domingo, 6 de marzo de 2016

Las Reliquias del Silencio. Capítulos 27,28,29




Capítulo
27

E
l pequeño ordenador portátil emitió un leve pitido antes ponerse en marcha. Apenas un minuto después el rutinario mensaje de bienvenida de Windows anunciaba con su manida melodía que ya estaba operativo. Faltaba poco para la hora de cenar y Penélope aún no se había levantado de una siesta cuanto menos antológica. Natalia me miraba fijamente, cuestionando en silencio la conveniencia de seguir adelante. No parecía estar muy convencida de los argumentos que acababa de exponerle; y así me lo hizo saber con voz preocupada.
—No estoy segura de que esto vaya a funcionar, Balagar… ¿Quién nos dice que no se va a derrumbar volviendo a su estado anterior? ¡Volveríamos a estar como al principio! No estoy demasiado convencida de querer hacerlo; no sé si merece la pena correr ese riesgo.
—Ya te lo he explicado, Natalia —contesté pacientemente—. El doctor Florian está casi seguro de que su estado es reversible. En su cuaderno de campo expone una teoría bastante sólida. Solamente saldrá de su estado si somos capaces de enfrentarla a un trauma similar al que haya experimentado antes de serle arrebatada su memoria.
—¿Y si resulta que está equivocado? ¿Y si en lugar de ayudarla la hace empeorar? ¿Es que no te das cuenta del peligro que supone hacerla revivir ese infierno?
—Nadie lo sabe mejor que yo, Natalia; pero es un riesgo que hemos de correr. Penélope no mejora, tiene lagunas mentales, cambios de humor, jaquecas constantes… ayer no era capaz de recordar el número de su canal televisivo favorito y… mira… —añadí, tendiéndole un mando a distancia hecho añicos—. No es el primer objeto que destroza y todo es fruto de la enorme frustración que viene soportando. Necesita avanzar, necesita recuperar sus recuerdos. Su vida…
—Ya. Supongo que tienes razón… —admitió ella con humildad—. Es solo que… no sé… me da la impresión de que es un poco egoísta decidir por ella este tipo de cuestiones. Ya ha sufrido demasiado. ¿No crees?
—Natalia —añadí con voz resuelta—. Tu hermana está varada como un barco en la arena. Todavía piensa que Ernesto la quiere. Vive en un mundo irreal. Ayer mismo la sorprendí intentando usar el teléfono para llamar a vuestro padre. Lo hubiese hecho de no ser porque no recuerda su número —la miré directamente a los ojos. Supe que estaba tan asustada como yo.
—Está empezando a volverse paranoica y si no le ponemos solución acabará escapándose algún día para ir directamente al sitio más peligroso para ella. Tenemos que arriesgarnos. Cuando el mundo se llena de demonios todos debemos bailar al son que marca el diablo. No tenemos opción.
—Sí, sí que la tenemos —protestó—. Podemos esperar otro par de meses para ver si evoluciona. No creo que sea mucho pedir. Además, si te soy sincera —espetó con desconfianza—, a mí también me cuesta creer que mi padre esté involucrado de esa manera. Me cuesta asimilarlo, la verdad.
Sé que no pretendía cuestionarme con ese comentario tan desafortunado pero no pude evitar que una mueca de decepción aflorase con tristeza a mi rostro. Pude sentir su desconfianza clavada en mi pecho como una aguja oxidada. Tuve que parpadear varias veces para cerciorarme de que no estaba soñando. Con gesto abatido bajé la pantalla del ordenador portátil.
—Lamento que hayamos perdido tanto tiempo juntos, Natalia. Creía que mi palabra significaba algo para ti.
—Balagar… ¡Lo siento! ¡No quería insinuar que nos estés mintiendo, pero tienes que admitir que tengo derecho a sentirme desconcertada! No sé si eres consciente de ello, pero… ¡Adolfo también es mi padre!
Natalia empezó a apretarse los nudillos con las manos. Era un gesto muy personal suyo. Lo hacía siempre que estaba nerviosa por algo. Echó la cabeza hacia atrás entrecerrando los ojos con desesperación. Al cabo de unos segundos se pasó las manos por la cabeza, descendiendo hasta las sienes. Se entretuvo masajeándoselas unos instantes más hasta que al final pareció tomar una decisión.
—¡Diosssss! —exclamó desfallecida—. Lo siento… —se excusó—. Supongo que llevamos demasiado tiempo encerrados en esta casa. No estoy acostumbrada a quedarme demasiado tiempo en ningún sitio; y supongo que esta reclusión está empezando a pasarme factura. No sé qué hubiese sido de Penélope de no ser por ti. Supongo que tienes razón—admitió—. Hagámoslo.
 —No pretendo obligar a nadie, Natalia. Te advierto que no va a ser fácil. Ni para ella ni para ti. Las imágenes que vais a tener que soportar son muy duras y debes ser fuerte por ti y por ella. Ahora mismo eres su único apoyo; su única conexión con la realidad. La poca cordura que aún pueda albergar depende en gran medida de ti. ¿Estás dispuesta a correr el riesgo?
—¿Acaso tenemos otra opción? Esto es demencial.
—Tú lo has dicho. Demencial —repuse, meditabundo.
El primer paso ya estaba dado, que era lograr su conformidad; pero aún nos quedaba un largo camino. En las anotaciones de Florian se detallaban una serie de medicamentos que habrían de favorecer la regeneración celular de las neuronas de Penélope. Algunas eran sencillas de conseguir; pero otras no tanto; sobremanera cuando estábamos obligados a vivir en la clandestinidad. Hice un repaso mental de lo más necesario: el ácido fólico no sería problema; y tampoco los complejos vitamínicos —podríamos adquirirlos en cualquier farmacia sin problemas—, pero la memantina y la fosfatidilserina no serían nada fáciles de conseguir; por no decir del haluton, que todavía estaba en fase experimental. Natalia pudo percibir la preocupación que me invadía en esos momentos, sabiendo alejarme de ella con una ligera presión de su mano sobre uno de mis hombros.
—Hay algo más, ¿verdad?
—Bueno —titubeé—. La verdad es que necesitaríamos unos fármacos que le sirviesen de apoyo. Algunos son perfectamente factibles, pero otros…
Le conté detalladamente todas las conclusiones de Florian, incluyendo el listado de medicamentos sin omitir las dificultades que habría de entrañar el adquirirlos. Su respuesta me sorprendió y agradó a la vez, despejando todas mis dudas de una vez por todas. Se limitó a decir:
—Hagámoslo.
Cuando llegaron Judith y Rubén les pusimos al corriente de nuestros planes. No parecieron sorprenderse demasiado. Opinaban exactamente igual que nosotros: habíamos arriesgado demasiado como para no intentarlo.
Natalia anunció que en diez minutos nos sentaríamos a cenar. Lo hizo con una esperanzadora sonrisa en los labios, aliviada por contar con el apoyo de su mejor amiga y de Rubén. Al fin y al cabo ellos eran nuestra única conexión con el mundo real; los únicos que podían hablar con la objetividad de no convivir a diario con la demencia. Entre todos trataríamos de unir poco a poco los pequeños pedacitos de cordura que aún se sostenían en Penélope. Mientras oíamos el ruido de los cacharros en la cocina nos pusimos a planear nuestros movimientos sin tener en cuenta que ella estaba presente. Una Penélope que asistía a nuestro debate con la vista serena y el juicio nublado; con la boca abierta y la palabra muerta; como si nada de lo que hablásemos fuese con ella. Ya nos habíamos acostumbrado peligrosamente a verla en ese estado. Era necesario actuar; y actuar cuanto antes.
Después de mucho debatir llegamos a la conclusión de que Judith y Rubén intentarían conseguir que el médico que atendía a Balbi les expidiese unas recetas para la memantina y la fosfatidilserina —ambos eran fármacos comúnmente utilizados en la lucha contra el Alzhéimer—. El halutón ya era harina de otro costal, pero confiábamos en que alguien estuviese dispuesto a compartirlo con nosotros a cambio de unos cuantos billetes. Solamente era una cuestión de dinero; puesto que no faltaría quien estuviese dispuesto a facilitárnoslo por internet. En un mundo virtual como el actual hay que admitir que todo tiene solución en el mercado global.
A las diez en punto se sirvió la cena. Nada fuera de lo común, si por común se entendía que llevábamos semanas alimentándonos de la comida que nos preparaba Natalia. Se notaba a las claras que desde la infancia hacía un gran esfuerzo por mantener la línea y ello se reflejaba en nuestros menús, que solamente contenían ingredientes bajos en calorías y dietéticos. La pechuga de pollo se había hecho un clásico en nuestras reuniones gastronómicas, y aunque en el fondo me sintiese aliviado por haber bajado de peso ya empezaba a estar un poco harto de las verduras, las hortalizas y la carne de ave. Mi cerebro estaba acostumbrado a la magra y sebosa carne de vacuno; tentadora en cualquiera de sus variedades. Sentado de nuevo ante unas insulsas verduras a la plancha no pude evitar una pequeña mueca de cansina aceptación. Fue solamente un milisegundo; pero mi silenciosa protesta no pasó desapercibida a sus inquisitivos ojos.
—¿Ocurre algo, Balagar?
