Capítulo
40
l equipo táctico
de combate comenzó a tomar posiciones cuando la grúa municipal se alejaba con
el último de los coches que rodeaban la entrada del edificio. El llamativo
coupé deportivo de Natalia destacaba como una isla en medio de un océano. Desde
una furgoneta desprovista de rótulos de ningún tipo luna Méndez parecía muy
ocupada coordinando todos y cada uno de los movimientos que habrían de
producirse en los próximos minutos. A Medallas y a mí se nos había ordenado
permanecer alejados del cordón de seguridad de más de veinte metros que rodeaba
la entrada al edificio.
Nos
habían dicho que ese deportivo era propiedad de Natalia Saavedra, y que dentro
del edificio habría de estar reunido su padre con alguno de los reyezuelos de
la mafia local, probablemente Sergei. Solamente les faltaba dar con la
localización exacta del piso franco para emprender las acciones oportunas.
Medallas estaba tan contrariado como yo; pero el coronel Maraña en persona
había dado órdenes muy explícitas en cuanto a eso: “les quiero alejados de
Adolfo y de Sergei hasta que la operación se haya resuelto; y les quiero
desarmados a ambos. Usted responde por ellos, señorita Jiménez”.
—¿Qué
coño hacemos aquí, Medallas? —pregunté mientras sorbía el último trago de un
incandescente café con leche.
—Yo
qué sé, Balagar… Me tienen cogido por las pelotas. Al parecer ese cabrón de
Maraña tiene prioridad absoluta en cualquier operación policial o militar
dentro del territorio español.
—Y
también fuera del territorio español, créeme —afirmé, recordando los cruentos
meses que me habían hecho pasar en la zona de los Balcanes.
—¿Nos
vamos de aquí? —murmuró el policía en un susurro, mirando de reojo a uno de
nuestros escoltas.
—Nos
vamos —ratifiqué, con la mirada perdida en el poso de café de mi humeante taza
vacía—. ¿Cómo lo hacemos, con elegancia y sin que se den cuenta o a la vieja
usanza?
—Como
tú quieras, amigo; pero no estoy dispuesto a ejercer de mero observador en
esto. Me parece una falta de consideración imperdonable. ¿A tu señal?
—A
mi señal —respondí, tensando un poco la mandíbula. Un reconfortante torrente de
adrenalina empezó a correrme por la venas. ¡Volvía a sentirme vivo!
A
través de las vidrieras de la cafetería todo parecía transcurrir con
normalidad. El tráfico de la zona se movía con la regularidad artificial
habitual. El flujo y reflujo de vehículos no se había visto alterado por las
medidas de seguridad que los equipos tácticos habían empezado a desplegar.
Sería una operación sencilla y sin incidentes. De repente algo rompió la
armonía controlada que reinaba en los alrededores del espacioso portal. Un
enorme todoterreno con los cristales tintados acababa de aparcar justo detrás
del coche de Natalia Saavedra.
—Hay
movimiento… —susurré en dirección a Medallas.
—Ya
lo veo —contestó él con preocupación.
Del
mastodóntico 4x4 surgieron dos hombres de aspecto poco tranquilizador. Después
de echar una ojeada a un lado y otro de la calle abrieron una de las
portezuelas traseras; ayudando a bajarse a una escultural y bien vestida muchacha.
Su peinada cabellera me impedía verle el rostro; pero pude reconocer sin ningún
tipo de dificultad a Natalia. El corazón se me aceleró un 200%. ¿Qué demonios
hacía una mujer como ella acompañando a ese hombre tan poco agraciado? Les
flanqueaba un muchacho de movimientos nerviosos, que no dejaba de mirar hacia
un lado y otro de la calle con preocupación.
Empecé
a temer que se hubieran dado cuenta de algo, pero al cabo de un par de segundos
Natalia se movió en dirección a su coche escoltada por sus dos acompañantes.
Del maletero sacó un voluminoso maletín que le entregó al más veterano de
ellos. Lo hizo sin mediar palabra, con un gesto adusto y despreciativo.
—Está
pasando algo raro —masculló Medallas, revolviéndose a mi derecha—. ¿Dónde está
su padre?
Eso
mismo estaba pensando yo en ese preciso instante. Supuse que lo mantendrían
oculto en el interior del todoterreno, pero cuando Natalia les entregó el
dinero no se subió en el coche de sus acompañantes, sino que lo hizo en el suyo
propio; y lo hizo sin mirar ni una sola vez en dirección al vehículo del que
acababa de bajarse. Era imposible que su padre se encontrase oculto tras esos
cristales tintados. Un segundo después desaparecía engullida por el
desesperante tráfico de la ciudad. Medallas y yo nos miramos en silencio,
tratando de entender ese último movimiento.
—No
tiene sentido —comentó mi buen amigo.
—Pues
no —acepté desconcertado.
No
le mentía. No tenía sentido que Natalia ayudase a su padre a escapar del
hospital burlando las irrisorias medidas de seguridad para después dejarle
abandonado en el coche de unos mafiosos de poca monta.
—Tenemos
que enterarnos de lo que está pasando —admití, con ánimo resuelto—. Me da igual
lo que haya dicho el coronel. Tenemos que ir a la furgoneta de control. Puede
que ellos tengan los galones, pero hay algo en todo esto que no encaja, ¿no te
parece?
Medallas
asintió en silencio. Pagamos nuestras consumiciones y aprovechamos que uno de
nuestros escoltas había ido al retrete para escabullirnos en dirección a la
puerta de salida. Nuestro único centinela deslizó un billete sobre el mostrador
y emprendió una corta carrera hasta colocarse a nuestro lado, susurrando
alocadamente en dirección a uno de los cuellos de su camisa. Estábamos a punto
de llegar a la furgoneta de control cuando un par de policías de paisano nos
cortaron el paso.
—Lo
sentimos, comisario —se excusó el más veterano de ellos—. Tenemos orden de que
nadie se acerque a esta furgoneta.
—Martínez…
—masculló Medallas, disgustado—. Hace mucho que nos conocemos y cuando estos
hombres se vayan volveremos a vernos muchas veces. No quisiera que nuestra
relación se viese deteriorada por tonterías como esta.
—Lo
siento —balbuceó nervioso el policía, ante la evidente amenaza de su superior—.
No podemos dejarles pasar. A usted le dejaría pasar, pero tenemos órdenes
estrictas de que el civil que le acompaña no se acerque bajo ningún concepto.
—Pues
déjeme pasar —ordenó Medallas secamente—. Balagar… —añadió con suavidad
guiñándome un ojo—. Espérame aquí. No tardaré mucho, te lo prometo.
Se
introdujo con agilidad por la portezuela lateral de la enorme Mercedes. A mi
lado empezaron a pasear incómodos el centinela que nos había asignado el
coronel Maraña y el policía de paisano más joven. Ambos formulaban órdenes y
contraórdenes por sus respectivas emisoras. Estaba claro que acabábamos de
crear un pequeño conflicto de intereses entre las fuerzas armadas de seguridad
y los servicios de inteligencia. Entretanto, los dos mafiosos volvieron a
subirse al vehículo todoterreno, enfilando a toda velocidad su coche en
dirección al parking de las Salesas. Nadie se interpuso en su camino, nadie
trató de cortarles el paso. Empecé a dudar de que luna Méndez estuviese
capacitada para ocupar el puesto que le había asignado el coronel. Al cabo de unos
minutos que se me hicieron eternos volvió a emerger del interior de la
furgoneta el preocupado rostro de Medallas.
—Esto
es un descontrol —afirmó, torciendo el gesto con resignación—. No hay coordinación
entre ellos. Están empezando a evacuar a los vecinos por seguridad.
—¿Qué
es lo que está pasando? —pregunté.
—Dudo
mucho que ellos mismos lo sepan —admitió el comisario suspirando—. Al parecer
Sergei se ha instalado en uno de los pisos superiores de este edificio —señaló
con el mentón el espacioso portal que teníamos enfrente—, pero no tienen muy
claro en cuál de ellos exactamente. Las dos últimas alturas le pertenecen casi
exclusivamente a ese cabrón. En las últimas semanas ha comprado o alquilado
casi todos los pisos de las últimas plantas; y desde ahí ofrece unos servicios
de prostitución “a la carta” que le están reportando muchos beneficios. Se cree
que está en un dúplex que hace esquina en el ático, pero nadie lo sabe a
ciencia cierta. Están pensando en abortar la misión.
—¿Y
Adolfo?
—Han
podido confirmar mediante lecturas térmicas que no se encuentra en el interior
del todoterreno. Se cree que Natalia ha pagado a los rusos por ocultarle y
protegerle en alguno de sus pisos de contactos. En mi opinión el coronel se ha
equivocado poniendo a luna al mando de esta operación. Está desbordada.
Deberían de haber puesto a alguien con más experiencia en la dirección de
equipos de combate.
Iba
a hacer una apreciación, pero me contuve. Los dos hombres del todoterreno acababan
de entrar en el portal. El maletín que les acababa de entregar la hija del
político colgaba de una de las manos del más inquietante de ellos. El más joven
correteaba entusiasmado alrededor de su maestro celebrando algún tipo de
triunfo.
—Esto
no me gusta nada —comentó Medallas al observar el repentino movimiento de
hombres armados alrededor de la furgoneta de control—. ¡Van a entrar!
—¿Cómo
van a entrar a ciegas, Medallas?
—No
lo harán a ciegas… —repuso preocupado el policía, desviando la mirada—. Conozco
a uno de los hombres que seguían a ésos dos. Estuvo en nuestra comisaría hace
un par de meses impartiendo un cursillo de infiltración para los policías de la
secreta. Tiene mujer y dos hijos, si no me equivoco. Le han metido en esa
ratonera para saber dónde está Sergei —añadió, meneando la cabeza de lado a
lado.
—¡Dios!
—exclamé, dándome cuenta de las posibles complicaciones que podían surgir—. Si
algo sale mal va a ser un auténtico baño de sangre. Si alguno de ésos dos se da
cuenta de que les siguen ya puede darse por muerto.
