jueves, 3 de diciembre de 2015

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 15




Capítulo
15

P
enélope estaba agotada. La mañana se le había pasado en un abrir y cerrar de ojos. Nada más aparcar el coche en el garaje la había recibido su padre. No había esperado ni a que sacase el equipaje del maletero. En un principio se había mostrado cortés; quizás un poco más preocupado por su viaje y su regreso de lo normal; pero sin manifestar mayor interés del corriente. La tormenta se había desatado en cuanto le había dicho que tenían muchas cosas de las que hablar. Antes incluso de entrar en detalles se había puesto tenso; como si supiese de antemano los temas que saldrían a la luz. En cuanto le mencionó que se había reunido con una monja que decía saber cosas de su pasado Adolfo había explotado. Podría haber intentado negarlo; podría intentar explicarse; pero en su lugar lo que había hecho era estallar en cólera.
Nunca le había visto tan enfadado en su vida. Se habían dicho cosas crueles el uno al otro, pero todavía le restallaba en los oídos una de sus frases: “Eres el mayor error de mi vida. Debería haber dejado que te matasen allí mismo. Nunca debería haberme hecho cargo de ti”. Esa frase tan hiriente y cruel se la acababa de decir una persona a la que había admirado e idolatrado como el padre que siempre había sido para ella. Había acudido a él cuando había sentido miedo, le había contado todos sus problemas; le había amado como cualquier hija amaría a su padre.
Jamás se hubiese imaginado que él precisamente le fuera a dar la espalda. Sabía que para su carrera política podría resultar un contratiempo su recién adquirido pasado; pero a pesar de prometerle no hacerlo público él había reaccionado con miedo y con violencia. Su reacción la había sorprendido y decepcionado hasta el extremo de que no había podido acabar su conversación. Cuando esa frase tan desafortunada había salido de sus labios ella le había dado un bofetón en la cara con todas sus fuerzas.
Acto seguido había corrido a encerrarse en su habitación; y allí estaba todavía, con las lágrimas surcándole la cara sin desmayo. Su hermana Natalia estaba de viaje, y no llegaría hasta primera hora de la tarde; y su madre se había ido con unas amigas a un balneario de lujo que acababan de inaugurar en La Toja. Su madre se había mostrado distante por teléfono; pero eso no la asombraba en absoluto. Nunca había sido una verdadera madre; ni para ella ni para su hermana. Se consoló admitiendo que de ser cierto todo lo que Covadonga Piamonte le acababa de revelar tampoco sería tan grande la pérdida: una madre desnaturalizada con la que se hablaba una vez al mes y por teléfono y un padre demasiado ocupado en sí mismo para preocuparse por nadie más.
Empezó a compadecerse de su vida, imaginando la infinidad de alternativas que le podría haber ofrecido la vida de no haberse criado en el hogar en el que lo habían hecho. Cuanto más lo pensaba más desgraciada se sentía. Había tardado más de treinta años en ser dueña de su propia vida. Tenía que hacer un filtro de lo que realmente había sido verdadero y falso en su pasado para poder empezar de cero. No había otra salida. Nunca más podría volver a vivir como Penélope Saavedra. Su padre no era digno de tenerla como hija. La sobresaltó el ruido de su teléfono móvil. Miró la pantalla: Balagar. Esperaba que fuesen buenas noticias.
—Dime, Balagar… —contestó, un poco abatida.
—Hola… te noto cansada. ¿Va todo bien?
—Sí, sí... no te preocupes. He tenido unas palabras con mi padre.
—Supongo que habéis discutido... lo siento... ¿Te ha explicado algo nuevo? ¿Te ha dicho por qué lo hizo? ¿Se ha disculpado al menos?
—Es muy largo para contarlo por teléfono, Balagar... Si pasas por aquí tomamos café y te lo cuento. Solamente te diré que no es la persona que yo había creído. Nunca he significado nada para él.
—No puedo ir, cielo. Acabo de salir del hospital. Alguien ha atacado a Balbi, mi secretaria.
—Dios mío. Espero que no sea nada grave…
—Por desgracia sí que lo es, pero encontraré al responsable; y ese malnacido se arrepentirá de lo que ha hecho. Tengo mucho que hacer, pero no te preocupes, que no faltaré a nuestra cita de esta tarde.
—No te olvides de traer el sobre. Creo que ya estoy preparada para abrirlo —su voz denotaba determinación, pero también cansancio.
—No te preocupes. El sobre irá conmigo. Tranquilízate, todo saldrá bien.