Natalia tenía la extraña cualidad de taladrarte con la mirada accediendo a los rincones más profundos de tu mente. Quizás esa fuera una de las razones de que se la considerase una de las mejores a nivel regional en la delicada y normalmente desagradable tarea de la selección de personal en el mundo empresarial. Pude sentir su exhaustivo análisis, atenta a cada uno de mis gestos; diseccionando uno a uno hasta el más mínimo de mis tics nerviosos. Procuré no exteriorizarlo demasiado.
—No pasa nada —repuse conciliador—. Es solo que yo esperaba cenar hoy una buena ración de callos. Llevamos tres días a base de ensaladas y verduras a la plancha. ¿Dónde están los callos que yo he comprado?
—Los he tirado a la basura. No te lo tomes a mal —añadió al notar mi mirada furibunda—. Estoy educándote. Nunca has comido tan sano como en estas últimas semanas.
Puede que tuviese razón pero el hecho de que se creyese con la autoridad suficiente para monopolizar la cocina llevaba tiempo carcomiéndome por dentro. Siempre se me había dado bastante bien convivir con las mujeres, pero en el caso de Natalia llevaba demasiado tiempo cediéndole terreno. No sabría concretar si fue su último comentario o la media sonrisa que me dedicó con ironía, pero el caso es que perdí un poco los papeles. Sin casi darme cuenta elevé la voz unas octavas más de lo necesario y me levanté de la mesa derribando sin querer un par de platos, que se hicieron añicos en el suelo.
—Natalia… Estás tensando demasiado la cuerda. Ya estoy harto. Necesito que me dé el aire un poco… ¡Me voy a dar una vuelta! No me esperéis despiertos, tardaré bastante; tengo muchas cosas en las que pensar, y necesito hacerlo con el estómago lleno.
Ni tan siquiera yo mismo esperaba el estallido de ira que me había empujado a levantarme de la mesa con gesto airado, pero ahí estaba; con la mirada perdida y la censura de todos flotando en el aire. Solamente Rubén fue capaz de reaccionar, levantándose con la intención de apaciguarme; pero ya era demasiado tarde; yo ya llevaba demasiado tiempo recluido en ese pequeño apartamento de 60 metros cuadrados; llevaba demasiado tiempo comiendo bazofia y demasiado tiempo contemplando a una Penélope que me trataba con la cortesía y deferencia que se reserva para los extraños. Rubén me siguió por el corto pasillo, consciente de que en ese momento cualquier comentario que pudiese hacerme sería inútil. Solamente cuando yo estaba a punto de abrir la puerta comentó:
—Yo voy contigo. Tenemos que hablar…
Yo le miré como un molusco miraría a un batracio, tratando de intuir lo que tendría que decirme. Conjeturé que habría de tratarse necesariamente de algo referente a Balbi; y con el mentón señalé hacia la salida, manifestando mi aquiescencia con un gruñido. Antes de cerrar la puerta pude escuchar a Judith discutiendo con Natalia. Discutían elegantemente, sin levantarse la voz; con la serenidad y el autocontrol de las personas que están acostumbradas a sopesar todas sus acciones. Judith parecía llevar la voz cantante:
—Déjales que se vayan, Natalia. Balagar tiene razón. Estás tan acostumbrada a exigirte a ti misma que no te das cuenta de que a veces exiges demasiado a los demás.
—Lo hago por su bien, Judith —se defendía ella—. La vida de Balagar es una completa anarquía. Para él no existen normas, ni horarios. Se alimenta como un cerdo y a veces se comporta también como un cerdo. Eructa, y yo creo que hasta se tira pedos cuando no escuchamos.
—¿Es eso todo lo que te preocupa? No trates de justificarte, Natalia. Tú nunca has sido tan superficial. Sabes de sobra que él se pasa las noches desvelado buscando en internet algo que pueda ayudar a Penélope. Ahora que parece haber encontrado algo te empeñas en darle la espalda. Nunca has sido capaz de sentir empatía por los demás; pero ahora me parece que te estás pasando. Admite que estás tan asustada como los demás.
No quise escuchar más. Si todo lo que la preocupaba de mí eran mis flatulencias ya podía esperar sentada, porque nunca renunciaría al placer de aliviarme cuando lo creyese necesario. Por más que hice memoria no pude recordar haberme tirado ningún pedo cerca de ella. Y aunque así hubiera sido… la culpa era suya y solamente suya. Si no se hubiese empeñado en atiborrarme con comida de rumiantes nunca se hubiese tenido que exponer a mis flatulencias. Mi organismo parecía no asimilar convenientemente esa minuta de lechuga, tomates, repollo y coliflor. Con esa idea aún en la cabeza salí a la calle con Rubén pegado a mis talones. Me sentí obligado a justificarme.
—Lo siento, no sé qué me ha pasado.
—No te disculpes; yo en tu lugar estaría igual. Natalia es demasiado estricta en ocasiones. Judith y yo lo hemos comentado bastante a menudo. A veces cree que todos somos capaces de vivir con su espartana disciplina.
—No es eso, Rubén; es solo que… estoy quemado. Penélope me trata con indiferencia. Es como si yo no existiese para ella. No sé qué pinto allí.
—Balagar… algún día Penélope te agradecerá todos los sacrificios que estás llevando a cabo. De no ser por ti ahora mismo estaría ingresada en cualquier pabellón psiquiátrico, desahuciada y abandonada por todos. No te rindas. Estamos a un paso de sacarla de su trance. Aguanta un poco más, tío.
La franca mirada de Rubén me dijo sin palabras que su petición era sincera. Tenía razón. Como siempre. Sentí un repentino deseo de emborracharme a su lado; de conocerle más a fondo. Su animosa mirada me reveló que él debía de sentir lo mismo. Ambos deseábamos conocernos un poco más el uno al otro. Por primera vez en las últimas semanas me sentí animado. Con una palmada en su espalda exclamé:
—Emborrachémonos juntos. ¿Te parece?
—No hemos cenado nada. ¿Nos sentará mal?
No pude evitar una sincera carcajada. La inocencia de Rubén todavía me sorprendía con frecuencia. Me recordó a un adolescente temeroso de una reprimenda tras su primera salida de juerga. Con otra fuerte palmoteada lo empujé delante de mí a la par que añadía:
—Al contrario, amigo mío; nos sentará bien. A veces la única manera de que dos hombres se conozcan de verdad es emborrachándose juntos.
Al percibir su reticente mirada, agregué:
—Tú necesitas hablar conmigo y yo necesito hablar con alguien. Estoy cansado de hablar conmigo mismo. Presiento que va a ser divertido… ¡Venga, camina!
—¿Adónde?
—Al primer bar que esté abierto, hombre. ¿Dónde si no?
Después de cuatro bares y sus consiguientes copazos Rubén había abandonado la prudencia que le caracterizaba. Me confesó algo que yo sospechaba desde hacía tiempo: había nacido algo entre Judith y él. Nos entendíamos en el caótico lenguaje de los borrachos, entre la estruendosa música de fondo y el curioso efecto anestésico que siempre parece provocar el exceso de alcohol en la lengua. Mientras esperábamos a que el camarero nos rellenase los vasos por segunda o tercera vez Rubén me lanzó una pregunta que me pilló desprevenido.
—¿Alguna vez has estado enamorado, Balagar?
Rubén se quedó expectante, con la ausente mirada embobada de quien no está acostumbrado a beber. Sus ojos estaban un poco vidriosos, como los de los peces en los mostradores de las pescaderías.
—¿Tú qué crees, Rubén?
—Yo creo que sí y que por eso te asusta tanto Penélope. Me he fijado en cómo la miras, en el cuidado con el que la tratas…
No supe qué responder. El cauteloso Rubén llevaba horas hablándome con el alma, narrándome en primera persona todo lo que sentía por Judith. Creí que le debía una explicación pero… ¿cómo explicarle que ni tan solo yo sabía lo que sentía por Penélope?
—Verás, Rubén —empecé, también un poco abotargado—. Yo no he sido lo que se dice un seductor, pero he tenido mis aventuras; y bajo mi punto de vista en el amor solo se tienen dos opciones.
—La primera opción —continué, tratando de dominar una lengua acartonada—. Es aceptarlo y hacerle frente con valentía, entregándote en cuerpo y alma a la otra persona.
—¿Y la segunda? —me preguntó Rubén al ver que yo no continuaba.
—La segunda, amigo mío, es huir. Huir antes de que te destroce por completo…
—¿Huir? ¿Quién puede huir de la persona a la que ama?
—Es difícil de comprender, Rubén; pero es muy sencillo a la vez: mi experiencia en el amor ha sido efímera y cruel. Ambas caras de la moneda me hicieron sufrir; porque el amor siempre te hace sufrir.
—Estás borracho, Balagar —dijo Rubén tratando de enfocar la vista sobre mí.
—¡No! —contesté con vehemencia—. No estoy borracho. Bueno… En realidad sí que lo estoy, pero eso no importa. Lo único que importa es que si decides hacerle frente al amor, te dejará desnudo y sediento, ansiando cada día más y más de la persona amada; llegando un momento en el que no sepas cómo soportar su ausencia. Esa sed te devorará hasta dejarte exhausto y vulnerable. Si decides alejarte, que es la otra opción; el amor te destruirá con su recuerdo. Yo ya he sido poseedor de los dos amores, Rubén; y no sabría decirte cuál de los dos es más jodido de llevar. Yo ya no creo en el amor… —apostillé mientras revolvía los cubitos de hielo de mi vaso vacío.
