sábado, 19 de diciembre de 2015

Las reliquias del Silencio. Capítulo 18


Capítulo
18

H
abía pasado la noche en vela. El recuerdo de Penélope me había estado martirizando hora tras hora, minuto tras minuto. Me sentía culpable por haberla dejado indefensa cuando más necesitaba mi protección; y un extraño presentimiento se había instalado en mi cerebro impidiéndome pensar en otra cosa que no fueran sus ojos suplicantes y sus manos temblorosas pidiéndome ayuda. Algo me decía que se encontraba en peligro.
Sus captores no podrían haberla atrapado en un momento de mayor vulnerabilidad. Nunca debería haberla dejado sola. Le había fallado; había fallado a Rubén Ortiguera; les había fallado a Judith y a Natalia. Me había fallado a mí mismo…
La policía podría haberme dejado en libertad hacía horas, pero se habían escudado en que no acababan de llegarles los informes toxicológicos para acabar de cubrir mi atestado. Me habían retirado el carnet de conducir y tendría que presentarme en el juzgado una vez por semana hasta que el fiscal decidiera llevarme a juicio; pero confiaba en que me dejasen en libertad con el cambio de turno a primera hora de la mañana. Ya debía de faltar poco tiempo, porque la luz del amanecer ya hacía rato que se filtraba por el ventanuco del miserable cubículo en el que me habían dejado preso.
Dependiendo de los informes toxicológicos los cargos serían unos u otros y entretanto me tenían encerrado en una celda de tres por dos metros. Llevaba horas caminando en círculos como un animal enjaulado, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera verme libre de nuevo. Además, tenía hambre. Con una falta de consideración rayana en la tiranía me había visto obligado a subsistir las últimas doce horas con un triste café con leche de máquina y un paquete de galletas. De nada había servido advertirles de que yo era “de metabolismo rápido”, y se habían reído en mi cara cuando les había informado de que me encontraba un poco mareado por la falta de alimento.
Me consolé pensando que mis reservas de grasa suplirían a la perfección esas carencias. Por fin podría sentirme orgulloso y agradecido de mis incipientes michelines. Inconscientemente me llevé la mano al abdomen y lo froté con deleite. Aguantaría el sacrificio de pasar sin comer un par de horas más si hacía falta; pero en cuanto me soltasen me iría a desayunar al hospital. Necesitaba ir a ver a Balbi. Me preocupaba que su hermano hubiese decidido “dar carpetazo” a su reencuentro creyendo que todo se había tratado de una broma.
Cuando me dejaron salir al baño para asearme reparé en las marcadas ojeras que me estaba dejando de recuerdo mi paso por las hospitalarias instalaciones de la Policía Nacional. Sonreí para mis adentros haciéndome burla a mí mismo. Parecía un mapache, así, desaliñado; con la barba de dos días y el cerco oscuro alrededor de los ojos. Esperaba que Balbi estuviese despierta para reírse de mi aspecto también.
Unos toquecitos en la puerta me recordaron que no estaba en un hotel de cinco estrellas precisamente. Uno de los policías que estaban de guardia en el turno de noche me esperaba fuera custodiando la puerta.
—Dese prisa, señor. Parece que tiene visita...
Acabé de secarme las manos y las uní formando una especie de cuenco. Me eché el aliento en esa especie de recipiente improvisado y arrugué la nariz con desaprobación. Esperaba que la visita no fuese del género femenino, porque huiría espantada con toda seguridad. El guardia me hizo señas de que me diese la vuelta y volvió a colocarme las esposas. Con un pequeño empujón me enfocó en dirección al largo pasillo que conducía a la puerta de salida.