Penélope guardó el teléfono móvil en su neceser de viaje. Había decidido que esa misma tarde se iría de casa de Adolfo Saavedra. Tal vez no volviese nunca.
Todas las personas normales que ella había conocido en su vida tenían un sitio que considerar su hogar; pero por más que ella ahondaba en la memoria no lograba identificar cual había sido en su caso “su hogar”. Desde su más tierna infancia habían ido acompañando a su padre de ciudad en ciudad, de casa en casa, de viaje en viaje. Definitivamente, ella nunca sabría precisar si había llegado a tener un hogar nunca. Recordaba con cariño a varias de sus niñeras; en especial a una vieja institutriz que la había tratado como a una auténtica hija.
Era lo más parecido a una madre que había podido llegar a tener nunca. ¿Qué sería de ella? —se preguntó—. A veces la distancia borra el leve rastro que van dejando las personas en su paso por la vida. En el caso de Maite —así se llamaba la vieja institutriz— a la distancia se había sumado la venenosa envidia que había sentido su madre hacia la educadora. Siempre había cuestionado los métodos de enseñanza de la maestra. Bajo su modo de ver las cosas las trataba con demasiada benevolencia. Maite llevaba con la familia más de dos años, y a ella le debían las niñas sus primeros dibujos, sus primeras letras.
Todo había sucedido una mañana en la que su madre había vuelto de uno de sus innumerables viajes. Una de las normas que había establecido desde que las niñas tenían uso de razón era la de presentarse siempre ante ella para agasajarla con un beso y contarle las novedades que hubiese en sus vidas (generalmente pequeños progresos académicos e intelectuales). Esa mañana nadie había bajado a saludarla ni a presentarle sus respetos. En su lugar se encontró a dos niñas sentadas en cuclillas en la habitación escuchando ensimismadas la versión animada de un cuento clásico de Andersen.
La vieja maestra había montado todo un escenario de marionetas para el deleite de las niñas; y a juzgar por las gozosas carcajadas y respingos de tensión de las niñas no lo debía de hacer del todo mal. Cuando su madre entró en la habitación ellas ni se habían dado cuenta, de tan absortas como estaban en el desarrollo de la fábula. Hacía más de treinta años; pero aún podía recordar su expresión de celosa furia. Recordaba una a una las palabras, los silencios, los gestos:
—¿Qué está sucediendo aquí? —recordaba que decía enfadada su madre—. Explíquese, doña Maite… Esto no es lo que habíamos acordado. Usted está aquí para educarlas, no para ser su bufón —un gesto de desprecio asomaba a su avinagrado rostro.
Las niñas se quedaron en silencio, con los ojos fijos en el suelo, sabedoras de que la furia de su madre las alcanzaría tarde o temprano. Eran contadas las ocasiones en las que las besaba o acariciaba; pero innumerables sus sádicos castigos, que incluían todo tipo de castigos físicos. Para ella las niñas siempre habían sido un incordio, un lastre que la ataba a un lugar al que regresar periódicamente; y su manera de traducirlo consistía precisamente en eso, en los castigos físicos y verbales. En ocasiones anteriores la “señorita Maite” —así es como la conocían las niñas— acataba la incontestable autoridad de la señora de la casa, pero en esa ocasión algo la empujó a interceder por ellas y por sí misma.
—Lo siento, señora, las niñas ya estaban cansadas de estudiar. Yo creí que... —no la dejó acabar.
—¡Yo creí que! ¡”Creíque” y “penséque” son hermanos de “tontéque”! Las niñas tienen que estudiar, que educarse… ¿Esta es la educación que usted les da?
—Discúlpeme señora… —empezó a decir con humildad la vieja yaya—. Yo solo soy su instructora. Su maestra, si le parece bien a usted… Su educadora debería de ser usted, y que no le parezca mal; pero las niñas necesitan en ocasiones a su madre y…
—¡Será insolente la chacha! ¡Pues no se permite contestarme la muy fresca! ¡Esto es inaudito! ¡Adolfo! ¡Adolfo, sube ahora mismo a la habitación de las niñas, por favor!
Sus gritos podrían haberse oído desde otro planeta, de tan histérica y fuera de sí que se encontraba su madre. Al cabo de unos segundos subía Adolfo Saavedra atusándose el bigote. Siempre que algo le incomodaba toqueteaba su bigote con un gesto que recordaba al de los gatos cuando se limpian los bigotes con las zarpas. Adolfo siempre había guardado un extraño parecido con uno de esos felinos; puesto que era astuto, inteligente, silencioso y cruel con sus víctimas.