—Esperemos
que sean tan estúpidos como aparentan.
Pasaron
unos minutos más sin que hubiese ningún movimiento por parte del escuadrón de
intervención del cuerpo de operaciones especiales. Ya no se molestaban en
ocultar su presencia, y un llamativo cordón de cinta de plástico se colocó
cortando el acceso a las calles colindantes. El tráfico empezó a ser regulado
por la Policía Local entre las airosas protestas de los automovilistas, que,
ajenos al transcurrir de la operación, empezaron a expresar su malestar con
unos furibundos toques de claxon.
—¡Malditos
estúpidos! —vociferó Medallas encolerizado—. ¡Van a joderlo todo!
De
repente todos los operativos comenzaron a introducirse con rapidez en el
portal. En la azotea de los edificios colindantes empezaron a destellar los
impolutos cañones de acero bruñido de los francotiradores del cuerpo de élite
de la policía. Un auténtico hervidero de gente comenzó a revolverse inquieta
observando la extraña marea de hombres armados que deambulaba por la calle. Me
pareció estar viviendo en primera persona una extraña escena de acción hollywoodense.
Al
cabo de unos segundos se escucharon unos disparos. Al principio solamente eran
detonaciones aisladas y amortiguadas, pero en cuestión de segundos el
intercambio de disparos era de tal magnitud que se volvió un traqueteo continuo
en el que se mezclaban ráfagas de armas automáticas y estampidos de todo tipo.
Reconocí el peculiar castañeteo de los AK-47. Los hombres del coronel debían de
estar metidos en un buen aprieto. Sin poder evitarlo volví a sentirme en el
Belgrado más incierto y peligroso, inmerso en plena Guerra Civil. Un extraño
escalofrío se adueñó de mi médula espinal, haciendo que me convirtiese en un
puerco espín gigantesco. Todos los vellos de mi cuerpo estaban enhiestos,
prestos a captar la más mínima turbación del entorno, transformándome de nuevo
en una bestia primitiva y sedienta de acción. Medallas debió de darse cuenta de
mi transformación, porque su mano derecha se aferró a uno de mis brazos
reteniéndome a su lado.
—¡Tenemos
bajas! —gritó desencajado el joven oficial que dirigía el equipo de asalto—. ¡Quiero
esas ambulancias aquí ahora mismo!
En
ese preciso instante una voluta de humo surgió de una de las ventanas
superiores; y una granada autopropulsada RPG explosionó a medio metro de la
Mercedes atestada de antenas parabólicas. Una lluvia de cascotes hizo
retroceder despavorida a la gente que hasta ese momento se apretujaba en busca
de un buen ángulo desde el que grabar alguna escena con sus teléfonos móviles.
La puerta corredera se deslizó y todos los ocupantes de la furgoneta se
dispersaron por la calle justo antes de que un segundo proyectil impactase con
mejor fortuna haciendo que el chasis quedase reducido a un montón de hierros
retorcidos y humeantes. No tuve tiempo de observar si Luna Méndez había podido
salir de esa mortífera trampa. Un auténtico enjambre de sirenas comenzó a
imponerse poco a poco atestando la atmósfera de inquietantes zumbidos.
Sergei
nunca había sido un paranoico pero su experiencia le había hecho adquirir
ciertas medidas elementales de seguridad. Es por ello que nunca se movía sin
escolta armada, y cuando se retiraba a descansar al piso que había escogido
como guarida siempre dejaba un retén de hombres de guardia en el portal. Ya le
había alertado hacía minutos la llamada de Dimitri informándole de la presencia
de una extraña furgoneta de la que entraban y salían policías uniformados y de
paisano sin cesar; pero no fue hasta ese momento cuando fue consciente de que
la presa a la que perseguían era él. Se lo acababa de confirmar Chuflo con voz
preocupada nada más entrar por la puerta acompañado de su joven primo Alexei.
—¡Creo
que nos siguen, jefe! —había afirmado escuetamente el preocupado delincuente
mientras le arrojaba la voluminosa maleta de cuero—. ¡Aquí tiene el dinero de
la chica! ¡Es una trampa!
Sergei
echó un rápido vistazo al contenido del maletín. Todo parecía en orden.
Billetes de valor nominal comprendido entre los 20 y los 100 euros, usados y no
correlativos en sus números de serie. Indetectables. A continuación señaló
hacia la puerta de salida.
—Siempre
os digo que os aseguréis de que nadie os sigue. Sois unos estúpidos. ¡Nikola,
arma a todos los hombres! ¿Cuántos tenemos aquí?
—Entre
chulos, camellos y recaderos yo creo que podemos juntar sin problema a más de
una docena, jefe. Eso sin contarnos a nosotros cuatro.
—Bien…
—afirmó Sergei, extendiendo una larga hilera de cocaína sobre la mesa de
cristal del salón. Llámalos a todos. Les quiero aquí en menos de dos minutos,
armados y listos.
—Entendido.
Antes
de que Nikola oprimiese el botón de su teléfono móvil se escuchó un estampido
en el descansillo del portal. Chuflo entró disparado portando un revólver aún
humeante.
—¡Era
un poli, jefe! ¡Le he pillado hablando con alguien por radio! A estas alturas
ya deben de saber dónde estamos. ¡Esto es una ratonera! ¿Qué hacemos?
No
pudo acabar la frase, porque un cerco en mitad de la frente marcó el lugar
exacto en el que una bala de grueso calibre acababa de hacer puntería a través
de uno de los cristales del salón. Instintivamente todos se tiraron al suelo,
cubriéndose la cabeza con las manos. Sin embargo no se produjo ningún disparo
más. El francotirador debía de estar situado a su misma altura, porque de lo
contrario ya hubiese abatido otro objetivo sin lugar a dudas.
Presa
del pánico, Sergei comenzó a disponer órdenes contradictorias, sin saber muy
bien cómo afrontar esa situación tan imprevista. Nikola, en cambio, mantenía
una actitud serena y profesional, acorde a la dilatada experiencia militar que
poseía. En lugar de acobardarse decidió tomar las riendas de la situación.
—¡Alexei…
abre esa caja metálica que tienes a tu espalda! ¡Hazlo ya o somos hombres
muertos, joder!
El
bisoño jovenzuelo intentó abrir la pesada caja metálica sin éxito. Uno de los
pasadores estaba demasiado duro para sus temblorosas manos. El experimentado
militar no pudo evitar una imprecación.
—¡Maldito
estúpido! ¡Aparta de ahí, hazme un hueco detrás de ese sofá! ¡Sergei! —gritó en
dirección a su embobado jefe—. ¡Deja de mirar a Chuflo y haz algo de provecho! ¡Préndele
fuego a todo, necesitamos una cortina de humo que nos oculte de esos hijos de
puta!
Sergei
pareció despertar de repente, incorporándose como un puma y corriendo en
dirección a uno de los ventanales. Acercó la llama de un encendedor a una de
las ligeras cortinas de encaje, que pronto se vio envuelta en llamas. A
continuación se sirvió de una silla de madera para ir haciendo añicos las
vidrieras de las ventanas del salón. Cuando las primeras columnas de humo denso
y negro empezaron a impedirles respirar se sintieron lo suficientemente a salvo
para moverse libremente por la habitación. Nikola ya se había equipado con unos
lanzagranadas que acababa de sacar de la voluminosa caja metálica, y desde el suelo
arrodillado le ofrecía un AK-47 de culata retráctil armado y listo para ser
usado. Su primo Alexei había hecho acopio igualmente de un arsenal de
considerables proporciones.
—¿Ahora
qué? —preguntó con ansiedad, aceptando el fusil ametrallador y colocándose
varios cargadores repletos a la cintura.
Volvía
a ser el Sergei aguerrido de siempre, valeroso, fuerte y a veces incluso hasta
suicida. Nikola se sintió un poco más tranquilo.
—Tienen
que estar dirigiendo todo esto desde algún lado. Hay que localizar su puesto de
mando y destruirlo. Eso les dejará confusos y descoordinados.
—¡La
furgoneta! —exclamó Sergei, dándole una fuerte palmada en el hombro a su
lugarteniente. ¡Hay una furgoneta aparcada justo enfrente de la entrada
principal! ¡Vuélala por los aires!
Nikola
dispuso el primero de los proyectiles y asomó la cabeza con prudencia por uno
de los ventanales. El ángulo de disparo no era el más adecuado, pero podría hacer
puntería desde allí. Quitó el pasador de seguridad y apretó el gatillo. La
granada se deslizó con suavidad adoptando una trayectoria descendente perfecta
en dirección a su objetivo. Apenas un segundo después una deflagración hacía
temblar los cimientos del edificio. El proyectil había impactado a escasos
metros de su objetivo.
El
ruso maldijo mientras recargaba el tubo de su RPG. Nunca hubiese creído que
fallaría a tan corta distancia, pero lo había hecho; y ahora era necesario
repetir el disparo. Tenía los ojos enrojecidos por el humo y le costaba
respirar, pero para él no era una situación novedosa. Había tenido su bautismo
de fuego siendo apenas un adolescente. Con la intención de encontrar mejor
posición se desplazó un metro más a su izquierda, y esa vez no falló. El furgón
saltó hecho pedazos, envuelto en una columna de humo. El ulular de decenas de
sirenas le anunció que era el momento de escapar. A su espalda le esperaba
Sergei interrogándolo con la mirada.
—Está
hecho, hermano —aseguró, con una mueca que pretendía ser una sonrisa—. Ahora
viene lo más difícil. Tenemos que bajar por las escaleras, enfrentándonos a
todo lo que nos salga al paso. ¿Preparado?
—Nací
preparado, hermano —sentenció envalentonado Sergei, abalanzándose sobre la
puerta con los ojos llorosos por el humo.
Cuando
salieron al pasillo se toparon con el cuerpo sin vida del policía ejecutado por
Chuflo apenas unos segundos antes. Nikola se agachó sobre él, apoderándose de
un pequeño aparato de radio.
