajar el tono de voz— que lo habitual en estos casos es
que las partes implicadas acudan a su notaría para la lectura de las disposiciones
finales testamentarias. ¿O no es así, señor notario?
—En
efecto, señora… así es; aunque excepcionalmente…
—Lo
sé perfectamente —le interrumpió una belicosa Dolores Menguada alzando de nuevo
la voz—. Excepcionalmente reciben el encargo de acudir al domicilio de algún
finado para dar fe de la veracidad de algún documento testamentario. Casos de
excepcional urgencia, me supongo…
—En
efecto, así es —manifestó el hombre de leyes, notablemente incomodado por las
interrupciones de la que sin duda era para él una ordinaria y vulgar
entrometida.
—Bueno,
pues entonces, si no tiene inconveniente, don Benito —matizó la directora
buscando la mirada del sacerdote—. Dado que para usted es tan urgente la
apertura del testamento de Ana María Tudela no le voy a hacer esperar más. Me
imagino que los honorarios de este señor que le acompaña corren de su cuenta…
—Por
supuesto, señora, por supuesto. Faltaría más…
El
sacerdote se revolvió incómodo en su asiento, empezando a ser consciente de que
la reunión empezaba a escapársele de las manos. A él le gustaba llevar siempre
la iniciativa pero había algo en la determinación de esa mujer que le
intimidaba levemente. No sabría precisar si era su mirada, tan parecida a la de
su difunta esposa Claudia o su imponente figura (la buena señora medía un metro
ochenta abundante, acompañado de una corpulencia física extraordinaria).
Pareció aliviarse al ver que Dolores cedía un poco de terreno.
—Bien,
pues entonces puede proceder a la lectura del testamento cuando lo desee, señor
notario.
Mientras
el fedatario se ajustaba las gafas Dolores le dedicó una mirada de intensa
enemistad a Benito Escabeche. Antes de la llegada de este se había asegurado de
leer la copia que Ana María le había dejado de su testamento. Adjunto a los
documentos jurídicos había una nota manuscrita por la propia monja, en la que
la prevenía de las batallas que habría de sostener y vencer si quería que el
centro de retiro espiritual no pasase a manos de los distintos acreedores,
entre ellos la iglesia. Esperó mientras el notario leía despacio y con voz
clara las primeras disposiciones del documento. Se trataba de meros formalismos
y aceptaciones de lo dispuesto por su mentora. Asintió maquinalmente a todos
los requerimientos hasta que este llegó a la parte central del testamento. La
cara del sacerdote ganó en lividez cuando el notario aseveró con voz clara:
“Es mi firme decisión que la titularidad
de “La finca El Sauce Llorón” pase a manos de mi heredera la Señorita Penélope
Saavedra, a condición de la aceptación de esta. Para ello deberá aportar los
documentos acreditativos que sean necesarios para demostrar su legítimo
reconocimiento. En lo referente a la gestión de la asociación del mismo nombre
lego todos mis derechos a la actual gerente, doña Dolores Menguada, otorgándole
pleno derecho para la utilización de las dos cuentas corrientes que la
asociación posee en la entidad Banco Popular Español; con los números de cuenta
número….”.
—Disculpe
que le interrumpa, señor Susaeta… —el sacerdote había tardado en intervenir,
como si hubiese estado debatiendo entre interrumpirle o esperar hasta el
final—. ¿Ha dicho usted heredera? Nos consta que en el momento del
fallecimiento de la señora Tudela no existía persona alguna con derechos
adquiridos sobre la interfecta. Me temo que he de impugnar este testamento
porque es inaceptable. A fecha de hoy tengo la completa certeza de que no
consta en ningún documento la existencia de herederos por parte de la difunta
señora Tudela.
Dolores
pareció divertida por la reacción del sacerdote, pero se abstuvo de hacer
ningún comentario. Tan solo se limitó a mirar de reojo al notario, que levantó
la vista de los papeles unos segundos apenas.
