Capítulo
15
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enélope estaba
agotada. La mañana se le había pasado en un abrir y cerrar de ojos. Nada más
aparcar el coche en el garaje la había recibido su padre. No había esperado ni
a que sacase el equipaje del maletero. En un principio se había mostrado cortés;
quizás un poco más preocupado por su viaje y su regreso de lo normal; pero sin
manifestar mayor interés del corriente. La tormenta se había desatado en cuanto
le había dicho que tenían muchas cosas de las que hablar. Antes incluso de
entrar en detalles se había puesto tenso; como si supiese de antemano los temas
que saldrían a la luz. En cuanto le mencionó que se había reunido con una monja
que decía saber cosas de su pasado Adolfo había explotado. Podría haber
intentado negarlo; podría intentar explicarse; pero en su lugar lo que había
hecho era estallar en cólera.
Nunca
le había visto tan enfadado en su vida. Se habían dicho cosas crueles el uno al
otro, pero todavía le restallaba en los oídos una de sus frases: “Eres el mayor error de mi vida. Debería
haber dejado que te matasen allí mismo. Nunca debería haberme hecho cargo de
ti”. Esa frase tan hiriente y cruel se la acababa de decir una persona a la
que había admirado e idolatrado como el padre que siempre había sido para ella.
Había acudido a él cuando había sentido miedo, le había contado todos sus
problemas; le había amado como cualquier hija amaría a su padre.
Jamás
se hubiese imaginado que él precisamente le fuera a dar la espalda. Sabía que
para su carrera política podría resultar un contratiempo su recién adquirido
pasado; pero a pesar de prometerle no hacerlo público él había reaccionado con
miedo y con violencia. Su reacción la había sorprendido y decepcionado hasta el
extremo de que no había podido acabar su conversación. Cuando esa frase tan
desafortunada había salido de sus labios ella le había dado un bofetón en la
cara con todas sus fuerzas.
Acto
seguido había corrido a encerrarse en su habitación; y allí estaba todavía, con
las lágrimas surcándole la cara sin desmayo. Su hermana Natalia estaba de
viaje, y no llegaría hasta primera hora de la tarde; y su madre se había ido
con unas amigas a un balneario de lujo que acababan de inaugurar en La Toja. Su
madre se había mostrado distante por teléfono; pero eso no la asombraba en
absoluto. Nunca había sido una verdadera madre; ni para ella ni para su
hermana. Se consoló admitiendo que de ser cierto todo lo que Covadonga Piamonte
le acababa de revelar tampoco sería tan grande la pérdida: una madre
desnaturalizada con la que se hablaba una vez al mes y por teléfono y un padre
demasiado ocupado en sí mismo para preocuparse por nadie más.
Empezó
a compadecerse de su vida, imaginando la infinidad de alternativas que le
podría haber ofrecido la vida de no haberse criado en el hogar en el que lo
habían hecho. Cuanto más lo pensaba más desgraciada se sentía. Había tardado
más de treinta años en ser dueña de su propia vida. Tenía que hacer un filtro
de lo que realmente había sido verdadero y falso en su pasado para poder
empezar de cero. No había otra salida. Nunca más podría volver a vivir como
Penélope Saavedra. Su padre no era digno de tenerla como hija. La sobresaltó el
ruido de su teléfono móvil. Miró la pantalla: Balagar. Esperaba que fuesen
buenas noticias.
—Dime,
Balagar… —contestó, un poco abatida.
—Hola…
te noto cansada. ¿Va todo bien?
—Sí,
sí... no te preocupes. He tenido unas palabras con mi padre.
—Supongo
que habéis discutido... lo siento... ¿Te ha explicado algo nuevo? ¿Te ha dicho
por qué lo hizo? ¿Se ha disculpado al menos?
—Es
muy largo para contarlo por teléfono, Balagar... Si pasas por aquí tomamos café
y te lo cuento. Solamente te diré que no es la persona que yo había creído.
Nunca he significado nada para él.
—No
puedo ir, cielo. Acabo de salir del hospital. Alguien ha atacado a Balbi, mi
secretaria.
—Dios
mío. Espero que no sea nada grave…
—Por
desgracia sí que lo es, pero encontraré al responsable; y ese malnacido se
arrepentirá de lo que ha hecho. Tengo mucho que hacer, pero no te preocupes,
que no faltaré a nuestra cita de esta tarde.
—No
te olvides de traer el sobre. Creo que ya estoy preparada para abrirlo —su voz
denotaba determinación, pero también cansancio.
—No
te preocupes. El sobre irá conmigo. Tranquilízate, todo saldrá bien.
Penélope
guardó el teléfono móvil en su neceser de viaje. Había decidido que esa misma
tarde se iría de casa de Adolfo Saavedra. Tal vez no volviese nunca.