Rubén no debía de esperarse una confidencia como esa, y se quedó visiblemente desorientado. El barman nos dejó en el mostrador un nuevo Brugal-Cola a cada uno dedicándonos una reprobatoria mirada de soslayo. Con toda seguridad había malinterpretado nuestras confidencias y confesiones, porque su ceño fruncido expresaba un homófobo sentimiento de repulsa. Para él pareceríamos una pareja de enamorados fuera de lugar. Decidí gastarle una pequeña broma y frunciendo los labios le hice un mohín, a la par que le gritaba con acento femenino:
—¡Gracias, machote! ¡Loquita que me tienes, “guapón”!
El camarero no se molestó ni en contestar, y se colocó a una distancia prudencial. Como el garito estaba casi vacío decidió entretenerse ojeando los vídeos musicales que se proyectaban en una inmensa pantalla de plasma. Rubén estalló en carcajadas.
—¡Eres un cabronazo, Balagar!
—Lo sé y no me arrepiento ¡Verás cuando le llame luego para venir a cobrarnos! —otra carcajada de Rubén.
—Bueno —continué—. A lo que íbamos… ¿Qué sientes ahora mismo por Judith?
¡Maldito camarero, la última copa debía de habérnosla puesto de garrafón! ¿Era yo el que daba vueltas en la silla o era el mundo el que giraba en torno a mí? Nunca hubiese pensado que fuese tan difícil mantener el culo pegado a un taburete. Rubén se movía ante mí con el rostro distorsionado.
—Es difícil de explicar, Balagar —acerté a entender—. Es como una pequeña gota de lluvia en el desierto. Inesperada, refrescante, vivificadora. Es a la vez tan imprevisible como necesaria en mi vida. Me acuesto pensando en ella, y me levanto pensando en ella… a veces pienso que el vacío que me deja su ausencia me engullirá como un agujero negro. Cuando la miro no me atrevo a parpadear por miedo a que su figura se esfume como en un cruel sueño. Cuando estoy con ella el tiempo se detiene, nada cuenta… la necesito para sentirme vivo, y eso me asusta —confesó.
—Joder, macho, que profundo —contesté.— ¿Y… eres correspondido?
—Yo creo que sí, Balagar, pero nunca he sabido interpretar esos mensajes.
—¿Cómo no lo vas a saber? Eso se nota, macho.
Otra vez el mundo girando. La voz de Rubén me sonó extrañamente lejana esta vez.
—Es mi primera vez —confesó.
—¿Ehhhhh? ¿Cómo has dicho?
El mundo se detuvo con un fuerte chirrido. Me limpié los oídos con incredulidad. ¿Habría oído bien o estaba tan borracho como yo creía?
—¿Qué has dicho? —Rubén bajó la vista avergonzado
¡Era cierto…! ¡Increíble… treinta y pico años y el tío era virgen todavía! Reconozco que le miré divertido y con muy poco tacto, haciéndole sentir incómodo. Empezó a farfullar aceleradamente frases inconexas.
—Yo, la verdad, nunca… ellas nunca… ¡Pues no! —estalló—. Yo nunca he estado con una chica.
—Joder, amigo —admití sorprendido—. ¿Ni siquiera pagando?
—Balagar, no seas ordinario. No creo que sea para tomárselo a broma.
—Lo siento, chico… No te lamentes. Eres afortunado. A ti nunca te han partido el corazón. ¡Salud!
Lo siguiente que recuerdo son las luces del amanecer cegándonos a la salida de otro cuchitril. No sé de qué hablamos a partir de aquel momento, ni cuántas copas tomamos de más. Solo sé que tuvimos que tomar un taxi porque no sabíamos volver a casa; y que esa noche fue mi primera y última experiencia como consultor sentimental.
Nunca he vuelto a divagar sobre el amor con un hombre y creo que nunca más lo haré. Nuestras confidencias habían reventado el estricto equilibrio de poder que yo siempre había mantenido con Rubén, colocándome en un nivel de vulnerabilidad que yo jamás admitiría. Esa noche dejé de ser el macho dominante de la manada, convirtiéndome por un segundo en uno de sus más tiernos cachorrillos. Lo supe en el instante mismo en el que él me arropaba como a un niño, deseándome buenas noches cuando realmente eran ya los buenos días. Lo supe cuando le confesaba entre vahídos que mataría por estrechar entre mis brazos a Penélope. Lo supe cuando fui consciente de que yo estaba desnudo y él aún estaba vestido.








Capítulo
28

M
edallas apuró la última calada de su cigarrillo. Hacía un par de semanas que Maraña no le molestaba, y eso le tenía desconcertado. Le daba la impresión de que había aflojado su abrazo en torno a él a la espera de que le condujese hacia su presa; pero eso no había sucedido. A Balagar parecía habérselo tragado la tierra. Ni un mensaje; ni una llamada; nada…
—Pase usted, señor comisario.
Medallas arrojó la colilla por la ventana, volviendo a introducir su orondo corpachón en la sala de espera. Miró de reojo y con resentimiento el maldito cartel de “Prohibido fumar” que coronaba todas y cada una de las desconchadas paredes. El puñetero teniente Sandoval le observaba en posición de descanso, con su condenatoria y maldita expresión marcial.
—Aquí no se puede fumar. Debería usted saberlo.
—Váyase a tomar por el culo, teniente.
No soportaba a ese arrogante de mierda, siempre con esa expresión de perdonavidas.
—Acompáñeme, por favor… —contestó imperturbable el militar.
—¿A dónde, a tomar por el culo? —el comisario disimuló una risilla sardónica—. A eso puede usted irse solo perfectamente, que me consta que conoce bien el camino.
—No sea niño, comisario. Acompáñeme. Ya sabe usted que al coronel no le gusta que le hagan esperar.
—Ya, ya… bla, bla, bla… —se burló el comisario—. ¿Sabe usted, teniente? —añadió con agresividad—. Estoy un poco cansado ya de ser su perrito faldero; de que me llamen solamente cuando les viene en gana y de que me oculten información. De hecho hoy he estado a punto de decirles que no me daba la gana de venir; a ver qué les parecía.
—¿Viene usted o le hago entrar yo?
—Me gustaría ver como lo hacías, mequetrefe —masculló para sí el comisario.
Un soldado se colocó a su espalda, atento a las indicaciones del estricto suboficial. Medallas le miró ofendido, soltando un pequeño bufido.
—Tranquilo, Rambo —dijo el policía—, no tendrás esa alegría. Detrás de usted, teniente, detrás de usted; como a usted le gusta.
—Gilipollas —rezongó el militar, visiblemente sonrojado.
Cuando entraron en la sala de operaciones el escenario no había cambiado demasiado desde su última visita. Los mismos monitores, el mismo laberinto de cables y de enchufes; solo que en esa ocasión no había nadie. La sala estaba casi vacía. Quizás influyera el hecho de que fuesen casi las tres de la mañana, y que fuese sábado; pero en todo caso no parecía muy casual que nadie trabajase precisamente esa noche. Medallas paseó la vista por la habitación y entonces la vio. Era ella; no cabía duda; solo que un poco más morena y delgada. Ella le devolvió la mirada antes de cerrar la puerta tras de sí. No pudo evitar gritar su nombre sorprendido:
—¡Sole...! ¡Soledad…! ¿Era ella, verdad?
—Aquí el único que hace preguntas soy yo, comisario —afirmó el coronel con su voz autoritaria mientras se interponía con habilidad entre él y la puerta—. Todo a su debido tiempo. Todo a su debido tiempo… ¿Sabe usted para lo que le hemos hecho venir?
—¿Cómo demonios quiere que lo sepa? ¿Cree usted que soy adivino o qué? ¡Estoy cansado de que me manipule, coronel! ¡Son las tres de la mañana! —protestó airado el comisario—. ¿Es que se ha vuelto completamente loco o qué?
—Tranquilícese, comisario. No le hubiese hecho venir si no fuese importante. ¿Quiere tomar algo? —el aludido negó con la cabeza.
—Bien, bien… verá usted, comisario. El caso es que le he llamado porque voy a proponerle un trato. Un trato que estoy convencido de que le va a parecer bastante satisfactorio.
—Dispare.
—El caso es que en nuestra última reunión nos comentó que usted y su amigo Balagar habían salvado a una chica hace muchos años de morir envenenada y después quemada. Usted no recordaba su nombre, pero Soledad sí… Yo le diré su nombre. Seguro que le suena.
El comisario hizo una mueca con los labios.
—La chica se llamaba Gema Olivar Pintado. ¿Le dice algo?
El comisario volvió a negar con la cabeza, pero sus ojos decían justamente lo contrario. Maraña exhibió una triunfal sonrisa.
—Bien, veo que nos entendemos perfectamente. Lo cierto es que en un principio no nos pareció relevante, pero cuando nos pusimos a investigar un poco, nos dimos cuenta de que Gema es la directora de un centro de acogida a mujeres maltratadas. Un centro de acogida en el que Balagar participa activamente —el rostro del comisario se había vuelto lívido como la cera.