Al final del pasillo pude reconocer la inconfundible silueta del inspector Medallas. A su lado trotaba un hombrecillo con aspecto de intelectual intentando seguirle el paso. Con toda seguridad había sido víctima de una infancia difícil, porque a medida que se iban acercando a grandes zancadas se iba haciendo más patente su cabeza en forma de pera. El cráneo seguramente había estado camuflado anteriormente por una buena mata de pelo; pero parecía que el tiempo le había causado unos estragos prematuros a su cuero cabelludo, porque gracias a unas generosas entradas se le adivinaba un desagradable brillo cerúleo. Una enorme nariz aguileña estaba plantada justo en medio de unos huidizos ojos de aspecto ratonil.
Saltaba a la vista que su cuerpo se había encaprichado en privarle por completo de vello. Al final de las mangas de su traje asomaban unas manos largas y huesudas, semejantes a las garras de un flacucho y narigudo koala. Formaban sin duda una extraña pareja. El contraste que ofrecía el hombrecillo al lado del inspector Medallas era casi cómico. No pude evitar que una sonrisa cobrase vida involuntariamente en mi rostro.
—Buenos días, Medallas. Ya pensaba que no vendrías nunca…
—Buenos días, Balagar. Tenemos que hablar. Acompáñanos, por favor… Este es el coronel Maraña, del CESID… Bueno, ahora les gusta que les llamen CNI… ¿No es así, coronel? —el aludido se limitó a mover la cabeza afirmativamente mientras me observaba con detenimiento.
—Quiere hacerte unas cuantas preguntas —añadió muy serio Medallas.
Con un movimiento de la mano hizo acercarse al policía que me había trasladado y le habló casi al oído en tono confidencial.
—Subinspector Gómez… Queremos hablar con tranquilidad. Puede usted retirarse.
El gesto adusto del comisario Medallas no auguraba nada bueno. Mi alivio por verle allí se fue transformando en inquietud. El agente señaló con un dedo una puerta que estaba a escasos metros.
—Esa es la sala de interrogatorios. Ahora está vacía hasta el cambio de turno de las 8.30 h. Dejaré instrucciones para que nadie les moleste.
—Muchas gracias, subinspector… Puede usted retirarse. Yo me hago cargo del detenido. Vayan preparando los papeles para su alta, por favor…
—A la orden, comisario. Con su permiso…
El policía desapareció con rapidez al fondo del pasillo, visiblemente aliviado por haber sido relevado en su papel de niñera. Devolví la mirada interrogatoria al cómico acompañante de Medallas y pregunté elevando las cejas con escepticismo:
—¿Del CESID? Tiene que tratarse de una broma, Medallas.
—De broma nada, Balagar. Cierra el pico y acompáñanos, por favor… estás metido en un lío de los buenos, amigo; un lío de los buenos…
—Joder —exclamé con ironía— pues sí que se toman en serio ahora los del Gobierno lo de las campañas de concienciación en materia de circulación…
—No seas crío... Esto es mucho más serio que la chiquillada de ayer por la tarde.
Cerró la puerta tras de sí. Me quitó las esposas.
—Esto no creo que sea necesario, ¿no le parece, coronel?
—Es usted quien responde por él. En lo que a mí respecta no hay inconveniente. Buenos días, señor Balagar —proclamó el recién llegado. El timbre de su voz era suave, y su modulación limpia y ordenada—. Mi nombre es Antonio Maraña. Soy el oficial al mando de uno de los departamentos que el Ministerio de Defensa tiene asignados a lo que nosotros llamamos “Inteligencia Interior”. Si no tiene usted inconveniente quisiera realizarle una batería de preguntas.
Mientras hacía su presentación sacó de un pequeño maletín un cuaderno de notas y una grabadora del tamaño de una tarjeta de crédito. La puso en funcionamiento.
—¿Inteligencia Interior? —murmuré, sin poder dar crédito a mi mala suerte.
La carencia de sueño debía de estar pasándome factura. ¿Qué demonios pintaba este estrafalario personaje allí? Por más que lo intentaba no lograba encontrar una razón que justificase su presencia. Tenía que tratarse de un error. Si la memoria no me fallaba el CESID había relevado a finales de los setenta a lo que se conocía como “Servicios de Información” de Carrero Blanco. Siempre había creído que sus principales cometidos se centraban en contener a los fanáticos con ánimo involucionista ansiosos por volver a instaurar el antiguo régimen o investigar de cerca los progresos de los grupos terroristas. Al menos eso era lo que yo siempre había entendido por “Inteligencia Interior”.