—Está
usted en su derecho de iniciar las acciones que considere oportunas, señor
Escabeche. Si es tan amable, acabo la lectura y me comunica las medidas que
tenga a bien adoptar, pero entretanto…
El
notario continuó con la lectura del testamento pero para el sacerdote ya había
perdido todo el interés. Había recibido unas instrucciones inusualmente
precisas: la parcela en la que se asentaba la capilla del centro de retiro
espiritual debería pasar a formar parte de las propiedades de la iglesia. No
importaban los recursos o las acciones que fueran necesarios. Solamente un
puñado de personas estaban al tanto de sus intenciones en España y se le había
dotado de unos recursos ilimitados. Benito nunca había decepcionado a sus
superiores. Esta vez no sería una excepción. Enfrente de él estaba una Dolores
Menguada que le observaba de tú a tú, acaso ignorando el poder que se le había
otorgado. Empezó a notar que la barbilla le temblaba levemente a causa de la
frustración. En cuanto el notario hubo acabado se secó unas gotas de sudor frío
que comenzaban a nacerle de la frente.
—¿Podría
usted dejarnos un momento a solas, señor Susaeta?
—Por
supuesto. Si ustedes me estampan su rúbrica en estos documentos daré por
concluida esta visita. Es usted libre de acudir a los tribunales si así lo
desea, señor Escabeche.
—Tenga
por seguro que lo haré —respondió indignado el sacerdote, mientras se secaba
una perla de sudor que le acababa de nacer en la frente—. Las disposiciones que
usted acaba de exponer son inaceptables para las personas a quienes represento.
—Un
placer, señora Menguada —el joven notario le estrechó la mano a la directora una
vez esta hubo garabateado su firma en los documentos. Lanzó una mirada de
complicidad al abogado antes de acercarse a la puerta con paso rápido.
—A
su disposición, señor Escabeche —añadió, antes de acariciar el pomo de la
puerta—. Transmítale mis más afectuosos saludos a Monseñor Espigno. Dígale que
a mi esposa y a mí nos complacería que nos volviese a visitar cuando disponga
de tiempo.
—De
su parte, no se preocupe. De su parte.
Benito
Escabeche aceptó la advertencia sin dar muestras de haber captado ninguna
intención oculta en el comentario, pero era consciente de que el notario había
puesto de manifiesto sus buenas relaciones con Monseñor Espigno de manera
deliberada. El cardenal Espigno era sin duda alguna uno de los hombres con más
poder en el Vaticano. Benito podría decir que trabajaba para él si la suya no
fuese una ocupación vocacional. Desde la muerte de su mujer se había
comprometido en cuerpo y alma en hacer grande y eterna la gloria de Cristo, y
había puesto todos sus conocimientos y voluntad en el firme propósito de velar
por los intereses de la Santa Madre Iglesia allí donde se requiriera su
presencia. En este caso era el cardenal Espigno quien dirigía personalmente las
evoluciones de ese expediente; pero sería absurdo inquietarse por la resolución
de un simple litigio administrativo. En cuanto el notario hubo salido de la
habitación se encaró con la directora:
—Debe
de tratarse de un error o de una broma ¿no es así, señora Menguada? Si lo que
pretende es ganar tiempo le aseguro que no le servirá de nada. No le recomiendo
que se enfrente a mí. Tengo de mi lado la razón y unos recursos ilimitados. Le
convendría negociar ahora que todavía está a tiempo. No quisiera tener que
escarbar y sacar a la luz ciertos documentos crediticios…
El
abogado contaba con que la simple mención de los distintos créditos de bajo
interés que el Banco Vaticano había ido otorgando a El Sauce Llorón a lo largo de los años intimidaría a la robusta
directora; pero esta en lugar de amilanarse pareció ofuscarse aún más. De un
salto se levantó de su sillón apuntándole directamente con el índice de su
diestra, el rostro encendido de ira.