—Ingenioso, sí señor —continuó el veterano espía meneando la cabeza con aprobación—. Estábamos empeñados en buscar a Balagar fuera de Oviedo. Parecía lógico que intentase poner tierra de por medio, pero no, él decidió esconderse aquí mismo. Se mimetizó perfectamente con el ambiente que mejor conoce, el de sus vecinos, el de Oviedo… ¿Sabe usted cuantos pisos francos tiene la asociación en España, comisario? Yo se lo diré: trece. No son muchos, pero sí los suficientes como para hacernos perder un tiempo muy valioso.
—La ley no permite el acceso a esos datos —farfulló confuso el comisario—. Muchas de esas mujeres están amenazadas por sus ex parejas. Se han ganado con su sangre y sus lágrimas el derecho al anonimato.
—No sea ingenuo, comisario… Sabe perfectamente que nuestro acceso a la información es ilimitado. ¡Somos el CESID! Nosotros dictamos las normas y las leyes. Aquí en Oviedo hay un piso que no es propiedad de la asociación pero que es ocupado con relativa frecuencia por alguna de sus protegidas. ¿Sabe usted lo que encontramos en ese piso, señor comisario?
—Me lo puedo imaginar —concluyó abatido Medallas.
—Pues sí, allí estaba el señor Balagar, acompañado por la bellísima Penélope y otra serie de personas que no vienen al caso.
—Debí imaginármelo —se lamentó el policía—. Ya me extrañaba a mí que no me llamasen para nada…
—En efecto. ¿Para qué llamarle si teníamos al alcance de la mano todo lo que necesitábamos?
—¿Entonces para qué me han llamado ahora si dice que no me necesitan? —dijo el policía.
—He dicho que no le necesitábamos, pero eso era antes.
—¿Antes de qué? —inquirió el policía intrigado.
—Antes de saber que Penélope ahora mismo no nos sirve de nada.
Medallas arrugó el entrecejo con extrañeza. El coronel continuó como si nada:
—Todos estos días les hemos tenido sometidos a una estricta vigilancia audiovisual. Una vigilancia discreta pero efectiva, que nos ha permitido concluir que a Penélope la han debido de tratar con alguna sustancia psicotrópica extraña; si es que aún no lo siguen haciendo —añadió con voz misteriosa—. Dicha sustancia parece haberle dejado unas secuelas bastante severas, que le impiden relacionarse de manera adecuada con su entorno.
—Explíquese, por favor —rogó el comisario, ahora verdaderamente interesado con el rumbo que estaba adquiriendo la conversación.
—Tenía usted razón. Balagar encontró a Penélope antes que nadie. Suponemos que la tenían recluida en la residencia de Ernesto Zaldumbia; pero no estamos seguros de eso al cien por cien. Cuando les localizamos Penélope presentaba un síndrome de abstinencia espantoso; pero poco a poco parece ser que pudo hacerle frente. En estas dos semanas debería haber experimentado una mejoría considerable, pero en lugar de ello sus conversaciones aún son erráticas. Divaga y tiene lagunas mentales que la incapacitan totalmente para nuestros intereses.
—¿Y qué pinto yo en todo esto? —preguntó, desorientado, el comisario.
—Es muy sencillo, comisario. Balagar está convencido de que pueden ayudar a Penélope, pero para ello necesita unos medicamentos que no le serán fáciles de adquirir. Yo estoy dispuesto a ofrecerle esos medicamentos.
—Pues ofrézcaselos. No veo que me necesite usted para nada.
—Efectivamente —repuso sonriente Maraña—. Podría entrar en esa casa y ponerlo todo patas arriba. Podría arrestarles y pasarme días interrogándolos antes de que nadie se preocupase por ellos ni un ápice, podría…
—¡Pues hágalo! —le interrumpió Medallas con impertinencia—. Ya estoy un poco cansado de sus juegos de espía, coronel. Si le soy sincero me importan tres cojones lo que se traigan entre manos ustedes con Penélope. Yo solo quiero descansar y ayudar a Balagar en todo lo que pueda; lo demás me trae sin cuidado. He dejado a mi hija preocupada en casa, viniendo a una reunión que no me va a traer más que problemas. ¿No es así, coronel?
El aludido torció un poco el gesto, molesto por la interrupción del amotinado policía. Bebió un trago de agua.
—Le estoy ofreciendo a usted la posibilidad de saldar una deuda con el pasado. Una deuda que usted contrajo hace muchos años con su amigo. Le propongo a usted servir de intermediario en un canje. Penélope a cambio de Soledad. La única condición que le pondré es que la chica esté perfectamente cuerda y consciente. Mientras eso no suceda Soledad continuará muerta para todos. ¿Qué me dice, comisario?
—No solamente eso —continuó el coronel—. Le ofrezco la posibilidad de auxiliar a una persona enferma. Penélope nunca mejorará sin nuestra ayuda. Necesita una serie de medicamentos muy difíciles de conseguir.
—¿Por qué quiere que lo haga yo? —preguntó el policía—. Eso podría hacerlo usted…
—Balagar ya no confía en nadie, comisario. Sabe que usted nunca le engañaría. En estos momentos solamente él sabe qué fue lo que indujo a Penélope a sumirse en ese estado. Solo él puede sacarla de ese trance, comisario. Yo le ofrezco la posibilidad de reunir a Balagar con su pasado; y ambos sabemos lo que responderá. Puede usted decirle que he sido yo el que le he dado las medicinas si quiere; pero nunca deberá desvelar la existencia de Soledad. En ese punto no hay discusión posible. Yo seré el que decida cuándo y cómo han de reunirse Balagar y ella. ¿Le parece bien?
Medallas pestañeó confuso. Tenía la mente totalmente en blanco. No supo qué decir. El coronel decidió ayudarle un poco a vencer sus reticencias. Cruzó las palmas de sus manos desenfadadamente, jugueteando divertido con sus pulgares.
—No es necesario que me lo diga ahora. Tiene usted toda la noche para meditarlo. Balagar está ahora mismo de fiesta con Rubén Ortiguera. Tiene usted hasta mañana a mediodía para pensárselo, comisario. Que tenga usted buenos sueños. ¡Sandoval! —añadió con naturalidad, acallando cualquier opción de réplica—. Acompañe a este caballero hasta la salida.
—¡Ah, se me olvidaba! Solamente una cosa más, comisario. He autorizado a todos mis hombres a emplear las medidas que consideren oportunas para impedir que vuelvan a desaparecer. No haga tonterías.
Cuando el comisario salió de la habitación una figura se movió al fondo de la sala. Una figura que había permanecido quieta y en completo silencio durante toda la entrevista, amparada por las sombras que proyectaba un enorme tapiz colgado en la pared.
—A nosotros nos serviría perfectamente aunque esté incapacitada, coronel. Es más —sugirió, con una sonrisa cruel—. Lo cierto es que no nos importaría que estuviera incapacitada. De hecho, casi preferiríamos encontrárnosla en ese estado.
—Cuando obtenga la información que necesito será toda suya, Eminencia. No le quepa la menor duda. Puede usted darle mi palabra al cardenal Espigno. Lo último que necesito ahora son más problemas. Lo que hagan ustedes con esos terrenos no es de mi incumbencia.
—Se lo agradezco, coronel.








Capítulo
29

D
oscientos sesenta metros. Esa sería la distancia exacta que recorrerían en un segundo los doscientos cuarenta gramos de plomo que le arrebatarían la vida a Ernesto Zaldumbia. El pulido cañón de acero estriado de la mortífera Heckler & Koch emitía un impecable brillo azulado tras haber sido concienzudamente engrasada. El olor a lubricante aún flotaba en el ambiente del estrecho camarote, borrando el rastro de otros olores igualmente lúbricos, aunque de origen más carnal. Malasangre hizo saltar el cerrojo con un seco chasquido al montar el arma, quedando satisfecho con su funcionamiento.
Eran las diez de la noche; y acababa de llamarle Adolfo Saavedra. Él y Ernesto estarían esa noche cenando en el Hotel de La Reconquista, invitados por la Cámara de Comercio de Oviedo.
—“Mátale al salir del hotel”—le había dicho, como si tal cosa—. “Habrá mucha gente saliendo a la vez. Con la confusión del momento nadie sabrá quien ha sido”.
Eso le había dicho el político sin apenas inmutarse, como si matar a un hombre fuese tan fácil como arrojar una colilla a un cenicero. Cada vez estaba más convencido de que cualquiera servía para la política. Solo era cuestión de saber mentir y de creerse sus propias mentiras; y en eso seguro que Adolfo era un maestro; pero matar… matar no era tan sencillo.
El plan que le sugería el político era un completo suicidio, resolvió el veterano asesino mientras acababa de enroscar el pequeño tubo metálico que habría de servir de silenciador. No le gustaba nada. Demasiadas variables que podían salir mal; la primera de ellas la proximidad de la Comisaría de la calle General Yagüe. ¿Qué cojones podía saber un político de matar en primera persona? ¡Nada, absolutamente nada! Adolfo, como otros jefes a los que había servido en el pasado solo sabía ordenar; sin importarle las consecuencias. Había repasado mentalmente uno a uno todos los posibles resultados; y el final de su película siempre era el mismo: su propia muerte. Podía sentirlo como en una proyección a cámara lenta, fotograma a fotograma.
