lunes, 21 de diciembre de 2015

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 20




Capítulo
20

E
l chasquido eléctrico volvió a sonar. Intentó abrir los ojos; pero a pesar de creer tenerlos abiertos no veía nada. ¡Estaba ciega! Quiso levantarse pero algo la mantenía sujeta a una especie de camastro. Gritó con todas sus fuerzas. El eco le devolvió una voz extraña, como amortiguada, semejante al quejido de una fiera herida. De repente una luz cegadora le hirió la retina, y unos pasos se dejaron sentir a pocos metros. Cerró los párpados intentando repeler ese fuego abrasador que le quemaba las pupilas y agachó la vista hacia el suelo. De su cuerpo provenía un hedor acre a suciedad y a miedo. No recordaba cómo había llegado hasta allí; no recordaba quién la había conducido allí; no recordaba nada… En su cerebro las imágenes se sucedían inconexas, como un puzle roto encajado a la fuerza. Reprimió una arcada. ¡Se sentía tan débil…!
Un murmullo se acercaba poco a poco. Parecía el rumor de voces apagadas por la lejanía. Creyó reconocer la voz más potente, pero a pesar de que le resultaba conocida no podía precisar dónde la había escuchado antes. Lo único que sentía en esos momentos era un vacío que lo engullía todo, un sueño devorador que hacía que los párpados colgasen incapaces de vencer la gravedad. Un dolor repentino la vino a sacar de su trance. Era un dolor real, no era un dolor imaginario; porque nacía en una de sus mejillas extendiéndose por todo su cuerpo. El chasquido de una bofetada retumbó en la habitación.
—Dele más fuerte, jefe —ahora sí que podía reconocer la voz del hombre que hablaba. Su marcado acento ruso no dejaba lugar a dudas—. Con la última dosis que le hemos metido aún debe de estar en el Nirvana.
—Cállate, Sergei… Asómate a la puerta y avísame cuando esté llegando el doctor. Ha dicho que la necesitaba lúcida y despierta, así que me llevará un buen rato espabilarla…
Mientras el gorila se apostaba a la puerta del zulo Ernesto Zaldumbia se esmeró en despertar a Penélope. Una bofetada tras otra descargaba su desilusión con la apatía y el desapego de un sádico matarife. Penélope se limitaba a protestar en voz baja, inclinando la cabeza hacia abajo con los ojos entornados por el exceso de claridad repentino. Su cuerpo era incapaz de responder a las órdenes que enviaba con perentoria urgencia su cerebro. Sus huesos parecían de goma. Intentó incorporarse, pero sus músculos se negaban a obedecerla.
—Ya le decía yo que le iba a costar. Lo mejor es que le inyecte un poco de cocaína. Verá como con eso se espabila de golpe.
—No seas animal, Sergei. ¿Crees que el doctor no lo notaría? Como algo salga mal nos van a cargar el muerto a nosotros, ¿o es que no te has dado cuenta?
—Como veas, jefe; pero lo que sí que va a notar es que le han zurrado de lo lindo.
Las mejillas de Penélope se cubrieron de un brillante rubor escarlata, evidenciando la observación del matón. Ernesto se tomó un descanso y encendió un cigarrillo. De repente tuvo una ocurrencia; y sonrió mientras acercaba la punta del cigarrillo encendido a uno de los pies descalzos de Penélope. El contacto con la piel levantó una pequeña voluta de humo mientras su víctima se incorporaba con dificultad. Un extraño olor a quemado se sumó a los ya existentes; uniéndose en una amalgama ácida y desagradable a humanidad e inmundicia. Penélope dejó escapar un gruñido gutural.
—Arrgg… no, por favor… no sigas… —su voz era apenas un susurro áspero y desagradable.
—Así me gusta, “Pe” —Ernesto siempre la llamaba así en la intimidad—. Vamos, chica… no me dejes mal… tienes una cita importante y necesito que estés despierta.
Ernesto acercó sus labios a los suyos y le depositó un beso con desprecio. Penélope le respondió con un salivazo en pleno rostro.