—No
me venga con pamplinas, señor Escabeche. Hace tiempo que no me asustan los
cuentos para niños y para viejas. El centro está debidamente saneado
económicamente y prueba de ello es que no nos hemos demorado ni en una sola
mensualidad. El hecho de que la señora Piamonte nos haya dejado no cambia ni
cambiará esa situación, créame. No sé si se ha dado cuenta usted pero en El Sauce Llorón me he pasado casi la
totalidad de mi vida. Para bien o para mal he visto pasar por aquí a muchos
siervos de Dios, como usted bien dice. Solo hay una cosa que me ha quedado
clara; y es que cuando llega el momento de irse para siempre se forma una
especie de carrera regresiva que nos traslada a todos a momentos pasados. He
visto a curas como usted arrepentirse llorando como críos aceptando
aberraciones que asquearían hasta a la mente más depravada; perversiones aceptadas
como práctica habitual sin que sus “clientes”, como usted se empeña en
llamarles, hagan otra cosa que negar su existencia.
—Un
respeto, señora —replicó ofendido el sacerdote—. No es necesario difamar la
imagen de la Santa Madre Iglesia gratuitamente. De eso ya se encargan por
desgracia muchos charlatanes impíos cada vez con más frecuencia. En esta
sociedad tan corrompida ya no se respeta nada, ni tan siquiera lo más sagrado…
—¿Cree
usted estar preparado para ese viaje, señor Escabeche?
El
aludido palideció.
—Aún
no me ha contestado —insistió con vehemencia la directora, levantándose de su
asiento y adoptando una postura amenazadora—. Todos tenemos que ser juzgados,
señor Escabeche. Seglares y laicos. Hombres y mujeres… cuando a usted le toque
presentarse ante Dios, ¿cree que llegará libre de toda culpa?
El
sacerdote se sintió incapaz de soportar su mirada desafiante sin responder. Se
produjo un silencio tenso que duró un microsegundo. Era evidente que estaba
haciendo esfuerzos sobrehumanos por no perder la compostura. Cuando respondió
lo hizo con una cadencia deliberadamente lenta. Hiriente.
—Es
usted una hereje y una impía. Jamás me habían insultado de esta manera. Soy un
hombre de Dios. El respeto a Dios forma parte de mi vida permanentemente. No tengo
por qué escuchar más sus blasfemias.
—¿Quiere
que le dé datos, señor Benito? —los ojos de la directora arrojaban fuego de
encolerizada que estaba—. Le voy a dar algunos datos… mejor se encargaban
ustedes de poner fin a los abusos que tanto se afanan en silenciar que en
perseguir las propiedades de los difuntos, pero bueno… usted al fin y al cabo
es solamente un intermediario, ¿verdad? —el abogado iba a responderle, pero
Dolores no se lo permitió, volviendo a la carga con su tono machacón.
—Bueno,
eso da igual… —la directora intensificó la dureza de su mirada aún más—. ¿Recuerda
usted el caso del párroco de Builla?
El
reloj de péndulo de la pared martilleaba rítmicamente el silencio mientras el
enviado papal se ruborizaba tratando de contenerse.
—Sí,
estoy segura de que se acuerda. Algo así no puede ser fácil de olvidar
—continuó una crecida Dolores clavándole unos ojos como tizones al rojo vivo—.
Le refrescaré la memoria: fue acusado de abusar sexualmente de al menos dos de
sus monaguillos, pero cuando la denuncia se hizo pública el párroco en cuestión
desapareció. “Traslado a causa de motivos médicos”, le llamaron ustedes. Fue
absuelto de sus cargos por “falta de pruebas” y “prescripción del delito”.
El
anciano entrecerró los ojos tratando de acceder a algún confuso y lejano
recuerdo. Dolores supo que había tocado algún punto sensible y volvió a la
carga con desdén.
—Creo
recordar que fue usted quien se encargó de su defensa, ¿no es así? —otro
silencio, aún más tenso—. Pues bien… yo conocí bastante bien a Ignacio Ibarri
Devesa y estaba perfectamente sano hasta que se murió, hará cosa de dos años,
cuando se cayó por las escaleras, ebrio de vino. Y no fueron dos los
monaguillos que pasaron por sus viciosas y depravadas manos; fueron más de
cuarenta, a lo largo de los veinte años que estuvo de pastor en Builla… No me
invento nada, señor Escabeche; sus propios labios fueron los que me relataron
la mayor parte de sus indecencias.