Todas
las personas normales que ella había conocido en su vida tenían un sitio que
considerar su hogar; pero por más que ella ahondaba en la memoria no lograba
identificar cual había sido en su caso “su hogar”. Desde su más tierna infancia
habían ido acompañando a su padre de ciudad en ciudad, de casa en casa, de
viaje en viaje. Definitivamente, ella nunca sabría precisar si había llegado a
tener un hogar nunca. Recordaba con cariño a varias de sus niñeras; en especial
a una vieja institutriz que la había tratado como a una auténtica hija.
Era
lo más parecido a una madre que había podido llegar a tener nunca. ¿Qué sería
de ella? —se preguntó—. A veces la distancia borra el leve rastro que van
dejando las personas en su paso por la vida. En el caso de Maite —así se
llamaba la vieja institutriz— a la distancia se había sumado la venenosa envidia
que había sentido su madre hacia la educadora. Siempre había cuestionado los
métodos de enseñanza de la maestra. Bajo su modo de ver las cosas las trataba
con demasiada benevolencia. Maite llevaba con la familia más de dos años, y a
ella le debían las niñas sus primeros dibujos, sus primeras letras.
Todo
había sucedido una mañana en la que su madre había vuelto de uno de sus
innumerables viajes. Una de las normas que había establecido desde que las
niñas tenían uso de razón era la de presentarse siempre ante ella para
agasajarla con un beso y contarle las novedades que hubiese en sus vidas
(generalmente pequeños progresos académicos e intelectuales). Esa mañana nadie
había bajado a saludarla ni a presentarle sus respetos. En su lugar se encontró
a dos niñas sentadas en cuclillas en la habitación escuchando ensimismadas la
versión animada de un cuento clásico de Andersen.
La
vieja maestra había montado todo un escenario de marionetas para el deleite de
las niñas; y a juzgar por las gozosas carcajadas y respingos de tensión de las
niñas no lo debía de hacer del todo mal. Cuando su madre entró en la habitación
ellas ni se habían dado cuenta, de tan absortas como estaban en el desarrollo
de la fábula. Hacía más de treinta años; pero aún podía recordar su expresión
de celosa furia. Recordaba una a una las palabras, los silencios, los gestos:
—¿Qué
está sucediendo aquí? —recordaba que decía enfadada su madre—. Explíquese, doña
Maite… Esto no es lo que habíamos acordado. Usted está aquí para educarlas, no
para ser su bufón —un gesto de desprecio asomaba a su avinagrado rostro.
Las
niñas se quedaron en silencio, con los ojos fijos en el suelo, sabedoras de que
la furia de su madre las alcanzaría tarde o temprano. Eran contadas las
ocasiones en las que las besaba o acariciaba; pero innumerables sus sádicos
castigos, que incluían todo tipo de castigos físicos. Para ella las niñas
siempre habían sido un incordio, un lastre que la ataba a un lugar al que
regresar periódicamente; y su manera de traducirlo consistía precisamente en
eso, en los castigos físicos y verbales. En ocasiones anteriores la “señorita
Maite” —así es como la conocían las niñas— acataba la incontestable autoridad
de la señora de la casa, pero en esa ocasión algo la empujó a interceder por
ellas y por sí misma.
—Lo
siento, señora, las niñas ya estaban cansadas de estudiar. Yo creí que... —no
la dejó acabar.
—¡Yo
creí que! ¡”Creíque” y “penséque” son hermanos de “tontéque”! Las niñas tienen
que estudiar, que educarse… ¿Esta es la educación que usted les da?
—Discúlpeme
señora… —empezó a decir con humildad la vieja yaya—. Yo solo soy su
instructora. Su maestra, si le parece bien a usted… Su educadora debería de ser
usted, y que no le parezca mal; pero las niñas necesitan en ocasiones a su
madre y…
—¡Será
insolente la chacha! ¡Pues no se permite contestarme la muy fresca! ¡Esto es
inaudito! ¡Adolfo! ¡Adolfo, sube ahora mismo a la habitación de las niñas, por
favor!
Sus
gritos podrían haberse oído desde otro planeta, de tan histérica y fuera de sí
que se encontraba su madre. Al cabo de unos segundos subía Adolfo Saavedra
atusándose el bigote. Siempre que algo le incomodaba toqueteaba su bigote con
un gesto que recordaba al de los gatos cuando se limpian los bigotes con las
zarpas. Adolfo siempre había guardado un extraño parecido con uno de esos
felinos; puesto que era astuto, inteligente, silencioso y cruel con sus
víctimas.