Escupió con dejadez el palillo de dientes que llevaba rumiando desde después de la cena. Haría caso a su instinto, se pusiera como se pusiese Adolfo Saavedra. Llevaba todo el día sintiendo esa extraña sensación; ese hormigueo en la boca del estómago que sentía cada vez que tenía que arrebatarle la vida a otro hombre. Calculó que aún faltarían al menos dos horas hasta que finalizase la cena; así que tenía tiempo de sobra. Cargó a su espalda el ligero petate en el que viajaban sus exiguas pertenencias —dos mudas de ropa deportiva, unas cuantas fotos y dos pistolas— y abandonó con lentitud el decrépito buque de carga. El viejo cementero parecía mantenerse a flote por puro arte de magia, gimiendo y lamentándose con cada suave embestida del oleaje. En cierta medida se alegraba de no tener que pasar más tiempo allí metido; respirando el viciado aire cargado de áridos de ese arcaico mastodonte; pero no podía evitar sentir cierta nostalgia; cierta desazón al despedirse de ese montón de chatarra que había llegado a considerar su casa. Los hombres como él no se merecían tener un hogar propio, saltaban de refugio en refugio como oscuros vencejos; sumidos en una migración de tormento y muerte.
Cuando estaba a punto de cruzar la improvisada pasarela que había de conducirle a tierra firme reparó en la presencia de una pequeña sombra acercándose sigilosa por su espalda. Pudo reconocer el intenso aroma a incienso y sándalo de lucía; y se detuvo sin atreverse a mirarla de frente.
—¿Entós qué, loco? —le reprochó la joven con suavidad.—. ¿Te vas a ir así, como un puto mamagüevos?
Malasangre se quedó callado. Nunca se le habían dado bien las despedidas. Escupió con apatía por encima de su hombro derecho, acomodando de nuevo en su espalda el petate que había dejado descansar un microsegundo en el suelo.
—Nunca he sido un hablamierda, Lucía. Siempre has sabido que yo solamente soy un ñero.
—Sí, Evaristo; pero nunca dijiste que lo fueras a hacer así: de noche, como un cobarde. Después de echarme los perros resulta que te vas como un puto gomelo.
—Oye, mamita, barájala más despacio. Estuvo chévere lo nuestro; pero no creo que tengamos el chance de volver a vernos. Búscate otro perro que te dé machuca. Yo no te convengo.
—¿Siempre es así? —preguntó con suavidad Lucía, arrastrando las palabras con dolor.
—¿El qué?
—Tu vida, Malasangre; tu puta y miserable vida… Vives como una fiera, escondiéndote de cueva en cueva sin atreverte a mirar a los ojos a nadie; incapaz de sentir otra cosa que no sea miedo. ¡Sí; miedo…! —exclamó descompuesta la meretriz—. Miedo a comprometerte, miedo a no ser capaz de volver a matar, miedo a sentir… ¡Mírame, Malasangre! ¡Mírame y dime a la cara que no sientes nada! ¡Mírame y dime que no tengo razón!
Evaristo se quedó petrificado. Nunca nadie se había atrevido a hablarle de esa manera tan descarada, y nunca nadie había podido leer en su oscura alma como esa deslenguada jovencita. Volvió a dejar la mochila en el suelo, girándose lo suficiente para alcanzar a ver un brillo húmedo en los ojos de la muchacha. ¡Estaba tan bella con la luna adornando su cabeza!
—Verás, mamita —empezó, carraspeando, el asesino—. Píntala como quieras… Ni todo es lo que parece ni todo parece lo que es. Ya te he dicho que serías una buena perra para mi hijo. Eres una aviona, pero pintarías chévere como madre. Estaría rico que mis nietos llevaran tu sangre mezclada con la mía, pero no vayamos a embarrarla. Deja que me vaya igual que vine: calladito y sin joderla.
—Ya no mames más, cabrón —repuso ella entristecida—. Dímelo a la cara. Dímelo mirándome a los ojos, maricón.
Cógela suave, Lucía. Quieres que te mire a los ojos —continuó con pesar—, sin saber que te invadirían de una niebla oscura y maloliente. Todo lo que me rodea sabe a muerte, Lucía. Cada vez que mato a un hombre su última mirada se me queda apegada y se empeñan en venir a joderme cuando duermo. Matar es fácil, mamita. Lo difícil es olvidar que has dado muerte. Es como morirse un poco cada día. ¿Es eso lo que quieres para ti?
—No entiendes nada, Malasangre. Vete, y lleva contigo toda tu locura. No te preocupes. No he olvidado mi promesa. Iré a ver a tu familia y les dejaré tu recado, pero nadie te esperará. Nadie preguntará por ti, porque estoy segura de que para ellos estás muerto desde hace tiempo ya; si es que alguna vez has llegado a estar vivo. Me compadezco de ti. Que te vaya chévere, Evaristo.
Malasangre cruzó el improvisado tablón de madera sin volver la vista atrás, con las palabras de lucía retumbándole una y otra vez en su cabeza. Si lucía hubiese podido ver las lágrimas de sus ojos tal vez no hubiese sido tan cruel con él. Si odiaba las despedidas era porque no podía soportar la idea de separarse de lo único que le hacía sentirse un ser humano de vez en cuando.
Condujo durante media hora hasta llegar a Oviedo, reconociendo que quizás nunca hubiese prestado la debida atención a las cosas importantes de la vida. No sabía nada de sus hijos, y las contadas ocasiones en las que había ido a visitar a su mujer no se había molestado en hacer otra cosa que no fuese acosarla para dar cuenta a sus ilimitadas ansias carnales. Nunca le había sido fiel —ni tan siquiera lo había pretendido—, y tenía serias dudas de la autoría de su último embarazo; pero los quería a su manera. Todas las semanas les mandaba un giro con el dinero suficiente para que no les faltase de nada; y eso, al menos bajo su particular punto de vista, era suficiente para compensar todo el vacío que podía provocarles su ausencia.
Un atronador pitido, seguido del chirrido de unos neumáticos rompió sus meditaciones. Pudo ver por el espejo retrovisor el gesto airado y despreciativo del conductor de un todoterreno de alta gama que le dirigía todo tipo de insultos y amenazas. Bajó la ventanilla con el ánimo de pedirle disculpas; pero entonces pudo escuchar con claridad sus insultos mientras le adelantaba con un fuerte acelerón.
—¡Aprende a conducir, machupín…! ¡Putos panchitos de mierda…!
Ya tenía la mano sacada para pedir disculpas, pero el ofensivo insulto le hizo cambiar de opinión y sin dejar de mirar al conductor del todoterreno elevó su dedo corazón. Ya estaba. Ya había vuelto ese sentimiento tan familiar y reconfortante. Estaba preparado para matar. Se fijó en el adhesivo que llevaba estampado el todoterreno en la luna trasera: “Dios te ama”.
—¡Hijueputa! ¡Pirobo maricón, gonorrea de mierda!
Dios podría amarle pero su alma le pertenecía al diablo, que se la había ido ganando partida tras partida, mano tras mano, muerte tras muerte. Un hormigueo de excitación comenzó a desbordar sus venas mientras iniciaba la persecución del todoterreno.
Dejaron atrás la rotonda de la plaza de la Cruz Roja, enfilando la avenida de Víctor Chávarri como dos auténticos desequilibrados, empeñados en demostrarse la hombría el uno al otro a fuerza de acelerador. La carrera duró poco; porque poco antes de la calle La Luna el semáforo se puso en rojo.
Una cruel mueca de satisfacción asomó al rostro de Evaristo, que no detuvo su marcha hasta no tener el culo del todoterreno a su alcance. Calculó con frialdad el alcance del impacto y dejó que su pequeño utilitario embistiese por detrás el mastodóntico chasis negro. La pegatina de “Dios te ama” se escurrió entre los miles de diminutos cristales que salieron despedidos a consecuencia del brutal encontronazo; como si Dios se hubiese escurrido de su vida una vez más; unos segundos más. Los segundos necesarios para reventarle la cabeza al orondo y pelado energúmeno que se bajaba del todoterreno en ese momento con cara de pocos amigos y un bate de beisbol en las manos. Le hizo gracia la manera en la que se subía las mangas ese coscorria mal parido, como si su desafiante gesto pudiese intimidarle. Esperó a que se acercase lo suficiente.
—¡Te voy a matar, panchito de mierda! —gritaba a voz en grito—, ¡Sal de tu puto coche ahora mismo, que te voy a romper en pedazos, hijo de puta!
No le dio tiempo a terminar su amenaza. Por la ventanilla del pequeño coche ya asomaba el aterrador cañón de la Heckler & Koch .45. Sonó un pequeño estornudo y la oreja derecha de su pendenciero provocador se volatilizó desintegrada. Una mueca de sorpresa precedió a la escena de terror que se sucedió a continuación. El gordo propietario del todoterreno echó a correr hacia su coche para intentar ponerse a salvo antes incluso de que la sangre comenzase a brotar del pequeño cráter que antes ocupaba su oreja. El bate de beisbol produjo un sonido sordo a madera seca mientras Malasangre salía lentamente de su coche, con la pistola camuflada por una chaqueta de punto de color rojo. Tan roja como la sangre que empezaba a empapar la lujosa tapicería de cuero del Range Rover. El sangrante gordinflón dejó a un lado su pequeño smartphone renunciando a la idea de avisar al 112. Malasangre se lo había hecho saber con una mirada vacía y cargada de desprecio. “Otra vez ese maldito pistolón” —acertó a pensar.