Cuando el político había entrado en la habitación se había esfumado todo rastro de diversión y de sonrisas. En su lugar estaba la figura inclemente de Victoria Heredia (doña Herejía, como la conocía el servicio) con la vena de la frente hinchada y su hombruno corpachón tensado por la furia. Había elevado uno de sus rollizos brazos en dirección a la maestra y con un dedo acusador que más bien parecía la lanza de un picador había arremetido contra la pobre maestra:
—Adolfo… En mi vida había visto nada semejante. Esa mujer ha tenido la poca vergüenza de levantarme la voz y llevarme la contraria. Échala de aquí ahora mismo o lo haré yo… no la quiero más al lado de las niñas. Esto explica muchas cosas… últimamente las niñas no son tan cariñosas como antes, y se están haciendo desobedientes. Todo eso es con toda seguridad fruto del veneno de esta víbora…
Adolfo suspiró incomodado. Maite era para él como de la familia. Se había encargado de educarle en sus primeros pasos, y varios de sus primos habían sido discípulos suyos sin que suscitase nunca en sus largos años de servicio ninguna razón de descontento. Trató de quitar hierro al asunto, y con tono conciliador intentó calmar a su mujer. No eran extraños en ella esos ataques de histeria. Normalmente se le pasaban con alguna sesión de masaje o alguna fugaz escapada a un balneario. Solo había que esperar a que se le pasase el primer acceso de mal humor.
—Tranquila, mujer... no será para tanto. ¿Has tenido mal viaje?
—He tenido un viaje perfecto. Adolfo, no me cambies de tema. Mírala, mira el descaro con el que me obsequia… Es una víbora, quiere poner a las niñas de su lado para que me odien y… ¡arrrggg, la odio! ¡Échala, échala ahora mismo o soy yo la que se va para no volver!
Adolfo no sabía si se trataba de un farol o de una declaración de guerra con todas las de la ley. Con su mujer nunca se sabía. Hacía meses que no asistía a sus clases de yoga (desde que se habían trasladado a Oviedo). Desde que no acudía a sus sesiones semanales estaba verdaderamente inaguantable. La culpa tal vez la tenía el joven profesor al que ella idolatraba con un fervor adolescente, casi casi romántico.
—Victoria, compórtate, por favor… Hablémoslo en privado; no es el lugar ni el momento…
Victoria echó un vistazo alrededor como un animal acorralado. Por las caras de expectación que la rodeaban dedujo que aún tendría oportunidad de salirse con la suya; porque en lugar de acatar la autoridad de Adolfo perdió los papeles por completo, abalanzándose sobre Maite y arañándola en la cara.
Cuando Adolfo pudo reaccionar ya la tenía asida por los cabellos, y la pobre anciana parecía un monigote zarandeado de lado a lado por la habitación. Fue necesaria la intervención de conchita (la muchacha del servicio doméstico) para lograr separar a Victoria de su víctima. Ese lamentable suceso fue uno más en el historial histriónico de Victoria Heredia; uno de tantos, pero a la vista de las niñas ese exceso de violencia y de celos había acabado de alejarlas. Ese acceso incontrolable de furia había abierto una sima demasiado profunda entre las niñas y Victoria; tan profunda que con el paso de los años había acabado por ser insalvable. Adolfo se había visto obligado a intervenir y Maite había ido a pasar unas merecidas vacaciones a una propiedad que la familia tenía en Punta Umbría, cerca de Huelva.
Para la anciana significaba ya el retiro definitivo, puesto que ya no tenía edad para ejercer y para Victoria Heredia supuso el internamiento provisional en una residencia de lujo para personas con trastornos de personalidad (a sus amistades ella siempre les decía que estaba “de balneario”, y no dejaba de ser cierto).
Penélope aún recordaba las lágrimas que había vertido en ofrenda a Maite noche tras noche las primeras semanas. Su hermana Natalia era más fuerte, y se había apoyado en la compañía de una de sus mascotas (un cuervo real negro como el azabache al que había bautizado como Luisín); pero a Penélope la marcha de la vieja maestra le había supuesto una pérdida insustituible. Con cada lágrima vertida había ido alimentando un rencor ácido y ponzoñoso hacia su madre. Había aprendido a odiarla, y no le costaba reconocerlo. Sabía que era un sentimiento contra natura, pero no le había quedado elección. Victoria Heredia era un auténtico demonio, fuese su madre o no...