Cuando
el político había entrado en la habitación se había esfumado todo rastro de
diversión y de sonrisas. En su lugar estaba la figura inclemente de Victoria
Heredia (doña Herejía, como la conocía el servicio) con la vena de la frente
hinchada y su hombruno corpachón tensado por la furia. Había elevado uno de sus
rollizos brazos en dirección a la maestra y con un dedo acusador que más bien
parecía la lanza de un picador había arremetido contra la pobre maestra:
—Adolfo…
En mi vida había visto nada semejante. Esa mujer ha tenido la poca vergüenza de
levantarme la voz y llevarme la contraria. Échala de aquí ahora mismo o lo haré
yo… no la quiero más al lado de las niñas. Esto explica muchas cosas…
últimamente las niñas no son tan cariñosas como antes, y se están haciendo desobedientes.
Todo eso es con toda seguridad fruto del veneno de esta víbora…
Adolfo
suspiró incomodado. Maite era para él como de la familia. Se había encargado de
educarle en sus primeros pasos, y varios de sus primos habían sido discípulos
suyos sin que suscitase nunca en sus largos años de servicio ninguna razón de
descontento. Trató de quitar hierro al asunto, y con tono conciliador intentó
calmar a su mujer. No eran extraños en ella esos ataques de histeria.
Normalmente se le pasaban con alguna sesión de masaje o alguna fugaz escapada a
un balneario. Solo había que esperar a que se le pasase el primer acceso de mal
humor.
—Tranquila,
mujer... no será para tanto. ¿Has tenido mal viaje?
—He
tenido un viaje perfecto. Adolfo, no me cambies de tema. Mírala, mira el
descaro con el que me obsequia… Es una víbora, quiere poner a las niñas de su
lado para que me odien y… ¡arrrggg, la odio! ¡Échala, échala ahora mismo o soy
yo la que se va para no volver!
Adolfo
no sabía si se trataba de un farol o de una declaración de guerra con todas las
de la ley. Con su mujer nunca se sabía. Hacía meses que no asistía a sus clases
de yoga (desde que se habían trasladado a Oviedo). Desde que no acudía a sus
sesiones semanales estaba verdaderamente inaguantable. La culpa tal vez la tenía
el joven profesor al que ella idolatraba con un fervor adolescente, casi casi
romántico.
—Victoria,
compórtate, por favor… Hablémoslo en privado; no es el lugar ni el momento…
Victoria
echó un vistazo alrededor como un animal acorralado. Por las caras de
expectación que la rodeaban dedujo que aún tendría oportunidad de salirse con
la suya; porque en lugar de acatar la autoridad de Adolfo perdió los papeles
por completo, abalanzándose sobre Maite y arañándola en la cara.
Cuando
Adolfo pudo reaccionar ya la tenía asida por los cabellos, y la pobre anciana
parecía un monigote zarandeado de lado a lado por la habitación. Fue necesaria
la intervención de conchita (la muchacha del servicio doméstico) para lograr
separar a Victoria de su víctima. Ese lamentable suceso fue uno más en el
historial histriónico de Victoria Heredia; uno de tantos, pero a la vista de
las niñas ese exceso de violencia y de celos había acabado de alejarlas. Ese
acceso incontrolable de furia había abierto una sima demasiado profunda entre
las niñas y Victoria; tan profunda que con el paso de los años había acabado
por ser insalvable. Adolfo se había visto obligado a intervenir y Maite había
ido a pasar unas merecidas vacaciones a una propiedad que la familia tenía en
Punta Umbría, cerca de Huelva.
Para
la anciana significaba ya el retiro definitivo, puesto que ya no tenía edad
para ejercer y para Victoria Heredia supuso el internamiento provisional en una
residencia de lujo para personas con trastornos de personalidad (a sus
amistades ella siempre les decía que estaba “de balneario”, y no dejaba de ser
cierto).
Penélope
aún recordaba las lágrimas que había vertido en ofrenda a Maite noche tras
noche las primeras semanas. Su hermana Natalia era más fuerte, y se había
apoyado en la compañía de una de sus mascotas (un cuervo real negro como el
azabache al que había bautizado como Luisín); pero a Penélope la marcha de la
vieja maestra le había supuesto una pérdida insustituible. Con cada lágrima
vertida había ido alimentando un rencor ácido y ponzoñoso hacia su madre. Había
aprendido a odiarla, y no le costaba reconocerlo. Sabía que era un sentimiento
contra natura, pero no le había quedado elección. Victoria Heredia era un
auténtico demonio, fuese su madre o no...
