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sábado, 17 de noviembre de 2012

Caos







He salido a pasear, y me ha inundado la oscuridad de esta tarde de otoño. He asistido a la tristeza y la soledad de almas que ya creía curadas por completo, y a pesar de lo inhóspito del decorado he vuelto a encaminar mis pasos al callejón de los orgasmos sin abrazos. Entre pieles salvajes y confuso maquillaje me han tentado maullando cientos de lenguas, y aunque no te lo parezca se me han antojado tigres al acecho agazapados.
Camino bajo luces de neón, y mis pies descalzos resbalan en su loca huida, enredadas sus raíces con la inmundicia del asfalto. Veo rostros embozados que me llaman a gritos, pero sus extraños acentos me resultan extraños e interesados. Es el caos, el caos de nuevo que se adueña de mi orden; y mi vista consumida trabaja duro y sin descanso en busca de un mundo menos caótico y con un mínimo de seguridad. Toda mi serenidad tiembla aterida, y es que asisto con rechazo a los deshaucios de parejas calcinadas por pirómanos sádicos sin alma. Gordos buitres de rechonchas manos llevan sus gordezuelos dedos a sus panzas mientras rien al compás de sus joyas incautadas; y a nadie parece importarle nada...

La lluvia decide inundarme, y mi conciencia boquea pisoteada  y moribunda desde el charco más cercano. No he podido rescatarla a tiempo, y se ha cubierto de pellejos  y de uñas que flotaban arrancadas. He vuelto corriendo en busca de la seguridad de mi guarida, y como un animal herido he pasado mi lengua reconociendo el sabor metálico de las cadenas que nos tienen oprimidos. Ha regresado la musa de otoño, la que viaja con los huracanes y arranca con sus torpes manos la hojarasca que oculta el calendario. Ha borrado fechas y santos, dejando en su lugar una improvisada cuartilla en blanco. Hacía tiempo que no sentía este deseo de desmembrar mis pensamientos en una carnicería en lo que todo queda expuesto y desordenado. Es nuevamente el caos el que maneja mis manos dando forma y amoldando retales de gloria y verguenza a partes iguales, tratando de envolverlos en un atrayente celofán brillante.
 Con el paso de los años sé que me resultará atractivo bucear en este turbulento océano de aguas putrefactas, pero mis memorias se ahogan si no las saco a respirar de cuando en cuando, y aunque resulte arriesgado no tengo otro remedio que ofrecerlas desnudas una vez civilizadas, porque la vida salvaje sobrevive a salvo de las miradas propias, pero no de las que no les deben nada.

Me acerco a la ventana, y fugaces partículas de gases y miradas desapasionadas se estrellan contra los cristales en este anodino atardecer de lluvia y Noviembre. Tengo una visión descorcentante en la que tu cuerpo y el mío se levantan unidos, con un espeso círculo de saliva gastada encadenando tu piel a la mía. En silencio nos miramos,  y con la mirada encendida y la luz apagada exploramos nuestra piel de todas las maneras posibles, siendo capaz de sorprendernos aún con cada pequeña  imperfección ; con cada uno de los pequeños detalles que nos hacen únicos. Me recreo sazonando esa refrecante imagen, con tu sonrisa infinitamente suspendida en la punta de mi lengua ofreciendome como siempre una generosa y entregada vida en pareja. Eres a la vez suave y picante, indómita y dulce como una sutil combinación de concurso gastronómico.
 Me he pasado la mitad de mi vida dando vueltas sobre mí mismo sin apenas darme cuenta, con mi aguijón a punto de perforarme ponzoñoso; pero no ha sido un círculo de fuego el que ha amenazado eternamente mis propias contradicciones, sino una errónea e infundada certeza de que algo malo habría de sucederme. Es lo que pasa cuando te estrellas tantas veces contra la felicidad...

Cuando aparté la mirada de los cristales sucios pude verte. Estabas preciosa, empapada en medio de la calle. ¡Habías regresado! ¡Al fin de nuevo en casa! Sentí un nudo en la garganta. Mis temblorosos dedos no acertaban a oprimir el botón de rellamada. Cuando te tuve frente a mí me quedé en silencio. Estabas preciosa, con tus trencitas y tu cara recién lavada. Olías a lavanda y espliego; al rocío de una refrescante madrugada.
-Hola, Balagar...-dijiste con tu eterna timidez. Nada había cambiado. Estabas tal y como yo te recordaba.
-Hola, Esperanza. Hacía mucho que no me visitabas...

martes, 19 de junio de 2012

Las dos caras de una misma moneda.