Un pequeño pájaro inició su canto en los jardines. El pobrecillo parecía desesperado por atraer a alguna hembra a su territorio. Abrió la ventana para observarle. Siempre había envidiado la libertad de los pájaros, su aparente inmunidad a las fronteras, a las limitaciones…
Podía verle, posado en uno de los árboles frutales de la finca, ajeno al mundo; preocupado tan solo en entonar su melodía con la perfección de un maestro. Se trataba de un pequeño petirrojo. Era uno de sus pájaros favoritos y ese en concreto se atrevería a decir que era el mismo que la despertaba mañana tras mañana con su alegre trino. Se había pasado toda la primavera cantando, ilusionado, empujado por su instinto a buscar la compañía de una pareja. Ahora, al final ya de la temporada aún no había perdido la esperanza; y pese a que ya iba con retraso (el resto de sus congéneres ya hacía semanas que habían nidificado y esperaban descendencia) él no cejaba en sus intentos.
Envidió su determinación, y quizás a causa de su semejanza con ella misma se solidarizó con él, animándole desde lo más interno de su corazón a que no desistiese en su firme empeño. No sería justo que tanto esfuerzo se quedase sin recompensa. De improviso su canto se vio interrumpido. Algo había perturbado a la avecilla, que cambió sobresaltado de atalaya, saltando inquieto de rama en rama y observando una silueta que planeaba amenazadora desde las alturas. Penélope siguió con la vista la dirección de la mirada del pequeño pájaro y pudo ver suspendida en el aire la figura de un pequeño halcón que se descolgaba desde lo alto silencioso, amenazador y malintencionado. Sobrevoló los árboles en círculos perfectos, seguramente en busca de alguna presa de mayor porte que ese humilde pajarillo que trataba de ponerse a buen recaudo. Cuando el peligro hubo pasado el valiente pajarillo volvió a henchir el pecho elevando su particular concierto con la bravura de un león. Para él el peligro había pasado y no podía demorarse en reiniciar su recital. Un segundo malgastado era un segundo perdido y las ocasiones no se podían desperdiciar en un mundo tan competitivo.
Sintió una punzada de admiración. Ese planteamiento de la vida tan osado y belicoso la enardeció hasta tal punto que decidió seguir su ejemplo. Ella misma era tan solo un pajarillo, frágil y asustadizo; pero poseía la firmeza necesaria para hacer frente a todos los halcones que se le presentasen; ya se apellidasen Zaldumbia, Saavedra o lo que fuese. Nada ni nadie podría detenerla, porque al igual que a su pequeño héroe de pecho encarnado la empujaba la necesidad. Una necesidad cada vez más creciente de saber quién era en realidad; ya no importaba tanto el cómo y el por qué (eso ya lo averiguaría con el tiempo); pero necesitaba saber quién la había engendrado. Necesitaba saber desesperadamente dónde estaba su sitio (si es que realmente había un sitio que le perteneciese).
Estaba meditando sobre todas las opciones que se abrían ante ella cuando unos tímidos golpes en la puerta de su habitación la hicieron ladear la cabeza. Se sintió un poco incomodada, puesto que había dado instrucciones de que nadie la molestase en todo el día. Tal vez Adolfo hubiese recapacitado y volviese con ánimo de hacer las paces. Abrió la puerta con la esperanza de encontrarse la figura de su padre con un ramo de flores, como hacía cuando era una adolescente, o con un capricho en forma de juguete cuando eran unas niñas. En su lugar se encontró el rostro descompuesto de Liliana, una de las chicas del servicio doméstico. Parecía haber visto al lobo, porque sus ojos (de natural saltones como los de un pez globo) amenazaban salírsele de las cuencas.
—Disculpe que la moleste, señorita Saavedra… El señor acaba de llamar.
—No pasa nada, Lili… ¿Qué ocurre? Se te nota un poco estresada. Cuéntame, y tranquilízate, por favor.
—Verá usted, señorita… yo sé que dijo que nadie la molestase, pero es que el señor parece bastante enfadado, señorita. Ha dejado órdenes de que le preparemos a usted las maletas ahorita mismo y ha dicho que le da igual lo que usted nos diga, que lo hagamos y que no quiere excusas.
Penélope se sintió desconcertada. Es cierto que tenía pensado irse de su casa; pero una cosa era irse por iniciativa propia y otra muy distinta que te echasen. No estaba dispuesta a pasar por esa humillación sin plantear batalla.
—Yo hablaré con él, Lili; no te preocupes… Ya se le pasará (no creía que se le pasase realmente, pero si quería echarla de casa antes tendría que decírselo cara a cara. Estaba segura de que no tendría el coraje suficiente para hacerlo en persona).
