Capítulo
21
D
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e la cocina
llegaba un agradable aroma a café recién hecho. Aparte del gorgoteo del agua
pugnando por escapar de la tortura de los fogones no se escuchaba ningún sonido
en el apartamento. Había bajado las persianas para que ningún ruido externo me
molestase. Había pasado por el hospital a ver a Balbi; y el estancamiento de su
estado de salud no prometía nada bueno. La habían trasladado a una habitación
en la Unidad de Vigilancia Intensiva; y solamente estaban esperando los
resultados de un escáner cerebral para tomar la determinación de operarla. Las
esperanzas de una recuperación a corto plazo parecían haberse esfumado para
siempre; y el doctor que ahora se encargaba de ella—un agradable y atento señor
que debía de rondar la edad de la jubilación desde hacía años— nos había
augurado una recuperación lenta y dolorosa en el mejor de los casos. La
prioridad en estos momentos, según el doctor había expresado con gesto
preocupado, era salvarle la vida. Todo lo que viniese detrás era “un regalo de
Dios”.
No
deja de ser extraño pero hasta los hombres de ciencia necesitan a veces
aferrarse a una esperanza intangible. El hecho de que el doctor recurriese a un
comentario tan teológico como ese no contribuía demasiado a tranquilizarme,
puesto que al fin y al cabo su dedicación debería centrarse en resultados y
conclusiones empíricas; pero deduje que el estado de Balbi era tan precario en
esos momentos que el pobre hombre no se había atrevido a predecir su posible
evolución. Me levanté de mi escritorio en dirección a la cocina. Necesitaba
desesperadamente ese café.
De
no ser por la valiente actitud de su hermano Rubén, me hubiese dejado invadir
por el desánimo, pero me había impresionado el optimismo de ese chico. Me había
abrazado como un hermano abrazaría a un hermano, agradeciéndome sin palabras
que le hubiese permitido reencontrarse con una persona que ya creía perdida
para siempre. Nos pasamos casi dos horas hablando, y mientras le ponía al
corriente del pasado y el presente de Balbi pude adivinar en su mirada que ella
no volvería a estar sola. Rubén la necesitaba tanto como ella a él. En sus
gestos de ternura al acariciarle la cara pude reconocer la complicidad de una
infancia de confidencias, juegos e ilusiones en común. Cuando le susurraba
palabras de aliento daba la impresión de que Balbi reaccionaba contrayendo un
poco los músculos de las manos, como si intentase aferrarse desesperadamente a
un hilo de vida; y a pesar de que una enfermera nos había informado de que
podía tratarse de actos reflejos ambos sabíamos que Balbi se anclaba con
valentía a ese vínculo que ansiaba recuperar con desesperación.
Me
había despedido de Rubén siendo consciente una vez más de que la vida humana es
demasiado frágil para no ser vivida con pasión segundo a segundo. La entereza
de ese hombre había calado tan hondo en mi pecho que al despedirnos fui
consciente de que había nacido un sentimiento de amistad sincero y generoso
entre nosotros. Él se había comprometido a velar celosamente por su hermana y a
informarme de su evolución y yo me había comprometido ante él y ante mí mismo a
encontrar al culpable de su estado. Algunos gestos de Rubén me habían recordado
a mi fiel Balbi; haciendo que me resultase aún más dolorosa su ausencia. Verla
postrada en aquella cama rodeada de cables y con la cabeza rasurada había hecho
renacer en mí unos fantasmas que no auguraban nada bueno.
Sonó
el teléfono que había dejado encima del escritorio. Los acordes del Réquiem
indicaban que se trataba de la llamada que estaba esperando desde hacía horas.
Al parecer Medallas había logrado convencer a alguien para que le firmase una
orden de registro. Me había llevado un buen rato explicarle los motivos que me
habían impulsado a allanar la vivienda de Ernesto Zaldumbia; pero al final
Medallas había accedido a ayudarme. Oprimí el botón de aceptar la llamada con
optimismo.
—¿Dígame?
—Soy
yo, amigo —el veterano inspector parecía abatido—. Me temo que no tengo buenas
noticias.
Pude
escuchar el rítmico golpeteo de la sangre en mis sienes mientras tensaba la
mandíbula a la espera de su explicación. Medallas inspiró profundamente antes
de continuar.
—Esto
se nos está yendo de las manos, muchacho. Han entrado en juego personas muy
importantes e influyentes en todo esto…
—¿Y
qué más da, Medallas? ¿Desde cuándo importa eso? ¡Tenemos la razón de nuestro
lado!
—No
hay nada que hacer. Ernesto es ahora mismo intocable. Adolfo Saavedra acaba de
hacer público un comunicado en el que informa de que su hija está ahora mismo
camino de un internado médico en Austria. Uno de los psiquiatras más
prestigiosos de Europa ha presentado un informe explicando detalladamente una
extraña enfermedad mental. Una especie de psicosis transitoria. Parece ser que
lleva años tratándose de esa dolencia. No hay nada que justifique legalmente
una entrada en esa mansión. Sé que le tienes ganas a ese mafioso, pero de
momento no hay nada que hacer… créeme que lo siento, amigo. Para colmo de
males, Ernesto ha presentado cargos contra ti por allanamiento de morada.
—Medallas…
—procuré que la ira no me dominase, reprimiendo el convulso temblor de mis
manos— me conoces desde hace muchos años.
El
silencio desde el otro lado de la línea indicaba que mi observación había hecho
mella en el policía.
—Sabes
sobradamente que no me gusta apuntar a ciegas. No me jodas, Medallas… —añadí,
desesperado—. No puede estar pasándonos esto otra vez.
Medallas
se mantenía en silencio. Mi último comentario le había dolido demasiado
seguramente. Volví a la carga.
—Acabo
de echar un vistazo al lápiz de memoria de las grabaciones de las cámaras de
seguridad de la casa de Ernesto. En ellas se puede ver que introducen por la
fuerza a Penélope en esa casa y apostaría lo que quieras a que todavía la
tienen allí retenida.
—Te
creo, amigo, te creo; pero por desgracia legalmente no hay nada que hacer.
Ningún juez aprobaría en estos momentos una acción policial en esa propiedad.
—¿Y
el coronel Maraña? —decidí jugarme el todo por el todo—. Seguro que él podría
hacer algo.
—El
coronel Maraña menos que nadie. Está molesto porque no has asistido a la reunión
que nos había preparado para esta tarde. Tiene miedo de que decidas tomarte la
justicia por tu mano y me ha advertido de que no te va a permitir ni el más
mínimo desliz. Nos ha cerrado las puertas completamente a una intervención. La
mismísima ministra de Defensa le ha dado carta blanca a Adolfo Saavedra. El
coronel me ha dicho que han llegado a un acuerdo en el que el político se
compromete a presentarse en menos de tres días con su hija.
El
policía hizo una pausa. Quedé un poco desorientado. Tal vez me estuviese precipitando
pero… ¡No!, no podía ser de otra manera…
—Su
honestidad está fuera de toda duda —añadió, a modo de disculpa, mi veterano
amigo—. Estamos hablando de políticos de primer nivel, de pesos pesados a nivel
nacional. Si pudiese ayudarte lo haría, amigo; pero esto está fuera totalmente
de nuestro alcance. Relájate un par de días, hasta que Penélope vuelva de su
viaje y…
—¿¡Es
que no lo entiendes, Medallas!? ¡Es todo mentira! ¡Están intentando ganar
tiempo! No sé por qué, pero están alejándonos de la casa de Ernesto Zaldumbia y
ahí es precisamente donde está la acción! tenemos que entrar ahí, Medallas;
tenemos que entrar cueste lo que cueste…
—Lo
siento, muchacho —la voz de mi viejo amigo se apagó con desilusión—. Sabes de
sobra que te ayudaría si pudiese, pero tengo las manos atadas. Esto nos viene
demasiado grande a los dos. Olvídate por el momento de Ernesto Zaldumbia,
¿vale?
—Joder,
José —agregué desesperado—. ¿No te suena de algo esta situación? ¡Tenemos que
entrar! Tengo un mal presentimiento.
—De
acuerdo —convino, dándose por vencido—. Si tú quieres lo hacemos —concedió, con
sumisión—. Espera solamente un día más. Dame tiempo a tirar de algunos hilos.
24 horas, Balagar, ¿podrás hacerlo?
—No
te prometo nada —confesé, un poco desilusionado—. Tal vez me acerque por allí a
echar una ojeada. Necesito a alguien fuera. No, no te preocupes —añadí al
advertir su preocupado silencio—. Tú ya me conoces. Solamente una cosa más:
necesito que le eches una ojeada a una matrícula. Hay una moto roja, una Ducati
1098R que entra y sale de la casa varias veces en la última semana sin
impedimentos. Su número de matrícula es 00666-HDP. Te apuesto lo que quieras a
que Adolfo Saavedra está detrás de todo este montaje.