—¡Maldita perra sarnosa!
Le propinó otra bofetada, pero esta con tan mala suerte que la golpeó en uno de los oídos. Un hilillo de sangre comenzó a brotar tiñéndole la blusa de un escandaloso rojo carmesí. Ernesto reprimió una maldición.
—¡Mierda, Penélope…! ¿Ves lo que has conseguido? Era todo muy sencillo. Solamente tenías que casarte conmigo. Hubiésemos vivido muy bien los dos; pero no, tenías que estropearlo todo. Tú y el malnacido de Balagar… ¡Os daba de hostias a los dos…!
Penélope pareció reaccionar. Despegó un poco sus resecos labios intentando centrar sus ojos en el rostro del que antaño hubiese sido su prometido.
—¿Balagar? ¿Balagar está bien? —su voz sonaba gutural y deshumanizada—. ¿Qué le habéis hecho a él?
—Nada, nada, todavía… de él me ocuparé personalmente y créeme si te digo que voy a disfrutar con cada segundo de su sufrimiento.
Penélope apreció en su siniestra sonrisa que hablaba muy en serio. Echó un vistazo alrededor, comprobando que se encontraba en una especie de habitación con espejos.
Miles de focos aportaban una claridad excesiva iluminando la estancia con la eficiencia de una mesa de quirófano. El mobiliario se limitaba a unos pequeños armarios metálicos en una de las esquinas; y un retrete sin cerrar con ninguna pared. Se le pusieron los pelos de punta al comprobar que el habitáculo estaba atestado de material médico. Un profundo canal recorría toda la sala de lado a lado, desembocando en un enorme desagüe con rejilla metálica. Al pie de su camastro identificó un monitor de seguimiento cardíaco y un montón de monitores conectados a cables empezaron a emitir un desconcertante zumbido. ¿Estaría en el hospital? No, era imposible, no se veían doctores; allí tan solo estaban Ernesto y su desagradable e inseparable acompañante; que ahora se acercaba a grandes saltos.
—¡Ya vienen, jefe, ya vienen…!
Ernesto se alejó un par de pasos de su víctima, pero antes puso buen cuidado en pasarle un pañuelo de papel por el magullado rostro, intentando borrar el rastro de sus abusos.
Un minuto después entraban por la puerta dos desconocidos al lado de un mustio Adolfo Saavedra. Penélope se sintió por un momento a salvo. Le dirigió a su padre una mirada que era a la vez una interrogación y una súplica. Adolfo desvió sus ojos cruelmente, como si no hubiese reconocido a la persona que con tanta aflicción demandaba su auxilio. En lugar de ello se quedó atrás, dejando que los dos desconocidos se acercasen al sucio jergón. Estos se limitaron a mirarla con desdén, inspeccionándole las pupilas con rostro circunspecto. El de más edad se dirigió a Ernesto con autoridad y un marcado acento germánico.
—Ernesto. Creía haber sido lo suficientemente explícito en mis instrucciones. Este sujeto no está en óptimas condiciones. Aún se encuentra bajo los efectos de un narcótico opiáceo.
—Lo siento, doctor… Creo que he infravalorado la potencia de la droga. Le pido disculpas.
El anciano le hizo un gesto a su ayudante y cruzaron unas palabras en alemán. El joven se agachó y de uno de los cajones metálicos sacó una especie de bolígrafo. En ella se podía leer una etiqueta que advertía de su contenido: “Danger, autoinyectable adrenaline. Only for medical use”. Apenas un segundo después el joven le presionaba uno de los muslos con el bolígrafo. Una corriente de energía invadió repentinamente a Penélope, que se incorporó de un salto en su camastro respirando entrecortadamente. Un aluvión de imágenes empezaron a sucederse en su cerebro; y las pupilas se le dilataron durante un milisegundo. Un torrente de luz pareció abrirse paso taladrando todo su cuerpo. Las voces le llegaban ahora nítidas, aunque con ecos:
—Así está mejor. Mucho mejor. Veamos:
—¿Recuerda usted su nombre? —Penélope notó en su rostro el aliento putrefacto de su examinador.