Un
pequeño pájaro inició su canto en los jardines. El pobrecillo parecía
desesperado por atraer a alguna hembra a su territorio. Abrió la ventana para
observarle. Siempre había envidiado la libertad de los pájaros, su aparente
inmunidad a las fronteras, a las limitaciones…
Podía
verle, posado en uno de los árboles frutales de la finca, ajeno al mundo;
preocupado tan solo en entonar su melodía con la perfección de un maestro. Se
trataba de un pequeño petirrojo. Era uno de sus pájaros favoritos y ese en
concreto se atrevería a decir que era el mismo que la despertaba mañana tras
mañana con su alegre trino. Se había pasado toda la primavera cantando,
ilusionado, empujado por su instinto a buscar la compañía de una pareja. Ahora,
al final ya de la temporada aún no había perdido la esperanza; y pese a que ya
iba con retraso (el resto de sus congéneres ya hacía semanas que habían
nidificado y esperaban descendencia) él no cejaba en sus intentos.
Envidió
su determinación, y quizás a causa de su semejanza con ella misma se solidarizó
con él, animándole desde lo más interno de su corazón a que no desistiese en su
firme empeño. No sería justo que tanto esfuerzo se quedase sin recompensa. De
improviso su canto se vio interrumpido. Algo había perturbado a la avecilla,
que cambió sobresaltado de atalaya, saltando inquieto de rama en rama y
observando una silueta que planeaba amenazadora desde las alturas. Penélope
siguió con la vista la dirección de la mirada del pequeño pájaro y pudo ver
suspendida en el aire la figura de un pequeño halcón que se descolgaba desde lo
alto silencioso, amenazador y malintencionado. Sobrevoló los árboles en
círculos perfectos, seguramente en busca de alguna presa de mayor porte que ese
humilde pajarillo que trataba de ponerse a buen recaudo. Cuando el peligro hubo
pasado el valiente pajarillo volvió a henchir el pecho elevando su particular
concierto con la bravura de un león. Para él el peligro había pasado y no podía
demorarse en reiniciar su recital. Un segundo malgastado era un segundo perdido
y las ocasiones no se podían desperdiciar en un mundo tan competitivo.
Sintió
una punzada de admiración. Ese planteamiento de la vida tan osado y belicoso la
enardeció hasta tal punto que decidió seguir su ejemplo. Ella misma era tan
solo un pajarillo, frágil y asustadizo; pero poseía la firmeza necesaria para
hacer frente a todos los halcones que se le presentasen; ya se apellidasen
Zaldumbia, Saavedra o lo que fuese. Nada ni nadie podría detenerla, porque al
igual que a su pequeño héroe de pecho encarnado la empujaba la necesidad. Una
necesidad cada vez más creciente de saber quién era en realidad; ya no
importaba tanto el cómo y el por qué (eso ya lo averiguaría con el tiempo);
pero necesitaba saber quién la había engendrado. Necesitaba saber
desesperadamente dónde estaba su sitio (si es que realmente había un sitio que
le perteneciese).
Estaba
meditando sobre todas las opciones que se abrían ante ella cuando unos tímidos
golpes en la puerta de su habitación la hicieron ladear la cabeza. Se sintió un
poco incomodada, puesto que había dado instrucciones de que nadie la molestase
en todo el día. Tal vez Adolfo hubiese recapacitado y volviese con ánimo de
hacer las paces. Abrió la puerta con la esperanza de encontrarse la figura de
su padre con un ramo de flores, como hacía cuando era una adolescente, o con un
capricho en forma de juguete cuando eran unas niñas. En su lugar se encontró el
rostro descompuesto de Liliana, una de las chicas del servicio doméstico.
Parecía haber visto al lobo, porque sus ojos (de natural saltones como los de
un pez globo) amenazaban salírsele de las cuencas.
—Disculpe
que la moleste, señorita Saavedra… El señor acaba de llamar.
—No
pasa nada, Lili… ¿Qué ocurre? Se te nota un poco estresada. Cuéntame, y
tranquilízate, por favor.
—Verá
usted, señorita… yo sé que dijo que nadie la molestase, pero es que el señor
parece bastante enfadado, señorita. Ha dejado órdenes de que le preparemos a
usted las maletas ahorita mismo y ha dicho que le da igual lo que usted nos
diga, que lo hagamos y que no quiere excusas.
Penélope
se sintió desconcertada. Es cierto que tenía pensado irse de su casa; pero una
cosa era irse por iniciativa propia y otra muy distinta que te echasen. No
estaba dispuesta a pasar por esa humillación sin plantear batalla.
—Yo
hablaré con él, Lili; no te preocupes… Ya se le pasará (no creía que se le
pasase realmente, pero si quería echarla de casa antes tendría que decírselo
cara a cara. Estaba segura de que no tendría el coraje suficiente para hacerlo
en persona).
—Lo
siento, señorita… Dentro de media hora pasará el señor Zaldumbia a recogerla.