Se
produjo un vacío incómodo. Dolores podía sentir el latido de su agitada sangre
en la sien. El sacerdote acarició con la yema de los dedos un pequeño crucifijo
que le colgaba del cuello, como si el contacto con el frío metal pudiera
descargar la inmensa cólera que le empezaba a hormiguear como una corriente de
alta tensión. Trató de contener el incendiario enojo que amenazaba consumirle.
—No
siga por ese camino, señora Menguada. No nos corresponde a nosotros juzgar las
abominaciones de otros. Tenga usted en cuenta que nos vemos obligados a luchar
diariamente con el diablo y por desgracia, ocasionalmente, alguno de nuestros
pastores se pudre al contacto de sus maléficos influjos. Cuando esto ocurre y
uno de nuestros soldados en Cristo sucumbe ante los asquerosos encantos del
Maligno a nosotros solamente nos corresponde rezar por la salvación de su alma.
Nadie se libra del inefable Juicio de Dios…
El
tono del sacerdote se volvió grave. Dejó resbalar sus manos hacia el regazo
entrelazándolas con devoción.
—Usted
mismo lo ha dicho: nadie. Ni tan siquiera los enviados por el Papa.
El
sacerdote pareció acusar el golpe, porque pasó del encendido rubor a una
lividez cadavérica. Hizo acopio de aire antes de continuar.
—Vamos
a poner las cartas sobre la mesa, ¿le parece bien?
El
tono del sacerdote procuró sonar cortés, pero la barbilla le temblaba como a un
enorme roedor. Dolores reprimió una sonrisa sabedora de que estaba consiguiendo
sacar de sus casillas al hombre de paz. Se lo imaginó tratando de masticar toda
su furia, incapaz de engullir esa pelota de sabor agrio y amargo. Se estiró
sobre su sillón desde detrás del escritorio extendiendo las palmas de sus
manos, indicándole con ello que contaba con toda su atención. El sacerdote
continuó.
—Ni
usted me cae bien a mí ni yo a usted. Eso lo tengo perfectamente claro; pero mi
presencia aquí se debe a un simple asunto de… negocios, por así decirlo.
El
veterano sacerdote escrutó inquisitivamente a su anfitriona. Dolores frunció el
ceño, desafiante, devolviéndole una mirada empapada de ira. El abogado no se
intimidó, sino que endureció aún más el gesto.
—Usted
quiere mantener la propiedad de este centro. ¿No es así, señora?
—Por
supuesto. Ana María así lo quería y así ha de ser.
—Bueno,
pues creo que puedo ofrecerle un acuerdo aceptable para ambos: estamos
dispuestos a asumir el mantenimiento económico del centro. Eso incluiría
salarios, seguros, costes de reformas y ampliaciones y todo lo que usted tenga
a bien poner por escrito. Nos olvidaríamos de todos los créditos que tienen
abiertos en este momento, rescindiendo todas las obligaciones que tienen contraídas
actualmente con nuestras entidades crediticias y…
—¿A
cambio de qué?
A
Dolores no se le había escapado que la aceptación de esa oferta llevaba
implícita la aceptación de otras disposiciones, seguramente menos atractivas
para ella. La inflexión de la voz del sacerdote se había suavizado hasta un
nivel sibilante que se le antojaba demasiado fingido. “La serpiente parece
haber iniciado su baile para mí”—pensó.
—Mis
representados solamente tienen interés en los bienes meramente religiosos,
afectando este interés única y exclusivamente a su capilla y a los objetos píos
que hay depositados en ella. El resto de la propiedad carece de utilidad para
nosotros.