—Lo siento, señorita… Dentro de media hora pasará el señor Zaldumbia a recogerla. Su señor papá ha dejado órdenes muy claras de que todo tenía que estar preparado cuando su prometido llegase… Con su permiso, señorita… —la asistenta hizo un gesto invitándola a dejarle un hueco por donde pasar a través de la puerta—. Créame que lo siento.
La sirvienta pasó como una exhalación por debajo de uno de los brazos de Penélope. Detrás de ella venía rosita, una chica recién contratada que ejercía las labores de aprendiz. Juntas se pusieron a revolver cajones y armarios, metiendo todo lo que encontraban en unas voluminosas maletas de viaje. Penélope no podía salir de su asombro. Nunca antes en la vida había permitido que nadie profanase los cajones de sus armarios. Para ella era algo tan íntimo como leer en un diario. Le resultó humillante sentirse tratada como una desertora extraditada de su propia casa. Luchando por no dejar salir las lágrimas que le empujaban desde lo más profundo de su alma se acercó a las dos chicas.
—No sigáis, puedo hacerlo sola. No tardaré demasiado.
Las dos mandaderas se miraron la una a la otra escépticas, dudando si hacerle caso o proseguir mancillando esos cajones que tan vedados se les habían ofrecido siempre. Fuera por compasión o por efecto de la mirada reprobatoria de Penélope el caso es que desistieron de su tarea, apartándose a un lado con gravedad.
—Dejadme a solas, por favor. No os preocupéis, cuando Ernesto venga a buscarme estaré preparada.
—Lo que usted diga, señorita.
Con una leve inclinación de cabeza salieron dejando a Penélope sumida en una profunda congoja. Hizo un análisis rápido de todos los recuerdos que quería conservar. Sacó todos los álbumes de fotos, todos los recortes de prensa. Todo cuanto había en esa habitación encerraba algún recuerdo, algún momento especial, alguna huella de su vida… Si le hubiesen preguntado hacía una semana le hubiese dicho a cualquiera que todo aquello era imprescindible, pero en esos momentos no podía dejarse vencer por la nostalgia. Desechó todo lo que no fuera estrictamente necesario, como las cartas de amor de su primer romance de verano, los gruesos volúmenes de diarios que día tras día se había ido empeñando en rellenar cuando no era más que una niña; los trofeos deportivos, los diplomas, los premios académicos. Nada le pertenecía. Adolfo había dejado bien claro que no pertenecía a esa familia. Buscó una maleta de tamaño adecuado. Con un tamaño medio bastaría. Podía prescindir de toda la ropa, de todos los complementos, los zapatos; pero nunca dejaría atrás sus recuerdos.
Con la urgencia del momento metió a toda prisa las fotos que había atesorado año tras año. Se sintió tentada de meter también todas las joyas que le habían ido regalando; pero no le pareció buena idea. Se sentiría sucia llevando unas joyas pertenecientes a la madre de Adolfo, o a la familia de Victoria. De repente sintió miedo... ¿de qué viviría? Nunca había tenido trabajo (nunca lo había necesitado) y todos los gastos que le generaba su modus vivendi los sufragaba con generosidad su padre. Tenía una colección de tarjetas de crédito envidiable (incluyendo una Visa platino que le abría todas las puertas con su mera exhibición). ¿De dónde sacaría el dinero para vivir en adelante?
Estaba claro que Adolfo Saavedra no seguiría contribuyendo de manera tan espléndida. Le había dejado claro que ya no era su hija, para lo bueno y para lo malo… Además… ¿para qué querría que se fuese con Ernesto? ¿A qué obedecía ese terco empeño de emparejarla con ese egoísta sin escrúpulos? No se saldría con la suya; se iría de casa; pero no se iría con Ernesto. Sabría salir adelante sin los recursos de su padre. Sacó una pequeña mochila y metió en ella todo cuanto pudo: fotos, discos y DVD grabados con vídeos y recuerdos varios.
Estaba a punto de cerrar la cremallera de la mochila cuando recordó una conversación que había tenido lugar hacía años en esa misma habitación. Su padre la había hecho partícipe de un secreto. Al parecer alguien (no recordaba quién, un tío abuelo o algo parecido) había abierto una cuenta bancaria a su nombre en Gibraltar. Su padre había insistido en que no perdiese la llave que daba acceso a una caja de seguridad.
Con esa finalidad ella había encargado a uno de los mejores joyeros de Oviedo que le diseñase un colgante en forma de unicornio que siempre llevaba adornando su cuello. Siempre había sentido atracción por ese animal mitológico, desde su más tierna infancia. Nunca se quitaba ese complemento; a no ser estrictamente necesario. Lo acarició con las yemas de los dedos, reconfortándola su familiar tacto rugoso. ¿Qué hacer, someterse a la voluntad de Adolfo Saavedra o emprender una nueva vida huyendo de todo cuanto conocía?