Su señor papá ha dejado órdenes muy claras de que todo tenía que estar preparado
cuando su prometido llegase… Con su permiso, señorita… —la asistenta hizo un
gesto invitándola a dejarle un hueco por donde pasar a través de la puerta—.
Créame que lo siento.
La
sirvienta pasó como una exhalación por debajo de uno de los brazos de Penélope.
Detrás de ella venía rosita, una chica recién contratada que ejercía las
labores de aprendiz. Juntas se pusieron a revolver cajones y armarios, metiendo
todo lo que encontraban en unas voluminosas maletas de viaje. Penélope no podía
salir de su asombro. Nunca antes en la vida había permitido que nadie profanase
los cajones de sus armarios. Para ella era algo tan íntimo como leer en un
diario. Le resultó humillante sentirse tratada como una desertora extraditada
de su propia casa. Luchando por no dejar salir las lágrimas que le empujaban
desde lo más profundo de su alma se acercó a las dos chicas.
—No
sigáis, puedo hacerlo sola. No tardaré demasiado.
Las
dos mandaderas se miraron la una a la otra escépticas, dudando si hacerle caso
o proseguir mancillando esos cajones que tan vedados se les habían ofrecido
siempre. Fuera por compasión o por efecto de la mirada reprobatoria de Penélope
el caso es que desistieron de su tarea, apartándose a un lado con gravedad.
—Dejadme
a solas, por favor. No os preocupéis, cuando Ernesto venga a buscarme estaré
preparada.
—Lo
que usted diga, señorita.
Con
una leve inclinación de cabeza salieron dejando a Penélope sumida en una
profunda congoja. Hizo un análisis rápido de todos los recuerdos que quería
conservar. Sacó todos los álbumes de fotos, todos los recortes de prensa. Todo
cuanto había en esa habitación encerraba algún recuerdo, algún momento especial,
alguna huella de su vida… Si le hubiesen preguntado hacía una semana le hubiese
dicho a cualquiera que todo aquello era imprescindible, pero en esos momentos
no podía dejarse vencer por la nostalgia. Desechó todo lo que no fuera
estrictamente necesario, como las cartas de amor de su primer romance de
verano, los gruesos volúmenes de diarios que día tras día se había ido
empeñando en rellenar cuando no era más que una niña; los trofeos deportivos,
los diplomas, los premios académicos. Nada le pertenecía. Adolfo había dejado
bien claro que no pertenecía a esa familia. Buscó una maleta de tamaño
adecuado. Con un tamaño medio bastaría. Podía prescindir de toda la ropa, de
todos los complementos, los zapatos; pero nunca dejaría atrás sus recuerdos.
Con
la urgencia del momento metió a toda prisa las fotos que había atesorado año
tras año. Se sintió tentada de meter también todas las joyas que le habían ido
regalando; pero no le pareció buena idea. Se sentiría sucia llevando unas joyas
pertenecientes a la madre de Adolfo, o a la familia de Victoria. De repente
sintió miedo... ¿de qué viviría? Nunca había tenido trabajo (nunca lo había
necesitado) y todos los gastos que le generaba su modus vivendi los sufragaba
con generosidad su padre. Tenía una colección de tarjetas de crédito envidiable
(incluyendo una Visa platino que le abría todas las puertas con su mera
exhibición). ¿De dónde sacaría el dinero para vivir en adelante?
Estaba
claro que Adolfo Saavedra no seguiría contribuyendo de manera tan espléndida. Le
había dejado claro que ya no era su hija, para lo bueno y para lo malo… Además…
¿para qué querría que se fuese con Ernesto? ¿A qué obedecía ese terco empeño de
emparejarla con ese egoísta sin escrúpulos? No se saldría con la suya; se iría
de casa; pero no se iría con Ernesto. Sabría salir adelante sin los recursos de
su padre. Sacó una pequeña mochila y metió en ella todo cuanto pudo: fotos,
discos y DVD grabados con vídeos y recuerdos varios.
Estaba
a punto de cerrar la cremallera de la mochila cuando recordó una conversación
que había tenido lugar hacía años en esa misma habitación. Su padre la había
hecho partícipe de un secreto. Al parecer alguien (no recordaba quién, un tío
abuelo o algo parecido) había abierto una cuenta bancaria a su nombre en Gibraltar.
Su padre había insistido en que no perdiese la llave que daba acceso a una caja
de seguridad.
Con
esa finalidad ella había encargado a uno de los mejores joyeros de Oviedo que
le diseñase un colgante en forma de unicornio que siempre llevaba adornando su
cuello. Siempre había sentido atracción por ese animal mitológico, desde su más
tierna infancia. Nunca se quitaba ese complemento; a no ser estrictamente
necesario. Lo acarició con las yemas de los dedos, reconfortándola su familiar
tacto rugoso. ¿Qué hacer, someterse a la voluntad de Adolfo Saavedra o
emprender una nueva vida huyendo de todo cuanto conocía?