—Es
una oferta muy generosa, he de admitirlo, pero iría en contra de los deseos de
la señora Tudela. Una de las cosas que ella siempre me ha repetido es que se
había alegrado de su buen juicio a la hora de constituir legalmente este
centro. El hecho de que sea una sociedad limitada no ha sido aleatorio, señor
Escabeche. La señora Tudela se ocupó personalmente de dejar bien claro que todo
lo referente a esta propiedad; continente y contenido; quedase fuera de su
alcance. Estoy segura de que hay muchas capillas que podrían ser merecedoras de
su atención aparte de esta, ¿no le parece? ¿Qué es lo que la hace tan especial?
—No
se burle de mí. No se lo recomiendo…
En
ese momento el sacerdote ya era incapaz de reprimir su ira. Su cuello en
tensión dejaba adivinar una arteria marcada en exceso; y había adoptado una
postura similar a la de un corredor de medio fondo en la salida, con las manos
apoyadas encima de la mesa y el cuerpo flexionado como el de un felino.
—Usted
sabe perfectamente a lo que he venido, no me haga malgastar mi paciencia.
—Siéntese,
que ya no es ningún chaval, no quisiera que le diera a usted una lipotimia.
—Su
irreverencia está rayando ya la grosería, señora Menguada…
—Pues
ya sabe dónde está la puerta, señor Escabeche. Disculpe que no le acompañe pero
estoy muy ocupada. Que tenga usted buen día.
El
anciano sacerdote se levantó resoplando, con el ego maltrecho y prometiéndose a
sí mismo que machacaría en los tribunales a esa mentecata con aires de púgil.
Se despidió sin volver la cabeza para mirarla:
—Tendrá
noticias mías, señora Menguada y créame que no seré tan indulgente con usted en
nuestros próximos encuentros. Vaya despidiéndose de este centro; porque no
descansaré hasta que se lo embarguen por impago. Puede usted estar segura de
que esa capilla será nuestra, no le quepa la menor duda. Es solamente cuestión
de tiempo. Que tenga usted buen día, también. Si es que puede… —añadió con tono
amargo mientras cerraba la puerta tras de sí con suavidad.
Dolores
se recostó en el sillón exhalando todo el aire que venía acaparando desde hacía
bastantes minutos. Podía hacerse una idea bastante clara de lo que Benito
Escabeche perseguía. Ana María Tudela le había hecho una confesión hacía
bastantes años. Le había contado que a principios de la Guerra Civil ella
formaba parte de las enfermeras que se ocupaban de los heridos en el santuario
de Covadonga.
Por
aquel entonces la zona norte aún era republicana, y ella se había visto
obligada a esconder su condición de monja para atender a los heridos en el
frente. En el hotel Pelayo se había improvisado un hospital de campaña en el
que se atendía como buenamente se podía a los convalecientes. En uno de los
sótanos del Cabildo había una imprenta que interesaba poseer en gran medida a
las fuerzas leales a la república, motivo por el cual pasó a considerarse de
interés militar su posesión y cuando las tropas comunistas entraron en
Covadonga lo hicieron a sangre y fuego, sin respetar a nada ni a nadie;
despreciando sobremanera los sagrados iconos religiosos que tanto representaban
para los que allí vivían.
Entre
las filas de los combatientes que acababan de invadir las dependencias
abundaban los anarquistas sin escrúpulos y los comunistas más exacerbados. Como
muestra evidente de su repulsión hacia la Iglesia habían puesto mucho empeño en
saquear la basílica y las casas de los sacerdotes. Ana María le había contado
que había pasado mucho miedo; pero que cuando había observado horrorizada que
las hordas de exaltados le prendían fuego a la basílica no lo había dudado y se
había lanzado carrera arriba hacia la Santa cueva justo a tiempo de rescatar la
imagen de Su Señora. Con la ayuda de su inseparable amiga Raquel Urrutia
Quesada había logrado trasladar la imagen hasta un bosquecillo cercano, donde
había permanecido oculta hasta la recuperación del santuario con la entrada de
las Divisiones Navarras. Cuando la I y la IV División aseguraron la zona ella y
su hermano habían trasladado la talla a escondidas a la capilla familiar. La
misma capilla que había jurado defender Dolores Menguada con uñas y dientes.