—Dalo
por hecho, amigo. Ten cuidado ahí dentro, ¿vale? Son gente peligrosa.
—Si
mañana no te he llamado antes de las doce del mediodía busca cualquier disculpa
para entrar a por mí. Ya sabes dónde encontrarme.
—OK…
—¡Ah!
Solo una cosa más —añadí—, detrás de la nevera hay un hueco en el que guardo un
sobre con documentación. Si mañana no has dado conmigo abre ese sobre y haz
público su contenido. ¿De acuerdo?
—De
acuerdo. Suerte, amigo.
La
conexión se cortó. Medallas me conocía demasiado bien como para no darse cuenta
de mis intenciones. Sabía sobradamente que iba a entrar en casa de Ernesto
Zaldumbia esa misma noche pero no entraría solamente para ojear. No habría
fuerza en el mundo capaz de someterme.
Me
asomé a la ventana de mi piso. En la acera de enfrente aún estaba aparcado el
Peugeot 507 negro con cristales tintados. Maraña no se había molestado en
disimular su interés por mí. Ese coche y sus dos acompañantes me seguían desde
que había salido del hospital.
Me
pasé las cuatro horas siguientes planeando mi incursión. Aprovechándome de la
información de las cámaras de seguridad que tenía en mi lápiz de memoria busqué
puntos ciegos en el recorrido de las cámaras. Solamente había dos zonas que no
fuesen barridas constantemente por los sagaces objetivos de alta definición.
Una era la zona dedicada a la estancia privada de Ernesto. Supuse que se
trataría de las habitaciones, la sala de estar y los baños de la parte alta de
la casa; y la otra era la parte más baja; el sótano.
Al
parecer no había nada que vigilar en el sótano porque ninguna cámara se
adentraba en sus profundidades. Tenía desplegado ante mí un plano que me había
proporcionado Medallas por internet. La última licencia de obras en el
ayuntamiento solicitaba la instalación de un pequeño ascensor, así como una serie
de reformas en los cimientos de la casa que también afectaban al sótano. Era
extraño. Demasiado extraño. Memoricé el plano palmo a palmo.
Una
vez memorizado este, accedí a los datos de facturación de Hidroeléctrica del
cantábrico. Hacía años que me había familiarizado con el entorno de
aplicaciones SAP para hackear su
sistema informático. El consumo eléctrico era una herramienta muy utilizada en
mi profesión para verificar fraudes de conexiones en comunidades de vecinos,
viviendas alquiladas utilizadas para el cultivo de marihuana, etc. En los
últimos dos días el consumo eléctrico se había disparado en los contadores
digitales de la residencia de Ernesto Zaldumbia.
¿Qué
estaría pasando allí dentro que explicase esos picos de potencia tan
desorbitados? ¿Extractores de aire, calefacción, aire acondicionado? Estábamos
en pleno verano; solo podía tratarse de aire acondicionado. Iba a cerrar la
aplicación cuando me di cuenta de un pequeño detalle, y en silencio bendije al
instalador de servicios de domótica que había asesorado a Ernesto. Por alguna
extraña razón, había una conexión eléctrica general , que abastecía a toda la
casa, y una conexión eléctrica secundaria que solamente suministraba energía al
sótano. La línea que proporcionaba corriente a la zona subterránea había sido
contratada recientemente y partía de un cajetín diferente al de la línea
principal.
Eso
solamente podía significar una cosa y era que el empresario había construido
una especie de habitación del pánico en el sótano. Ese habitáculo debía de
estar ocupado en ese momento. De ahí el disparatado consumo eléctrico. En el
hipotético caso de que alguien asaltase la mansión no le serviría de nada
cortar la luz y el teléfono, porque el refugio del sótano contaba con su propio
suministro. Ya tenía una idea bastante clara del destino de mis pasos. El
sótano. Ahí tenían que haber encerrado a Penélope, lejos de las miradas del
servicio doméstico.
Intenté
dormir un poco para tener la mente despejada; pero me resultó imposible, así
que después de dar mil vueltas en la cama decidí llamar a Judith. Mi plan
necesitaba de la ayuda de un cómplice y Medallas era una persona demasiado
conocida. Judith parecía una persona con necesidad de sentirse útil.
Me
arriesgué a llamarla pese a que ya eran casi las diez de la noche. A esa hora
deberían de estar recogiendo el comedor todavía, porque en la asociación
siempre se cenaba un poco tarde, ya que algunas chicas jóvenes tenían que dejar
a sus bebés dormidos y cenados antes de preocuparse por ellas mismas; y por
respeto a ellas siempre se esperaba para cenar. Al tercer tono me respondió la
aflautada voz de Gema, la directora.
—Lágrimas silenciosas, le atiende Gema.
—Gema,
soy Balagar. Balagar Fartón.
—Dios
Santo, Balagar… Menos mal que estáis bien. Judith y la chica nueva están muy
preocupadas por vosotros. La chica nueva tuvo un ataque de nervios esta tarde y
aún está sedada. Insiste en llamar a la policía… Es una chica demasiado
sensible.
—Estoy
bien, Gema… es una larga historia. No llaméis a nadie. ¿Podrías pasarme con Judith,
por favor?
—Sí,
claro, un segundo, por favor… ¡Judith! ¡Judith! ¡Ven, por favor… tienes una
llamada de Balagar!
Se
escuchó un rumor de gente hablando de fondo y unas rápidas pisadas que se
acercaban. Al cabo de unos segundos respondía una entrecortada voz dulce y
delicada.
—Soy
Judith. ¿Estáis bien los dos? ¡Estamos tan preocupadas…!
—Estoy
bien, Judith. Necesito tu ayuda. ¿Tienes carnet de conducir?
—Si,
por supuesto. ¿Se puede poner Penélope al teléfono? Quisiera hablar con ella —indicó.
—De
eso se trata precisamente —contesté—. Escucha con atención. Tengo la sospecha
de que Adolfo Saavedra ha recluido a Penélope en casa de su prometido. Necesito
tu ayuda…
Una
hora después una temblorosa Judith oprimía el botón de mi contestador
automático en el portal. Me había costado casi cuarenta minutos tranquilizarla y
convencerla de que sería capaz de hacer bien su parte del plan. Abrí la puerta
del portal. Una vez en mi casa sentí la necesidad de abrazarla; parecía un
juguete a punto de romperse; frágil pero con su utilidad aún intacta. En su
mirada suplicante adiviné que ella también necesitaba ese mismo contacto. La
abracé con firmeza, sintiendo como ella se estremecía levemente. Necesitaba
desesperadamente alejar todos sus reparos, toda su inseguridad; y el hecho de
que yo fuese prácticamente un extraño para ella no me ponía las cosas demasiado
fáciles.
—Hola,
Judith. Tranquilízate. Todo saldrá bien...
La
verdad es que ni yo mismo lo tenía demasiado claro, pero al insuflarle ánimos
me envalentonaba yo también.
—¿Has
bajado del taxi dos calles más abajo? —ella asintió con la cabeza, sin
atreverse aún a mirarme de frente.
—Bueno,
pues entonces vamos a ponernos en marcha. Ponte esta ropa —le alargué una
chaqueta de chándal amarilla y una gorra de un vistoso verde ácido—. Rellena
los hombros con esto —le tendí unos paquetes de algodón—. Es importante que te
parezcas a mí desde lejos.
Noté
que ella me miraba con expresión ausente y pude leer en su mirada
determinación, pero también miedo. La cogí suavemente de una mano y la miré
directamente a los ojos. Ella intentó devolverme la mirada con decisión, pero
no fue capaz. Tuve dudas por primera vez de su entereza. Me di cuenta de que
tal vez le estuviese exigiendo demasiado. Al fin y al cabo Judith era como un
pajarillo asustado que se escondía porque no era capaz de hacerle frente a la
vida. Hacía años que había soltado las riendas de su propia vida, sin hacer
otra cosa que compadecerse de ella misma, refugiada en la asociación. Tal vez
no fuese capaz de soportar tanta presión. Volví a mirarla a los ojos,
apretándole suavemente la mano.
—¿Podrás
hacerlo?
—Creo
que sí, Balagar… Solamente una cosa —pareció dudar un instante sobre la
conveniencia de hacer o no la pregunta que la intrigaba—. Natalia ha quedado
muy alterada, porque no te conoce de nada y está muy nerviosa… ¿Haces esto
porque te importa la verdad o porque te importa Penélope?
La
pregunta me pilló totalmente desprevenido. Ni tan siquiera yo mismo me había
preocupado en formulármela nunca. Podría haber dicho que lo hacía por
profesionalidad, por integridad, por honestidad, por mil razones diferentes.