Maldijo el momento en el que se había dejado llevar por el impulso de humillar a ese panchito de mierda montado en su asqueroso Opel Corsa. Cerró los ojos. “Me va a matar este mono por gilipollas. Miriam nunca me lo perdonará”.
—Cuando uno empieza una guerra tiene que estar seguro de poder ganarla, hijueputa —la voz de su asesino sonaba extrañamente tranquila. Aterradoramente tranquila.
“El cañón de la pistola está frío” —pensó el agresor, tristemente convertido en víctima— ”Yo creía que debería de estar caliente”.
—Te voy a dar boleto, gonorrea. Despídete de tu dios, comemierda
El sanguinolento provocador empezó a sollozar, aceptando su absurdo y delirante final. Malasangre estaba a punto de apretar el curvado gatillo cuando reparó en las dos pequeñas sillitas de bebé. Estaban ocupadas por una pareja de niñas que le observaban con los ojos agrandados por el miedo. La mayor de ellas no tendría más de cuatro años; y la pequeña apenas era un bebé recién nacido. ¿Cómo era posible que un padre de familia cargado con unos niños se empeñase en un desafío de una manera tan absurda? Malasangre bajó la pistola. No sería él quien privase a esas niñas de una infancia como la de cualquier niño. Estaba cansado de obligar a niños a asistir a entierros injustos; estaba harto de arrebatar los sueños a víctimas de las decisiones arbitrarias de unos jefes sin escrúpulos. No quería los fantasmas de esas dos niñas acompañándole en sus sueños.
—Levántate, comemierda —el aludido no sabía si hacerle caso o quedar allí postrado.
—Es tu día de suerte, hijueputa. Me has pillado en un buen día. Tú crees que para ser chulo hay que tener cojones y dinero; pero para ser chulo no hace falta la plata; solo los cojones, y de eso nos sobra a los pobres. Cuida de tus hijas y recuerda que les debes la vida. Que no se te olvide nunca, gomelo de mierda.
Un corro de curiosos se había apelotonado alrededor de ellos, atentos al desenlace de la desigual confrontación. Nadie se había atrevido a moverse de su sitio; pero muchos de ellos hablaban atropelladamente a través de sus teléfonos móviles. Algunos incluso se dedicaban a grabarlo con una morbosa y macabra satisfacción. “Verás cuando se lo enseñe a mis amigos”, podía leerse en la mayoría de sus rostros. Malasangre se repitió una vez más que estaba en un país de locos, donde cada perro se limitaba a cuidar de chupar su propio culo.
Se metió en su Opel Corsa y haciendo caso omiso a los pitidos de los coches que le rodeaban rebasó al todoterreno negro. Cuando lanzó un vistazo a su interior pudo ver a un padre aterrado abrazando a unas niñas que lloraban desconsoladas. Podía dar las gracias de que no fuesen solamente ellas quienes le llorasen. Dejó a la derecha el teatro Campoamor y miró de reojo la maternal escultura de Botero mientras unas sirenas policiales anunciaban la llegada de la policía al lugar en el que se acababa de desarrollar su singular duelo a vida o muerte. Otro coche de policía se le cruzó antes de enfilar la bulliciosa calle Uría. Muchos de los transeúntes le dirigían una desdeñosa mirada al advertir su coche destrozado; pero a nadie parecía extrañarle la apariencia de su vehículo. Tan solo era otro inmigrante a bordo de un coche destartalado. Otra boca a la que alimentar, otra voz descontenta; otras manos dispuestas a trabajar por una tarifa aún más irrisoria.
Dejó el coche en una zona reservada a minusválidos en la calle Santa Susana. Ya no le haría falta. Además, toda la policía de Oviedo estaría buscándole a esas horas.
Sacó del maletero una funda de trabajo verde. “Ayuntamiento de Oviedo. Servicio de Limpieza”. Nadie se fijaría en él. Se ajustó una gorra de tela que rezaba “Oviedo, Escoba de Plata 2012” y se alejó silbando una distraída melodía a ritmo de bachata hacia el parque del Campo San Francisco. Allí esperaría a que le llamase Adolfo Saavedra. Nadie buscaría a un barrendero.
Adolfo se revolvió incómodo en su silla lujosamente acolchada. La cena se estaba alargando más de lo previsto; y ya empezaba a estar harto de las impacientes miradas que le dirigía de soslayo Ernesto desde la mesa vecina. Se había visto obligado a acompañarle día y noche en las últimas semanas; pero ese sería su último encuentro; de eso podía estar bien seguro. Esa misma mañana había aprovechado un descuido de Ernesto para efectuar una llamada a Cardozo. Una llamada que había significado la sentencia de muerte inmediata e inaplazable. Una sentencia de muerte que habría de rematar Malasangre esa misma noche. Podía escuchar de fondo el runrún de los comensales que les rodeaban; sin duda algo entonados mientras mantenían una cordial sobremesa; pero esa noche era incapaz de prestar atención a nada que no fuese el momento de salir de allí para observar cómo le volaban la cabeza a Ernesto.
—Adolfo… Adolfo, estás muy distraído esta noche… ¿Te preocupa algo?
Era María José la que hablaba. Estaba arrebatadora con ese vestido corto de color salmón. Su piel bronceada resaltaba favorecida por el brillo de esa diadema de brillantes. En otras circunstancias se hubiese dedicado a coquetear con ella a espaldas de su marido, el ingenuo y confiado candidato a la alcaldía de la oposición. Fantasear con la simple idea de follársela a espaldas de su marido siempre había representado una de sus mayores y más intensas fantasías eróticas; pero esa noche se veía incapaz de dedicarle toda la atención habitual.
—No es nada, Mari —repuso, procurando parecer despreocupado—. Es solo que no he conseguido reponerme aún de la desaparición de mis hijas —mintió.
—Lo siento, Adolfo. Sabes que no era mi intención —un rubor adolescente brotó de sus mejillas.
—Lo sé, Marichi. ¿Te he dicho lo increíblemente bella que estás esta noche?
Pocos adivinarían el origen de ese término tan cariñoso entre ellos. Mari “Chichi Loco” había nacido en las cálidas sábanas de un hotel a las afueras de Gijón.
—Esta noche todavía no me habías dicho nada, Adolfo. Ya empezaba a estar un poco preocupada —entonó con coquetería María José, inclinándose un poco para permitirle tener un mejor ángulo de visión de su generoso escote.
Adolfo no pudo hacer otra cosa que admirar una vez más ese par de prometedores pectorales. Ella nunca lo admitiría, pero el cirujano que se las había operado había hecho un buen trabajo. De los mejores. No cabía duda.
Le sacó de sus eróticas ensoñaciones la inesperada irrupción de Ernesto. Su llegada lo mandó todo al carajo: la dulce boca de Marichi descendiendo por su ombligo, sus largas piernas perfectamente torneadas anclándose a su cintura; sus increíbles y desafiantes pechos.
—¿Ocurre algo, Ernesto? —preguntó, con una cínica sonrisa, mientras apartaba de un manotazo la mano de su imprudente acompañante.
—¿Me acompañas un momento, por favor? Tengo algo que contarte —dijo con gesto serio el empresario.
—No es un buen momento, Ernesto —contestó el político, tratando de disimular una monstruosa erección.
—Yo creo que sí, Adolfo. Deberías acompañarme. Han encontrado a Penélope.
Ernesto formuló su confidencia al oído en un inapreciable susurro pero tuvo el efecto de provocar un cañonazo en su sistema auditivo.
Adolfo comenzó a levantarse, teniendo la precaución de abrocharse la chaqueta de su traje con anterioridad. En voz baja musitó una disculpa a sus acompañantes, en especial a su lujuriosa partenaire y siguió a paso vivo a Ernesto en dirección a los lavabos. En el tocador de señoras reinaba una gran animación; y todas coreaban a carcajadas alguna divertida ocurrencia o algún despiadado cotilleo. Ernesto entró como una tromba en el excusado de caballeros y cuando Adolfo hizo su aparición ya había registrado una por una todas las letrinas.
—Estamos solos. Podemos hablar sin peligro —anunció.
—¿Cómo es eso de que han encontrado a Penélope? ¿Quién, cómo, en qué estado?
—Tranquilízate, Adolfo. Nosotros. NOSOTROS —y remarcó con énfasis la palabra— la hemos encontrado. Acaba de llamarme Sergei. Acaban de ver a Balagar en un bar de copas. Ha dejado a dos hombres siguiéndole. Esta vez no se les escapará. De eso puedes estar bien seguro.
—¿Están seguros de que era él? —preguntó con desconfianza el político.
—Al cien por cien, Adolfo. Sergei nos está esperando en la plaza de la Escandalera. Vamos, no tenemos tiempo que perder.
—Dame un par de segundos. Tengo que ir al retrete.
—Te espero en el hall del hotel. No tardes… ¡Ah! —añadió con una pícara sonrisa—. Yo que tú dejaría de tontear con la mujer de Toribio Manso. Se la está cepillando también Anselmo, el concejal de Cultura; y dicen por ahí que ese tiene purgaciones. No me extrañaría que las acabases pillando tú también…
Cuando Ernesto salió de los lavabos Adolfo se encerró en uno de los retretes. Lo primero que hizo fue examinarse los genitales, por si acaso; pero no vio en ellos nada alarmante. Lo mejor de tirarse a “Chichi Loco” había sido precisamente el sexo sin protección; pero acababa de darse cuenta de que no todas las veces lo que parece ser seguro lo acaba siendo. Se alegró de llevar tanto tiempo sin tener relaciones con Victoria. El único escándalo que le faltaba era que le dejase su mujer por promiscuo y putero.