A mí nunca me había apasionado la política, con lo que su interés por interrogarme me desconcertaba cada vez más. Me quedé anonadado, a la espera de su siguiente movimiento. Este no se hizo esperar.
—Le advierto que esta conversación va a ser grabada, —al ver que yo asentía en silencio continuó—. ¿Conoce usted a la señorita Penélope Saavedra?
—Sí. ¿Por qué?
—Aquí las preguntas las hago yo, señor mío. Haga el favor de responderme de forma concisa y breve. No quiero prolongar aún más su estancia en estas dependencias…
Parecía que al fin empezaba a mostrarse el verdadero carácter del extraño hombrecillo. Bajo su apariencia de empollón endeble seguro que había un auténtico cabronazo. En los cuerpos de élite de los servicios de inteligencia no había hueco para los débiles. Debería andarme con cuidado.
—Sí, la conozco. Es mi cliente.
—¿Para qué le contrató?
—Eso es un asunto que a usted no le interesa. ¿Sabe lo que es el secreto profesional?
Medallas comenzó a revolverse inquieto a la derecha del coronel. Carraspeó incómodo.
—Colabora, Balagar… Hazme caso.
La advertencia de Medallas me bajó un poco los ánimos. Parecía querer indicarme que la influencia del coronel era mayor de lo que aparentaba.
—Me contrató para un asunto privado. Cosas de familia, digamos…
—Verá usted —dijo el militar mirándome desafiante—, lo cierto es que me consta que el martes día 31 estuvo usted en Pamplona. ¿Me equivoco?
—Pues sí, se equivoca —repliqué a la defensiva—. En realidad llegué el lunes día 30, pero no sé que puede tener de importante un viaje mío para ustedes.
El militar ignoró mi comentario, endureciendo un poco su mirada. No parecía estar acostumbrado a que le interrumpieran. Se limitó a hacer una pequeña anotación en su cuaderno.
—El martes 31 del corriente usted y la señorita Saavedra tuvieron una reunión con una señora, ¿verdad?
—Cierto —afirmé—. ¿Podría servirme un vaso de agua? tengo la boca un poco seca.
—No se levante, coronel. Ya lo traigo yo…
Medallas se levantó en dirección a un bidón de autoservicio que había colocado en una de las esquinas. Cuando me tendió el vaso toda su postura corporal seguía enviándome una clara advertencia. Debía tener mucho cuidado. Empecé a sorber el agua a pequeños tragos.
—¿De qué conocían ustedes a la señora Tudela?
Carraspeé involuntariamente, atragantado con el último sorbo. ¿Qué acababa de decir ese hombrecillo? Tenía que haberle entendido mal… ¿Había dicho realmente señora Tudela?
—¿Qué ha dicho usted? —pregunté, tratando de aparentar indiferencia.
—Le he dicho que de qué conocían ustedes a la señora Tudela.
—Yo no conozco a ninguna señora Tudela… tiene que tratarse de un error.
—No, señor Balagar. No me mienta. Usted y la señorita Saavedra se entrevistaron con Ana María Tudela y Montes de Iruña ese martes, y yo quiero saber por qué. Simplemente eso.
La mente se me quedó en blanco. No era posible. Ana María. La hermana del mismísimo Miguel Ángel Tudela. ¿Cómo no se me había ocurrido? ¡Era la tía abuela de Penélope! ¡Tenía que salir de allí ahora mismo e ir a buscarla fuese como fuese! ¿Cómo no iba a querer reunirse con ella? Empecé a balbucear.
—Yo... Yo no... No sabía…. Ella nos dijo que se llamaba Covadonga. Covadonga Piamonte. Ese era su nombre.