—Penélope. Penélope Saavedra…
—¿Recuerda qué ha comido hoy? —otra vez la mirada escrutadora.
—Yo... Yo no lo sé… no recuerdo haber comido… No sé qué es lo que hago aquí… ¡Papá! ¿Qué está pasando? ¡Diles que paren, por favor….! ¿Qué hago aquí? ¡Dios mío! —empezó a sollozar.
Adolfo la había mirado como habría mirado a un potro que se acabase de romper una pata. Con lástima, pero inclemente. Conocía esa mirada. Se la había visto cuando había tomado la decisión de matar a su caballo de carreras preferido. También cuando habían sacrificado al perro de la familia por ser demasiado viejo ya. Se había limitado a torcer un poco la boca mientras se atusaba el bigote. Con gesto ausente le indicó al doctor que continuase, como si las súplicas de la joven que se encontraba maniatada no significasen nada para él.
El veterano médico comenzó a colocarle a Penélope un laberinto de electrodos con la ayuda del joven de ojos azules. A medida que los iba colocando crecía su entusiasmo mientras le explicaba al político lo que habría de suceder:
—Como puedes observar, querido camarada, las funciones del cerebro son monitorizadas en aquella pantalla de allí. El cerebro de una persona es como un enorme disco duro informático. Toda la información es guardada en pequeñas celdas que se conectan neuronalmente. Si somos capaces de localizar la región cerebral donde se concentran esas terminaciones nerviosas podemos enviarles unos impulsos electromagnéticos que borran irreversiblemente esa información. En el caso que nos ocupa lo que hemos de borrar son los recuerdos a corto-medio plazo. ¿No es así, camarada? —Adolfo asintió en silencio.
—Bien, bien… es relativamente sencillo. En mi opinión no debería ocuparnos más de un par de sesiones. Tres a lo sumo. Le advierto, querido amigo que como cualquier práctica científica esta intervención no es segura al ciento por ciento. No sabemos el porcentaje de información que vamos a eliminar, solamente que vamos a suprimir las capas neuronales más superficiales. Eso debería bastar pero en algunos casos el cerebro se vuelve loco al ser incapaz de seguir las rutas habituales de procesamiento de datos. Con relativa frecuencia los sujetos se vuelven incapaces de efectuar análisis racionales y se ha dado algún caso en el que la sobrecarga de impulsos electromagnéticos les “fríe” literalmente el cerebro, convirtiéndoles en lo que nosotros llamamos “fantasmas”.
—¿”Fantasmas”?
—Sí, camarada, fantasmas. Sujetos que son normales físicamente pero que son incapaces de procesar información. No reconocen colores, ni estímulos externos, son una especie de “sombra” que se alimenta, duerme y posee intactos todos sus instintos animales; pero incapaz de seguir patrones de conducta lógicos. Todo su aprendizaje cognitivo se habrá esfumado para ellos para siempre.
—Hágalo Herr Fleischer. No importan las consecuencias. Es un riesgo perfectamente asumible —los ojos de Adolfo no transmitían emoción alguna—. Quiero que le dé las dos sesiones hoy mismo, si eso es posible.
—Me temo que eso es totalmente inaceptable, querido amigo —contestó alarmado el germano—. Eso equivaldría a hacerle una lobotomía. Su cerebro no soportaría el exceso de pulsos.
El doctor meneó la cabeza de un lado a otro visiblemente contrariado.
—Haga lo que le pido, doctor. Sé que le estoy exigiendo demasiado pero hágalo por los viejos tiempos. Yo sabré recompensarle, no lo dude.
—Como usted quiera, camarada; no diga que no le he advertido. Despídase de su hija porque lo que usted ha conocido no volverá jamás.
—Eso espero —refunfuñó el político con gesto hosco e inanimado—. Eso espero.