Era la decisión más difícil de su vida; y no quería tomarla sola. Necesitaba el apoyo y el consejo de su hermana. Natalia siempre había sido una aventurera; vivía el día a día con la intensidad del que es consciente de que nada dura eternamente. Tenía trabajo, vivía viajando constantemente, y sin duda la ayudaría en lo que fuera necesario. Esperaría a hablar con Natalia antes de tomar una decisión; pero no se sometería a la voluntad de Ernesto y de su padre. No era un juguete; no sería jamás uno de sus títeres. Cerró la cremallera de la mochila y descolgó el teléfono. Pulsó un botón que conectaba con el servicio doméstico (la casa era muy grande, por lo que las doncellas y el jardinero siempre llevaban consigo un pequeño teléfono portátil). Le respondió la solícita Lili, con su cantarín acento sudamericano:
—Dígame, señorita…
—Ya estoy preparada; cuando llegue el señor Zaldumbia pasen a recoger mi equipaje a mi habitación. Estaré componiéndome en el aseo.
—Lo que usted diga, señorita…
—Lili…
—Dígame usted, señorita.
—Gracias. Gracias por todo.
La sirvienta pareció quedar desconcertada. Su relación con la señorita Saavedra siempre había sido cordial; hasta el punto de que en muchas ocasiones Penélope le había regalado prendas y complementos que le habían gustado y ella no se podría permitir. En casi todas sus salidas de compras la había sorprendido con algún pequeño y costosísimo regalo. Si alguna de las dos tenía motivos para mostrarse agradecida era ella, sin duda alguna.
—Vuelva pronto. La echaré mucho de menos.
—Y yo a ti, Lili, y yo a ti. No sé cuándo volveré, así que te pido por favor que me despidas de todos. Dile a Rosita que es un encanto de niña; que me ha alegrado muchas mañanas con sus cantos tan alegres. Dale un abrazo muy fuerte de mi parte a Aurora, porque sé que muchas veces ha tenido problemas con mi padre por alterar los menús programados solo para darme satisfacción a mí. Su tarta de queso con arándanos debería estar prohibida, porque es imposible no repetir hasta que se termina. Y de Rodolfo… ¿qué puedo decir de Rodolfo? Es un artista. Dile que me cuide mucho las buganvillas, y que siga luchando por sacar adelante esos rosales negros que a mí tanto me gustan. Os echaré mucho de menos, Lili. Gracias y adiós.
—Adiós, señorita. Que sea usted muy feliz.
La sirvienta agachó un poco la cabeza, como temiendo que Penélope pudiese ver la humedad de sus ojos.
Con la mochila colgada a la espalda Penélope bajó las escaleras. Sabía que Lili, Rosita y Rodolfo estarían ahora mismo reuniéndose en algún lugar del jardín para especular sobre su repentina marcha. Eso le daba a ella la ocasión para escabullirse sin que nadie se diera cuenta. Abrió la puerta trasera de la casa. Era la puerta que utilizaba siempre el servicio; y daba a un pequeño aparcamiento que siempre tenía la verja abierta. Por allí se descargaban habitualmente las provisiones para la despensa.
En aquel mismo momento estaba saliendo por la puerta una furgoneta con la ropa de lavandería. Rodolfo se despedía animadamente del conductor, al que sin duda conocía. Penélope volvió a arrimar la puerta, con la esperanza de que su presencia pasase totalmente inadvertida. Al cabo de un par de minutos al jardinero le sonó el teléfono móvil, y con unas palmadas en el lateral de la furgoneta dio por concluida su despedida. Antes de que la furgoneta hubiese desaparecido de su vista Rodolfo ya se había perdido en dirección a la entrada principal dando grandes zancadas. Penélope asomó la cabeza. No había nadie a la vista. Emprendió un prudente trote hacia la verja de la entrada, y no había hecho sino traspasarla cuando un todoterreno de color oscuro y cristales tintados se detuvo bruscamente a su lado.
De él emergieron como fantasmas dos hombres, que la agarraron antes de que le diese tiempo a reaccionar. Sujetándola fuertemente por los hombros la introdujeron a empujones dentro del todoterreno. Quiso gritar, pero la manaza de uno de los hombres le tapaba la boca. Sintió una arcada. Pudo percibir una mezcla de olores desagradables antes de empezar a marearse. Al principio un olor acre a cebolla mezclado con tabaco, luego un olor de un extraño poder narcótico. Todo le daba vueltas. Se desmayó.