—Ese era su nombre, en efecto, pero su nombre… espiritual, digamos. Cuando entró en la congregación religiosa y se entregó a Dios como sierva dejó atrás todo su pasado, incluyendo su nombre y apellidos. Como monja no le hacían falta pero como ciudadana del Estado español sí; y, créame, señor Balagar, que su nombre real era Ana María.
—¿Era?
—En efecto, era… La señora Tudela lamentablemente falleció esta madrugada. Eso nos lleva a la siguiente pregunta: —¿Cuál fue el motivo de su visita a la señora Tudela?
Maldije de nuevo mi mala suerte. No era posible. La vieja parecía cansada pero en buen estado de salud cuando nos habíamos ido. Mis ilusiones de reunir de nuevo a Penélope con la anciana se acababan de venir abajo si realmente se había llevado toda su información con ella a la tumba. Habíamos estado más cerca de la verdad de lo que nunca nos hubiésemos podido imaginar. Tenía que recuperar el sobre. Seguramente en su interior estaba la respuesta a todas nuestras preguntas. Dejé de prestarle atención al coronel, absorto como estaba en planear mis siguientes movimientos.
—¿Me ha oído usted, señor Balagar? ¿Cuál fue el motivo de su visita a la señora Tudela?
—Ella quiso reunirse con la señorita Saavedra. Yo solamente la acompañaba —contesté sin gana.
Mi respuesta pareció avivar el interés de mi interlocutor, porque se quedó observándome fijamente durante unos segundos, como si tratase de descifrar algún enigma oculto.
—¿Sabe usted de qué hablaron? Es de suma importancia que me responda a esta pregunta.
Sentí sus diminutos ojillos tratando de leerme la mente. Me recordó a un célebre presentador que conducía un programa hacía años, “La máquina de la verdad”.
—Pues no, coronel… Hablaron de temas personales. Solo Penélope puede responderle a esa pregunta.
—¿Sabe usted quién es Iñaki Bengoechea?
—Pues no, la verdad… —mentí— ¿Debería conocerle?
—Pues no lo sé, pero es curioso que la señora Tudela solo fuese visitada en los quince años que estuvo ingresada en la residencia El Sauce Llorón por una persona. Esa persona es el señor Iñaki Bengoechea y siempre con la misma pauta. Una fecha. Una pauta que solamente fue alterada hace escasos días, porque rompiendo la rutina establecida la visitó en el mes de mayo. ¿Le suena de algo el 15 de agosto?
—Hombre, pues claro… ese día no se trabaja por ser festivo. Es el día de la Asunción de María, si no recuerdo mal.
—En efecto —contestó volviendo a taladrarme con sus ojillos de roedor el militar—. La Asunción, la Nativitas, como acertadamente convienen en llamarla algunos. Curioso… —añadió pensativo— realmente curioso… ¿Es usted un hombre religioso, Balagar?
—No mucho, la verdad…
—Bueno, pues entonces le ayudaré un poco… El día de la Asunción se festeja la Nativitas, el nacimiento de la Virgen María. La señora Tudela era una creyente con una fe realmente extraordinaria. Nunca ocultó su adoración por la Virgen de Covadonga. ¿El hecho de que el señor Bengoechea la fuese a visitar siempre el día 15 de agosto le dice algo?
—Pues no —dije con sinceridad, un poco intrigado yo también ya con el rumbo de mi interrogatorio.
—Pues a mí sí —dijo el coronel como restándole importancia—. No sé por qué la iba a ver en esa fecha, pero lo averiguaré; no le quepa la menor duda… ¿Cree usted en las casualidades, o en las causalidades, señor mío?
—No lo sé… No encuentro mucha diferencia entre uno y otro. Explíquese mejor, por favor.
—Bien. Es bastante sencillo. la vida de esa mujer se regía en función permanentemente de las celebraciones litúrgicas. Teniendo en cuenta esa circunstancia y continuando con el análisis de las fechas en las que se van sucediendo los hechos… ¿Sabe qué día es hoy, señor Balagar?
—Jueves, si no me equivoco —respondí.