—Ahora
sabremos tanto como ellos —su comentario fue acogido por una agradecida sonrisa
de satisfacción—. Jefe… —añadió, señalando el pesado maletín de cuero—. Creo
que deberías dejar eso aquí. El dinero no nos servirá a ninguno de nosotros
cuando estemos muertos.
—Aquí
no se morirá nadie que no hayamos matado nosotros. Nos iremos de aquí, y lo
haremos a lo grande, como hemos hecho siempre, ¿estamos?
Unos
pasos retumbaron en el pasillo. Nikola alzó su arma, pero la volvió a bajar al
reconocer entre la cortina de humo a los recién llegados. Eran hombres de su
grupo. Era el momento de abrirse camino hasta la planta baja.
—¡En
esa habitación hay armas! —exclamó, envalentonado con la llegada de sus
hombres—. ¡Daos prisa o no saldremos vivos ninguno de aquí!
—Tenemos
menos de dos minutos —dijo, tras escuchar con atención las instrucciones que se
entremezclaban por el pinganillo de su radio—. Está subiendo un equipo de operaciones
especiales. Están en el primer piso. Es un pelotón de seis hombres. Llevan
chalecos antibalas. Apuntad a la cabeza y a las extremidades —ordenó a los
recién llegados.
—¡Ya
lo habéis oído! —ratificó Sergei con los ojos enrojecidos por el humo—.
¡Vosotros tres iréis en cabeza! —ordenó a los recién llegados— . ¡Disparad
contra todo lo que se mueva por delante de nosotros! ¿Lo habéis entendido?
Los
asustados esbirros confirmaron sus palabras con unos secos chasquidos de sus
armas automáticas. A continuación emprendieron la huida con precaución a través
de las escaleras. Les esperaba un descenso cargado de muerte y destrucción.
Se
toparon con el pelotón de las fuerzas especiales en el rellano del cuarto piso.
Fue un enfrentamiento desigual y sanguinario, porque los hombres de Sergei les
esperaban emboscados en el recodo de la escalera. Con el factor sorpresa de su
lado abordaron a sus enemigos en terreno descubierto y sin clemencia. Los
cuatro primeros hombres cayeron como un racimo de fruta madura ante las ráfagas
de los mortíferos AK-47, y los dos hombres restantes se vieron obligados a
retroceder sobre sus pasos, intercambiando disparos metro a metro, centímetro a
centímetro, luchando durante unos minutos que se les hicieron eternos hasta
obligarse a admitir que se enfrentaban a unas fuerzas tremendamente superiores.
Así lo hizo saber el sargento Sonseca en su desesperada llamada: “Nos vemos
obligados a replegarnos a la planta baja. Las fuerzas hostiles son claramente
superiores. Tenemos cuatro bajas. Solicitamos fuerzas de contención en la
planta baja. Repito. Solicitamos refuerzos en la planta baja”.
Medallas
torció el gesto preocupado. Llevaba varios minutos con la oreja pegada al
pequeño receptor de radio, brincando de un lado a otro y lamentándose de la
ineptitud de luna
Méndez
a la hora de desplegar el dispositivo. En un momento dado arrojó con rabia
lejos de sí el cigarrillo que colgaba a medio consumir de la comisura de sus
labios.
—¡Se
les van a escapar! —exclamó desesperado—. Están bajando por las escaleras y han
desbordado al equipo táctico de combate. Balagar… tenemos que hacer algo. Tenemos
que hacer algo o se escaparán para siempre.
—¿Han
dicho algo de Adolfo Saavedra?
—Negativo.
A ese malnacido parece habérselo tragado la tierra. Posiblemente esté escondido
como la alimaña que es en alguno de los pisos superiores. ¿Estás
conmigo?—añadió, mirándome fijamente a los ojos.
—Sabes
que sí —respondí—. Hasta la muerte si hace falta. Yo creo que esos bastardos
están intentando abrirse paso en dirección a la antigua estación de autobuses. Tenemos
que cortarles el paso antes de que puedan subirse en algún coche y escapar.
—¿A
qué esperamos, entonces? —Medallas se acercó a su coche, y del maletero sacó
una escopeta semiautomática de calibre 12 Franchi reglamentaria.
—Toma
—me dijo—. Está cargada con postas del 00. Me la estoy jugando, pero siempre te
he debido una…
—Gracias,
amigo —respondí emocionado.
El
grueso de los efectivos policiales se había concentrado alrededor del portal.
Había uniformes entremezclados de la Policía Local, la Policía Nacional y la
Guardia Civil. De entre todos ellos destacaba una mujer empeñada en coordinar
esas fuerzas tan distintas entre sí, parapetada tras los humeantes hierros
retorcidos de lo que antes había sido una furgoneta. Parecía magullada y
herida, pero estaba viva; de eso no cabía la menor duda. Varios militares
vestidos de civiles enfilaban también sus armas automáticas al interior del
edificio con la tensión pintada en sus contraídas mandíbulas, expectantes ante
la inminente llegada de unos enemigos que no acababan de dar la cara.
Medallas
y yo en cambio evitamos la entrada al edificio, rodeando el inmueble en
dirección a la calle Llano Ponte, donde solamente se encontraban dos parejas de
la Policía Local intentando regular el tráfico. Decenas de coches se
encontraban atravesados en medio de la calle, pugnando por encontrar un hueco
que les permitiese alejarse cuanto antes de esa zona de barbarie.
—Van
a salir por aquí —señaló Medallas, indicándome con su brazo armado la entrada a
los garajes del supermercado Mercadona—. ¡Policía Nacional! —gritó,
identificándose mientras enseñaba su acreditación a los preocupados policías
locales—. ¡Que nadie entre ni salga por esta calle, soy el comisario Medallas!
Los
agentes locales bajaron sus armas al reconocer el orondo corpachón de mi buen
amigo Medallas, y se hicieron a un lado dejándonos entrar a la carrera por el
hueco de la barrera que conducía al parking subterráneo del supermercado.
La
parte baja del edificio no se había evacuado por completo, y unos asustados
ciudadanos intentaban sin éxito comprender el motivo de los recientes disparos
y explosiones. La corriente eléctrica y el gas se habían cortado hacía varios
minutos, como medida de seguridad, y era evidente que se habían vivido escenas
de verdadero pánico en el aparcamiento subterráneo. Las luces de emergencia se
revelaron insuficientes para iluminar un escenario caótico en el que cada cual
intentaba ponerse a salvo de la manera más rápida posible.
De
improviso comenzaron a escucharse de nuevo ráfagas de armas automáticas en el
exterior. Medallas y yo nos miramos el uno al otro, temiendo habernos
equivocado en nuestras conclusiones, pero el policía me obligó a permanecer en
silencio con un inequívoco gesto de su dedo índice.
—Han
abatido a cuatro hombres de Sergei —informó—. Al parecer han intentado una
huida suicida a través de la entrada principal. Ha sido una auténtica
carnicería. Dicen que quedan al menos otros tres individuos sin abatir.
—Ha
sido un señuelo. Estoy seguro —afirmé, notando que me temblaba la voz por la
tensión—. Te apuesto lo que quieras a que ese hijo de puta aparecerá por aquí
de un momento a otro.
Medallas
iba a responder, pero una de las puertas metálicas situadas al fondo del
aparcamiento reventó expelida como por arte de magia a más de tres metros de
distancia, arrastrando con ella gran parte de la carga de cemento y yeso en la
que se encontraba anclada. A través de la nube de humo y polvo surgió como un
fantasma un rostro ennegrecido por el hollín y con los ojos incandescentes de
rabia. Sin mediar palabra se abalanzó sobre nosotros gritando como una
demencial reencarnación brutal de algún milenario dios cirílico de la guerra.
Una lluvia de esquirlas de cemento y plomo nos obligaron a buscar refugio tras
el improvisado parapeto de una columna de hormigón.
Medallas
trató de devolverle el fuego, pero su pequeña H&K 9 mm Parabelum pronto
quedó en evidencia ante la formidable potencia de fuego del fusil de asalto
soviético. Sus pesadas balas blindadas de calibre 7.62 nos mantenían pegados al
suelo como dos lombrices. Aproveché un pequeño momento de tregua para asomar la
cabeza. El ruso parecía estar recargando el arma, pero no pude localizar su
posición exacta. Supuse que estuviese tratando de rodearnos para atacarnos por
uno de nuestros flancos, así que haciéndole una seña a Medallas me alejé
reptando por debajo de los coches. Tratando de dominar el pesado ruido de mi
respiración, me detuve unos segundos a escuchar. El inconfundible golpeteo de
unas suelas de zapato me dejaron sin aliento. Por el boquete abierto en la
puerta apareció Sergei acompañado por el inexperto mozalbete que había ido a
recogerle el maletín a Natalia anteriormente.
Quise
avisar a Medallas, pero ya era tarde. La irrupción de los recién llegados le
había sorprendido tratando de acercarse con sigilo al lugar que anteriormente
ocupaba el primer atacante. Un intenso fuego cruzado se inició a continuación
entre los recién llegados y el comisario, haciendo que el primer atacante se
confiase, asomando la cabeza desde detrás de una columna. Fue un gesto
instintivo. Aún ahora no recuerdo cómo fui capaz de hacerlo, pero el caso es
que la cabeza de ese malnacido se abrió como una frágil sandía atravesada por
las pesadas postas de la escopeta Franchi.
La
baja de su lugarteniente causó un profundo efecto psicológico en Sergei.
Igualadas nuestras fuerzas a dos contra dos ya no se sentía tan seguro de salir
victorioso en la batalla. Empezó a discutir en su idioma patrio con el
muchacho, que no parecía dispuesto a seguir sus indicaciones.
Medallas
aprovechó para recargar su arma. Haciéndome una seña comenzó a moverse lentamente
en dirección a ellos, aprovechando para protegerse una larga hilera de carritos
de la compra encajados entre sí. Yo también busqué un lugar con un mejor ángulo
de ataque, desplazándome unos metros a la derecha. El tiempo se detuvo,
acelerando hasta el infinito nuestros latidos.
