viernes, 18 de diciembre de 2015

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 17



Capítulo
17

U
n molesto zumbido precedió a un chasquido y la pesada puerta de acero blindado se abrió dejando paso a tres hombres. El primero en entrar fue Ernesto Zaldumbia, que como buen anfitrión se desgañitaba en proclamar las excelencias de su “habitación del pánico” a sus acompañantes.
A medio metro de distancia Adolfo se mesaba los bigotes, nervioso. Nunca le habían gustado los espacios cerrados y el cubículo en el que se estaban adentrando difícilmente superaría los 8 metros cuadrados. Justo a la derecha del político escuchaba maravillado un hombrecillo de hombros muy pegados, huesudo y con rostro de ratón. Frotaba sus diminutas manos como un hámster asintiendo continuamente a las explicaciones de Ernesto. Adolfo dudaba de que estuviese entendiendo ni tan siquiera la mitad de los desvaríos del empresario; porque el hombrecillo parecía anacrónicamente sacado de una novela histórica. No aparentaba tener menos de setenta años.
Se trataba de un veterano benefactor de su partido; un viejo amigo de los años de la transición. Había ejercido la psiquiatría durante la II Guerra Mundial en Alemania, y en muchos foros se le conocía como el padre de la medicina mental europea. Se había valido de su amistad personal con el ministro de Propaganda del Partido Nacionalsocialista para tener carta blanca en el apartado de la experimentación con seres humanos a finales de la década de los cuarenta. No faltaba quien afirmaba que carecía de ética, y que muchos desgraciados habían tenido el infortunio de participar en alguno de sus experimentos; pero le había prometido a Adolfo Saavedra que su credibilidad a nivel internacional le aseguraría la incapacitación legal de Penélope. Para el político eso era lo único que importaba. Necesitaba atajar ese problema cuanto antes, costase lo que costase. Pasaron al lado de un camastro en el que un pequeño bulto parecía descansar sumido en un sueño muy profundo.
—Como puede usted observar, doctor Fleischer, las paredes son de acero blindado y están rodeadas por muros de hormigón de más de medio metro. Entre el acero y el hormigón hay una capa de aislante acústico, que dota a este habitáculo de una insonorización perfecta. Ningún sonido entra o sale de esta habitación una vez cerrada la puerta.
—Impresionante, señor Zaldumbia, realmente impresionante. Hacía muchos años que no veía un trabajo tan bien hecho. Realmente brillante. Me ha gustado el detalle de ponerle el letrero a la puerta indicando que se trata del acceso a las cloacas y el cristal blindado para poder observar a sus… ¿capturas, podría decirse? —su marcado acento extranjero le hacía machacar las erres con la contundencia de una apisonadora.
—No podría usted definirlo mejor, doctor. Capturas es la definición exacta. ¿Le gusta la caza, doctor Fleischer?
—Me apasiona, pero por desgracia la caza que a mí más me divierte está abolida por los tribunales de Derechos Humanos. Me encantaría volver a los viejos tiempos, cuando los hombres de bien teníamos el derecho; la obligación, casi diría yo; de erradicar a los sujetos digamos… “imperfectos”. ¿No lo cree usted así, señor Zaldumbia?
Ernesto no contestó, limitándose a ladear un poco la cabeza. El germano prosiguió, ebrio de excitación.
—Es el ejercicio supremo, el acto reflejo de un depredador perfecto. La aniquilación de otro ser humano te acerca por un segundo a Dios. El poder venerado desde la prehistoria de dar y quitar vida, la expresión del poder en su estado más puro… ¿Está usted de acuerdo, no es así?
Ernesto pareció calcular el alcance de su respuesta, mirando de reojo en dirección a Adolfo Saavedra.
—Yo soy demasiado joven, y por desgracia no he vivido ese privilegio, pero me hubiese encantado haber participado en alguna de sus… ¿cacerías?
—Dice usted bien, amigo mío. Cacerías.
El germano le guiñó el ojo, dándole a entender que compartían en cierta medida gustos y aficiones. Adolfo le hizo volverse presionándole un hombro suavemente con una de las manos.