—Jueves, en efecto… jueves, día 2 de junio. ¿Le dice algo esta fecha?
—Nada de nada... —no le mentía. Para mí era un día como otro cualquiera.
Cada vez estaba más convencido de que para ser espía del CESID había que ser muy-muy listo. Yo jamás me habría parado en analizar y diseccionar la información como parecía hacer ese sagaz hombrecillo. Quizás por eso me había quedado solamente en detective privado. Quizás por eso me habían rechazado en el proceso de selección. Pero hacía demasiados años de eso. Decidí centrarme en la conversación de nuevo. El tono monocorde del coronel Maraña volvió a fluir cercano e hiriente.
—Vale… hoy es el día de la Ascensión del Señor. A usted posiblemente no le diga nada, pero para los católicos es un día de especial trascendencia. ¿Cree usted que la señora Tudela pudo haber elegido esta fecha con anterioridad para su descanso eterno o cree más bien que ha sido fruto de la casualidad?
—Pues la verdad es que no sabría decirle. Yo no he hablado nada con ella. La señorita Saavedra se lo podría decir mejor que yo.
—¿Cree al menos que pudo haberle dejado algún tipo de mensaje o instrucciones antes de decidir dejar este mundo?
Inconscientemente volví a pensar en el sobre, pero me guardé muy mucho de decírselo. Si tan listo era como parecía que lo adivinase por él mismo.
—No tengo ni idea. ¿Podría hacerle una pregunta, coronel? —al ver que no obtenía respuesta me lo tomé como una afirmación—. ¿Cómo murió la señora Tudela?
—De un disparo en la cabeza…
Me quedé sin palabras. Puede que para la complicada mente del coronel resultase difícil distinguir entre casualidad, causalidad y tonterías por el estilo; pero para mí la cosa estaba clara. Alguien se la había quitado de en medio y todo apuntaba en dirección a Adolfo Saavedra y a Ernesto Zaldumbia.
Cabía la posibilidad de que lo hubiese hecho ella misma, pero parecía difícil que una persona tan ferviente se suicidase. Hasta un hombre tan poco practicante como yo sabía que el suicidio era un acto de total inadmisibilidad moral en la tradición cristiana. Tenía que haberse tratado de una ejecución. Decidí salir de dudas.
—¿Ella misma se disparó? —elevé las cejas con escepticismo mirando de reojo a Medallas.
—No —contestó con suavidad el militar, acercándose un vaso de agua a la boca y sorbiendo con lentitud—. Estamos buscando al culpable. Podría haber contratado a un sicario para ayudarla. Tenemos su ADN, sus huellas y su imagen grabada en unas cámaras de seguridad. Es cuestión de tiempo que le detengamos. Todavía es pronto para hablar de un asesinato. Podría tratarse de un suicidio indirecto. Eso le exculpa a usted y a la señorita Saavedra, al menos de momento.
—No me gusta lo que está usted insinuando, coronel —contesté, un poco preocupado.
—Yo no insinúo nada. Le he dicho que de momento va a salir libre, pero no podrá abandonar el país hasta que acabemos la investigación. Estará sometido a vigilancia permanentemente hasta que todo este incidente quede aclarado.
—Hay una cosa que no acabo de entender —protesté—. ¿Qué demonios pinta un hombre como usted investigando la muerte de una monja? ¿Qué interés tiene el Estado en esto?
—Eso es información confidencial.
—Pues entonces no hay más de qué hablar —respondí, dando por zanjado el tema—. Si a usted le parece bien podemos continuar esta conversación en la calle.
Empezaba a correrme prisa salir de allí. Si mis presentimientos eran ciertos Penélope se encontraba en mayor peligro del que yo pensaba.
—Correcto. ¿Qué dice usted, comisario Medallas? —preguntó el militar levantándose con una sorprendente agilidad.
—Por mí no hay inconveniente. Ya le he dicho que entre Balagar y yo existe una vieja relación de amistad. Tengo una deuda personal con él que jamás quedará saldada.
