martes, 22 de diciembre de 2015

Las Reliquias del Silencio. Capítulo 21


Capítulo
21

D
e la cocina llegaba un agradable aroma a café recién hecho. Aparte del gorgoteo del agua pugnando por escapar de la tortura de los fogones no se escuchaba ningún sonido en el apartamento. Había bajado las persianas para que ningún ruido externo me molestase. Había pasado por el hospital a ver a Balbi; y el estancamiento de su estado de salud no prometía nada bueno. La habían trasladado a una habitación en la Unidad de Vigilancia Intensiva; y solamente estaban esperando los resultados de un escáner cerebral para tomar la determinación de operarla. Las esperanzas de una recuperación a corto plazo parecían haberse esfumado para siempre; y el doctor que ahora se encargaba de ella—un agradable y atento señor que debía de rondar la edad de la jubilación desde hacía años— nos había augurado una recuperación lenta y dolorosa en el mejor de los casos. La prioridad en estos momentos, según el doctor había expresado con gesto preocupado, era salvarle la vida. Todo lo que viniese detrás era “un regalo de Dios”.
No deja de ser extraño pero hasta los hombres de ciencia necesitan a veces aferrarse a una esperanza intangible. El hecho de que el doctor recurriese a un comentario tan teológico como ese no contribuía demasiado a tranquilizarme, puesto que al fin y al cabo su dedicación debería centrarse en resultados y conclusiones empíricas; pero deduje que el estado de Balbi era tan precario en esos momentos que el pobre hombre no se había atrevido a predecir su posible evolución. Me levanté de mi escritorio en dirección a la cocina. Necesitaba desesperadamente ese café.
De no ser por la valiente actitud de su hermano Rubén, me hubiese dejado invadir por el desánimo, pero me había impresionado el optimismo de ese chico. Me había abrazado como un hermano abrazaría a un hermano, agradeciéndome sin palabras que le hubiese permitido reencontrarse con una persona que ya creía perdida para siempre. Nos pasamos casi dos horas hablando, y mientras le ponía al corriente del pasado y el presente de Balbi pude adivinar en su mirada que ella no volvería a estar sola. Rubén la necesitaba tanto como ella a él. En sus gestos de ternura al acariciarle la cara pude reconocer la complicidad de una infancia de confidencias, juegos e ilusiones en común. Cuando le susurraba palabras de aliento daba la impresión de que Balbi reaccionaba contrayendo un poco los músculos de las manos, como si intentase aferrarse desesperadamente a un hilo de vida; y a pesar de que una enfermera nos había informado de que podía tratarse de actos reflejos ambos sabíamos que Balbi se anclaba con valentía a ese vínculo que ansiaba recuperar con desesperación.
Me había despedido de Rubén siendo consciente una vez más de que la vida humana es demasiado frágil para no ser vivida con pasión segundo a segundo. La entereza de ese hombre había calado tan hondo en mi pecho que al despedirnos fui consciente de que había nacido un sentimiento de amistad sincero y generoso entre nosotros. Él se había comprometido a velar celosamente por su hermana y a informarme de su evolución y yo me había comprometido ante él y ante mí mismo a encontrar al culpable de su estado. Algunos gestos de Rubén me habían recordado a mi fiel Balbi; haciendo que me resultase aún más dolorosa su ausencia. Verla postrada en aquella cama rodeada de cables y con la cabeza rasurada había hecho renacer en mí unos fantasmas que no auguraban nada bueno.
Sonó el teléfono que había dejado encima del escritorio. Los acordes del Réquiem indicaban que se trataba de la llamada que estaba esperando desde hacía horas. Al parecer Medallas había logrado convencer a alguien para que le firmase una orden de registro. Me había llevado un buen rato explicarle los motivos que me habían impulsado a allanar la vivienda de Ernesto Zaldumbia; pero al final Medallas había accedido a ayudarme. Oprimí el botón de aceptar la llamada con optimismo.
—¿Dígame?
—Soy yo, amigo —el veterano inspector parecía abatido—. Me temo que no tengo buenas noticias.