Podría haberlo hecho, pero no lo hice. Respondí ladeando la cabeza y elevando
los hombros en silencio, más por instinto que por otra cosa; pero al momento me
estaba arrepintiendo. Ni tan siquiera sabía a ciencia cierta que fuese cierto
que empezaba a sentir algo por ella más fuerte que la amistad o la empatía.
A
Judith pareció disgustarle un tanto mi confesión, como si en secreto hubiese
alimentado alguna esperanza de que mi interés por Penélope fuese estrictamente
profesional, pero se abstuvo de hacer ningún comentario, limitándose a
chasquear la lengua con una mueca de fastidio. Supuse que no era la primera vez
que se veía enfrentada a los celos por la pasión que levantaba su amiga en los
hombres. Nadie podría reprochárselo, porque seguramente había sido muy duro en
el pasado competir con una preciosidad con el atractivo y la gracia de
Penélope.
Cogiendo
ya las llaves de mi casa le eché un vistazo a Judith, y el resultado me
satisfizo enormemente. Ambos vestíamos la misma chaqueta amarilla y la gorra
verde. A pesar de nuestra evidente diferencia de complexión no debería de haber
ningún problema. Eran casi las once y media de la noche y mis adormilados
centinelas no se fijarían demasiado en los detalles. Me ocupé de que me viesen
bien bajando una abultada bolsa de basura. Mi llamativa indumentaria debería
bastar para fijar su atención en mí. A continuación accedí al garaje por la
puerta exterior. Un minuto más tarde Judith ocupaba mi lugar al volante de mi
coche. Su misión era sencilla: alejar a mis guardianes el tiempo que fuese
necesario. Asomé la cabeza con precaución por el hueco de la puerta
entreabierta del garaje justo a tiempo de observar que el Peugeot salía a toda
velocidad detrás de mi Ibiza. El primer paso ya estaba dado. Oprimí el
intercomunicador de mi equipo de radio portátil.
—Judith.
¿Me recibes?
—Sí,
Balagar. Alto y claro.
—Lo
estás haciendo muy bien. Haz lo que te dije. Coge la ronda que te saca en
dirección a Gijón. Es importante que no se te paren justo al lado en ningún
semáforo. No corras demasiado; que parezca que estás dando una vuelta, hasta
que estés llegando al motel Cancún. Paga con mi tarjeta de crédito. Todo está
informatizado. Cortaré la luz en la casa de Ernesto dentro de veinte minutos.
He desviado los teléfonos de emergencias de la compañía a tu teléfono móvil.
Procura aparentar tranquilidad. Recuerda que has de parecer una secretaria
aburrida y apática. Diles que una subestación se ha quemado y que el técnico
llegará en diez minutos a arreglarles la incidencia. Cuando lo hayas hecho me
avisas, ¿de acuerdo? ¿Me recibes? —nadie me respondió.
—¿Llevas
copia o no?
Al
otro lado de la línea de radio no se escuchaban más que chasquidos. Me entró un
poco de ansiedad al pensar que podría haber perdido la señal. Ajusté el volumen
en mis diminutos auriculares y comprobé que todo estuviese bien conectado. Al
cabo de unos segundos que se me hicieron eternos la voz de Judith sonó alta y
clara.
—Te
he oído, estaba buscando el interruptor de las luces antiniebla. Casi no se
puede ver con esta niebla tan cerrada. No te preocupes por mí, Balagar. Ten
cuidado ahí dentro y vuelve con Penélope, ¿vale?
—Lo
tendré, Judith, lo tendré… Cambio y corto.
Cuando
acabé de hablar con Judith me tranquilicé un poco. Parecía que ella había sido
capaz de superar sus reparos iniciales. Ahora me tocaba actuar a mí. Subí a mi
casa y me puse una funda de trabajo con el logotipo de Hidroeléctrica del
cantábrico que ya había utilizado en ocasiones anteriores. El hecho de que
estuviese manchado de grasa y con algunos pequeños desgarros me garantizaba una
credibilidad que hasta el momento había sido infalible. Ajusté la pequeña pinza
que sujetaba mi identificación falsa asegurándome de que fuese perfectamente
visible a la altura del bolsillo superior y me guié por la foto que aparecía en
el documento para disfrazarme.
El
verdadero propietario de esa acreditación hacía gala de unas patillas
anacrónicas, unas gafas de pasta exageradamente gruesas y grandes y unas cejas
muy pobladas. El conjunto de su cara era en sí mismo un auténtico despropósito.
Había monos en el zoo que serían más atractivos físicamente que mi suplantado.
Lo triste del caso era que el personaje en cuestión existía realmente, y
respondía al nombre de Enrique Salinas.
Siempre
me reconfortaba adoptar otras identidades, aunque resultasen tan grotescas como
la que ahora me ocupaba. Asumir otras personalidades siempre te permitía
evadirte de la tuya por unos instantes. Me miré en el espejo del aparador de la
entrada. Posiblemente ninguna mujer se fijase en mí caracterizado de Enrique
Salinas, pero estaba seguro de que los guardias de la entrada de Ernesto
recordarían mi aspecto con toda seguridad. Recogí el enorme bolsón con
herramientas que había dejado a la puerta de casa y bajé al garaje
trastabillando como un borracho. Cuando descargué el petate me sequé las gotas
de sudor que perlaban mi frente. Me froté el hombro derecho, dolorido por el esfuerzo
de soportar el peso de mi equipo. Empecé a sacar el instrumental y a colocarlo
en la furgoneta, una pequeña Renault Kangoo de color blanco.
Un
pequeño pitido me indicó que tenía un mensaje en el ordenador. Eché un vistazo
al portátil. En mi cuenta corriente acababa de aparecer un apunte con un cargo
de 80 euros en el motel Cancún. Sonreí satisfecho. Ya tenía mi coartada. Cerré
la ventana de la banca electrónica y accedí a la empresa de suministro
eléctrico. con tan solo marcar una muesca en una pequeña cuadrícula apareció un
mensaje que me informaba de que el domicilio de Ernesto Zaldumbia acababa de
quedarse sin electricidad. comprobé los contadores digitales de la parte baja
de la casa. La línea secundaria funcionaba con normalidad. Hacía un par de
horas que se habían registrado unos picos de tensión descomunales, pero después
el consumo había decrecido al mínimo. Crucé los dedos deseando que Penélope aún
estuviese retenida en esa casa. Si la habían trasladado sería prácticamente
imposible localizarla de nuevo.
Estaba
guardando las plantillas que había usado para estampar en la furgoneta el logotipo
de HC cuando Judith abrió de nuevo comunicación conmigo.
—Balagar…
Balagar, soy yo —la voz de Judith desprendía una enorme excitación nerviosa.
Había
intentado explicarle los procedimientos básicos en las comunicaciones
radiofónicas, pero parecía que ella había hecho oídos sordos a mis indicaciones
de utilizar las habituales fórmulas de “Cambio”, “Corto”, “Recibido”…
—Te
recibo alto y claro, cambio…
—Ya
me han llamado, Balagar. Tenías razón, ya han llamado…
—OK,
recibido. Tranquilízate. Cambio.
—¿Cambio?
¿Cambias el qué?
Traté
de serenarme antes de contestar. A Judith debió de parecerle que no la recibía
bien, volviendo a insistir.
—Balagar…
¿Qué es lo que cambias? No paras de decir que cambias —otro silencio en la
línea.
—No
cambio nada, Judith, tranquilízate. Dos horas —añadí, con gravedad. —Dos horas.
Si en dos horas no has tenido noticias mías vuelve a la asociación y espera a
que te vaya a buscar el comisario Medallas. Cambio y corto.
—Suerte,
Balagar —otro prolongado chasquido.
—Todo
controlado. Cambio y cierro.
Bajé
el volumen de la radio al mínimo y apagué mi teléfono móvil. A partir de ese
momento necesitaba concentrarme. Arranqué el motor de la furgoneta y me
encaminé a la mansión de Ernesto Zaldumbia.
Diez
minutos más tarde la potente luz de una linterna enfocaba mi documento de identificación
falsificado, moviéndose alternativamente de este en dirección hacia mi
estrambótico rostro. Al ojeroso guardia pareció convencerle el resultado de su
comparación; porque empezó a garabatear en un cuaderno la matrícula —también
falsificada— de mi furgoneta y mi documento de identificación.
—Introduzca
la furgoneta y siga el camino de grava hacia la derecha. Al final del camino le
está esperando mi compañero. Él le dirá por dónde entrar.
—Gracias,
jefe… —respondí, con fingido entusiasmo.— No creo que me lleve mucho tiempo.
—Eso
espero.