Al
fin parecieron ponerse de acuerdo los dos delincuentes, porque el más joven de
ellos salió disparado en mi dirección, emprendiendo una alocada carrera. Fue
una decisión desacertada, porque cuando le tenía a cuatro metros de mí frené su
carrera en seco de un solo disparo. Nunca hubiese pensado que los perdigones de
la escopeta saliesen tan concentrados a tan corta distancia. El resultado fue
que su pierna derecha se quebró como una espiga, cercenada por la mitad. El desgraciado
muchacho no volvería a correr jamás, pero al menos podría conservar la vida. Me
acerqué a él y de una patada alejé el pesado fusil de asalto que se empeñaba en
levantar contra mí. Aterrado por la idea de morir el pobre desgraciado se
desmayó.
Con
la tensión del momento me había olvidado de Sergei. Volví la vista en dirección
a Medallas y me encontré a mi amigo agachado en el suelo, llevándose la mano al
vientre.
Cuando
llegué a su lado comprobé que no parecía una herida de gravedad, pero sí lo
bastante dolorosa como para inutilizarle. La sangre manaba en pequeña cantidad.
Había visto muchas heridas como esa, por desgracia; pero afortunadamente en ese
caso la pesada bala blindada parecía haber salido limpiamente. Saldría de esa.
—Cógele,
muchacho —gimoteó, entre muecas de dolor—. No he podido frenarle, se ha ido en
aquélla dirección —dijo, señalando con esfuerzo la puerta de salida—. Yo me
ocupo del chaval, no te preocupes.
No
hizo falta que me espolease más. A la altura de la barrera de salida del parking
reconocí perfectamente el singular traqueteo de un AK-47. Seguramente que
Sergei había pillado por sorpresa a los inexpertos policías locales.
Me
incorporé impelido por un repentino deseo de revancha, alojando un nuevo cartucho
en la recámara de mi escopeta de corredera. Mientras me acercaba a toda
velocidad a la cegadora salida recargué el cargador con dos cartuchos más.
Al
fondo de la calle distinguí el enorme corpachón de Sergei trotando alocadamente
calle abajo. No había ni rastro de policía en toda la calle. Un ensordecedor
ruido de sirenas se había adueñado de toda la ciudad, y pequeños grupos de
personas corrían despavoridas de un sitio a otro sin saber muy bien hacia dónde
dirigirse.
Hice
lo único que podía hacer: correr con todas mis fuerzas detrás de mi presa.
Cuando llevaba recorridos cincuenta metros reparé en la pareja de policías
locales. Estaban acurrucados en uno de los portales. Aparentemente ninguno
parecía estar herido; pero estaban paralizados por el pánico. No podrían servir
de gran ayuda a nadie; así que tragándome la furia ante tanta ineptitud aceleré
el paso, acercándome poco a poco a Sergei.
Estaba
claro que el ruso no era un hombre habituado a hacer deportes, porque antes de
llegar a la avenida Aureliano San Román detuvo en seco su carrera, boqueando
como un pez fuera del agua. A mí también me ardían los pulmones a causa del
esfuerzo. Dándose la vuelta me apuntó con su temible fusil ametrallador y me
lanzó una interminable ráfaga de disparos. Sentí la quemazón de una de las balas
rozándome la frente, y un hilillo de sangre empezó a enturbiarme la vista; pero
había salido indemne.
Aprovechando
la pequeña ventaja que suponía tener a mi adversario descargado apunté lo mejor
que pude en su dirección, y le descerrajé tres disparos, aparentemente sin
ninguna consecuencia, porque Sergei reemprendió su carrera una vez recargada el
arma. Empecé a temer que mi decisión de enfrentarme a él me costase a mí la
vida; pero cuando pasé por el lugar donde el ruso había recargado el arma
advertí unas pequeñas gotas de sangre reciente. Le había alcanzado, de eso no
cabía duda.
Poco
a poco Sergei fue perdiendo fuerzas, hasta que al cabo de unos cientos de
metros no le quedó otra alternativa que refugiarse en la inclinada entrada de
uno de los garajes de la zona del Milán. Estaba tan preocupado por salvar su
vida que no se había preocupado por buscar un vehículo con el que alejarse de
mi acoso. En silencio bendije esa circunstancia, porque en ese momento
estábamos solamente él y yo. El ruido de las sirenas había quedado atrás hacía
tiempo; y la poca gente que se había ido cruzando en nuestro camino se había
ido apartando aterrada al comprobar que éramos dos locos armados disparándonos
el uno al otro sin ningún reparo.
Me
tomé mi tiempo antes de lanzarme al ataque definitivo. El resuello de Sergei
era perfectamente audible, aun desde tanta distancia. Sonaba como un fuelle
roto, y el reguero de sangre se había ido haciendo poco a poco más visible. Yo
sabía que me estaría esperando como un animal acorralado, ansioso por acabar
conmigo.
Cuando
asomé la cabeza fui recibido por una nutrida salva de disparos. Por fortuna no
me había acertado, porque había tenido la precaución de asomarme a una
distancia del suelo en la que él no me esperaba. Era un viejo truco aprendido
en mis años de servicio activo.
Guiándome
por la intuición asomé el liso cañón de mi escopeta y disparé al azar. Un
quejido me indicó que había acertado, pero no quise volver a jugármela. De uno
de los bolsillos interiores de mi pantalón saqué mi teléfono móvil, y lo puse
en modo de grabación de vídeo. Asomando el artefacto comprobé en la pequeña
pantalla de plasma que Sergei se encontraba sentado en el suelo con el pecho
ensangrentado. Abandonando entonces toda precaución salí de mi escondite, y de
una patada alejé el arma automática de sus enormes manazas.
—El
tiempo pone a cada uno en su sitio, Sergei… —mascullé asqueado—. ¿Dónde está
Adolfo?
—Ni
lo sé ni me importa, cabrón… —contestó el gigantón, escupiendo un poco de
sangre—. Ya ha dejado de ser un problema mío. Ahora dime tú una cosa… ¿Podrás
vivir el resto de tu vida sabiendo que eres el responsable de la muerte de
tantos hombres? tienes toda la pinta de ser uno de esos maricones que lloran
con la muerte de los demás.
—Todavía
no te he matado —contesté—, y llamar hombres a escoria como tú sería halagarles
demasiado, ¿no crees? Los mierdas como tú ya saben que nunca llegarán a viejos,
si es a eso a lo que te refieres —añadí, mirándole directamente a los ojos. No
percibí miedo ni sorpresa. Solamente fracaso.
Acerqué
el cañón de mi escopeta a su cabeza y sus ojos se limitaron a brillar
fugazmente, con una chispa de diversión incomprensible para mí. Volvió a
escupir un cuajo de sangre y masculló algo en ruso que yo no pude entender.
Supuse que estaba lamentándose de su mala suerte.
—Esto
es por Balbi, hijo de puta… —dije, a punto de perder la paciencia por
completo—. ¿La recuerdas? —Sergei negó con la cabeza, desviando su mirada de la
mía.
—¿Vas
a matarme? Si me matas aquí y ahora es que no eres mejor que yo —jadeó con
dificultad retorciéndose de dolor.
—Mírame
a los ojos, hijo de perra —le dije—. Mírame a los ojos y dime que lamentas lo
que le hicisteis.
—Solamente
era una puta —protestó, encogiéndose sobre sí mismo.
No
pude contenerme, y le descargué un furibundo culatazo en su mano derecha, a la
altura de las falanges. Un siniestro crujido me indicó que varios huesecillos
se habían deshecho como si hubiesen sido de yeso. Sergei aulló como un lobo.
—¿Te
gusta, cabrón? —espeté fuera de mí—. ¡Pues esto es solamente el principio! ¿Cuánto
tiempo estuvisteis en casa de Balbi, hijos de perra? ¿Una hora, una hora y
media?
—Solamente
era una puta —insistió—. Eran negocios. Siempre han sido negocios.
Le
cerré la boca de otro certero culatazo. Escupió con dificultad unos trozos de
diente sanguinolentos, porfiando por atrapar una bocanada de aire limpio,
asfixiándose con la sangre que le brotaba por los partidos labios.
—Tenemos
tiempo, Sergei. Mucho tiempo… —afirmé, enfocándole con la cámara de mi teléfono
móvil—. Voy a grabar esto para recordarlo el resto de mis días una y otra vez.
Te lo voy a repetir una vez más: ¿te arrepientes de lo que le hicisteis a
Balbi?
Sergei
dejó de mirarme con la superioridad con la que lo había hecho hasta ese
momento. Pude percibir el miedo emanando por cada uno de los poros de su piel.
Hedía a mezquindad, a cobardía, a miseria… El ruso señaló con la mano
ensangrentada el maletín de cuero.
—En
esa bolsa hay cuatrocientos mil euros. Si me dejas en paz yo no diré nunca
nada. Para mí nunca habrás existido. ¿Sabes lo que te quiero decir?
—No
entiendes nada de nada, Sergei… Yo solamente busco justicia. No es justo que
Balbi se haya quedado postrada en una maldita silla de ruedas mientras tú
caminas. No eres digno de respirar, no eres digno de vivir. Eres una alimaña, y
a las alimañas hay que exterminarlas.
—¡Pues
hazlo ya, cabrón! —me espetó, mirándome desafiante—. ¡No tienes
cojones!—masculló.
—No
será tan sencillo —contesté tranquilo—. Quiero que sientas todo lo que sintió
ella atada a aquella miserable cama, quiero que hagas memoria, despidiéndote de
todo lo que haya podido significar algo en tu asquerosa vida. Quiero que
busques las palabras adecuadas para abrirle los brazos al demonio en persona,
porque el infierno que te espera no será nada comparado al tormento que yo
pueda darte.
Sergei
abrió mucho los ojos y me lanzó una risotada burlona.
—¿Te
parezco el tipo de hombre que tiene miedo a algo? Yo me he follado a la Virgen
María cuando aún era una adolescente. Yo le he dado por el culo a ese Dios
vuestro. Me la pone dura tu infierno, maricona. Allí estaré como en mi propia
casa, rodeado de putas, ladrones y asesinos. ¿Quieres que te diga que me
arrepiento de lo que le hicimos a ese travestorro?