—Ernesto, soy yo —el marcado acento de Sergei sonaba ampuloso, cargado de triunfo.
—Sí, sí... menos mal que hemos venido.
Al otro lado del teléfono Ernesto debía de estar pidiéndole algún tipo de informe.
—No, no… La tenemos aquí, en el coche. Intentaba escabullirse por la puerta de atrás.
—¿Qué? —No, no le hemos hecho daño. Está sedada. Un poco de cloroformo, si…
—¿Cuánto? Vale, jefe, aquí le esperamos.
Cuando colgó el teléfono Sergei le guiñó un ojo a su compinche, que sonrió satisfecho. Sacó un cigarrillo y le ofreció otro a su acompañante, que lo aceptó sin mediar palabra. Los dos eran hombres de acción, poco dados a las palabras. Lo suyo era actuar; y acababan de ganarse una buena medalla hacía unos segundos. Seguro que su jefe los recompensaba con algún caprichito recién llegado de Europa del este. Parecieron leerse el pensamiento, porque estallaron en una estruendosa carcajada.
—Ayer llegaron unos chochitos nuevos. Muy jóvenes; de los que siempre prueba él. ¿Tú crees que nos dejará estrenarlas, Sergei?
—Seguro que sí. El jefe está muy ocupado ahora con esta putilla. No sé qué será lo que ve en ella; porque tiene docenas de ellas que están mucho más buenas. ¡Si casi no tiene ni tetas, mira, mira…!
Al decir esto levantó un poco la camiseta de Penélope, dejando a la vista un sujetador negro de encaje. Otra estruendosa carcajada retumbó al unísono. Con gesto lascivo el ruso empezó a toquetearle los pechos.
—Joder, pues tiene buenas tetas. Nunca me he tirado a una rica. ¿Cómo será en la cama? Tiene que ser una auténtica fiera para tener al jefe tan obsesionado.
Empezó a bajarle un poco la copa del sujetador, dejando al descubierto uno de sus senos. Apresó un pezón sonrosado, y acercó su sucia boca con intención de chupetearlo. Estaba a punto de rozarlo con los labios cuando la mano de Nikola le empujó los hombros hacia atrás con firmeza, alejándole de su apetecido bocado.
—Estás loco, Sergei… ¿Quieres que nos maten o qué? Si el jefe se entera de esto — añadió con temor. Con un gesto rápido volvió a cubrir el desnudo pecho de Penélope, bajándole la camiseta de nuevo.
—Ya tendrás tiempo para esto, pero no aquí ni ahora… ¿Estás loco o qué?
—No me contradigas, Nikola. Aquí el que manda soy yo. El jefe dijo que tardaría diez minutos, y con esta perrita yo no tardaré mucho.
—Sergei… contrólate. Hemos venido a lo que hemos venido. Venga, relajémonos antes de que llegue el jefe.
Sacó de uno de sus bolsillos una piedra de hachís y empezó a calentarla con el mechero. Sergei le dedicó una mirada de soslayo, pero pareció entrar en razón; porque se alejó unos centímetros de su presa.
—No me vuelvas a cuestionar nunca más, Nikola. Nunca…
—Sabes que te respeto, Sergei. Siempre lo he hecho.
—Así me gusta. Venga, pásame eso a ver si es tan bueno como dices. Salgamos a fumárnoslo fuera del coche, no sea que el jefe se adelante. Quizás tengas razón, Nikola, quizás tengas razón… Ummm es buena esta mierda, si señor…
—Es polen, “huevito…”, je, je.
—“Del culo de un morito” je, je.
Entre carcajadas empezaron a pasarse el porro fumándoselo por turnos. Cuando el enorme coche de Ernesto Zaldumbia aparcó al lado del todoterreno ambos estaban sentados en el suelo contándose chistes verdes a mandíbula partida. Al empresario no le hizo demasiada gracia, pero les estaba demasiado agradecido para tenérselo en cuenta. La previsión del ruso se había cumplido y Penélope había intentado escaparse. De no ser por la suspicacia de Sergei Penélope lo hubiese hecho; y no se quería ni imaginar las represalias de Adolfo en el caso de que eso hubiese sucedido.
—¿Dónde la tenéis? —inquirió despreocupado mientras palmeaba la espalda del ruso con afecto a modo de agradecimiento.
—En el asiento de atrás, jefe… duerme como un angelito.
—¿Le queda mucho para despertar?
—Quién sabe… unos tardan poco, otros mucho… No hay manera de saberlo…
—Bueno, pues pasadla a mi coche; y rápido. Uno a cada lado de ella en el asiento de atrás. No quiero sorpresas. Venga, venga, moveos.