El
guardia no me lo dijo pero yo sabía perfectamente que lo que menos deseaba era
que le pillase el cambio de turno de las doce con un trabajador externo
merodeando por la casa. Faltaban muy pocos minutos para la doce. Estaba
obligado a ser rápido si quería que mi plan funcionase. Con un suave acelerón
franqueé la verja de la entrada a la mansión de Ernesto. Torcí a la derecha
siguiendo el letrero de “Puerta de servicio” y al final del sendero de grava
pude ver perfectamente la figura del otro guardia de seguridad. Parecía uno de
esos operarios de aeropuerto guiando en la oscuridad a los aviones con sus
porras luminosas. Apagué el motor justo en el momento en el que el potente haz
de luz me deslumbraba nuevamente.
—Buenas
noches. Salga del vehículo, por favor. Le indicaré dónde está el cuadro de
mandos. ¿Tardará usted mucho?
—¿Quién
lo sabe? Depende de la avería, jefe; depende de la avería… Lo primero será
comprobar si se ha fundido algún cable en la caja de contadores y a partir de
ahí intentar dar con la avería.
Cargué
con dificultad el enorme petate con las herramientas y encendí una linterna
frontal de leds. Estaba acompañando al preocupado guardián uniformado en
dirección al cajetín principal cuando una sombra irrumpió inesperadamente de
detrás de un seto.
—¡Hombre,
ya está aquí “el chispas”! ¡Sí que son rápidos, sí…! ¡Venga por aquí, señor
electricista, venga por aquí…!
Su
marcado acento me resultó familiar. Me puse en guardia instintivamente.
Indudablemente era ruso, pero era mucho menos corpulento que Sergei. Su rostro
cetrino tenía un tono cadavérico, y unos marcados pómulos le daban la siniestra
apariencia de un esqueleto andante. Su descarnado aspecto me produjo una
punzada de repugnancia. Unos ojillos crueles y hundidos en el fondo de sus
órbitas me espiaron sin disimulo. Supuse que se trataría de alguno de los
secuaces de Sergei. No se esforzó demasiado en ocultar la gracia que le
producía mi desastroso aspecto. Empezó a hacerme señales con una minúscula
linterna de bolsillo para que me acercase. Una mueca divertida suavizó un poco
sus tétricos rasgos.
—Joder,
amigo —dijo sin ocultar un gesto de burla—. No me extraña que le pongan a usted
a trabajar de noche… ¡Anda que usted no es feo ni nada! —su tono de voz no era
agresivo, sino divertido. Acompañó su broma con un guiño de ojo. Decidí
seguirle el juego.
—Usted
tampoco es un sex symbol, perdone que
le diga… Con todos mis respetos, pero cuando usted nació su madre debería
haberse quedado con su placenta en lugar de con usted, porque usted sí que
asusta.
Hice
una mueca de divertida complicidad, que tuvo el efecto deseado. El inquietante
rostro del ruso se relajó en una sincera carcajada.
—Es
usted un cachondo, sí señor. Acompáñeme… Es una cosa extraña —dijo, sin
molestarse en comprobar si le seguía—. Solamente tenemos luz en los garajes, la
despensa y el sótano. El resto de la casa está a oscuras.
Con
un rápido ademán se despidió del guardia uniformado empujándome en dirección a
una pequeña caseta. Marcó un número de teléfono y le escuché susurrar en voz
baja:
—Discúlpeme,
jefe, soy Nikola. El electricista ha llegado… Si, si… No, no se preocupe. Yo me
encargo. Si, en efectivo, no se preocupe. Buenas noches, jefe; que descanse.
Al
desconectar el teléfono hizo una mueca divertida en dirección a mí.
—A
mí también me gustaría ser jefe —suspiró—. ¿A usted también, verdad amigo?
Vamos, sígame. Si soluciona esto en menos de media hora le invito a un trago de
auténtico vodka ruso de contrabando. ¿Qué le parece?
—Me
encantaría ganarme ese trago, amigo mío. Enséñeme esa caja de empalmes.
—¿Empalmes?
—repitió—. ¡Curiosa palabra, amigo mío…! No creo que se refiera usted a los
mismos empalmes que yo estoy pensando. Es curioso su idioma, señor
electricista; es curioso su idioma.
Una
ruidosa carcajada acompañó a su vulgar comentario. Decidí seguirle la
corriente, coreándole mientras le daba unos golpecitos en el hombro.
—Creo
que nos vamos a llevar bien usted y yo, amigo mío. Quería decir el cajetín de
las conexiones… —le dediqué otra fingida y pueril risotada.
—Sígame,
es por aquí. ¿Fuma usted, señor electricista?—alargó la mano hacia mí ofreciéndome
una cajetilla de tabaco—. Es tabaco ruso, ¿sabe usted? Es un tabaco difícil de
encontrar aquí en su país. Tabaco fuerte, para hombres de verdad, con un par de
cojones.
Negué
con la cabeza instintivamente, pero se me heló la sangre al comprobar que los
caracteres cirílicos que adornaban la cajetilla eran muy parecidos —si no eran
los mismos— que los que había encontrado en el cenicero del apartamento de
Balbi.
Apostaría
mi mano derecha a que el jovial ruso que me acompañaba en ese preciso instante
podría ayudarme a desvelar muchas de las incógnitas que rodeaban su agresión.
Un temblor invadió mi torrente sanguíneo, como si miles de mariposas empezasen
a aletear simultáneamente en una alocada carrera por lo más profundo de mi
cuerpo. No era una situación nueva para mí pero era perfectamente consciente de
que no podía dejarme llevar por mis impulsos. Traté de serenarme e
inconscientemente acaricié la culata de la pistola de aire comprimido que
llevaba oculta en una funda sobaquera.
El
contacto con el frío metal me llevó a recordar momentos pasados y cargados de
una gran tristeza, pero me recordé a mí mismo el motivo de estar allí en ese
preciso instante. Estaba allí para tratar de encontrar a Penélope, estaba allí
para tratar de liberar a un alma inocente y pura de las garras de un carcelero
cruel y despiadado. En el fondo mi vida estaba plagada de situaciones
semejantes. Siempre me había creído una especie de Don Quijote huérfano de
Sancho. ¿Sería por eso por lo que algunos médicos me consideraban adicto a la
adrenalina? Me repetí a mí mismo que no, que lo que yo era realmente era un
adicto a la vida y vivir implica estar en continuo riesgo. La voz de Nikola se
me antojó irreal, como fruto de una extraña alucinación.
—¿De
verdad que no quiere un cigarrillo? —al advertir de nuevo mi negativa suspiró,
resignado.
—Bueno,
usted se lo pierde. Ya hemos llegado. Aquí está el maldito cajetín. Procure no
tardar mucho. Yo le esperaré aquí mismo. Procure no tardar, ya sabe… —hizo un
gesto acercándose el pulgar a la boca y poniendo los ojos en blanco.
Eché
un vistazo alrededor. Ya empezaba a estar un poco harto de sus payasadas.
Estábamos a unos cincuenta metros de la entrada principal, en una caseta de aperos
de labranza. Al fondo del cobertizo se adivinaba la forma de un pequeño tractor
cortacésped y colgadas de las paredes reconocí una completa variedad de azadas,
rastrillos y herramientas propias del campo. Un profundo olor a gasolina
invadía toda la estancia. Le hice un gesto a Nikola para que no se acercase.
—Preferiría
que no fumase usted aquí. ¿Lo huele?
—Si
—respondió, un tanto molesto, el ruso—. Huele a gasolina… ¿Qué más da? No me
diga que tiene miedo. ¿Es usted un gallina, señor electricista? ¿Le da miedo el
fuego? —acto seguido sacó un enorme zippo
de gasolina de su bolsillo. Hizo saltar la tapa metálica con un chasquido y lo
encendió con un único y hábil gesto de su pulgar.
—Koooo…
Ko-ko-ricoooooo… ¿Es usted un gallina o no, señor electricista?
No
le dejé volver a repetir su provocación. Ya estaba hasta el gorro de sus bromas
infantiles. Con un gesto rápido saqué la diminuta pistola de aire comprimido y
le alojé un pequeño dardo cargado de fentanilo en el cuello. La mueca de burla
se transformó instantáneamente en un rictus de sorpresa y miedo. El efecto de
la droga no se hizo esperar, y al cabo de unos segundos de lucha acabó
imponiéndose la acción del potente narcótico. Extendí los brazos para
amortiguar la caída de su cuerpo, pero no pude evitar que se tropezase al caer
con la rueda de una carretilla.
El
ruido que produjo el choque de su cabeza contra el acero de la carretilla fue
similar al emitido por un instrumento de percusión. Sabía que era muy
improbable que alguien hubiese escuchado ese siniestro gong pero aún así asomé
la cabeza prudentemente. Aguanté la respiración para escuchar mejor y forcé la
vista en todas direcciones. Nada… ni un solo movimiento. Suspiré aliviado. Ya
me había deshecho del primer estorbo. A juzgar por su corpulencia Nikola tenía
analgésico en su cuerpo para al menos cuarenta y cinco minutos.