Pues te lo diré… —añadió, mirándome desafiante—. Me arrepiento de no haberle
dado más hostias. Me arrepiento de no haberlo matado allí mismo, lentamente; me
arrepiento…
No
le dejé terminar. Sé que era lo que pretendía, pero no pude soportarlo ni un
segundo más. Me he repetido muchas veces que aquello no debería haber ocurrido,
pero un extraño demonio tomó posesión de mi cuerpo, obligándome a soltarle un
furioso culatazo en la sien. Sergei se desplomó como un saco de cemento con los
ojos en blanco, convertido en un fantasma. En cierta manera podría decirse que
había hecho justicia, pero si algo he de admitir es que en aquel momento yo no
me encontraba en condiciones de ser ecuánime ni benevolente. El recuerdo de mi
querida Balbi me escocía en la retina pidiéndome a gritos que la rescatase de
ese abismo de indefensión y limitaciones.
La
voz enronquecida de Soledad me hizo volver a la realidad. No sabía cuánto tiempo
llevaba ella allí, ni qué parte de nuestra conversación había escuchado, pero
estaba acompañada por un par de hombres armados que me miraban con aire
reprobatorio.
—Vete
de aquí, Balagar —dijo con tono seco—. Vete antes de que me arrepienta. Estos
hombres te acompañarán hasta un lugar seguro. En mi informe no haré constar
nada de lo que he visto y escuchado. En lo que a mí respecta tú nunca has
estado aquí.
Me
sentí obligado a protestar. Al fin y al cabo era mi responsabilidad. Nada le
hubiese ocurrido a Sergei si yo no le hubiese perseguido. Por mucho que lo
intentase nunca sería capaz de hacer nada que pudiese perjudicar a Soledad, y ella
lo sabía perfectamente.
—Tendrás
que dar muchas explicaciones —contesté—. Explicaciones que podrían suponer el
final de tu carrera.
—No
me hagas reír —contestó—, el final de mi carrera ya ha llegado. Todos los
medios informativos nacionales están emitiendo ahora mismo en directo imágenes
de este desastre. Desde el Ministerio exigirán que rueden cabezas. Tú no te
mereces algo así. Te has portado como un héroe. Sálvate, aún estás a tiempo…
Estaba
a punto de decir que no cuando ella añadió algo que me hizo recapacitar. Algo
que cambió mi vida para siempre:
—Hazlo
por ella. Tiene suerte de que la quiera un hombre como tú. Yo ya me he dado
cuenta de que a mí nunca podrás volver a hacerlo —afirmó entristecida.
He
meditado muchas veces sobre lo que hubiese pasado si ella no me hubiese recordado
a Penélope. En aquellos momentos estaba siendo engullido de nuevo por el odio,
inmerso de lleno en una sed de venganza tan devoradora que me impedía pensar
con claridad. Al evocar a Penélope sentí de nuevo ganas de vivir.
Me
fui sin despedirme, sin tan siquiera volver la vista atrás, porque temía que el
reflejo de los ojos de Soledad me devolviesen una imagen de mí mismo que no pudiese
soportar. Por primera vez en mi vida decidí huir, sabiendo que si me quedaba un
segundo más, ella volvería a sumergirme en el precipicio incierto en el que
había sobrevivido los últimos
años
de mi vida.
Capítulo
41
acía varios días
que Penélope había llegado de Gibraltar, pero aún le parecía estar viviendo una
aventura imaginaria y surrealista. El mes de agosto estaba pasando a una
velocidad de vértigo. Parecía que fuese ayer cuando el coronel Maraña la había dejado
en el aeropuerto de Ranón segundos después de pasar el control de seguridad de
la Guardia Civil. Nadie le había preguntado qué era lo que llevaba en la
pequeña maleta de viaje; y a nadie le había extrañado que sus acompañantes
cargasen a su vez con unos equipajes de mano excesivamente voluminosos y
pesados.
Se
encontraba muy atareada coordinando el traslado de todo el personal y los
enseres de la asociación que gestionaba Gema en Oviedo con destino a Pamplona. Lágrimas silenciosas quedaría englobado
a partir de ese momento en un proyecto personal suyo; y para ello se serviría
de la herencia que le había dejado su desprendido y enigmático abuelo. El Sauce Llorón absorbería a la pequeña
asociación ovetense.
Significaba
mucho para Penélope. Era la primera vez en su vida que se involucraba tan
firmemente en un proyecto, y había empeñado hasta el último de sus euros en que
todo saliese bien. En Pamplona ya llevaban días acometiendo las obras
necesarias para la ampliación de los pabellones comunes. Ya no le cabía duda de
que a las mujeres maltratadas les vendría bien la paz y el sosiego de los
inmensos jardines del centro de retiro; y a los ancianos no les vendría mal una
inyección de vitalidad. A partir de ese momento comprobaría si la paciencia y
la experiencia eran capaces de interaccionar e interactuar con la inexperiencia
y la desesperación. Estaba segura. Sería un rotundo éxito: el ying y el yang,
el bien y el mal… Era tan viejo como la existencia. Los humanos siempre dando
muestras de ser en el fondo animales ansiosos de contrastes, del necesario
equilibrio diario en su particular día a día: noche y día, luna y sol, dormir y
despertar; matar para sobrevivir.
Balagar
se había trasladado esa misma mañana a Pamplona. Habían operado con éxito al
comisario, y ya estaba fuera de todo peligro. En su viaje le habían acompañado
Rubén y Judith. Entre todos habían acordado destinar hasta el último de sus
recursos en la recuperación de Balbi. Todos los neurocirujanos consultados
habían coincidido en una cosa: los mejores especialistas del país estaban en el
Hospital Universitario de Pamplona. No había sido necesario valerse de ninguna
influencia; a Balbi la habían admitido sin poner ningún problema, aparte del
previsible y desaforado desembolso económico. Si el santo Escrivá de Balaguer
levantase la cabeza quizás se hubiese avergonzado de los cambios que se estaban
produciendo en su “Obra de Dios”. En la sociedad actual parecía demostrado que
el dinero era el pasaporte más solicitado como moneda de cambio.
Mientras
trataba de embutir en la pesada maleta de viaje lo poco que quedaba de su vida
Penélope no pudo evitar un escalofrío. En Oviedo aún eran evidentes los
destrozos ocasionados por las fuerzas de seguridad del estado. Hacía días que
no se hablaba de otra cosa en la ciudad que no fuese el enfrentamiento entre
los integrantes de la mafia rusa y la policía. A ella no se le escapaba que
había estado a punto de perder lo que más quería en ese momento de su vida.
Balagar había llenado un hueco que nadie podría ocupar en su alma. Llevaban
solamente unas horas separados y ya le estaba echando de menos.
Sergei
había caído en manos de la policía, y se encontraba internado en un hospital
militar a la espera de ser operado de la médula espinal. Al parecer una de las
balas disparadas por sus perseguidores se le había alojado en una zona
susceptible de crearle problemas de movilidad si no era extraída de manera
urgente. No debía de ser una operación sencilla, a juzgar por el detalle de que
nadie se atrevía a hacerlo. Aún estaba muy reciente la noticia de su captura.
Un error en la sala de operaciones supondría una lacra demasiado poco atractiva
para cualquier cirujano que se prestase. Penélope sabía que debería de
alegrarse de que fuese el ruso y no Balagar el que se encontrase herido; pero
extrañamente sentía algo parecido a la lástima por ese desgraciado. Algo que
podría llamarse lealtad entre maleantes había mantenido hasta el momento la
boca de Sergei cerrada, y no había desvelado el paradero de su padre. La
lealtad siempre le había parecido un signo de nobleza; y a pesar de que debería
odiar a ese malnacido no era capaz. Eso la hacía sentirse extrañamente
frustrada. Le ocurría lo mismo con su padrastro. Quería odiarle; pero lo único
que sentía era decepción y tristeza.
Un
contradictorio sentimiento de odio y ambigüedad se le había anclado en el alma;
y el hecho de que Natalia se empeñase en llamarla diariamente para echarle en
cara su desidia no ayudaba demasiado a retomar las relaciones con su díscola
hermana. Natalia era uno de los principales motivos de que necesitase alejarse
desesperadamente de Oviedo. Ella era el único vínculo que la mantenía encerrada
en ese estado de ausencia tan doloroso. Necesitaba huir de Natalia, de Adolfo y
de todos los recuerdos que guardaban para ella. En Pamplona la esperaba Balagar;
y con él una prometedora vida nueva. Un prometedor pasado nuevo. Un ansiado
futuro.
Dolores
Menguada se había mostrado agradecida por su intención de invertir la recién
adquirida fortuna en el acondicionamiento y puesta en marcha de la nueva
asociación. Ella y Gema formarían un tándem formidable al cargo del nuevo
centro de mujeres maltratadas. El carácter originario del centro permanecería
invariable, con doce ancianos a cargo de sus experimentados trabajadores; pero
la inclusión de algunas mujeres con pasados traumáticos no habría de ser ningún
problema en un centro en el que el espacio físico era la mayor de las garantías
de convivencia.
El
teléfono que estaba sobre la pequeña mesita de madera comenzó a emitir un quejumbroso
zumbido. En la pantalla de plasma un intermitente parpadeo impreso en letras
mayúsculas anunció: “Número privado”. Penélope dudó. Quedaba menos de media
hora para que la pasase a recoger Gema. Tal vez fuese ella para avisarla de que
se iba a retrasar. Decidió contestar.
—¿Dígame?
—¿Señorita
Saavedra? —la persona que hablaba tenía una voz muy femenina y de marcado
acento latino—. La llamo del Consulado español en Colombia. Mi nombre es
Jeannette Rodera.
A
Penélope se le heló la sangre en las venas. Balagar la había advertido de la existencia
en Colombia de un peligroso cártel de la droga, del que un tal Cardozo parecía
ser su cabeza visible. No podía ser casualidad. Las noticias que llegasen de Colombia
no podrían ser buenas noticias. No pudo evitar que le temblase un poco la voz
al contestar.