Esta semana ha sido una semana extraña. Me considero afortunado de vivir en una tierra llena de contrastes; una tierra que es un paraíso natural, con las entrañas cargadas de negros tesoros; una tierra tan cargada de contrastes que es capaz de ofrecerte en menos de treinta kilómetros la imagen más reivindicativa, minera y luchadora
alternada con el más idílico de los amaneceres




Una tierra en la que montaña y mar se besan como amantes imposibles, una tierra de antepasados luchadores, de personas que nunca se dán por vencidas, y que saben que aunque parezca que estamos metidos de lleno en una situación oscura y farragosa aún hay luz al final de nuestro túnel. Aún queda esperanza.

Mi solidaridad más absoluta con los mineros de Asturias, y con todas las familias que luchan por no perder unos derechos que fueron ganados a base de sangre, sudor y lágrimas. Por mis venas también corre sangre minera.

sábado, 12 de mayo de 2012

Ausencia

Pascual Moriente cerró la puerta tras de sí. Hacía meses que se había olvidado de sí mismo, y por primera vez en varios meses reparó en el caótico desorden que reinaba en su habitación. En una esquina reconoció el contorno polvoriento de su máquina de escribir, y no pudo evitar un pequeño escalofrío. No era propio de él descuidar de esa manera las cosas que le importaban, y no recordaba haberlo dejado todo así de desordenado antes de irse.
Habían sido cuatro meses. Cuatro putos meses luchando a diario con la idea de perderla, poniendo el cuerpo y el alma en su mera complacencia; y había perdido la batalla.
Desde que ella se había ido el reloj arrastraba sus agujas renqueante y maldiciendo su ausencia en un lenguaje marchito y complejo. El agua del grifo se había vuelto fría y densa, y cabeceaba escorado y sin rumbo un sol empeñado en salir por el oeste, perdida por completa su precisa orientación.
Pascual se asomó a la ventana, ansioso por sentir la caricia reconfortante del salitre y los cantos de gaviota; pero abandonó la idea entristecido por los tangos que silbaba distraído el viento quejumbroso. El mismo cielo coreaba sus acordes triste y oscuro, tan estrellado como un nocturno tapiz bizantino. No lo pudo soportar más, y rompió a llorar. Llevaba tanto tiempo empeñado en  asumir los destrozos que produciría en su vida la marcha de Cecilia que no se había parado a descansar. Estaba agotado.
El resquemor de la primera lágrima pronto fué absorvido por su piel deshidratada, y el benefactor efecto del llanto no tardó en cubrir las arrugas de unas manos que hablaban por sí mismas. Volvió a sentirse incomprendido y solitario, como si una cigüeña prepotente le hubiese negado el saludo, emigrando hacia el norte en pleno invierno. Al igual que ella solamente él era el culpable de sus propias decisiones, plenamente consciente de que al final de su forzado peregrinaje solamente una cosa tendría sentido: la Muerte.
Con los dedos temblorosos buscó a tientas un resquicio que le permitiera desplazar esa pesada losa; pero ya era demasiado tarde, y la falta de aire comenzó a silenciar poco a poco los latidos de un corazón condenado a congelarse en la oscuridad.
Quizás debería de sentir miedo; pero llevaba tantos años encerrado en esa cárcel de carne húmeda y fría que la caricia de la no vida le resultó reconfortantemente familiar. Poco a poco se fué abandonando a la ingravidez. En su último intento había despertado envuelto en una manta, pero ninguna manta podía ya llenarle de calor; porque tenía el frío tan adherido a su sangre que él mismo se había convertido en un resbaladizo y afilado témpano. Una mujer había acercado a él sus labios en un loco intento por salvarle; pero él ya estaba condenado a la soledad eterna; y para un hombre como Pascual la muerte era un descanso y no un castigo. El hueco que le ofrecían ya sus diminutas manos no podía cobijarle. Podía sentir la llamada del frío suelo con cada pisada, porque cada paso que emprendía le alejaba más de ella acercándole a Cecilia. No recordaba el momento exacto, pero hacía mucho tiempo que había dejado de titilar en su pecho la minúscula estrella que le mantenía unido a la cordura. Era la primera vez en cuatro meses que le dejaban solo; y no estaba dispuesto a dejarlo pasar por más tiempo.
Cada pastilla de neuroléptico y ansiolíticos  le alejaba de una guarida tibia e iluminada por un fuego prometedor; y es por eso que en aquel preciso instante prefirió morirse en esa estepa solitaria, sacrificado en vano por un recuerdo egoísta y asesino; tan escondido de sí mismo como un resentido anacoreta, tan absorto en preparar su despedida que ni tan siquiera los brebajes y bebedizos que le suministraban para su marchita alma fueron capaces de frenarle esa noche.
Cuando los médicos llegaron nada pudieron hacer para salvarle, porque su cuerpo se balanceaba colgado de una soga. En sus manos aún aferraba la foto de Cecilia, junto a una nota manuscrita: Que me entierren al lado de ella.