—Aquí en España tenemos un dicho que reza “Agua pasada no mueve molinos”, mein liebe Freund… centrémonos en nuestro asunto, amigo mío.
—Tienes razón, Adolfo, como siempre. ¿Es este el sujeto? —dijo, mientras apartaba con brusquedad la sábana que cubría a Penélope—. Bonita hembra… —masculló—. Es una verdadera lástima. Una verdadera lástima, sí señor. ¿Está sedada? —con mano experta levantó sus párpados, observándole las pupilas—. Parece algún tipo de opiáceo… ¿morfina?, ¿codeína?
—Heroína, doctor, heroína… no queríamos levantar sospechas solicitando fármacos. La heroína es fácil de conseguir y más fácil aún borrar su pista. Usted ya me entiende —añadió, con un brillo malévolo en los ojos. Ernesto parecía sentirse demasiado a gusto con el doctor, —pensó Adolfo.
—Bueno, no es lo más indicado para el caso que nos ocupa, pero puede servirnos, al menos de momento. Señor Zaldumbia…
—¿Sí, doctor?
—¿Sería usted tan amable de trasladar mañana a primera hora el instrumental que le he dejado en el garaje a este habitáculo? Estoy seguro de que Adolfo agradecería que comenzásemos cuanto antes el tratamiento…
—No se preocupe, mañana a primera hora tendremos dispuestos todos sus aparatos. Su asistente, el señor Florian estaba acabando de repasar su inventario en el garaje. En cuanto esté dispuesto comenzaremos su traslado.
—Estupendo, estupendo… ¿Estás seguro de querer hacerlo, Adolfo? Una vez borrada la memoria a corto plazo el cerebro suele volverse loco. Un ochenta por ciento de los pacientes se vuelve loco y comienza a delirar, porque las conexiones nerviosas de sus hemisferios cerebrales son incapaces de reconocerse entre sí… Si no me equivoco, esta es una de tus hijas…
—Es una larga historia, mein Kamerad… una larga y triste historia…
—Bien, bien… tú mismo lo has dicho antes: “Agua pasada no mueve molinos”.
—Gracias, amigo… ¿Salimos a fumarnos un buen habano? Lo siento, pero los sitios pequeños me hacen sentir incómodo.
—Detrás de ti, amigo mío, detrás de ti… ¿Señor Zaldumbia?
—¿Sí, doctor?
—No se olvide de inyectarle una nueva dosis a su prometida. Calculo que los efectos de la droga empezarán a disiparse de un momento a otro.
—Ahora mismo me encargo de ello. ¡Nikola! —gritó en dirección a un hombre con gesto adusto que los observaba desde la puerta—. Localiza a Sergei cuanto antes. Le quiero aquí antes de media hora. Y dile que traiga más caballo de ese que nos pasan desde Turquía. Nada de mierdas coreanas ni tailandesas.
—A la orden, señor.
En cuanto la puerta se cerró de nuevo la sala se llenó de un silencio denso. La ausencia total de sonidos hacía parecer a la estancia incorpórea. Penélope intentó levantarse pero no pudo. Todas sus extremidades parecían estar soldadas al somier de su camastro. Intentó ladear la cabeza, pero los músculos del cuello no le respondían. Tan solo el cerebro comenzaba a dar muestras de actividad. Intentó recordar qué había hecho, pero las últimas horas de su vida se sucedían en su cabeza girando en remolinos que se mezclaban como las aguas de varios ríos al converger en el cauce madre. El presente y el pasado se confundían entremezclándose como en una pesadilla incoherente. Era incapaz de recordar cómo había llegado hasta allí.