—En
efecto, soy Penélope Saavedra —contestó nerviosa, masajeándose la nuca con el
pulgar de la mano que le quedaba libre.
—Me
temo que tengo una mala noticia que darle, señorita… Su padre ha muerto.
El
mundo comenzó a girar nuevamente en perversos remolinos haciendo que la pequeña
habitación de hotel se volviese inestable y etérea. Se había mentalizado para
asumir la desaparición de Adolfo. Incluso su muerte, pero la certeza de su
final la había afectado más de lo que nunca hubiese querido admitir.
—¿Está
usted ahí? ¿Señorita Saavedra?
—Sí,
sí… estoy aquí —consiguió contestar, respirando con ansiedad—. Es solo que me
ha pillado usted de sorpresa.
—Lo
lamento mucho —confesó la joven, un poco cohibida—. Solamente la llamo porque
necesitamos que un familiar venga a identificar su cadáver. ¿Tendría usted
algún inconveniente en viajar a nuestro país para iniciar los trámites de su
repatriación?
—Lo
siento mucho, señorita. La relación con mi padre no estaba pasando por uno de
sus mejores momentos. ¿Podría decirme cómo ha muerto?
—Me
temo que es un poco desagradable, señorita Saavedra. Su padre ha sido
asesinado.
—¿Asesinado?
¿En Colombia?
—Lamentablemente
así parece. La policía está investigando este hecho tan luctuoso, pero todo
indica que se trata de un ajuste de cuentas.
—¿Le
han disparado? —preguntó, tratando de frenar los desbocados latidos de su
corazón.
—Para
nada, señorita… En su país tienen un nombre para lo que le ha sucedido a su
señor padre. En su país le llaman corbata
colombiana.
Penélope
palideció. El espeluznante símil de imaginarse la lengua de su padre asomando
por su cercenada tráquea a modo de corbata la hizo tambalearse. Había leído las
suficientes historias sobre narcotraficantes y chivatos para darse cuenta de
que su padrastro había sido ajusticiado por algún cartel colombiano, y el
mensaje no podía ser más nítido: Adolfo había sido castigado por “irse de la
lengua”.
La
imagen proyectada no podía ser más siniestra. Seguramente que también se habían
ensañado antes con él torturándole para sonsacarle toda la información que
pudiese perjudicarles. Una lágrima rebelde e indeseada se abrió camino a través
de su mejilla. Quemaba como el fuego, y a medida que descendía parecía
pretender grabarse como un oscuro tatuaje en su piel. Alejó inmediatamente esa
tentación. Se había prometido a sí misma que no lloraría por alguien que a ella
nunca la hubiese llorado. Tomó otra decisión trascendental. En las últimas
semanas se estaba viendo obligada a tomar muchas decisiones trascendentales,
demasiadas; a su entender.
—No
puedo ayudarles… —musitó, con la voz ahogada por la emoción—. Tiene usted que
llamar a mi hermana Natalia. Ella sabrá lo que hay que hacer. Es la última
persona con la que habló mi difunto padre. Yo no puedo ayudarles —repitió, tragándose
una desagradable bola de hiel—. No vuelvan a llamarme, por favor. No puedo… no
puedo ayudarles.
Sus
manos temblaban intentando cerrar la cremallera de su pequeño bolso de mano.
Sus ojos estaban totalmente anegados en lágrimas. Le estaba resultando más
difícil de lo que creía enterrar todo su pasado. Siempre había pensado que el
odio podía llegar a ser un sentimiento reconfortante. Muchas personas eran
capaces de abandonarse abrazándole a pesar de su espinoso contacto; pero ella
no. Por alguna extraña razón su cerebro se empeñaba en exigirle una y otra vez
que tomase el camino del perdón. No podía permitírselo. Había jurado ser
fuerte; había jurado no volver a tener miedo. No podía perdonar. Si perdonase
volvería a estar indefensa.
Capítulo
42
o eran todavía
las dos de la tarde cuando me empezó a vibrar algo en el bolsillo exterior de
las bermudas. Llevábamos toda la mañana viajando en dirección a Pamplona y
hacía apenas unos minutos que habíamos llegado al Sauce Llorón. Tuve que excusarme antes de levantarme interrumpiendo
la animada sobremesa que acabábamos de iniciar con la directora, doña Dolores
Menguada. He de reconocer que lo hice un poco molesto, porque Dolores estaba
resultando ser inesperadamente sagaz e inteligente y me estaba maravillando
escuchar su apasionada exposición de las reformas y proyectos que habrían de
acometerse en las próximas semanas. Era Penélope la que llamaba, y me extrañó,
porque acababa de hablar con ella hacía unos instantes para comunicarle que
habíamos tenido un buen viaje.
—Dime,
cielo —contesté con resignación.
—Balagar
—dijo ella con voz quebrada—. Me acaban de llamar por teléfono. Mi padre ha
aparecido. Le han encontrado…
Por
la emoción de su voz deduje que me llamaba demasiado afectada. El verbo “aparecer”
y “encontrar” no parecían demasiado esperanzadores. Me sonaron un poco como a
rescates marítimos, naufragios o cosas por el estilo.
—¿Aparecido?
¿Encontrado? ¿Es que se ha ahogado o qué? —pregunté, mientras buscaba un lugar
desde el que continuar hablando con mayor intimidad que el abarrotado comedor
en el que me encontraba. Ella tardó en contestarme unos segundos.
—Podría
decirse que se ha ahogado, si… —musitó débilmente—. Pero no lo ha hecho solo.
—Explícate,
Penélope, me tienes en un brete… —supliqué.
—Le
han encontrado tirado en uno de los arrabales de Medellín. Le han reconocido
por las huellas dactilares. Al parecer no llevaba nada encima. Ni dinero, ni
documentación.
—¿En
Medellín? —exclamé perplejo.
—Ya
sé que parece increíble —contestó ella—, pero así es. Unos chavales le
encontraron de casualidad, enterrado en la basura. Estaba desnudo y
desfigurado, así que tuvieron que recurrir a sus huellas para tratar de
adivinar quién era. De no ser porque la INTERPOL le estaba buscando nunca hubiesen
identificado su cadáver.
—Lo
siento mucho…
—No
lo sientas. No merece la pena. Me ha llamado Natalia —añadió.
Me
dio la impresión de que parecía más preocupada por esto último que por la
noticia de la muerte de su padre.
—Te
escucho —respondí.
—Esta
tarde sale de Barajas un vuelo directo a Colombia. Me ha dejado bien claro que
yo debería acompañarla en ese avión.
—¿Y
qué vas a hacer? ¿Quieres que vaya contigo?
—No
lo sé… Por eso te llamo. No sé qué hacer. Una parte de mí quiere ir y acompañarla
en este momento tan difícil, pero mi yo más consciente y realista me dice que
esa parte de mi vida ya está muerta desde hace tiempo. Creo que no merece la
pena continuar llorándole. Adolfo hace tiempo que está muerto para mí, y tú
bien lo sabes…
—Haz
lo que te dicte tu conciencia. Nadie mejor que tú sabrá lo que debes hacer.
—Natalia
me ha dicho que está muy decepcionada conmigo, y que si no la acompaño a Colombia
no me lo perdonará mientras viva.
—Tienes
que hacer lo que te haga sentir mejor, Penélope. Por nosotros no te preocupes.
Balbi está encantada con su nueva residencia. Rubén ha dicho que le ha visto
algo parecido a una sonrisa cuando la llevó a dar un paseo en la silla de
ruedas alrededor del jardín. Dolores parece una mujer muy sensata e inteligente.
Podremos arreglárnoslas sin ti. Haz lo que tengas que hacer.
—Ya
lo sé, pero yo no sé si podré arreglármelas sin vosotros. Sobre todo sin ti,
Balagar…
No
supe qué contestar. De haber estado a su lado me hubiese bastado con abrazarla y
mirarla a los ojos para que fuese consciente de que el sentimiento era mutuo,
pero la frialdad del teléfono me había contagiado. Yo siempre había sido un
hombre de distancias cortas y de pocas palabras. Me arrepentí de haberla dejado
sola.
—Balagar…
—murmuró ella tímidamente.
—Dime…
—contesté.
—¿Crees
que Iñaki sería merecedor de algo mejor?
La
pregunta me pilló por sorpresa. ¿Por qué Iñaki? ¿Por qué en ese momento y no en
otro?
—¿Balagar?
—Sí,
cielo, estoy aquí… —contesté azorado—. No sé qué decirte, cariño. Supongo que
eso tienes que decidirlo por ti misma.
—Tienes
razón —exclamó—. Eso mismo llevo yo pensando más de media hora. ¡Gracias!
—¿Gracias?
¿Por qué?
—Porque
llevo días intentando encontrar una razón para no darle una oportunidad a Iñaki.
La muerte de Adolfo me ha abierto los ojos. No quiero esperar a que Iñaki se
muera para decidir si le quise lo suficiente para llorarle. Tengo que
conocerle, y lo quiero hacer antes de que sea demasiado tarde.
Lo
inesperado de su decisión me dejó sin palabras. Yo llevaba tiempo pensando que
debería haber aceptado antes el ofrecimiento del vasco de pasar por su casa;
pero que decidiese hacerlo en un momento como ese resultaba cuanto menos
peligroso. Peligroso para ambos; porque las consecuencias de acudir a un
encuentro semejante con los sentimientos desbocados podrían resultar
imprevisibles.
—Dile
a Dolores que necesito que concierte una cita con él esta misma noche —dijo con
seguridad—. Lo haremos en El Sauce Llorón.
Salgo de Oviedo ahora mismo, así que no debería de haber problema en hacerlo
antes de cenar. ¿Qué te parece?
—Es
tu decisión, Penélope —respondí con sinceridad—. A los demás solamente nos
compete respetarla y desearte suerte.
—Llámame
si hay algún problema. Conducirá Gema. Si no hay novedad estaremos ahí en menos
de cinco horas.
—Tened
cuidado en la carretera, ¿vale?
—No
es la carretera lo más peligroso. Lo más peligroso me espera precisamente ahí.