Lo
extraño del caso era que Ana María siempre había apostado por la indemnidad de
su acto, porque varias circunstancias se habían conjurado a su favor para
camuflar tales sucesos. El primero de ellos era que unos pocos días después del
incendio de la basílica se había presentado allí un delegado de Bellas Artes
expresamente enviado por el comité de Gijón para la recuperación de la imagen
de La Santa. Su amiga Raquel y ella le habían contado que a riesgo de sus vidas
habían podido recuperar la sagrada imagen justo a tiempo de evitar su
destrucción. Como prueba de ello le habían hecho entrega de una talla de madera
que encontraron en uno de los sótanos de la basílica. Estaba ennegrecida por el
fuego, lo que daba veracidad a su historia. El hombre había aceptado su
versión, ya que la imagen que le habían entregado bien podría pasar por la
verdadera. Pocas personas serían capaces de distinguirla en aquellos momentos
inciertos desprovista de su capa y su corona.
Con
el paso de los años Franco había empezado a hacer propaganda negativa con la
desaparición de la imagen de la Santina, hasta que “milagrosamente” esta había
aparecido en uno de los almacenes de la Embajada Española en París. Al parecer
el delegado enviado por Indalecio Prieto había entregado en secreto la talla a
un anarquista gijonés que la había transportado en su coche particular en su
viaje de exilio a Francia.
Con
la recuperación oficial de la imagen de la Virgen de Covadonga parecía haberse
acabado el peligro de que a alguien se le ocurriese indagar la misteriosa
desaparición de la talla a principios de la Guerra Civil; pero la visita del
sacerdote vasco no parecía deberse a la casualidad. El secreto que Covadonga
Piamonte se había llevado a la tumba se veía amenazado. Era misión suya
preservar a Su Señora de unas manos que Ana María Tudela había considerado
inapropiadas.
Dolores
se sirvió otra copa de pacharán. Ahora que la visita se había ido no tenía
sentido ocultar la botella en el cajón. Observó maravillada los destellos que
le arrancaba la luz de la lámpara al licor. No pudo evitar volver a pensar en
su tutora, y una lágrima rebelde pugnó por hacerse un hueco entre unos párpados
que creía tener endurecidos y resecos para siempre.
Podría
considerarse una paradoja, pero pese a su excepcional fervor religioso Ana
María siempre había desconfiado de sus ministros terrenales. Quizás ese rencor
hubiese nacido con la negativa de las autoridades eclesiásticas a su petición
de ser enterrada al lado de su siempre recordada Raquel Urrutia. Ella siempre
había abogado por el amor entre personas, y no el amor entre géneros, lo que le
había valido innumerables desencuentros en el pasado con los representantes de
la Santa Sede. Eso, unido a las negativas de un aporte económico regular para
unos orfanatos en Gijón, habían conseguido alejarla por completo de las reglas
que se dictaban desde Roma.
Covadonga
Piamonte no había sido nunca una monja “al uso”. Siempre había hecho gala de
una fe intimista y personal y en infinidad de ocasiones le había repetido a
Dolores que para llegar a Dios no era necesario valerse de ningún
intermediario. Como buena muestra de ello había dejado dispuesto entre sus
últimas voluntades que deseaba ser inhumada en la capilla familiar, en un acto
íntimo oficiado por el capellán Iriarte; antiguo párroco de un pueblo leonés
retirado de sus oficios a causa de sus demostradas simpatías obreras hacía
décadas. En la cripta ya descansaban los restos de su hermano Miguel Ángel y su
sobrina Leonor. Con ella se cerraba el círculo, era la última de los Tudela; al
menos por el momento.
Dolores
volvió a guardar el sobre manuscrito en el cajón y se recostó sobre el sillón.
Quedaban pocas horas para la despedida de Covadonga y aún no habían devuelto su
cuerpo mancillado en las dependencias del instituto médico forense. Les
llamaría, pero antes tenía que liberarse de ese dolor de cabeza que amenazaba
con destruirle el cerebro. Se tomó una pastilla.
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