Era
la decisión más difícil de su vida; y no quería tomarla sola. Necesitaba el
apoyo y el consejo de su hermana. Natalia siempre había sido una aventurera;
vivía el día a día con la intensidad del que es consciente de que nada dura
eternamente. Tenía trabajo, vivía viajando constantemente, y sin duda la
ayudaría en lo que fuera necesario. Esperaría a hablar con Natalia antes de
tomar una decisión; pero no se sometería a la voluntad de Ernesto y de su
padre. No era un juguete; no sería jamás uno de sus títeres. Cerró la
cremallera de la mochila y descolgó el teléfono. Pulsó un botón que conectaba
con el servicio doméstico (la casa era muy grande, por lo que las doncellas y
el jardinero siempre llevaban consigo un pequeño teléfono portátil). Le
respondió la solícita Lili, con su cantarín acento sudamericano:
—Dígame,
señorita…
—Ya
estoy preparada; cuando llegue el señor Zaldumbia pasen a recoger mi equipaje a
mi habitación. Estaré componiéndome en el aseo.
—Lo
que usted diga, señorita…
—Lili…
—Dígame
usted, señorita.
—Gracias.
Gracias por todo.
La
sirvienta pareció quedar desconcertada. Su relación con la señorita Saavedra
siempre había sido cordial; hasta el punto de que en muchas ocasiones Penélope
le había regalado prendas y complementos que le habían gustado y ella no se
podría permitir. En casi todas sus salidas de compras la había sorprendido con
algún pequeño y costosísimo regalo. Si alguna de las dos tenía motivos para
mostrarse agradecida era ella, sin duda alguna.
—Vuelva
pronto. La echaré mucho de menos.
—Y
yo a ti, Lili, y yo a ti. No sé cuándo volveré, así que te pido por favor que
me despidas de todos. Dile a Rosita que es un encanto de niña; que me ha
alegrado muchas mañanas con sus cantos tan alegres. Dale un abrazo muy fuerte
de mi parte a Aurora, porque sé que muchas veces ha tenido problemas con mi
padre por alterar los menús programados solo para darme satisfacción a mí. Su
tarta de queso con arándanos debería estar prohibida, porque es imposible no
repetir hasta que se termina. Y de Rodolfo… ¿qué puedo decir de Rodolfo? Es un
artista. Dile que me cuide mucho las buganvillas, y que siga luchando por sacar
adelante esos rosales negros que a mí tanto me gustan. Os echaré mucho de
menos, Lili. Gracias y adiós.
—Adiós,
señorita. Que sea usted muy feliz.
La
sirvienta agachó un poco la cabeza, como temiendo que Penélope pudiese ver la
humedad de sus ojos.
Con
la mochila colgada a la espalda Penélope bajó las escaleras. Sabía que Lili,
Rosita y Rodolfo estarían ahora mismo reuniéndose en algún lugar del jardín
para especular sobre su repentina marcha. Eso le daba a ella la ocasión para
escabullirse sin que nadie se diera cuenta. Abrió la puerta trasera de la casa.
Era la puerta que utilizaba siempre el servicio; y daba a un pequeño
aparcamiento que siempre tenía la verja abierta. Por allí se descargaban
habitualmente las provisiones para la despensa.
En
aquel mismo momento estaba saliendo por la puerta una furgoneta con la ropa de
lavandería. Rodolfo se despedía animadamente del conductor, al que sin duda
conocía. Penélope volvió a arrimar la puerta, con la esperanza de que su
presencia pasase totalmente inadvertida. Al cabo de un par de minutos al
jardinero le sonó el teléfono móvil, y con unas palmadas en el lateral de la
furgoneta dio por concluida su despedida. Antes de que la furgoneta hubiese
desaparecido de su vista Rodolfo ya se había perdido en dirección a la entrada principal
dando grandes zancadas. Penélope asomó la cabeza. No había nadie a la vista.
Emprendió un prudente trote hacia la verja de la entrada, y no había hecho sino
traspasarla cuando un todoterreno de color oscuro y cristales tintados se
detuvo bruscamente a su lado.
De
él emergieron como fantasmas dos hombres, que la agarraron antes de que le
diese tiempo a reaccionar. Sujetándola fuertemente por los hombros la
introdujeron a empujones dentro del todoterreno. Quiso gritar, pero la manaza
de uno de los hombres le tapaba la boca. Sintió una arcada. Pudo percibir una
mezcla de olores desagradables antes de empezar a marearse. Al principio un
olor acre a cebolla mezclado con tabaco, luego un olor de un extraño poder
narcótico. Todo le daba vueltas. Se desmayó.