El doctor hizo una seña a su ayudante y este empezó a teclear órdenes con un teclado portátil. En el monitor empezaron a sucederse unas curvas de colores acompañadas de unos débiles zumbidos. Después de unos minutos de exploración cruzaron una mirada cómplice. El anciano asintió y bajando el índice le indicó a su asistente que comenzase la sesión. Aparentemente nada había sucedido pero de la boca de Penélope comenzaron a brotar unos espumarajos de saliva y los ojos se le pusieron en blanco. Su cuerpo empezó a convulsionar. El doctor habló con voz pausada:
—Lo que están ustedes observando es perfectamente normal. El cerebro se rebela contra las agresiones externas. Tan solo los actos reflejos, que son procesados por la médula espinal, son apreciables en estos momentos. Estamos procediendo a colapsar las primeras capas neuronales. Podría suceder que la paciente perdiese el control temporalmente de sus esfínteres y de sus extremidades.
Un nauseabundo olor comenzó a invadir la sala, haciendo que los presentes arrugasen la nariz con desagrado. Parecía que el doctor estaba en lo cierto.
Al cabo de unos minutos el cuerpo de Penélope perdió su rigidez, y poco a poco fue relajándose dejándola sumida en una especie de postura de forzada flacidez. El doctor se acercó y observó sus pupilas comenzando a retirarle algunos electrodos. Adolfo intervino desde el fondo de la estancia. Había intentado cerrar los ojos para no ser testigo de la deshumanización de su hija pero algo le había obligado a observarlo sin perderse ni uno solo de los detalles.
—¿Ya está, doctor? —parecía un poco decepcionado.
—Ya está, al menos por el momento —añadió el germano, sin despegar la vista del enorme monitor plagado de datos y de números—. Es necesario esperar 12 horas al menos para estudiar su evolución. Una segunda exposición antes de este período de tiempo la mataría. ¿Usted no quiere eso, verdad amigo mío?
El hecho de que el doctor dejase de tutearle indicó al político que quizás estuviese tensando la cuerda demasiado. Decidió aflojar un poco la tensión, invitándole a acompañarle a tomarse una copa en la biblioteca:
—Estoy seguro de que su asistente podrá ocuparse del seguimiento de mi hija. Ernesto se quedará a su lado por si necesita ayuda de cualquier tipo, ¿verdad, Ernesto?
El empresario asintió con desgana, indicándole a Sergei que él tampoco se iba a librar de quedarse allí. Con una afectuosa palmada en el hombro Adolfo le indicó al doctor Fleischer la salida, colocándose a su espalda.
No bien se habían acomodado en los butacones de piel de la biblioteca cuando les sobresaltó la brusca interrupción de un demudado Ernesto. Venía a la carrera con gesto preocupado, y no se había molestado ni en anunciar su llegada. Algo grave debía haber pasado para que se presentase de aquella manera. Unos goterones de sudor empañaban su ancha frente y los ojos parecían querer salírsele de las órbitas. Ambos se levantaron de un salto de sus cómodos butacones.
—¡Adolfo! ¡La hemos cagado bien cagada! ¡La Policía viene a buscar a Penélope!
—¿Qué ocurre, Ernesto? ¿Crees que estas son formas? ¡Explícate!
—¡Es ese maldito detective, el puñetero Balagar Fartón…! ¡Me cago en…!
—Tranquilízate, Ernesto… Tranquilízate y piensa un poco.
La experiencia y la seguridad en sí mismo del político consiguieron tranquilizar levemente al excitado empresario, que bajó un poco la vista avergonzado.
—Has dicho que viene la Policía. ¿Quién acompaña a ese detective, policías uniformados?
—No, solamente un policía, pero mis hombres de seguridad conocen perfectamente a ese policía. Es el comisario en jefe Medallas. Parece ser que se ha cursado una orden de apresamiento internacional y….
—Cálmate, Ernesto. Te diré lo que has de hacer —el sosegado tono del político ejerció de bálsamo con el asustado hombre de negocios. Este le escuchó con atención.
—Ahora mismo vas a bajar y decirles a esos hombres que Penélope no se encuentra aquí. Les dirás que se encontraba indispuesta y que ha tenido que ser ingresada en un centro médico. Invéntate cualquier historia. Diles que se pongan en contacto conmigo. Yo les haré dar tantas vueltas que para cuando la encuentren ya será un vegetal inofensivo.