—Lo
sé, cielo. Tranquilízate. Ya hablamos cuando lleguéis. Buen viaje…
—Gracias.
Nos vemos en nada. Un besito…
Cuando
regresé a la mesa advertí que el tono de la conversación había cambiado. La
charla se había vuelto superficial, como si todos hubiesen estado conjeturando
sobre los motivos que me habían impulsado a salir del comedor. Una vez más
admiré la sagacidad de la directora del centro, Dolores, y su valentía; porque
fue la primera en interesarse por mi estado.
—¿Te
encuentras bien, Balagar? Cualquiera diría que has visto a un fantasma.
—Es
cierto —corroboró con preocupación Rubén—. Estás pálido… ¿Va todo bien?
—Supongo
que sí —contesté, sin estar muy convencido—. Era Penélope. Su padre ha muerto.
—¿Iñaki
ha muerto? —exclamó Dolores, asombrada—. ¡Eso sí que es una tragedia! ¡Pobre
chica…!
—No,
no ha sido Iñaki —repuse con inocencia, aun a sabiendas de que ella sabía a la
perfección que no me refería a él—. Su “otro” padre, Adolfo Saavedra.
Nadie
pareció escandalizarse por la noticia. La única que hizo un comentario fue
Judith, y lo hizo con fastidio, como restándole importancia al hecho de que
acabase de morir un hombre.
—¡Vaya
por dios! ¡Ahora que empezaban a tranquilizarse las cosas!
—¡Judith!
—le recriminó Rubén.
—¿Qué?
¿Crees que ese hombre se merece el más mínimo respeto después de todo lo que le
ha hecho pasar a Penélope? Yo la quiero como a la hermana que nunca he tenido,
y desde mi punto de vista Adolfo debería haberse muerto hace mucho tiempo ya.
Eso le hubiese evitado a ella la mayoría de los problemas que ha tenido.
—Estoy
de acuerdo con Judith —afirmé, dando por zanjado el asunto—. Dolores… Penélope
me ha dicho que necesita entrevistarse con Iñaki esta misma noche. ¿Crees que
puede ser posible?
—Puedo
intentarlo —aseguró ella, levantándose como un resorte—. Me ha llamado varias
veces en las últimas semanas preguntando por ella, así que supongo que estará
encantado de que haya cambiado de opinión. Hoy mismo tenía previsto acudir
aquí. Siempre viene de visita el 15 de agosto. Es el día del cumpleaños de
Penélope —añadió, con una enigmática mirada—. Con vuestro permiso.
Su
orondo corpachón se alejó con rapidez por el pasillo en dirección a su despacho.
Maldije
en silencio mi descuido. Dolores tenía razón. Había sido un fallo imperdonable
no haberla felicitado, pero dudaba mucho que ella misma fuese consciente de esa
circunstancia. Me prometí a mí mismo que la felicitaría en cuanto se bajase del
coche. Una sirena anunció que la hora de comer había terminado. Poco a poco el
comedor se fue quedando vacío.
Aproveché
la circunstancia de que todos los residentes hubiesen salido para hablar con
mayor libertad con Judith y Rubén. Les relaté con todo detalle las
circunstancias en las que habían encontrado el cadáver de Adolfo, así como la
decisión de Penélope de dar por zanjada esa parcela de su vida. No se sorprendieron
demasiado. Entre todos acordamos esperarla, tomándonos el resto de la tarde
libre. A fin de cuentas era un día festivo. Para bien o para mal era 15 de
agosto.
Judith
alegó estar cansada y se retiró a dormir la siesta. Yo creía que Rubén iba a aprovechar
esa circunstancia para acompañarla a su habitación y tener unos momentos de
intimidad, pero me sorprendió cuando aceptó mi invitación de acompañarme a
echar un vistazo a la antiquísima capilla de estilo gótico. Yo llevaba mucho
tiempo deseando
Admirar
de cerca los frescos de las paredes. La representación del Juicio Final me
había dejado asombrado por su realismo en mi primera y hasta el momento única
visita. La compañía de un licenciado en Historia como Rubén me parecía un
exquisito complemento a mi ávida curiosidad.
Al
pasar al lado del despacho de Dolores nos pareció escuchar un tintineo como de
cristal chocando con cristal; pero pasamos de largo sin hacer ningún
comentario.
—Una
mujer sorprendente, esta directora —comentó despreocupadamente Rubén—.¡Es todo
un carácter!
—Pues
sí… —admití—. ¿Me he perdido algo cuando me he levantado de la mesa?
—¡Que
si te has perdido algo? ¡Te has perdido lo mejor…! —respondió divertido,
lanzando una carcajada.
—Cuando
te levantaste —continuó, sin borrársele la sonrisa de la cara— nos estuvo
hablando de ese cardenal del Vaticano que parece estar empeñado en “saquearle
su capilla”, como ella dice…
—¿Y
qué te hace tanta gracia? —pregunté desconcertado.
—Cuando
le preguntamos cómo era ese entrometido ella se limitó a decir: “Es el típico
lameculos de iglesia. Todo le parece mal, y su naturaleza corrompida le ha
obligado a darse tantas duchas frías que cuando se le moja la calva al llover
tiene que disimular sus erecciones”.
No
pude evitar contagiarme de la sonrisa de Rubén. Estaba seguro de que Dolores y
yo llegaríamos a ser grandes amigos algún día, porque compartíamos un sentido
del humor bastante ácido y grosero.
—¿Y
aparte de eso? —pregunté, cuando nos hubimos hartado de reír.
—Aparte
de eso poca cosa… Parece ser que el buen señor Espigno ha montado en cólera,
porque Penélope está en condiciones de rescindir la mayor parte de los créditos
que tenía suscritos Ana María Tudela con ellos desde hace años. Dolores dice
que el centro puede salvarse con una gestión acertada. Solamente es cuestión de
tiempo.
—Magnífica
noticia… —admití—. ¿Crees que eso lo sabe Penélope?
—No
tengo ni idea —respondió Rubén—. ¿Dónde estamos? —preguntó, al percatarse de
que no podíamos continuar. Una maciza puerta de madera con pesados remaches de
bronce nos cortaba el camino.
Mientras
hablábamos habíamos ido descendiendo por unas pequeñas escaleras de mármol
blanco que nos había enseñado Dolores hacía un par de horas. Un pequeño
pasadizo conectaba las dependencias privadas de la difunta Ana María Tudela con
la pequeña capilla. Las gastadas losas de mármol evidenciaban un uso frecuente,
aparte de unos orígenes que habrían de remontarse a varios cientos de años.
Todo indicaba que la pequeña galería había sido excavada aprovechando alguna
cavidad natural en la roca antes incluso de que la capilla hubiese sido
construida. Rubén no pudo ocultar su incredulidad.
—¡Son
grabados medievales! —exclamó—. ¡Yo diría que anteriores a 1512! ¡Aquí habla
del reinado de Iruña; viene a decir que solamente los descendientes de la
sangre de los Iruña son dignos de cruzar bajo los arcos protectores, o algo
así! ¡Esto es magnífico! ¿Te das cuenta del valor histórico de este pasadizo?
Yo
no entendía de valores históricos, pero una palabra se me había quedado grabada
a fuego en la mente. “La sangre de los Iruña”. Yo había escuchado algo
parecido, pero referido a los descendientes de los Tudela. ¿No era Penélope la
que me había dicho que en el testamento de su abuelo se refería a “la sangre de
los Tudela”? Una idea fue cobrando forma en mi interior.
—¡Es
más que eso, Rubén! Presiento que esto es solamente el principio. ¿Has dicho
Iruña? —pregunté para asegurarme.
—Eso
creo —corroboró desconcertado Rubén, volviendo a iluminar con su linterna las
inscripciones de la puerta—. No hay duda… Iruña. Eso es lo que pone. Lo que no
tengo tan claro es que se refiera a los arcos protectores refiriéndose a los
arcos arquitectónicos o a los arcos de los soldados que defendían esta entrada
al sepulcro.
—Eso
no importa. ¡Vamos, crucemos la puerta! —exclamé animado, empujando la pesada
hoja de madera—. ¿Sabes cómo se apellidaba el abuelo de Penélope? —Rubén negó
con la cabeza—. ¡Tudela y Montes de Iruña!
—¿Insinúas
que el abuelo de Penélope es descendiente de los primeros propietarios de estas
galerías? Iruña es el apellido de los primeros moradores del reino de Navarra. ¡Podemos
estar a punto de entrar en la tumba de uno de los primeros reyes de Navarra!
—No
lo insinúo, Rubén. Lo afirmo.
En
ese momento estaba notando una excitación semejante a la que experimentaba en
el campo de batalla. Saboreé en mis carnes el placer solamente reservado a los
arqueólogos afortunados por algún hallazgo trascendental. Rubén parecía estar
imbuido en una corriente semejante. Su perplejidad le confería un aspecto
cómico.
—¿A
qué esperas, Rubén? ¡Ayúdame a empujar esta maldita puerta!
Pese
a su antigüedad la puerta giró perfectamente sobre sus goznes. No cabía duda de
que había sido engrasada recientemente. El potente haz de luz de nuestras
linternas iluminó una estancia visiblemente más amplia. Las paredes estaban
pacientemente trabajadas, perfectamente pulidas y sin ninguna arista; pero a
pesar de su buen aspecto y conservación solamente las arañas reinaban en
aquella sala. Una mueca de decepción asomó al rostro de Rubén.
—Ya
me parecía a mí que no podía ser —comentó desilusionado—. Esto tiene toda la
pinta de haber sido la capilla primitiva. Seguramente que allí estaba el altar
—añadió, señalando en dirección al fondo de la espaciosa caverna—. Si alguna
vez hubo aquí un mausoleo alguien lo ha trasladado. Si hubiese enterrado algún
rey en las proximidades ya habríamos encontrado algún osario.
—No
te rindas tan pronto —le dije, animoso—. Tiene que haber una salida. Esto tiene
que conducirnos a la capilla. Dolores me dijo que Ana María utilizaba este
pasadizo en invierno para evitar mojarse y pasar frío. A lo mejor en la capilla
encontramos algo interesante.