—Ernesto,
soy yo —el marcado acento de Sergei sonaba ampuloso, cargado de triunfo.
—Sí,
sí... menos mal que hemos venido.
Al
otro lado del teléfono Ernesto debía de estar pidiéndole algún tipo de informe.
—No,
no… La tenemos aquí, en el coche. Intentaba escabullirse por la puerta de
atrás.
—¿Qué?
—No, no le hemos hecho daño. Está sedada. Un poco de cloroformo, si…
—¿Cuánto?
Vale, jefe, aquí le esperamos.
Cuando
colgó el teléfono Sergei le guiñó un ojo a su compinche, que sonrió satisfecho.
Sacó un cigarrillo y le ofreció otro a su acompañante, que lo aceptó sin mediar
palabra. Los dos eran hombres de acción, poco dados a las palabras. Lo suyo era
actuar; y acababan de ganarse una buena medalla hacía unos segundos. Seguro que
su jefe los recompensaba con algún caprichito recién llegado de Europa del
este. Parecieron leerse el pensamiento, porque estallaron en una estruendosa
carcajada.
—Ayer
llegaron unos chochitos nuevos. Muy jóvenes; de los que siempre prueba él. ¿Tú
crees que nos dejará estrenarlas, Sergei?
—Seguro
que sí. El jefe está muy ocupado ahora con esta putilla. No sé qué será lo que
ve en ella; porque tiene docenas de ellas que están mucho más buenas. ¡Si casi
no tiene ni tetas, mira, mira…!
Al
decir esto levantó un poco la camiseta de Penélope, dejando a la vista un
sujetador negro de encaje. Otra estruendosa carcajada retumbó al unísono. Con
gesto lascivo el ruso empezó a toquetearle los pechos.
—Joder,
pues tiene buenas tetas. Nunca me he tirado a una rica. ¿Cómo será en la cama?
Tiene que ser una auténtica fiera para tener al jefe tan obsesionado.
Empezó
a bajarle un poco la copa del sujetador, dejando al descubierto uno de sus
senos. Apresó un pezón sonrosado, y acercó su sucia boca con intención de
chupetearlo. Estaba a punto de rozarlo con los labios cuando la mano de Nikola
le empujó los hombros hacia atrás con firmeza, alejándole de su apetecido
bocado.
—Estás
loco, Sergei… ¿Quieres que nos maten o qué? Si el jefe se entera de esto —
añadió con temor. Con un gesto rápido volvió a cubrir el desnudo pecho de
Penélope, bajándole la camiseta de nuevo.
—Ya
tendrás tiempo para esto, pero no aquí ni ahora… ¿Estás loco o qué?
—No
me contradigas, Nikola. Aquí el que manda soy yo. El jefe dijo que tardaría
diez minutos, y con esta perrita yo no tardaré mucho.
—Sergei…
contrólate. Hemos venido a lo que hemos venido. Venga, relajémonos antes de que
llegue el jefe.
Sacó
de uno de sus bolsillos una piedra de hachís y empezó a calentarla con el
mechero. Sergei le dedicó una mirada de soslayo, pero pareció entrar en razón;
porque se alejó unos centímetros de su presa.
—No
me vuelvas a cuestionar nunca más, Nikola. Nunca…
—Sabes
que te respeto, Sergei. Siempre lo he hecho.
—Así
me gusta. Venga, pásame eso a ver si es tan bueno como dices. Salgamos a
fumárnoslo fuera del coche, no sea que el jefe se adelante. Quizás tengas
razón, Nikola, quizás tengas razón… Ummm es buena esta mierda, si señor…
—Es
polen, “huevito…”, je, je.
—“Del
culo de un morito” je, je.
Entre
carcajadas empezaron a pasarse el porro fumándoselo por turnos. Cuando el
enorme coche de Ernesto Zaldumbia aparcó al lado del todoterreno ambos estaban
sentados en el suelo contándose chistes verdes a mandíbula partida. Al
empresario no le hizo demasiada gracia, pero les estaba demasiado agradecido
para tenérselo en cuenta. La previsión del ruso se había cumplido y Penélope
había intentado escaparse. De no ser por la suspicacia de Sergei Penélope lo
hubiese hecho; y no se quería ni imaginar las represalias de Adolfo en el caso
de que eso hubiese sucedido.
—¿Dónde
la tenéis? —inquirió despreocupado mientras palmeaba la espalda del ruso con
afecto a modo de agradecimiento.
—En
el asiento de atrás, jefe… duerme como un angelito.
—¿Le
queda mucho para despertar?
—Quién
sabe… unos tardan poco, otros mucho… No hay manera de saberlo…
—Bueno,
pues pasadla a mi coche; y rápido. Uno a cada lado de ella en el asiento de
atrás. No quiero sorpresas. Venga, venga, moveos.