—¡Ah! Y por lo que más quieras… —añadió—. Borra esa cara de preocupación ahora mismo. Solamente nosotros sabemos que Penélope está aquí y así ha de ser, ¿entendido?
El asustado empresario asintió obedientemente, saliendo presto de la estancia dispuesto a cumplir su cometido.
En cuanto le vio cruzar de nuevo el umbral de la puerta Adolfo suspiró con resignación, volviendo a sentarse en el mullido butacón. Chasqueó la lengua paladeando con deleite un pequeño sorbo de su vaso de whisky. Ernesto podía ser muchas cosas, entre ellas uno de los mayores inútiles que había conocido en su vida; pero en materia de whisky era todo un experto.
—Disculpe la interrupción, querido amigo. Como le iba diciendo la sobreexplotación pesquera ha provocado un descenso en las capturas del salmón pero todavía es buena fecha para tentarle en algunos tramos del Sella. Yo me ocuparé de que le asignen para mañana una plaza en uno de los mejores cotos de la zona. Con un poco de suerte podrá comprobar lo combativo que se vuelve ese pez en nuestros ríos y…
—No lo tomes a mal, querido amigo —le interrumpió el teutón con gesto grave—. He creído entender que la policía ha venido a interesarse por el estado de tu hija. No me habías dicho nada de que la estuviese buscando la policía. Esto cambia mucho las cosas, camarada; yo no me puedo permitir un escándalo de este tipo.
—No es nada que no se pueda solucionar, herr doctor. Usted sabe que los hombres como usted y como yo estamos a salvo de toda sospecha. Un simple comisario de policía no puede hacernos daño. Somos demasiado poderosos para un triste funcionario de segunda ¿no le parece? —el viejo sonrió enseñando unos amarillentos dientes manchados de nicotina. —En todo caso —añadió el político— me he ocupado de que nadie pueda confirmar nuestra presencia aquí. De haber algún escándalo todo apuntará hacia mi “querido” yerno.
—Tan astuto como siempre, amigo mío, tan astuto como siempre.
—En nuestra posición toda precaución es poca. Recuerdo un refrán que empleaba con mucho acierto uno de sus ministros de Asuntos Exteriores, don German Ludo Kravich: “hasta el piojo más minúsculo incomoda al hombre más poderoso si le pica en las pelotas” —ambos estallaron en una ruidosa carcajada.
—¡Qué razón tenía, camarada, que razón tenía…!
Apuraron el resto de sus copas en un brindis sonoro y continuaron recordando anécdotas mientras trasegaban una copa tras otra. Cuando Ernesto regresó al cabo de más de media hora ambos habían llegado al punto en el que la exaltación de la amistad le incita a uno a mostrarse más cariñoso de lo habitual. El empresario se los encontró abrazados el uno al otro mientras coreaban viejos himnos militares.
Nada más verle aparecer por la puerta el canoso doctor dio un sonoro taconazo en el suelo mientras gritaba a voz partida:
¡Heil, Hitler…!
A Ernesto no le quedó otro remedio que levantar la mano un tanto cohibido.
—Pasa, pasa, querido yerno. Estábamos comentando los excelentes licores que componen tu bodega. Maravillosos, Ernesto, maravillosos…
—Sin duda alguna este brandy es una auténtica obra maestra —añadió el achispado doctor con los ojos un tanto vidriosos.
Ernesto se quedó parado, abofeteado por el profundo surrealismo que significaba encontrarse allí de pie ante aquellos dos vejestorios borrachos a los que les importaba un pimiento que la policía acabase de ir a visitarle a su casa. ¿Tenía que acatar las órdenes de un hombre que le tenía tan poco respeto como para emborracharse a su costa mientras él sudaba alejando a la policía? No, no sería él quien oficiase de payaso en ese circo.
Como si le hubiese leído el pensamiento el político se levantó con dificultad de su butaca y con paso vacilante e inseguro se acercó a él. Dándole unas pequeñas bofetadas en la cara le guiño el ojo:
—Relájate, Ernestín, relájate y tómate una copa mientras nos comentas tu entrevista con ese... comisario...