—Me consta, me consta… He leído los informes. Conozco su pasado y el del señor Balagar y no creo que eso suponga ningún problema. El caso está en manos del Ministerio de Defensa, por lo que su competencia en este caso no se verá comprometida. He solicitado su colaboración para que el señor Balagar vea que no pretendo hostigarle. Al contrario, podemos ayudarnos el uno al otro. Lo único que le pido es su colaboración. ¿Está dispuesto a colaborar, Balagar? —me tendió una de sus afiladas garras.
Acepté esa presunta declaración de paz, devolviéndole un tímido apretón a una mano que se me antojó fría y sarmentosa.
—No tengo nada que ocultar, coronel. Ahora, si no le importa, me gustaría salir de aquí. Estoy un poco cansado de la decoración.
Diez minutos más tarde estaba acomodándome en el asiento del acompañante en el coche de mi buen amigo Medallas. Habíamos prometido reunirnos a media mañana con el coronel Maraña en el edificio del Gobierno militar, en la plaza de España. Estaban acondicionándole un despacho provisional para seguir las evoluciones del caso “in situ”. Yo no entendía qué tenía que ver la muerte de Ana María Tudela con nosotros. Nada de lo que estaba sucediendo últimamente tenía sentido.
Esperaba que José Manuel me ayudase a descifrarlo, porque la cabeza amenazaba con estallarme. Empezamos a circular con lentitud. Medallas parecía cederme el turno para empezar a hablar. Al cabo de un par de minutos estalló:
—¿En qué demonios estás metido, Balagar? Hay una orden de arresto internacional contra Penélope Saavedra. Una orden de la INTERPOL, nada menos. ¿Qué cojones está pasando?
—No lo sé, José —contesté, un poco desbordado—. Ojalá pudiera decírtelo, pero no lo sé… solo sé que desde que conocí a Penélope el mundo se ha vuelto loco: Balbi está ingresada, la monja muerta… todo esto es de locos. Estoy como un pulpo en un garaje… lo único que tengo claro en estos momentos es que Ernesto Zaldumbia está implicado y yo diría que el padre de Penélope también. Necesito pasar por el hospital, hace horas que no sé nada de Balbi.
—No te preocupes. He pedido el día libre. Me han sacado de la cama a las tres de la madrugada. Casi me muero del susto cuando se ha identificado el coronel Maraña. No te imaginas quién es este tío, Balagar… responde directamente ante la ministra de Defensa. Todo el mundo sabe que tiene cogidos por los huevos a los hombres más poderosos de España, chaval. tiene que tratarse de algo muy gordo para que un peso pesado como éste se traslade hasta aquí. Tienes que saber algo, Balagar; algo gordo…
—Que no, joder —contesté enfadado—. Ahora mismo sé menos que nada. Supongo que tenga algo que ver con ese Iñaki Bengoechea… resulta que al parecer Adolfo Saavedra no es en realidad el padre biológico de Penélope. El padre verdadero podría ser realmente ese tío. La única explicación que se me ocurre en estos momentos es que quieran pillar al Iñaki ese y necesiten a Penélope para hacerle salir de su agujero. Tengo entendido que es uno de los que fundaron la ETA o algo así; pero no lo sé… En mi vida he visto a ese señor y creo que Penélope nunca ha hablado con él tampoco.
—Podría ser, pero no me lo parece, Balagar —respondió el policía masajeándose el mentón reflexivo—. Te voy a decir lo que yo sé, a ver si entre los dos podemos sacar algo en claro; pero lo que te voy a contar es confidencial. Me juego el puesto —añadió, en tono reservado, pegando un frenazo y mirando asustado en todas direcciones.
Estábamos llegando a la entrada del hospital. El motor del coche tosió antes de convulsionarse al calarse. Solamente se escuchaba el tic tac de los intermitentes de emergencia. El Renault Laguna quedó atravesado en medio de la carretera.
—Soy una tumba, José. Ya lo sabes.