Una vez seguro de que todo estaba como debía de estar se dedicó a hacer lo que tenía previsto antes de que Ernesto le envenenase con sus suposiciones. Sacó el teléfono móvil del bolsillo interior de su chaqueta y le cambió la tarjeta interna para avisar a Malasangre. Nunca le habían gustado los cambios de planes y menos cuando afectaban de forma tan cercana su propia supervivencia. Al tercer tono le contestó la voz apática y lejana de Malasangre:
—¿Quiuvo, patrón?
—Cambio de planes. Salimos ahora mismo. Tienes diez minutos para prepararte.
—Ya estoy en el parqueadero, patrón —el sicario cortó la comunicación.
La mente de Adolfo asoció subliminalmente el prolongado tono agudo del teléfono como una premonición, recreándose en la imagen de un enorme monitor cardíaco colocado en el pecho de Ernesto. Ese pitido significaba el fin de sus latidos; el final de su vida. Sonrió satisfecho.
Diez minutos después salía del Hotel de La Reconquista a paso ligero al lado de un adusto y tenso Ernesto; que no había dejado de increparle con la mirada en todo el rato que había tardado en despedirse de todos sus compromisos sociales. Para él era más sencillo, tan solo era un ridículo empresario de mediano éxito y dudosa reputación. Pocos eran los que se arriesgarían a empeñar su imagen con un hombre como él. Y hacían bien.
No pudo evitar un respingo al advertir la presencia de Malasangre. Estaba emboscado en uno de los portales de la calle de enfrente, simulando estar ojeando la nueva colección de gafas de Dusco Galvani. A través del reflejo de los cristales pudo percibir la tensión de su mandíbula; la forzada postura del depredador atento al paso de su confiada presa.
Parecía un puma a punto de saltar sobre un desprevenido conejo.
Le indicó con un gesto de la mano a Ernesto que avanzase en dirección a la calle Gil de Jaz, mientras observaba cómo se deslizaba la mano del sicario hacia uno de sus sobacos. Supuso que era allí donde llevaba la pistola. Estaban a doce, diez, nueve metros; y entonces de repente el sino cambió para Ernesto. De la cafetería que estaba al lado de la óptica surgieron tres policías nacionales uniformados; que entre risas se dirigían a darles el cambio de turno a sus compañeros en la comisaría de la calle General Yagüe. La sangre se le heló en las venas por un momento al veterano político, que solamente respiró tranquilo cuando comprobó que Malasangre se limitaba simplemente a devolver a su escondite su arma, alejándose calle arriba como un transeúnte anónimo más. Adolfo maldijo en silencio su mala suerte. En las últimas semanas todo le salía al revés de como él planeaba y para un hombre de rutinas como él eso era demasiado desequilibrante. Ernesto malentendió su suspiro de resignación, comentando con desenfado:
—Yo también estaba un poco harto de ese rollo. Menuda reunión de cacatúas y come pollas. Acelera, Adolfo; que todavía se nos va a acabar escapando ese cabrón.
—¿Cómo sabemos que mi hija estará con él? No te olvides que mi otra hija, Natalia, también ha desaparecido… ¿Quién nos dice que no se ha cansado de ellas?
—Adolfo… —espetó con un ladrido el empresario—. Me importan tres cojones tus hijas. Para serte sincero agradecería no haber sabido nada de ellas en mi puta vida. Yo solo quiero a Balagar. Ese cabrón morirá esta noche. Si te parece bien, perfecto; y si no te parece bien… pues te jodes.
—Ernesto, te estás pasando. No olvides que fui yo quien decidió ayudarte. No me provoques.
—Ya no me das miedo, Adolfo. Hace tiempo que ya no tengo nada que perder. En cuanto arreglemos lo de Cardozo te irás de mi vida a la velocidad de un puñetero neutrino. No me has traído más que problemas desde que te conozco.
Adolfo avivó el paso, tratando de alcanzar al iracundo empresario; que no se cuidaba ni tan siquiera de bajar la voz, amonestándole en plena calle como a un vulgar raterillo de los que componían su nómina. Se había pasado las tres últimas semanas aparentando sumisión; pero eso ya era demasiado. Cuando estuvo a la altura del empresario le agarró por uno de los hombros, tirando hacia atrás con la intención de propinarle una bofetada por su atrevimiento; pero el metálico resplandor de la pistola que empuñaba Ernesto en su mano derecha le borró instantáneamente todas sus intenciones. Aceptó su derrota nuevamente bajando el brazo con sumisión, humillado y herido en su amor propio; pero consciente de que el desquite habría de estar cercano. Miró a su alrededor con la esperanza de que nadie hubiese sido testigo de su vasallaje; y entonces reconoció la embozada silueta de Malasangre, que les seguía a unos discretos doscientos metros. Guardó su rabia para otro momento y cabalgó tratando de alcanzar de nuevo al empresario; que ya se había adelantado nuevamente unos cuantos metros.
Cuando llegaron a la plaza de La Escandalera Adolfo no pudo menos que admirar una vez más la belleza de los vetustos edificios, adornados con la iluminación nocturna. Se olvidó por un segundo del motivo que les había llevado allí, observando maravillado la transformación que sufría la Caja de Ahorros de Asturias, acompañada de la imponente casa conde. El estilo ecléctico afrancesado de esas imponentes moles siempre le había impresionado. A esas horas de la noche entendió el evidente significado de “Escandalera”; porque cientos de jóvenes transitaban de un lado a otro en una peregrinación escandalosa y vivificadora. Su insana mentalidad persiguió con lascivia los movimientos de unas veinteañeras mínimamente vestidas, hasta que su vista se tropezó con la de Sergei; que les esperaba con una evidente impaciencia al lado de la fofa estatua de Botero. No hicieron falta saludos; ni gestos de bienvenida. Cuando el matón les tuvo a su altura simplemente iniciaron la marcha detrás de él. Después de unos cuantos metros fue Ernesto el que rompió su tenso silencio, interrogando secamente a su secuaz.
—¿Dónde están ahora?
—Aquí al lado, jefe. Está como un piojo, borracho completamente… Le encerraremos en uno de los váteres.
—Bien, bien… Te debo otra, Sergei… No sé qué haría sin ti. Le mataré con mis propias manos, y será lento; muy lento…
Una extraña expresión cruzó el semblante de Sergei; expresión que Ernesto reconoció como una desmesurada envidia. Sin duda el ruso ansiaba tanto como él ponerle la mano encima a ese malnacido.
—Puedes ayudarme, si quieres —añadió con deferencia.
—Será un placer, jefe; como siempre.
“Como siempre” se refería seguramente a la infinidad de veces que el ruso le había asistido, colaborando en apalear a algún borracho desgraciado e insolvente; o a forzar la voluntad de alguna chica recién llegada a cualquiera de sus burdeles. Ernesto sonrió complacido por la incondicional adhesión de su brutal hombre de confianza, y encendió un cigarrillo saboreando el sabor de la revancha por adelantado.
—Yo me voy de aquí —murmuró Adolfo a sus espaldas.
—¿Quéeee? ¡De aquí no se va nadie hasta que yo lo diga! —escupió Ernesto, totalmente fuera de sí.
—Deberíamos de irnos todos —masculló el político, mirando nerviosamente hacia uno y otro lado de la calle.
—¿Te has vuelto loco o qué?
—¡Cierra el pico de una vez, gilipollas! ¡Esto está lleno de policías! —contestó el político, dando media vuelta apresuradamente—. Esos dos que están a la puerta son de la Policía Secreta.
—Estás paranoico, Adolfo… Lárgate de una puta vez, antes de que te reviente a patadas. Si no tienes huevos para esto dínoslo claramente; pero no te andes con chorradas.
—No te miento, Ernesto. Allá vosotros; pero llevo demasiado tiempo asistiendo a actos oficiales como para no reconocer a algunos veteranos del servicio secreto. El más joven de ellos —añadió, señalando con la cabeza a un inofensivo joven vestido con una camiseta de tirantes y bermudas— dirigía la protección del príncipe Felipe en los últimos Premios Príncipe de Asturias. Allá vosotros; pero yo me voy de aquí ahora mismo. Y vosotros si fueseis inteligentes también lo haríais.
Ernesto y Sergei se miraron fijamente mientras el político se alejaba a buen paso por la calle Fruela. Estaban tan sorprendidos que no se atrevían a manifestar sus conclusiones.
Fue Ernesto el primero en hablar, mirando fijamente a los ojos de su lacayo.
—¿Tú qué crees, Sergei? ¿A ti también te ha parecido un farol?
—Ese tío está pirado, jefe. Siempre le han faltado cojones; y no sabe qué decir para escaquearse.
—Tienes razón, Sergei, como casi siempre… ¿Traes la fusca?
—Siempre la llevo conmigo, jefe; es como mi segunda polla.
Sonrió con una mueca el ruso.
—Pues entonces vamos a acabar de una puta vez con esto. Sin riesgo no hay premio…
—Exacto, jefe, sin riesgo no hay premio —concluyó, secamente, el delincuente—. Reventémosle la cabeza a ese cabrón.