Le
até las manos y los pies con unas bridas de plástico y le coloqué una mordaza
improvisada con unos calcetines usados que encontré metidos en unas botas de
agua. Probablemente se mereciera un castigo más severo por sus actos pasados
pero en aquel momento mi prioridad era encontrar a Penélope. Me desprendí
rápidamente del incómodo mono de trabajo de electricista y lo guardé en el
petate. Vestido con la ligera ropa táctica de combate negro podía moverme con
mayor libertad. Empecé a equiparme en el más absoluto de los silencios. Accioné
un pequeño inhibidor de señales de telefonía móvil para evitar sorpresas y
ajusté los arneses de mi chaleco de cordura. Me aseguré de que las cizallas y
el juego de ganzúas estuvieran colocadas correctamente en sus compartimentos y
aseguré el pesado cuchillo de combate con la trabilla doble.
Una
familiar sensación de ansiedad y autocontrol me invadió cuando accioné el
interruptor de mis gafas de visión nocturna AD2V. El fantasmagórico e irreal
mundo de grises y sombras tan propio de los videojuegos modernos me transportó
a las interminables sesiones de entrenamiento con los cuerpos de operaciones
especiales. De eso hacía ya muchos años, pero ese tipo de adiestramiento no se
olvida nunca.
Entré
a la mansión por la puerta principal. La puerta estaba abierta, y no me hizo
falta forzarla. Esperé a que la cámara de video-vigilancia hiciese su barrido
habitual y la esquivé en dirección al pequeño ascensor que conducía a la planta
baja. Los escasos segundos que tardó en llegar se me hicieron eternos, y cuando
la puerta se abrió me abalancé al exterior blandiendo una pequeña tonfa de
polipropileno. El aumento de luz en la planta baja era evidente pero el receptor
digital de mis gafas adaptó la luminosidad automáticamente sin deslumbramientos
ni pérdidas de visión. Me asombró su impecable funcionamiento, bendiciendo una
vez más las infinitas posibilidades que ofrece internet para la adquisición de
maravillas como esa. Nada que ver con las primitivas gafas de entrenamiento de
los años noventa.
Con
dos grandes zancadas me planté delante de una puerta de acero con un rótulo de
“Cloacas”. A la altura de mi pecho había una cerradura digital de seguridad.
Chasqueé la lengua con desagrado. No había contado con la posibilidad de que
Ernesto utilizase un código de seguridad para acceder al sótano. Maldije en
silencio mi falta de previsión. Era lógico que si se había tomado la molestia
de blindar esa cámara también la hubiese dotado de mecanismos de seguridad.
Crucé los dedos deseando que esa fuese la única sorpresa que me deparase la
noche y volví a introducirme en el pequeño ascensor.
Mientras
ascendía eché una ojeada a mi reloj. La función cronómetro me indicó que ya habían
transcurrido casi diez minutos desde que había dejado inconsciente a Nikola.
Era imperativo que localizase con la mayor brevedad a Ernesto para obligarle a
darme la clave de acceso al sótano.
El
pequeño elevador se detuvo con una sacudida cuando llegamos a la planta alta.
Forcé la memoria tratando de visualizar el plano de la casa. Había dado por
hecho que las habitaciones del servicio se encontraban en la planta baja, a
juzgar por sus dimensiones y la ausencia de baños individuales. Tan solo tres
habitaciones en la casa contaban con vestidor y aseo independiente, y estaban
ubicadas en la planta alta. Ernesto descansaba en una de ellas con toda
seguridad, pero… ¿en cuál? Se hacía necesario inspeccionarlas una a una. El
reloj corría en mi contra, así que abandoné las precauciones más básicas y me
dirigí resueltamente hacia la primera de las habitaciones.
El
pasillo enmoquetado amortiguaba mis pisadas eficientemente, pero las
antiquísimas tablillas de roble que descansaban debajo crujían con un
inquietante ánimo delator. Una vez delante de la primera puerta apliqué mi
oreja. No se escuchaba nada, así que la abrí lentamente. Un rápido barrido me
confirmó que estaba vacía. En uno de los rincones había una maleta de viaje.
Desde la puerta se veía la etiqueta de una compañía aérea: Air Berlín. Debía de
tratarse de algún invitado de Ernesto. Posiblemente se encontrase en el baño en
ese momento, porque la cama estaba deshecha y con las sábanas revueltas. No me
molesté en confirmarlo. Volví a cerrar la puerta tras de mí con suavidad.
Cuando
me estaba aproximando a la segunda habitación pude escuchar con claridad unos
ahogados jadeos, acompañados de unos susurros en voz baja. Supuse que Ernesto
se encontraba en esos momentos acompañado y alejé asqueado la imagen de este
acompañando a una Penélope gozosa y exultante, ebria de sexo. La idea se me
antojó irreal y cruel pero no pude evitar que un escalofrío de desconfianza me
recorriera de los pies a la cabeza.
La
puerta estaba cerrada por dentro pero en cuestión de segundos hice saltar el
pestillo. El pequeño chasquido que se produjo quedó enmascarado por un leve
gemido procedente del interior. Empujé suavemente la hoja de madera y me
deslicé con rapidez en la habitación con la pequeña pistola de aire comprimido
empuñada y lista para ser utilizada.
A
través de mis gafas de visión nocturna pude observar impunemente una escena
sorprendente: junto a mí y en una postura que no dejaba lugar a dudas se
encontraban dos hombres entregados al desahogo de uno de los instintos más
primitivos del ser humano. La postura en la que se encontraban no me permitía
verle la cara a ninguno de los dos, pero era obvio que no se trataba de Ernesto
ni de Sergei. Me quedé estupefacto, paralizado por la crudeza de las imágenes
que se reproducían ante mí.
Debí
de olvidarme por un segundo de contener mi respiración, porque la cabeza de uno
de ellos se giró en dirección a la puerta despreocupadamente. Se trataba de un
vejete, que aguantaba con placentero gesto las enérgicas embestidas de un
sudoroso joven, que se empleaba con el ardor y la pasión propias de la
juventud. Amparado en el anonimato de la oscuridad me sentí como un sucio y
depravado mirón.
No
quise seguir profanando su intimidad y volví a cerrar la puerta tras de mí sin
hacer el más mínimo ruido. Ya solo quedaba una habitación por inspeccionar, por
lo que necesariamente habría de encontrar en ella a Ernesto. Volví a mirar mi
reloj digital. Habían pasado diez minutos más. Me quedaban menos de veinte para
llevar a cabo mi rescate —si es que realmente había alguien a quien rescatar.
Giré
el pomo de la puerta que me faltaba por escudriñar. Las bisagras delataron mi
intrusión con un cruel quejido. Un olor acre flotaba en el dormitorio, testigo
evidente de una adicción desmesurada. Me adentré resueltamente en la oscura
habitación, ansioso por tomar la iniciativa de una vez por todas. A mi favor
jugaba la sorpresa y la posición táctica de ver sin ser visto.
Ernesto
dormía plácidamente, con la rítmica respiración castigando una apretada
camiseta de propaganda de bebidas, que amenazaba desgarrarse con cada subida y
bajada de su peludo tórax. Su cómico aspecto me hizo sonreír, sobre todo al
observar que su velludo ombligo asomaba con desfachatez acusando la escasez de
tela de la exigua camiseta. Ahí tumbado perdía gran parte de su dignidad. No le
ayudaba demasiado el hecho de que utilizase unos ridículos calzoncillos tanga y
menos aún que la tira trasera la tuviese incrustada firmemente entre nalga y
nalga. No, la verdad era que no impresionaba demasiado.
Saqué
de nuevo la pequeña pistola y con la mano libre enfoqué el potente haz de luz
de la linterna hacia Ernesto. Este se revolvió enojado, refunfuñando entre
dientes.
—¿Qué
demonios está pasando? ¡Apagad esa luz! —con una rapidez vertiginosa se tapó la
cara con una de las sábanas, intentando evadirse de la molesta claridad.
—Levántate,
Ernesto. Y hazlo despacito. Te estoy apuntando a la cabeza con una pistola.
Mi
amenaza despejó por completo al adormilado empresario, que no pudo evitar un
respingo al reconocer mi voz. Para mayor veracidad apoyé el cañón de la pequeña
pistola en su frente.
—Balagar…
El puto Balagar Fartón. Tenía que haberte matado el primer día que pisaste esta
casa. Debes de estar loco para presentarte aquí de esta manera…
—Cierra
el pico y levántate, y hazlo despacio. No quiero sorpresas. Los brazos en alto
y sin gestos violentos. No quisiera que se me aflojase el dedo en el gatillo.