Los dos matones se levantaron con cierta dificultad, cumpliendo las órdenes de Ernesto a rajatabla. Una vez que estuvieron todos acomodados el chófer inició la marcha.
—¿Adónde, jefe?
—A la entrada principal. Tenemos que recoger su equipaje. Se irá de viaje por tiempo indefinido… —una brutal mueca asomó al rostro del empresario haciendo que sus hombres prorrumpieran en unas ruidosas carcajadas.
—Joder, jefe… cuando le da por ponerse misterioso... “tiempo infinitivo”… suena bonito
—Sergei, vete a la mierda. Arranca, Chuflo, acabemos ya con esta pantomima.
—Lo que usted diga, jefe.
El desfigurado conductor apartó la vista del espejo retrovisor, emprendiendo la marcha de inmediato. Si el espejo hubiese sido capaz de absorber los reflejos de alguna imagen sin duda se hubiese ocupado de engullir para siempre el reflejo de la cara de ese inquietante desgraciado. Una enorme cicatriz le cruzaba la cara de uno a otro lado, y el labio inferior le colgaba muerto y flácido, dejando entrever un solitario diente de oro entre unos dientes ennegrecidos.
La gran limusina entró casi derrapando por la entrada principal, dejando tras de sí un ligero surco en la gravilla, que crujía con un chasquido similar al que produce la arena cuando es masticada. El servicio doméstico estaba formando a fila de a uno flanqueando la puerta del recibidor. Adolfo sabía hacer bien las cosas, —pensó Ernesto—. Lucían una impecable uniformidad, y a juzgar por el montón de equipaje que tenían amontonado delante suyo sabían perfectamente cómo cumplir las órdenes. Hubiese preferido que estuviesen allí Victoria o Adolfo para no tener que rebajarse a tratar con el servicio doméstico, pero no tenía opción; él también tenía órdenes, y las cumpliría con eficiencia. Esperó a que le abriese la puerta Chuflo, el chófer. Le gustaba el efecto que causaba en el vulgo esa escena de poder. Le salió al encuentro una mujer madura, a la que él recordaba como cocinera o algo similar. Seguro que también hacía las veces de ama de llaves. La saludó con un leve movimiento de la cabeza.
—Bienvenido, señor Zaldumbia. El señor nos ha avisado de su visita. Si es tan amable ahora mismo llamo a la señorita y...
—Ya, ya... —la interrumpió—. A la señorita ya la he recogido yo. Lo único que necesito son sus cosas. Pueden ir cargándolas en el maletero del coche. Chuflo, ábreles el maletero.
—Discúlpeme usted, señor, pero debe de tratarse de un error. La señorita dejó orden de que la avisásemos cuando usted llegase y...
—¿No me habéis oído? Venga, tengo prisa, y muy poca paciencia… Las maletas no se van a cargar solas, ¿verdad?
—Es que la señorita…
—¡Es que nada! ¡Vuestra puñetera señorita estaba un poco indispuesta y me llamó para que la recogiese antes de venir! Joder con la chacha… ¡Chuflo! Ábreles la puta puerta para que la vean o no acabaremos nunca.
La doncella reculó un par de pasos con prudencia, horrorizada con el aterrador semblante del ayudante de Ernesto. Siempre había sentido cierta animadversión hacia el prometido de su señorita; pero lo que tenía ante sí más bien parecía un pitbull que una persona. Más por condescendencia que por otra cosa se asomó por el hueco de la puerta recién abierta. No la tranquilizó nada la apariencia de los hombres que custodiaban a Penélope en la parte de atrás de la limusina (no eran muy diferentes del inquietante chófer); pero a ella no le pagaban por pensar, solamente por obedecer, así que hizo una indicación a sus compañeros para que procediesen a la carga del equipaje.
Todavía no habían introducido la última de las maletas cuando Ernesto ya se había encerrado en el coche sin tan siquiera despedirse. Cerrando la portezuela del maletero el chófer trotó hacia su puesto haciendo brincar la limusina como un potro desbocado en dirección a la verja de salida. Rosita se acercó un poco al ama de llaves todavía impresionada murmurando:
—Pobre señorita… Este hombre la hará completamente infeliz... Las cosas que se hacen por amor…
—No te equivoques, Rosita —repuso con flema la robusta doncella—. Dudo mucho que la señorita lo haga por amor. Eres muy joven aún para entenderlo, pero en el mundo de los ricos hay muchas cosas que se hacen por dinero. Para algunos el amor es cosa de pobres.



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