Ernesto no sabía si había sido el tono irónico y ridiculizante del político o el hecho de que se creyese dueño y señor de su casa pero el caso era que un deseo homicida le había nacido de la espina dorsal.
Todavía tenía el vello erizado cuando decidió seguir las indicaciones del engreído borrachín que tanto empeño ponía en humillarle. Se sirvió una copa del brandy que tanto alababa el médico germano, sin acomodarse en ningún sillón.
—¿Y bien? —Adolfo cruzó una pierna sobre otra con ademán interrogante.
—Y bien, ¿qué? No hay nada que contar. Venían buscando a Penélope porque en tu casa le habían dicho al maldito detective que ella se había ido conmigo. Balagar y el comisario dieron por hecho que ella estaba aquí.
—Me imagino que habrás sabido conducirles en otra dirección. ¿No es así? —el empresario asintió en silencio.
—¿Y la orden de detención?
El anciano doctor parecía ajeno a la conversación, pero Adolfo estaba seguro de que no se estaba perdiendo ni tan solo un detalle del diálogo que estaba teniendo lugar en esos momentos.
—Al parecer están investigando la muerte de la monja en Pamplona. Los últimos en visitarla fueron ese tal Balagar y Penélope. Necesitan interrogarla y contrastar la versión del detective. Les dije que ella ya no estaba aquí pero me ha dado la impresión de que no me han creído. Han dicho que volverían.
—Lo dudo mucho —afirmó el político, atusándose el bigote—. Me ocuparé personalmente de que nadie les firme una orden de registro. Pero antes me tomaré otra copa de este excelente bourbon. Siempre he sido más de escoceses, pero este bourbon está sublime.
—Con vuestro permiso —dijo Ernesto, retrocediendo hacia la puerta, incapaz de soportar por más tiempo ese atropello a su reserva privada de licores.
—Creo —añadió, sin enmascarar su agresividad—, creo que lo mejor será que vaya a echarle un ojo a Sergei, no vaya a estar emborrachándose también con “su florecita”… —al decir esto último Ernesto lanzó una mirada de evidente repulsa al médico. Este respondió a su provocación levantándose encolerizado de su butaca.
—¿Qué está insinuando usted, señor Ernesto? Adolfo, procure controlar a sus esbirros. Parece que este tiene la lengua bastante suelta.
La vidriosa mirada del germano se aclaró empañándola de un brillante y peligroso azul metálico. A pesar de su incipiente embriaguez había vocalizado su queja en un perfecto castellano. Adolfo intervino con prudencia.
—Disculpe, doctor; debe de ser un malentendido. Cosas del idioma. Seguro que Ernesto se refiere a Penélope, ¿verdad, Ernesto? —El político arrastró sus palabras acompañándolas de una amenazadora mirada.
—Por supuesto —respondió con sorna el indignado empresario—. ¿A quién, si no? con su permiso, caballeros —dijo, lanzándoles una furibunda mirada de repulsa—. Pueden ustedes continuar con su fiesta. Yo tengo que atender a una chica secuestrada y a un policía entrometido. Si les parece bien comeremos dentro de media hora, a las dos en punto. Daré instrucciones al servicio para que lo vayan preparando todo. Que les aproveche…
Ernesto salió dando un portazo maldiciendo el día en el que su vida se había cruzado con la de Adolfo Saavedra. En la última semana solo le había aportado problemas y humillaciones. Fuera como fuese se desharía de todas esas cargas, empezando por Penélope. Había un millar de sitios donde enterrarla sin que nadie la encontrase jamás. Si el maldito medico nazi no lo hacía él la silenciaría para siempre, ya fuese de una manera u otra. Lo único que tenía claro era que ella nunca hablaría de lo sucedido con nadie. Pero ahora necesitaba relajarse. De uno de los bolsillos de su chaqueta sacó una papelina de heroína. Con habilidad separó una pequeña raya y se la esnifó encima de una de las mesas del salón antes de continuar su camino hacia el sótano. Ahora estaba mejor, muuuucho mejor.



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