Trescientos metros más abajo Malasangre se cruzaba con su contratador en la esquina misma de la calle Fruela. Unos adolescentes hacían botellón en las escaleras de la Escuela de Música, pero no advirtieron el apremiante gesto que el político le enviaba. El mismo Evaristo dudó un microsegundo entre detenerse a pedirle información o continuar; pero no quiso comprometer el anonimato de su patrón, limitándose a seguir con la mirada el imaginario punto que el político le indicaba con el mentón. Ernesto y Sergei entraban en ese momento en uno de los garitos de la zona. Apretó el paso.
Ernesto reconoció nada más entrar a dos de sus empleados. Estaban de espaldas; pero aun así pudo adivinar por sus pintas de patibularios que se trataba de Chuflo y Nikola. Balagar estaba al fondo de la barra, demasiado borracho para reconocer a nadie, a juzgar por su mirada de pescado recién salido del agua. No pudo evitar fulminarle con la mirada, escupiéndole con los ojos toda la violencia que solamente el odio sabe gestar en el alma. Balagar sonreía ajeno a la tragedia que se cernía sobre él, concentrado en una animada charla con un joven apocado y con aspecto de ratón de biblioteca. Eran tan distintos que Ernesto sintió un poco de intriga por conocer su identidad; pero el empujón que le acababa de propinar Sergei le recordó a lo que habían ido.
Los baños estaban al final del pasillo; y hacia allí se encaminaron, apartando con insolencia a todo aquél que se les ponía por delante. El estilo del DJ estaba a años luz de lo que Ernesto admitiría como buen gusto y actualidad; porque Gloria Gaynor y su I will survive se alejaba bastante de lo que cualquiera entendería como música comercial. El sistema de iluminación tampoco se salvaba de la criba del experto peritaje de Ernesto, que como buen conocedor del ambiente nocturno solo pudo calificar el garito de “mediocre” tirando a “infecto”. Y eso sin haber entrado en los baños; porque en cuanto abrieron la puerta de los retretes una miríada de gérmenes se escapó flotando en el pestilente hedor a orines, vómito y excrementos. Había dos compartimientos; y uno de ellos parecía estar ocupado. No se escuchaba con claridad; pero al menos dos voces diferentes parecían proceder de su interior. Ernesto gritó tratando de elevar la voz por encima de la música.
—¡Vamos a esperar a que salgan!
—¿Qué? —contestó el ruso—. ¡Nada de eso! ¡O son un par de maricones o se están metiendo una raya! ¡Apártate!
—¿Qué vas a hacer, loco? —protestó tímidamente el empresario.
Sergei retrocedió un par de pasos, patinando en el resbaladizo suelo de baldosas. Sin mediar palabra propinó una brutal patada a la puerta de la letrina, que se astilló a consecuencia del golpe, desarmándose como si fuera de cartón piedra. Los ocupantes de la letrina empezaron a gritar despavoridos, sorprendidos por la súbita aparición de la pesada bota militar en su retrete. Sergei sacó la pierna con dificultad y en menos de un segundo estaba descargando otro nuevo patadón a la puerta; que esta vez sí que se vino abajo, dejando a la vista a un par de adolescentes lívidos de terror y temblorosos.
—¡Fuera de aquí, maricones! —exclamó el furibundo Sergei mientras les apresaba de las manos un pequeño envoltorio de plástico—. ¡Esto se queda aquí, y ni una puta palabra; porque os arranco la lengua aquí mismo!
A los adolescentes no les hizo falta que les repitiese su indicación. Antes de que acabara su amenaza ya estaban saliendo como alma que lleva el diablo. Sergei mojó un dedo en el contenido sonrosado de la papelina y arrugó la nariz con fastidio.
—¡Putos chavaletes! ¡No se meten más que mierda; esto es speed del malo! ¿Cómo no van a andar locos perdidos, cargados de agresividad? ¿Quieres un poco, jefe? —añadió, tendiéndole la pequeña bolsita después de darle una buena esnifada.
—Gracias, Sergei. Paso de esa mierda.
—Bueno, jefe… —comenzó el ruso mientras sacaba una pequeña Beretta de 9 mm—. La verdad es que no te vendría mal darte un buen homenaje.
—No me hace falta para esto, Sergei.
—No me estás entendiendo, jefe —masculló brutalmente el ruso, mientras amartillaba la pistola y se la colocaba a Ernesto en la frente—. Aquí se acaba todo.
—No entiendo, Sergei. ¿Qué pasa? ¿Te has vuelto loco o qué?
—Podría decirse que esto es un golpe de Estado. Como bien has dicho siempre “sin riesgo no hay recompensa”.
—No te entiendo, Sergei… ¿Cuánto te han prometido? ¡Puedo doblarlo, triplicarlo, tú lo sabes mejor que nadie! No hace falta que hagas esto. Yo siempre te he tratado bien.
—Lo siento, de verdad. Estoy cansado de ser un segundón. Estas semanas he tratado con Kalim el Ibim y con Jalar Kabul y he llegado a la conclusión de que no te necesito para nada. Estoy harto de obedecer todos tus caprichos, de perseguir a tus putitas y todas esas mariconadas. Estamos casi al día con Cardozo; pero eres débil, Ernesto, y tú lo sabes…
—Sí que lo sé, Sergei; sí que lo sé —afirmó con resignación el empresario—. En fin, así es como acaba todo, entonces, ¿verdad? —El ruso asintió en silencio.
—Ha sido un placer trabajar contigo, Sergei. No encontraría una persona mejor que tú para hacer esto. Algún día tenía que llegar. Procura dejarme guapo. No quiero que me recuerden con la cabeza reventada.
—No te preocupes, Ernesto. Seré rápido. Solo son negocios, jefe… solo son negocios.
El estampido quedó disimulado por los primeros acordes de Led Zeppelin y su Stairway to heaven. El cuerpo sin vida de Ernesto se desplomó como un fardo de heno, mezclándose su sangre con todas las inmundicias que inundaban el suelo. Sergei guardó su pistola en la funda sobaquera, dirigiéndole apenado una última mirada al que hasta hacía escasos segundos había sido su jefe.
—Lo siento, Ernesto. Éramos grandes amigos, pero los negocios son los negocios. Descansa en paz, amigo mío —un salivazo acompañó a sus últimas palabras, fraguándose al momento en la oscura amalgama de sangre y masa encefálica que tapizaba el suelo.
Cuando Malasangre entró en el local de copas Sergei salía acompañado de dos de sus hombres de confianza. Les conocía de vista; porque todos frecuentaban los mismos locales de alterne. Le extrañó que Ernesto les hubiese dejado marchar; pero como la noche estaba siendo tan impredecible y confusa no se molestó en darle más vueltas al asunto. Recorrió el local de cabo a rabo, fijándose atentamente en los rostros de todos y cada uno de los clientes presentes; pero Ernesto Zaldumbia no estaba entre ellos. Ya estaba a punto de marcharse, esperanzado en poder seguirle el rastro aún a Sergei cuando un gesto extraño le llamó la atención. Un chico joven y con aspecto de estar sobrio acababa de salir del urinario con el rostro desencajado, reuniéndose excitados todos sus amigos a su alrededor al poco tiempo. No hubiera tenido trascendencia de no ser porque el joven en cuestión tenía las manos completamente ensangrentadas. Tuvo un súbito presentimiento y con la respiración entrecortada se acercó en dos zancadas a la zona de los urinarios. Antes incluso de abrir la puerta ya pudo percibir el familiar olor a pólvora quemada y a sangre. Alguien parecía estar haciéndole la competencia.
—Puta mierda —exclamó, nada más abrir la puerta—. Vaya embarrada me ha dejado el ruso güevón
El cuerpo de Ernesto se encontraba tendido de espaldas, como si sencillamente hubiese decidido tumbarse en ese infecto suelo a descansar. Presentaba un orificio en la parte central de la frente; un orificio que estaba ennegrecido aún por las recientes quemaduras de la pólvora, revelando un único disparo a bocajarro.
Evaristo se entretuvo observando con mirada profesional el trabajo de su competidor. Era un trabajo pulcro, impecable; profesional… los ojos de Ernesto aún estaban abiertos, y a pesar de estar ya un poco vidriosos transmitían serenidad. A Malasangre siempre le habían fascinado las pupilas de los muertos. Su asombrosa opacidad le producía una extraña sensación de paz tan hechizante que siempre que podía se entretenía unos segundos embelesado por su rápida transformación. Era la primera vez en su vida que alguien se le adelantaba cubriendo un trabajo y no pudo evitar sentir una punzada de decepción. Ese hombre era suyo, ese muerto era su último encargo… ¿Qué pasaría si Cardozo se enteraba de que otro había hecho el trabajo por él?
No tuvo tiempo para detenerse a profundizar demasiado en sus pensamientos, porque una pareja de policías vestidos de paisano se identificaron con voz potente mientras le apuntaban con sus pistolas. Con la resignación de quien no tiene otra salida se limitó a levantar las manos sin oponer resistencia, a pesar de saber que tenía la ventaja de la sorpresa de su parte; a pesar de que los casi tres kilogramos de acero y muerte que llevaba encima podían hacerle salir de ese trance con solamente apretar el gatillo dos veces. Había perdido las ganas de luchar. Estaba agotado. Vencido. Ya no podía más.



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