Ernesto
pareció sopesar los pros y contras de aceptar mi autoridad pero debió de llegar
a la conclusión de que el que dominaba la situación era yo, porque poco a poco
comenzó a incorporarse, con los brazos elevados por encima de su cabeza.
—¡De
espaldas, rápido! ¡Gírate hacia la pared; no quiero ver tu asquerosa cara!
Ernesto
se giró dócilmente tensando los hombros en el preciso instante que le colocaba unos
grilletes metálicos en las manos. Cuando le tuve esposado le ayudé a bajar los
brazos de nuevo. Dejó descansar sus manos en su regazo, pegando un bufido
semejante al de una cobra egipcia enfurecida.
—Balagar,
no tienes ni la más mínima idea de lo que estás haciendo. Eres hombre muerto.
Yo mismo disfrutaré torturándote poco a poco.
—Baja
la voz y déjate de tonterías. Vas a acompañarme hasta el sótano y me vas a
abrir la puerta, ¿verdad que sí?
—Ni
lo sueñes.
El
empresario se giró poco a poco hacia mí. Le dejé hacer hasta que le tuve
enfrente. Le miré directamente a los ojos. Los tenía inyectados en sangre.
—Tengo
toda la noche por delante para obligarte —mentí—. No seas tan estúpido como
para no tomarme en serio. Antes de venir a tu habitación he dejado fuera de
combate a tu segurata ruso. Cometió el mismo error.
—En
fin… —añadí con un suspiro mientras abanicaba la pistola ante sus desorbitados
ojos—. Tú mismo.
En
ese instante Ernesto cambió rápidamente de táctica, pasando a un abierto enfrentamiento.
—¿Has
matado a Nikola con esa mierda? —hizo un despectivo gesto con la cara hacia mi
mano armada—. Venga, Balagar; no me jodas. Esa pistola es de juguete. Llevo
demasiados años en este negocio como para no darme cuenta de estos detalles.
¿Vas a obligarme “con eso”?
A
medida que hablaba se iba acercando lentamente, gesticulando violentamente con
sus esposadas manos. Retrocedí un par de pasos, un tanto sorprendido por su
valiente reacción. Cuando estaba a medio metro de mí abandonó toda prudencia y plantó
su sudorosa frente desafiante a escasos centímetros de la boca de mi pistola.
—¡Aprieta
ese gatillo! ¡Venga, apriétalo! ¿Qué vas a hacer, sacarme un ojo con un
perdigón? ¡Vamos, gran hombre! ¡Te faltan huevos! — una vez dicho esto se
abalanzó sobre mí, intentando apresar la mano con la que le apuntaba.
Al
estar maniatado su movimiento fue torpe y predecible por lo que me resultó
sencillo esquivar su ataque. Di un paso hacia atrás para coger carrerilla y le
propiné una potente patada en los testículos. Ernesto se encogió respirando
entrecortadamente. Se hizo un ovillo a mis pies emitiendo un quejido lastimero.
Decidí que ya había perdido demasiado tiempo hablando. Había que pasar a
métodos más resolutivos.
—Tú
te lo has buscado, Ernesto. A mi modo de ver tienes dos opciones. Hacerlo por
las buenas o hacerlo por las malas. ¿Dónde está Penélope? En el sótano,
¿verdad?
—Que
te den por el culo —escupió con los ojos inyectados en sangre.
—No
te hagas el valiente, Ernesto. Todavía no hemos empezado.
Para
demostrarle que no estaba para bromas le encajé otro puntapié en la zona
hepática. Ernesto empezó a aullar como un lobo herido. Le tapé la boca con un
rollo de cinta adhesiva para evitar que sus gimoteos delatasen mi presencia.
—¡En
pie! ¡Vamos, en pie…! ¿Quieres que te dé otra?
El
empresario negó alocadamente con la cabeza. Parecía convencido ya sin duda de
que no le amenazaba en vano. En su mirada cargada de odio percibí por primera
vez un atisbo de terror.
—¡Vamos,
delante de mí y sin hacer tonterías! —ordené.
Ernesto
se levantó con dificultad, arrastrando los pies en dirección al pasillo.
Consciente
de que yo le seguía a corta distancia ralentizó sus movimientos, pero en cuando
llegamos al corredor hizo muestra de una agilidad felina emprendiendo una nerviosa
carrera en dirección a las habitaciones de invitados. Su intención no podía ser
más manifiestamente clara, por lo que me lancé en su persecución. No había
recorrido ni tres metros cuando le alcancé. Con una certera zancadilla le hice
rodar por los suelos.
El
fuerte golpe retumbó pesadamente sobre el entablillado de madera, haciéndome
temer por un momento que todo el plan se hubiese ido al traste, pero al parecer
los inquilinos de la habitación vecina no se habían enterado de nada. Todavía
debían de estar entregados a sus furtivos y lascivos desahogos.
Ernesto
sollozaba bajo mis rodillas, recordándome que no sería fácil conducirle en
silencio por la casa, y mucho menos hasta el sótano. Me vi obligado a tomar una
decisión porque solamente tenía dos alternativas. Una ya estaba claro que no
iba a funcionar, que era la de intentar conducirle en silencio a través de los
casi cien metros que me separaban de la puerta del ascensor. Le disparé a
bocajarro en el cuello. El dardo anestésico no tardó en hacer efecto, y su
cuerpo se escurrió relajada y mansamente.
Había
subestimado la robustez de Ernesto y la magnitud de su volumen se puso de
manifiesto cuando intenté cargar su cuerpo sobre mi espalda. Después de un par
de intentos desistí, y me hube de conformar con arrastrarle lo mejor que pude
por todo el pasillo. Cuando al fin se cerró la puerta del ascensor tras
nosotros unos enormes goterones de sudor empezaron a empañar los cristales de
mis gafas de visión nocturna. Decidí quitármelas, y me las guardé en uno de los
bolsillos traseros de mi chaleco. El tiempo se me estaba agotando. Llevaba casi
cuarenta minutos dentro de la casa. Nikola ya estaría a punto de despertarse.
Empezaba a ser imperativo acabar cuanto antes. Recosté el cuerpo de Ernesto
contra la puerta del sótano, y le apliqué una dosis de naloxona. El efecto de
esta no fue tan rápido como yo esperaba y fueron necesarios otros tres minutos
para que Ernesto empezase a reaccionar. Poco a poco empezó a despertarse,
parpadeando pesadamente.
—¿Qué
me has puesto, cabrón? ¡No puedo moverme!
Me
costó entenderle. Su voz era un murmullo pastoso y apenas perceptible. Entornó
los ojos intentando centrar la vista, pero le resultó imposible. Se recostó
sobre la espalda pesadamente, echando la cabeza hacia atrás con un gran
suspiro.
—Es
una droga, Ernesto. Tú decides. Otra dosis ahora mismo y se acabó todo… dime el
código y te dejaré en paz. Es así de sencillo.
Contra
todo pronóstico Ernesto empezó a reírse. Al principio fue solamente una sonrisa
irónica, pero poco a poco fue aumentando hasta convertirse en una auténtica
carcajada. He de admitir que me desconcertó por completo pero lo achaqué a los
efectos residuales del anestésico. Al ver mi cara de desconcierto Ernesto
pareció divertirse aún más.
—¿Quieres
el código? Bien, te daré el maldito código… Llegas con horas de retraso,
gilipollas. Ya no te servirá de nada. ¿Quieres llevártela? Pues llévatela. Me
harás un favor, créeme… —otra violenta carcajada.
Dominé
mi primer impulso de volver a golpearle. Deseaba borrarle esa mueca de burla de
su asqueroso rostro; pero lo que acababa de decir me había dejado traspuesto.
¿Por qué habría de llegar tarde? ¿Qué significaba eso de que “no me serviría de
nada”? Me incorporé y volví a mirar con desconfianza a Ernesto sin atreverme a
pulsar ningún botón.
—¿No
te lo crees? Venga, superhombre, marca el 080608. ¿No tenías tantas ganas?
—Al
diablo —respondí con desdén.
No
sabía lo que me esperaba detrás de aquella puerta, pero no estaba dispuesto a
seguir jugando al ritmo que Ernesto me marcaba. Pulsé los seis dígitos y un
pitido acompañado de una luz verde me indicó que era correcto. En el interior
de la puerta de acero blindado algo parecido a un cerrojo se desplazó emitiendo
un chasquido metálico. Una luz cegadora emergió del silo subterráneo.