—Bien, pues escucha con atención. Supongo que el coronel me lo ha contado a mí esperando que yo hiciese justamente esto, así que escucha con atención. ¿Cómo andas de Historia?
—Nunca se me dio del todo mal. Vamos, arranca, que nos van a acabar dando por detrás.
—Bueno, pues entonces te sonará de algo la historia del traslado del oro de la república en plena Guerra Civil Española ¿no?
—Ufff… La verdad es que me pilla un poco lejos todo eso… No sabría decirte.
—Bueno, pues te lo contaré de forma muy abreviada. La neutralidad de España en la I Guerra Mundial le aseguró una gran reserva de activos económicos. Muchos estudios afirmaban que la reserva española de oro estaba entre las cuatro mayores del mundo. Como bien sabrás la capacidad económica de un país depende en gran medida de la reserva en metales preciosos que posea. En el caso de España el Gobierno de la República acuñaba su moneda en papel (billetes) con la garantía que suponía la reserva de oro del Banco de España. Bien; hasta ahí todo correcto, ¿no? —yo asentí, sin estar todavía demasiado convencido.
—Bueno, pues el caso es que cuando comenzó la Guerra Civil el país quedó dividido en dos zonas: la zona leal al gobierno (la republicana) y la nacional (levantada en armas). Desde el sur avanzaba imparable a pasos de gigante el ejército africano del general Franco. En cuestión de semanas las columnas armadas se situaron a menos de doscientos kilómetros de Madrid; haciendo temer al presidente de la República, don Manuel Azaña, que el general Franco pudiese hacerse con el control de las reservas de oro. Como bien puedes entender eso conduciría inmediatamente al fin de la guerra. Sin dinero no se puede luchar. Como medida preventiva dio instrucciones a su ministro de Hacienda, don Juan Negrín de trasladar las reservas de oro republicanas a un país de su completa confianza; en este caso Rusia. A cambio Rusia se comprometía a hacer llegar su ayuda en forma de divisas y armamento.
—Creo que eso me suena —farfullé, empezando a recordar vagamente alguno de los episodios más conocidos de la Guerra Civil—. Rusia empezó a mandar tanques y fusiles. Se formaron las primeras Brigadas Internacionales…
—Eso es, Balagar, eso es… bueno, el caso es que ese oro se trasladó en un principio a un polvorín fortificado en Cartagena, inexpugnable para las tropas de Franco, porque toda la zona Mediterránea desde Cataluña hasta Málaga pertenecía a las fuerzas republicanas.
—¿En un principio?
Lo cierto es que recordaba bastantes detalles de la Guerra Civil Española, pero lo que Medallas me estaba contando debía de habérseme olvidado, porque no me sonaba de nada. José prosiguió su exposición como un viejo maestro ante un colegial poco aplicado.
—Sí, en un principio; porque desde allí partieron en los días siguientes cuatro barcos con destino a Odesa, en la URSS. Esos barcos cargaron aproximadamente un 75% de las reservas de oro republicanas, pero el 25% restante fue trasladado poco a poco a Francia por vía terrestre. Sospecho que Maraña está olisqueando el rastro de alguno de esos cargamentos con destino a Francia.
—¿Insinúas que alguno de ellos fue robado?
—¿Qué otra cosa justificaría la presencia del coronel aquí en Oviedo? Tiene que tratarse de algo gordo, Balagar, y a mí es lo único que se me ocurre…
Lo cierto es que a mí se me ocurrían otra serie de variables, pero no me atreví a manifestarlo hasta estar un poco más seguro. Lancé un señuelo en otra dirección.
—Supongo que estás en lo cierto, amigo. Iñaki Bengoechea pudo haber tenido acceso a alguno de esos cargamentos para la financiación de su partido. Eso explicaría muchas cosas, ¿verdad?
—Exactamente, Balagar, exactamente. Veo que entiendes lo que te quiero decir. Ahora vayamos a ver qué tal está tu amiga Balbi. Tenemos mucho trabajo por delante.



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