El único recuerdo racional que tenía era el de una mano enorme que le impedía respirar y la sensación de ahogarse irremisiblemente. Intentó abrir los ojos pero los párpados le pesaban como si estuviesen firmemente cosidos a sus pómulos. Empezó a sentir sueño de nuevo. Su cuerpo se abandonaba en un delirio febril hacia un estado de incapacidad física. No podía mover los dedos de las manos. Decidió no luchar contra su consciencia y se entregó con resignación a ese vértigo que la sumía en un estado de calma absoluta; de paz en mayúsculas. Empezó a plantearse si estaría muerta, pero no tenía sentido. Una inquietante oscuridad lo invadía todo. ¿Estaría ciega? Estaba sola y no se escuchaba ningún ruido…
¿Estaría sorda también? Emitió un débil gemido y la consoló la recepción de su sonido. No estaba muerta; o al menos no del todo… ¿Dónde demonios estaba? Y lo más preocupante para ella: ¿Quién la había traído hasta allí? Era extraño, pero sabía que tenía la necesidad de llorar; que debería sentirse asustada; pero en su lugar su cerebro se empeñaba en transmitirle una sensación de paz y de armonía como no había sentido con anterioridad nunca en su vida.
No sabría decir cuánto tiempo había pasado, pero de repente una luz cegadora e hiriente le atravesó las pupilas. El brusco choque entre luz y oscuridad tuvo el innecesario efecto de aturdirla aún más. Si esa era la luz que los moribundos afirmaban visualizar al final de su vida ella estaba preparada para atravesar el túnel sin miedos. Tendió los brazos hacia adelante a la espera de la llegada de esa divinidad que habría de acompañarla al descanso eterno; pero en su lugar lo que sintió fue un extraño zumbido y un chasquido similar al que haría una pesada puerta al abrirse. Exhausta se dejó caer de nuevo en su camastro, incapaz de hacer otra cosa que escuchar. Le pareció oír el ruido de unos pasos acercarse con pesadez. No parecía el ruido que harían los ángeles al acercarse volando. Sintió un poco de miedo y se tapó con dificultad con la sábana. Al cabo de un rato las pisadas se fueron haciendo más nítidas y a través del algodón de la sábana pudo vislumbrar la silueta de dos hombres que se acercaban hablando despreocupadamente.
—¿Estás seguro de que no se entera de nada?
—Claro, Sergei… El doctor Fleischer es una eminencia. Adolfo dice que es el mejor en su especialidad. Mañana empezará su tratamiento. Dice que le puede llevar un par de días, con un par de sesiones al día…
—Joder, jefe… Eso del electroshock suena a película de miedo. Para mí que le van a freír el cerebro a la pobre desgraciada.
—Calla, estúpido, el doctor sabe bien lo que se hace. ¿Te suena de algo Auschwitz?
—Coño, jefe, pues claro. Lo de los judíos y todo ese rollo ¿no?
—Exacto, todo ese rollo… Pues el padre de este hombre dicen que era capaz de tener a los presos trabajando días y días sin dormir porque les extirpaba no sé qué del cerebro; y gracias a él se inventaron un montón de medicamentos que ahora usan todos los loqueros del mundo. Este hombre lo lleva en la sangre. Cuando otros niños pensaban en jugar a la pelota él hacía de ayudante de su padre en la mesa de operaciones. Si Adolfo dice que es uno de los mejores especialistas en salud mental de Europa ha de ser por algo, ¿no crees? —no esperó respuesta.
—De no ser porque es un peso pesado en su campo parece ser que le hubiesen juzgado por participar en crímenes de guerra y por atentar contra los Derechos Humanos en sus experimentos. Nunca se ha podido demostrar, pero ya se sabe que cuando el río suena…
—Cuando el río suena… ¿qué, jefe?
—Joder, Sergei; a veces me sacas de quicio… Cuéntame otra vez la historia esa del detective; anda, que seguro que se te da mejor.
—Ya te lo he dicho, jefe. El muy gilipollas intentó entrar y se puso chulito con los guardias de la entrada, pero en cuanto nos vio llegar a nosotros se acojonó y se marchó con el rabo entre las piernas.
—¿Seguro?
—Seguro, jefe, seguro… le he seguido hasta la rotonda del edificio de Las Salesas; pero cuando estaba a punto de echarle el guante se me adelantaron los municipales. Yo me libré de pura chiripa, porque a él le estaban esperando con la calle cortada y todo. Le va a resultar difícil salir de ese marrón.