En
un principio me aturdió el torrente de luminiscencia pero poco a poco pude
identificar un amasijo de material informático. Unos enormes monitores estaban
conectados a una compleja serie de cables y ordenadores. El lugar poseía la
pulcritud y la asepsia de una sala de operaciones, pero un desagradable hedor a
humanidad y desechos se empeñaba en demostrar lo contrario. Arrugué la nariz
con desagrado, buscando el origen de tan nauseabundos efluvios pero desde mi
posición solo acertaba a reconocer mi figura reflejada en los gruesos espejos
que conformaban las paredes del habitáculo. El zulo parecía estar deshabitado.
Empujé
el cuerpo de Ernesto hacia el interior, dejándole tendido de bruces sobre el
suelo.
—¿Todavía
no la has visto? ¿No querías encontrar a tu puta Penélope? ¡Pues ahí la tienes,
Balagar, ahí la tienes! al menos lo que queda de ella… ¡Es toda tuya! —otra vez
esa hiriente carcajada despectiva.
Miré
en la dirección que Ernesto me señalaba con el mentón y tardé unos segundos en
reaccionar. No sabría describir lo que sentí en aquellos momentos porque la
figura que me espiaba aterrorizada desde detrás de una sucia sábana no era
Penélope; era un fantasma de mirada perdida y manos temblorosas. Tenía la
cabeza rasurada completamente, y unos enormes moratones le conferían una
apariencia mortecina y lastimosa. Estaba vestida con un exiguo e inmundo
camisón en el que las manchas de sangre, heces y orina se mezclaban en un
repugnante mosaico.
Era
evidente que en las últimas horas se había visto obligaba a abandonar hasta la
más mínima atención higiénica. Me acerqué a ella vacilante, buscando en su
rostro algún vestigio de alegría y gratitud pero su cara no reflejó ninguna
emoción; era como una máscara fría e inexpresiva. Cuando estaba a medio metro
de distancia suya ella se acurrucó aún más temblando con los ojos agrandados de
terror, como si yo fuese uno más de los despreciables verdugos que se habían
ensañado con ella.
Traté
de acariciarle la cara, pero al sentir el contacto de mi piel saltó hacia atrás
como si le hubiese producido una descarga eléctrica. Emitió un quejido gutural
e inhumano, alejando mis dedos de un violento manotazo. Me sentí decepcionado y
aturdido, incapaz de asimilar su evidente rechazo.
—Penélope…
Penélope, soy yo, Balagar…. ¿Es que no me reconoces?
Mi
propia voz me resultó irreal y fuera de lugar. Tenía la garganta tan reseca que
la saliva me supo a serrín. Desde la entrada Ernesto asistía divertido a la
escena que se desarrollaba ante él como un espectador acudiría a una corrida de
toros, disfrutando con el dolor ajeno.
—Parece
que pasa de ti, payaso —exclamó, divertido—. Tanto empeño por venir a
rescatarla y mira cómo te lo agradece. Ya te lo advertí, Balagar, ya te lo
advertí… las mujeres son caprichosas como las hojas secas en otoño; revolotean
sin rumbo ni voluntad. Hay que saber retirarse a tiempo...
—Cállate,
Ernesto. No sé qué es lo que le habéis hecho, ni las drogas que le habéis
metido en estos dos últimos días pero te juro por Dios que os arrepentiréis de
esto —las palabras se me atragantaban, atropelladas. No podía pensar con
claridad.
En
ese preciso instante hubiese machacado a golpes a Ernesto de no ser porque el
rechazo de Penélope me tenía desconcertado. A pesar de todo estaba deseando
sacarla de allí para que me explicase todo lo que le habían hecho. Estaba
deseando sacarla de allí para ponerla al corriente de los últimos
acontecimientos. ¡La cara que pondría cuando le contase quién era en realidad
Ana María Tudela, que nos vigilaba el coronel Maraña, que estábamos en busca y
captura por la INTERPOL…!
No
hacía tanto que habíamos fantaseado con la posibilidad de convertirnos en una
especie de Bonnie & Clide
modernos. Era imposible que ninguna droga del mundo la hiciese abandonar esa
idea romántica del caballero andante y su protegida, era imposible que no me
reconociese. Volví a intentar acercarme a ella, pero nuevamente se tapó la cara
con las manos haciéndose un ovillo, como una niña pequeña aterrorizada. Le
acaricié la cabeza. Tenía el cuero cabelludo áspero y grasiento. Poco a poco
elevó la vista hacia mí con desconfianza.
—Penélope…
¿Qué te han hecho? ¡Pobre chiquilla! Vamos, no tengas miedo, te sacaré de aquí.
Estás a salvo. ¿Me entiendes? —ella asintió levemente con la cabeza,
murmurando.
—A
salvo, sí; a salvo…
Hablaba
para sí misma, como si estuviese sumida aún en algún extraño y profundo trance
narcótico.
—Por
favor, ayúdeme —sollozó, sin dar muestras de haberme reconocido todavía.
Ernesto
dejó escapar una risotada desde la entrada.
—Dudo
mucho de que la pueda ayudar nadie ya, amigo mío. ¡A salvo, dice el muy
desgraciado! ¡Ja, ja, ja! Ya te decía que llegabas tarde…
Sus
crueles carcajadas se me antojaron el espejismo de una pesadilla surrealista y
absurda. Me acerqué a él deseando borrarle esa estúpida expresión de burla a
bofetadas, pero cuando estaba a punto de descargar mi cólera Penélope intervino
con un hilo de voz:
—Ayúdeme,
por favor. Sáqueme de aquí…
En
la esquina de la habitación un torpe bulto trataba de ponerse en pie con
dificultad. Era obvio que a la Penélope que yo había ido a buscar la habían
quebrado como a un junco seco, y lo que quedaba de ella se esforzaba por llamar
mi atención por puro instinto de supervivencia.
Reparé
en que sus ojos vacíos seguían sin ofrecer ningún atisbo de haberme reconocido.
Me acerqué a ella, y mientras me acercaba recogí de encima de la mesa unos DVD
sin rotular. Posiblemente en ellos hubiese alguna pista de lo que le habían
hecho. Me los guardé en uno de los bolsillos laterales del chaleco,
asegurándome de que dentro de los ordenadores no quedase ninguno más. Intrigado
por la presencia de los ordenadores en la sala decidí que también me llevaría
los discos duros.
Una
vez vencida mi curiosidad me acerqué lentamente al camastro con unos gestos
deliberadamente ralentizados. Ella no hizo ningún amago de acercarse a mí, pero
al menos no trató de escaparse. Cuando Penélope sintió que mis brazos la
ayudaban a incorporarse pareció dejarse vencer por el agotamiento, y su cuerpo
inerte se desvaneció. El contacto de su frágil cuerpo me reconfortó,
recordándome que no era la primera vez que la cargaba en mis brazos como a una
niña desvalida. Por un segundo me olvidé de Ernesto, de lo apremiante que se
estaba volviendo el tiempo y del lugar en el que estábamos y sin poder evitarlo
la besé en la frente. Fue un beso casto y fraternal, de puro alivio y
liberación; pero en ese preciso instante comprendí que un incendio devorador
alimentaba mi pecho. En ese instante comprendí que sentía por ella un torrente
de emociones desbordante.
Tuve
que hacer un gran esfuerzo para evitar acariciarle la cara, cubrirla de besos
con la pasión de un adolescente. El reencuentro que yo tanto ansiaba no se
había correspondido con las expectativas con las que yo había fantaseado, pero
el simple hecho de tenerla a mi lado compensaba con creces cualquier penuria,
cualquier peligro, cualquier posible represalia.
Con
cuidado la deposité en el suelo a la puerta del sótano, reparando en que inexplicablemente
Ernesto se había quedado en silencio. Me revolví hacia él como un perro rabioso
esperando encontrarme su despreciable mueca de burla y desafío, pero en su
lugar me encontré un mohín de sorpresa y desconcierto. Mientras le arrastraba
en dirección al camastro que antes ocupaba Penélope no dejó de mirarme fijamente
a los ojos ni un segundo, sin ocultar su estupor, hasta que al final, cuando ya
lo tenía nuevamente inmovilizado en el catre se decidió a despegar los labios
poco a poco:
—¿Cómo
puede ser posible? —inquirió dubitativo.
—¿Cómo
puede ser posible el qué? —respondí, sin mirarle tan siquiera.
—¿Cómo
puede ser que arriesgues tu vida por…“eso”? ¿Te has dado cuenta de que ya no
vale nada? Es imposible que puedas sentir algo por ella y menos en ese estado.
Al
decir esto último abrió mucho los ojos con sorpresa dirigiendo su mirada a
Penélope, que descansaba como un fardo, inerte, ajena al mundo.
—¿Has
visto cómo huele? ¿Eres capaz de besar algo así?
—No
espero que lo entiendas, Ernesto —respondí apenado—. Los animales como tú sois
incapaces de sentir. Dudo mucho que tú la hayas llegado a querer nunca. Solo
eres capaz de quererte a ti mismo, y créeme si te digo que algún día sentirás.