—¡Fíjate
en esto...! —gritó Rubén, alumbrando en dirección a una pequeña puerta
mimetizada con las paredes de piedra.
Cuando
llegué a su lado jadeante por la excitación, Rubén no tuvo paciencia ya para
explicaciones. Con un ansia febril empujó la pequeña puerta. Una claridad
inesperada nos hirió la vista a ambos. Estábamos en uno de los extremos del
altar de la capilla. Un pequeño tapiz servía de camuflaje a la pequeña puerta,
que se cerró tras nosotros con suavidad.
—¿Es
esta la capilla? —preguntó entusiasmado Rubén mientras observaba detenidamente
la talla de madera de la Virgen que presidía el altar.
—En
efecto —afirmé, sintiéndome un poco cohibido.
Estaba
claro que Rubén se encontraba como un niño en una juguetería. Para él cada
objeto tenía un significado y un origen, y su emoción era evidente.
—¡Santo
Cielo! ¿Qué es esta maravilla? ¡Parece una réplica exacta de la Virgen de
Covadonga!. ¿Y qué me dices de este retablo? —exclamó excitado— ¡Jamás había
visto una representación de la Última Cena de Jesucristo tan exquisita!
¡Medieval, sin duda…! ¡Y los frescos! ¡Esto es un tesoro, Balagar…! Ahora
entiendo el interés del Vaticano por estas maravillas. El valor de estas
reliquias es incalculable.
—¿Podrías
hacer una estimación?
—Imposible.
Aquí hay obras de arte únicas. No se puede ponderar el valor de algo único en
el mundo, pero puedo asegurarte que en las manos adecuadas podría valer varios
millones de euros.
—¿Estás
seguro? —dije, a punto de atragantarme.
—No
soy ningún experto, pero las tallas y los tapices están perfectamente
conservados. El altar mayor es de oro macizo con incrustaciones de piedras
preciosas; la platería está impecable; los óleos parecen firmados por pintores
célebres… todas las piezas son de una calidad excepcional, y a mi entender muchas
de ellas únicas en su género. Solamente hay una que desentona un poco en el
conjunto… —reflexionó meditando para sí Rubén.
—¿Cuál?
A
mí todo lo que había en la capilla me parecía tan diferente entre sí que nunca
se me habría ocurrido la idea de que algo pudiera resultar fuera de lugar.
—Aquélla
imagen —dijo, señalando con el dedo una escultura de cobre macizo—. Toda la
imaginería de la capilla gira en torno a pasajes del Nuevo Testamento. La
Última Cena de Jesús, La Anunciación del Señor…
—¿Y
qué hace diferente a esa estatua? —pregunté, sin acabar de ver la conexión que
tan evidente resultaba para él.
—Es
una chica…
—Eso
es evidente —repliqué impaciente—. Dime algo que no sepa…
—Lo
importante no es que sea una chica —dijo él sin inmutarse—, sino que a pesar de
ser una chica no aparece vestida como una virgen. Tampoco parece una cortesana,
sino más bien una guerrera. No tiene sentido…
—¿Por
qué?
—Porque
todo lo que hay en esta capilla refleja una profunda devoción religiosa. Si te
fijas, todos los mosaicos y grabados hacen referencia a Dios y a su poder
divino. La riqueza de los ornamentos también es un claro indicio de pleitesía a
Dios y a su iglesia. La mayoría de piezas de esta capilla son anteriores al s.
XVI. Esa estatua en cambio no tiene nada que ver con el resto de objetos que la
rodean. Esa es una versión cristianizada de una imagen atea. Está hecha de
cobre fundido, y todos los metales que la rodean son metales nobles. Ella forma
parte de un mundo impío e innoble. No tiene sentido que la hayan colocado ahí.
Nada de lo que hay aquí parece colocado al azar. Todo tiene su orden y su
porqué.
—Si
es cierto eso que dices de que todo lo que hay en esta capilla gira en torno a Dios…
—repetí, meditando para mí— ¿por qué preside entonces una Virgen la capilla?
—Pues
no lo sé —contestó flemático Rubén, frunciendo el entrecejo—. No parece muy
acorde con la disposición medieval del resto de la estancia… ¿Dónde has dicho
que se conocieron los padres de Penélope?
—Aquí,
en Pamplona —contesté—. La madre de Penélope estudiaba en la Universidad.
—Por
mediación de su abuelo, supongo… Esa podría ser la razón —especuló Rubén.
—Joder,
Rubén. No me entero de nada… —protesté.
—Es
muy sencillo, Balagar. Todo el mundo sabe que la Universidad de Pamplona fue
creada por Josemaría Escrivá de Balaguer.
—Ya,
eso lo sabía. El creador del Opus…
—En
efecto, el creador del Opus Dei —repuso pacientemente Rubén—. Mucha gente no lo
sabe, pero Escrivá de Balaguer siempre sintió una profunda devoción mariana. La
imagen de la Virgen fomentó en él una inspiración tan reveladora que animó a
las mujeres a empaparse de conocimientos. Supongo que el abuelo de Penélope llegó
a tener relación con San Josemaría en algún momento de su vida. Eso explicaría
posiblemente la posición dominante de la Virgen en el altar mayor.
—¿Y
la chica soldado?
—Eso
sí que es un enigma… a simple vista me recuerda una figura muy famosa. Tiene
una similitud increíble con el Giraldillo de Sevilla.
—¿El
giral qué?
—El
Giraldillo, Balagar… Es una especie de veleta que fue construida para coronar la
Giralda de Sevilla. Se cree que está inspirada en Minerva o en Atenea.
—¿Atenea
no era una diosa griega? La de la guerra, creo recordar —dije, tratando de
remendar la imagen de ignorante redomado que Rubén se estaba formando de mí con
toda seguridad.
—En
efecto, Balagar… Atenea era para los griegos lo mismo que Minerva para los
romanos: la diosa de las artes y la ciencia, de la sabiduría… Y también de la
guerra.
—Entonces
sí que tiene sentido —afirmé, sin llegar a estar muy convencido de lo que decía—.
Si ese tal Escrivá de no sé qué estaba empeñado en que la mujer se integrase en
la sociedad tiene sentido que uno de sus seguidores colocase aquí a una diosa
experta en artes, ciencia y sabiduría.
—Puede
ser, Balagar, puede ser… acerquémonos. Quiero examinarla más de cerca.
Después
de unos minutos que se me hicieron eternos Rubén pareció llegar a una
conclusión, pero necesitó para ello observar desde todos los ángulos la
incólume figura de cobre; afirmando finalmente que la estatua en cuestión era
sin lugar a dudas una réplica exacta de lo que él llamó “El Triunfo de la Fe
Victoriosa”
—¿Cómo
la has llamado? —no podía salir de mi asombro—. ¿Has dicho “El Triunfo”? —Rubén
asintió mediante un suave cabeceo.
—¡Es
increíble! —celebré alborozado—. Llevo días dándole vueltas a una de las frases
escritas por Miguel Ángel Tudela en su testamento: “Busca en tu origen el Triunfo
de los Tudela, y tu alma sonreirá glorificada.”
—¿Podría
referirse a este Triunfo, Rubén?
—Podría
ser… —murmuró—. Tiene sentido… El origen de los Tudela podría estar escondido en
algún lugar de esta capilla. La Gloria viene acompañada normalmente de un
triunfo precedente. El triunfo ha de ser entonces el camino hacia la Gloria…
—¡La
clave está en el Triunfo, entonces! ¿Pero, dónde? —me pregunté en voz alta.
Empezamos
a toquetear la pesada figura de cobre con la esperanza de encontrar algún resorte
escondido o alguna palanca que accionase algún compartimento secreto, pero al
cabo de unos minutos desistimos. No había ninguna pieza móvil, al menos a la
vista.
—Miguel
Ángel tuvo que haberle dejado más pistas a Penélope… —caviló Rubén masajeándose
las sienes pensativo. El origen… el origen de los Tudela.
—¡Pues
claro, Rubén! ¡El origen! —grité entusiasmado. Había tenido una inesperada
inspiración—. ¡Estábamos buscándole una explicación dogmática, pero Miguel Ángel
parecía un hombre más preocupado por el origen de su sangre que por el origen
de su alma! ¿Cuál es el origen de todo hombre?
—¡El
vientre, por supuesto! —gritó jubiloso Rubén.
—El
vientre ya lo hemos revisado. Ahí no hay nada… —comenté—. Yo estaba pensando en
una zona más específica y pudorosa. Una zona en la que a nadie se le ocurriría
husmear, y mucho menos hacer algo como… esto… —añadí, mientras introducía uno
de mis dedos por una pequeña hendidura.
Un
pequeño resorte similar a un gatillo de escopeta parecía estar oculto en su
interior. Hice un poco de fuerza y el tirador se venció con facilidad.
La
cara de sorpresa de Rubén al observar mi dedo introduciéndose por la oquedad no
fue nada comparada a la que puso cuando la coraza protectora de la estatua se
desplazó unos centímetros, dejando a la vista una pequeña cerradura a la altura
del pecho izquierdo.
—¿Crees
que podrás forzarla? —preguntó Rubén mientras acariciaba distraídamente el
contorno de la cerradura.
—¿Te
parece que la he forzado poco? Comportémonos, Rubén; que estamos en una
capilla… Yo acabo de profanarle a una diosa su más íntima feminidad y tú te
dedicas a toquetearle los pechos con lascivia… creo que sé dónde está la llave
que abre esa cerradura.
—¿A
qué esperamos, entonces?
—A
que su propietaria tome la decisión de utilizarla. Tú deberías saber mejor que
nadie que la verdad solamente resulta de utilidad cuando se está preparado para
asumirla.
Rubén
no dijo nada, pero yo sé que su pensamiento estaba en ese momento con su
hermana. Solamente cuando él había estado preparado para asumir la verdadera
realidad de Balbi le habían llegado las respuestas, y de nada hubiese servido
que se las hubiesen servido antes. La verdad; como todas las cosas en la vida,
puede ser interpretada erróneamente si llega en un momento desacertado.