—No seas ingenuo, Sergei… mañana como muy tarde estará en la calle, si es que no ha salido ya… ¿Qué tienen en su contra? ¿Conducción temeraria? ¡Menuda tontería! le harán las pruebas de alcoholemia y de drogas en sangre y a las cuatro horas estará fuera… ¿o no te acuerdas de cuando te pillaron a ti por lo mismo?
—Mi caso fue distinto, jefe; yo estaba borracho y no vi el escaparate hasta que fue demasiado tarde…
—Bueno, déjate de cháchara, que está al llegar el mariquita ese que se ha traído el alemán. Mucho cuento de raza aria y tonterías pero para mí que son maricones... ¿Has visto cómo se miraban?
—Ya lo creo, jefe… Me he fijado que el viejo llama a ese enclenque “Flor”. Es asqueroso. Como esta noche empiecen a sonar los somieres en alguna habitación yo no respondo de mis actos, te lo juro. No soporto a los maricones, jefe…
—Ni yo, Sergei; ni yo... Déjales que hagan lo que quieran; total, para dos días que van a quedarse… ¿Has traído el caballo?
—Pues claro, jefe. Afgano cien por cien. Del último cargamento de Turquía. Sin cortar ni nada. La Penélope debe de estar flipándolo en colores todavía —el ruso soltó una risotada pueril.
—Cuando salga de esta, si es que sale… —añadió el matón con prudencia— podrías ponerla a trabajar en alguno de los clubs. Todavía está aprovechable.
Otra sonrisa pueril, esta vez coreada por su jefe.
—Mira que llegas a ser animal, pero el caso es que tienes razón. Alguno habrá que pague un pastón por ella.
—¿Me dejarás probarla, jefe?
—No te pases, Sergei, no te pases… Que todavía es mi novia, joder…
—Lo siento, jefe; no pretendía enfadarte. Ponle la goma, que le meto la aguja yo…
Con unos suaves golpecitos en una de las venas comenzó a inocularle una generosa dosis de heroína. Penélope intentó resistirse, pero en su interior su cerebro ansiaba otro chute de vacío; otra dosis de ingravidez y de armonía. Cerró los ojos dejando que el veneno la fuese poseyendo poco a poco, volviendo a sentirse flotar en un universo paralelo.
—Ya está —dijo el ruso con indiferencia—, con esto tiene para otras seis horas por lo menos. A estas alturas ya debe de ser yonqui perdida, porque dicen que después de tres dosis ya no pueden vivir sin ella.
—Quién se lo iba a decir… En fin… —murmuró apesadumbrado Ernesto—. Déjala que duerma a gusto. Por cierto… ¿Qué sabes de Malasangre?
—Poca cosa. Le he pagado y se ha marchado sin decir ni esta boca es mía. Decía que tenía cosas que hacer en Colombia. Para mí que ese no vuelve…
—¿Por dónde va a salir, por Ranón o por Barajas?
—Ni por un sitio ni por otro. No se atreve a coger el avión. Está acojonado porque le ha visto la cara uno de los enfermeros de la residencia y tiene miedo de que le reconozcan en el aeropuerto. Nuestros muchachos le van a embarcar la semana que viene en uno de los cargueros que salen de San Juan de Nieva cargados de material de construcción.
—Bueno, cállate ya; que ahí viene el mariquita ese… —Ernesto se llevó el dedo índice de la mano derecha a los labios indicándole a su subalterno que guardase silencio.
—Pero si no habla ni una palabra de español, jefe.
—Que tú sepas, Sergei, que tú sepas… Estos intelectuales afeminados se las saben todas, muchacho. Tienen la inteligencia de las mujeres y los cojones de los hombres. Hazme caso, Sergei. Nunca te fíes de los mariquitas. Good night, mister Florian! Come here, please!
Con grandes aspavientos indicó al asistente del doctor Otto Von Fleischer que empezase a descargar instrumental. Miró de reojo a Penélope, que descansaba como un bebé y salió a tomar el aire.



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