Los
dos matones se levantaron con cierta dificultad, cumpliendo las órdenes de
Ernesto a rajatabla. Una vez que estuvieron todos acomodados el chófer inició
la marcha.
—¿Adónde,
jefe?
—A
la entrada principal. Tenemos que recoger su equipaje. Se irá de viaje por
tiempo indefinido… —una brutal mueca asomó al rostro del empresario haciendo
que sus hombres prorrumpieran en unas ruidosas carcajadas.
—Joder,
jefe… cuando le da por ponerse misterioso... “tiempo infinitivo”… suena bonito
—Sergei,
vete a la mierda. Arranca, Chuflo, acabemos ya con esta pantomima.
—Lo
que usted diga, jefe.
El
desfigurado conductor apartó la vista del espejo retrovisor, emprendiendo la
marcha de inmediato. Si el espejo hubiese sido capaz de absorber los reflejos
de alguna imagen sin duda se hubiese ocupado de engullir para siempre el
reflejo de la cara de ese inquietante desgraciado. Una enorme cicatriz le
cruzaba la cara de uno a otro lado, y el labio inferior le colgaba muerto y
flácido, dejando entrever un solitario diente de oro entre unos dientes
ennegrecidos.
La
gran limusina entró casi derrapando por la entrada principal, dejando tras de
sí un ligero surco en la gravilla, que crujía con un chasquido similar al que
produce la arena cuando es masticada. El servicio doméstico estaba formando a
fila de a uno flanqueando la puerta del recibidor. Adolfo sabía hacer bien las
cosas, —pensó Ernesto—. Lucían una impecable uniformidad, y a juzgar por el
montón de equipaje que tenían amontonado delante suyo sabían perfectamente cómo
cumplir las órdenes. Hubiese preferido que estuviesen allí Victoria o Adolfo
para no tener que rebajarse a tratar con el servicio doméstico, pero no tenía
opción; él también tenía órdenes, y las cumpliría con eficiencia. Esperó a que
le abriese la puerta Chuflo, el chófer. Le gustaba el efecto que causaba en el
vulgo esa escena de poder. Le salió al encuentro una mujer madura, a la que él
recordaba como cocinera o algo similar. Seguro que también hacía las veces de
ama de llaves. La saludó con un leve movimiento de la cabeza.
—Bienvenido,
señor Zaldumbia. El señor nos ha avisado de su visita. Si es tan amable ahora
mismo llamo a la señorita y...
—Ya,
ya... —la interrumpió—. A la señorita ya la he recogido yo. Lo único que
necesito son sus cosas. Pueden ir cargándolas en el maletero del coche. Chuflo,
ábreles el maletero.
—Discúlpeme
usted, señor, pero debe de tratarse de un error. La señorita dejó orden de que
la avisásemos cuando usted llegase y...
—¿No
me habéis oído? Venga, tengo prisa, y muy poca paciencia… Las maletas no se van
a cargar solas, ¿verdad?
—Es
que la señorita…
—¡Es
que nada! ¡Vuestra puñetera señorita estaba un poco indispuesta y me llamó para
que la recogiese antes de venir! Joder con la chacha… ¡Chuflo! Ábreles la puta
puerta para que la vean o no acabaremos nunca.
La
doncella reculó un par de pasos con prudencia, horrorizada con el aterrador
semblante del ayudante de Ernesto. Siempre había sentido cierta animadversión
hacia el prometido de su señorita; pero lo que tenía ante sí más bien parecía
un pitbull que una persona. Más por condescendencia que por otra cosa se asomó
por el hueco de la puerta recién abierta. No la tranquilizó nada la apariencia
de los hombres que custodiaban a Penélope en la parte de atrás de la limusina
(no eran muy diferentes del inquietante chófer); pero a ella no le pagaban por
pensar, solamente por obedecer, así que hizo una indicación a sus compañeros
para que procediesen a la carga del equipaje.
Todavía
no habían introducido la última de las maletas cuando Ernesto ya se había
encerrado en el coche sin tan siquiera despedirse. Cerrando la portezuela del
maletero el chófer trotó hacia su puesto haciendo brincar la limusina como un
potro desbocado en dirección a la verja de salida. Rosita se acercó un poco al
ama de llaves todavía impresionada murmurando:
—Pobre
señorita… Este hombre la hará completamente infeliz... Las cosas que se hacen
por amor…
—No
te equivoques, Rosita —repuso con flema la robusta doncella—. Dudo mucho que la
señorita lo haga por amor. Eres muy joven aún para entenderlo, pero en el mundo
de los ricos hay muchas cosas que se hacen por dinero. Para algunos el amor es
cosa de pobres.
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