Algún día sentirás en tus carnes el dolor que tanto has propiciado con tu
codicia. Algún día alguien será el que se recree con tu dolor, haciendo de tu
tormento su viciado pasatiempo.
—¿Es
que ahora eres profeta o qué? ¿Vas a ser tú el que me sermonee a estas alturas
de mi vida? ¡Venga hombre, déjate de cuentos! ¡Que te den por el culo!
Iba
a responderle, pero dejé que fuese él mismo quien se fuese haciendo una idea
acerca de sus posibles castigadores cuando me acerqué a unos fardos que había
apilados en una de las esquinas. Comprobé su contenido efectuando una pequeña
tajada en el lateral de uno de los sacos. Su contenido harinoso comenzó a
deslizarse en una nacarada cascada en dirección a uno de los sumideros del
zulo. Acerqué una manguera al desagüe y abrí el grifo. El agua empezó a
arrastrar con rapidez esa especie de engrudo que se interponía en su camino.
Ernesto empezó a gritar desesperado.
—¿Pero
qué estás haciendo, desgraciado? ¡No hagas eso! ¡Noooooo! ¡No lo toques! ¡Te
mataré, juro por Dios que te mataré si no dejas de hacer eso ahora mismo!
Mientras
Ernesto se desgañitaba yo abrí el segundo de los fardos. Calculé que cada bolsa
contendría unos 20 kg de droga. Empecé a volcarlo mirando deliberadamente a
Ernesto a los ojos mientras lo hacía. Quería que fuese consciente de que era yo
quien aceptaba ese desafío a vida o muerte. Quería que fuese evaluando las
consecuencias segundo a segundo, gramo a gramo. Estaba a punto de abrir el
tercer paquete cuando Ernesto decidió cambiar nuevamente de táctica.
—¡No
abras otro, cabrón! ¡Por favor! ¿Tú sabes cuánto vale cada bolsa de esas? ¡Es
coca sin cortar, base de primera, Balagar! ¡Cada bolsa vale una fortuna! ¿Cuánto
quieres? ¡Estoy dispuesto a pagarte lo que quieras pero deja de tirarlo de una
puta vez! ¿Me oyes?
—Sí,
te oigo, Ernesto, te oigo... Y deja de dar voces porque nadie te va a venir a
rescatar. Aunque la puerta esté abierta dudo mucho que el vejete y su
acompañante te oigan, y el matón ruso, en fin… Búscate mejores matachines,
porque los que te has buscado dan la risa, Ernesto; dan la risa…
—Puedo
darte un millón de euros. En efectivo. Una trasferencia a un banco en las Seychelles.
Nadie tiene por qué saber nada de esto. Somos hombres de negocios. Seguro que
tienes un precio. Todos tenemos un precio.
—¿Qué
precio tiene una vida humana, Ernesto? Ponle un precio a una vida. Ponle precio
a la vida de Balbi. Ponle precio a la vida de Penélope… Es difícil, ¿verdad?
¿Qué me dices de la tuya? ¿Crees que serás capaz de poder pagar por tu propia
vida?
No
le dejé responder. Sin atender a sus protestas descargué el contenido de más de
treinta fardos por el desagüe. Me llevó más tiempo del que pensaba, acercándome
peligrosamente al límite de los efectos de la droga en Nikola; pero la
satisfacción de haber visto a Ernesto transformarse en un lloriqueante guiñapo
había merecido la pena. Calculé que el valor de la droga vertida por el desagüe
no bajaría de los 8.000.000 euros (tirando por lo bajo, porque después de
cortada podía incluso llegar a duplicar esa cantidad). Alguien habría de
pedirle explicaciones a Ernesto y ese alguien no se conformaría con promesas.
Ernesto pareció leerme el pensamiento, porque no dejaba de farfullar “soy
hombre muerto”.
En
esas estaba cuando cerré el portón tras de mí con el liviano peso de Penélope a
mis espaldas. Salí del ascensor en la planta baja y tuve cuidado de retirarme
siempre al amparo de los ángulos muertos de las cámaras de seguridad. Al cabo
de un par de minutos ya estaba al pie de la pequeña furgoneta. Descargué con un
mimo exquisito a Penélope en la parte trasera de la furgoneta, poniendo
especial cuidado en que su cabeza quedase recostada contra una mullida manta de
viaje, y la cubrí con una lona de color oscuro. Su inmovilidad la hacía parecer
uno más de los desordenados bultos que pululaban por el interior de la
furgoneta.
Cerré
la puerta y me deslicé en silencio hasta el cobertizo en el que había dejado a
Nikola. Este empezaba a dar muestras de estar despertando, porque se revolvía
en el suelo con movimientos pausados. Tardaría en despertarse por completo unos
cuantos minutos más; y estaba fuertemente maniatado y amordazado, por lo que no
representaba ningún peligro en aquel momento. Recogí el uniforme de
Hidroeléctrica del Cantábrico y guardé todo mi equipo en el petate. Encendí el
pequeño ordenador portátil y restablecí el suministro eléctrico a la casa antes
de girar la llave de contacto de la furgoneta. Cuando estaba engranando la
primera marcha me percaté de que uno de los vigilantes se me acercaba
haciéndome señas de que esperase. Ya habían hecho el cambio de turno porque
este era más joven y más delgado. Su paso era lento y confiado, así que le dejé
acercarse.
—Supongo
que ya está arreglado. Sígame, por favor. Tiene que salir por la puerta de
servicio.
Las
luces del jardín empezaron a encenderse una tras otra. Me fijé en una rocalla
que había estado a punto de destrozar cuando había aparcado antes. Un
majestuoso acebuche centenario la presidía, emitiendo unos fugaces destellos
oliváceos, rodeado por su séquito de buganvillas y margaritas. Estas parecían
adorarle ajenas a que sus raíces amenazaban torturarlas a ellas de sed. Me
imaginé a Penélope como una más de esas frágiles florecillas empeñadas en
sobrevivir a la sombra de un falso protector cruel y despiadado. Dejé que el
guardia me condujese nuevamente en dirección a la salida. Antes de que la
puerta se abriese por completo me asomé por la ventanilla, estrechando la mano
que me tendía el guardia de seguridad con fingido agradecimiento. Se dirigió a
mí con gesto cansado.
—Que
tenga usted buena noche, señor. ¿Tengo que firmar alguna factura o algo?
—No,
gracias —contesté, con la misma fingida alegría—. Ya me ha pagado un señor ruso
allí dentro antes de irse a descansar. Me dijo que se lo comentase. Supongo que
no quiere que le moleste nadie ahora.
El
guardia hizo un gesto de aprobación y se apartó medio metro, dándome a entender
que nuestra conversación había terminado. Inicié la marcha con una lentitud
deliberada, observando que en la parte trasera de la furgoneta Penélope ya
empezaba a dar muestras de estar despertando de su desvanecimiento.
Cuando
ya estaba llegando al centro de Oviedo llamé por radio a Judith, que gritó como
una loca celebrando nuestro triunfo. Me costó un buen rato tranquilizarla. Su
parte del plan todavía no había terminado. Tenía que volver a dejar el coche en
mi garaje sin que los agentes del coronel Maraña se diesen cuenta de nuestra
argucia. Le deseé suerte, acordando con ella un punto de reunión. Nos
esconderíamos el tiempo necesario en la asociación.
Penélope
necesitaba un lugar seguro donde descansar y recuperarse y yo no sabía de
ningún sitio donde se respetase con tanto celo el anonimato y el derecho al
descanso como en el centro de acogida a mujeres maltratadas.
Estábamos
a punto de llegar cuando se recostó sobre los codos. La última rotonda la había
deslizado de un lado a otro de la caja sobresaltándola. Por el espejo
retrovisor pude ver su rostro congestionado. Era obvio que no entendía nada,
porque instintivamente empezó a buscar la manera de salir de allí. Sin dejar de
conducir intenté tranquilizarla.
—Tranquila,
Penélope. Estás a salvo. A salvo…
En
realidad yo no estaba muy seguro de que realmente estuviera a salvo porque lo
que iba a hacer era liberarla de una cárcel para conducirla a otro encierro
nuevo; pero en ese momento era todo lo que yo podía ofrecerle. Teníamos que
empezar de cero, porque era evidente que su estado mental era lamentable.
Todavía debía de estar bajo los efectos de alguna droga, porque su
comportamiento era errático, ausente de emociones, apático… Teníamos un largo
camino por delante, y estaba dispuesto a empeñar mi vida si era necesario; pero
Penélope habría de recuperarse; y luego… luego nos vengaríamos juntos de todas
las personas que se habían propuesto destruir nuestro mundo.