Pude escuchar el rítmico golpeteo de la sangre en mis sienes mientras tensaba la mandíbula a la espera de su explicación. Medallas inspiró profundamente antes de continuar.
—Esto se nos está yendo de las manos, muchacho. Han entrado en juego personas muy importantes e influyentes en todo esto…
—¿Y qué más da, Medallas? ¿Desde cuándo importa eso? ¡Tenemos la razón de nuestro lado!
—No hay nada que hacer. Ernesto es ahora mismo intocable. Adolfo Saavedra acaba de hacer público un comunicado en el que informa de que su hija está ahora mismo camino de un internado médico en Austria. Uno de los psiquiatras más prestigiosos de Europa ha presentado un informe explicando detalladamente una extraña enfermedad mental. Una especie de psicosis transitoria. Parece ser que lleva años tratándose de esa dolencia. No hay nada que justifique legalmente una entrada en esa mansión. Sé que le tienes ganas a ese mafioso, pero de momento no hay nada que hacer… créeme que lo siento, amigo. Para colmo de males, Ernesto ha presentado cargos contra ti por allanamiento de morada.
—Medallas… —procuré que la ira no me dominase, reprimiendo el convulso temblor de mis manos— me conoces desde hace muchos años.
El silencio desde el otro lado de la línea indicaba que mi observación había hecho mella en el policía.
—Sabes sobradamente que no me gusta apuntar a ciegas. No me jodas, Medallas… —añadí, desesperado—. No puede estar pasándonos esto otra vez.
Medallas se mantenía en silencio. Mi último comentario le había dolido demasiado seguramente. Volví a la carga.
—Acabo de echar un vistazo al lápiz de memoria de las grabaciones de las cámaras de seguridad de la casa de Ernesto. En ellas se puede ver que introducen por la fuerza a Penélope en esa casa y apostaría lo que quieras a que todavía la tienen allí retenida.
—Te creo, amigo, te creo; pero por desgracia legalmente no hay nada que hacer. Ningún juez aprobaría en estos momentos una acción policial en esa propiedad.
—¿Y el coronel Maraña? —decidí jugarme el todo por el todo—. Seguro que él podría hacer algo.
—El coronel Maraña menos que nadie. Está molesto porque no has asistido a la reunión que nos había preparado para esta tarde. Tiene miedo de que decidas tomarte la justicia por tu mano y me ha advertido de que no te va a permitir ni el más mínimo desliz. Nos ha cerrado las puertas completamente a una intervención. La mismísima ministra de Defensa le ha dado carta blanca a Adolfo Saavedra. El coronel me ha dicho que han llegado a un acuerdo en el que el político se compromete a presentarse en menos de tres días con su hija.
El policía hizo una pausa. Quedé un poco desorientado. Tal vez me estuviese precipitando pero… ¡No!, no podía ser de otra manera…
—Su honestidad está fuera de toda duda —añadió, a modo de disculpa, mi veterano amigo—. Estamos hablando de políticos de primer nivel, de pesos pesados a nivel nacional. Si pudiese ayudarte lo haría, amigo; pero esto está fuera totalmente de nuestro alcance. Relájate un par de días, hasta que Penélope vuelva de su viaje y…
—¿¡Es que no lo entiendes, Medallas!? ¡Es todo mentira! ¡Están intentando ganar tiempo! No sé por qué, pero están alejándonos de la casa de Ernesto Zaldumbia y ahí es precisamente donde está la acción! tenemos que entrar ahí, Medallas; tenemos que entrar cueste lo que cueste…
—Lo siento, muchacho —la voz de mi viejo amigo se apagó con desilusión—. Sabes de sobra que te ayudaría si pudiese, pero tengo las manos atadas. Esto nos viene demasiado grande a los dos. Olvídate por el momento de Ernesto Zaldumbia, ¿vale?
—Joder, José —agregué desesperado—. ¿No te suena de algo esta situación? ¡Tenemos que entrar! Tengo un mal presentimiento.
—De acuerdo —convino, dándose por vencido—. Si tú quieres lo hacemos —concedió, con sumisión—. Espera solamente un día más. Dame tiempo a tirar de algunos hilos. 24 horas, Balagar, ¿podrás hacerlo?
—No te prometo nada —confesé, un poco desilusionado—. Tal vez me acerque por allí a echar una ojeada. Necesito a alguien fuera. No, no te preocupes —añadí al advertir su preocupado silencio—. Tú ya me conoces. Solamente una cosa más: necesito que le eches una ojeada a una matrícula. Hay una moto roja, una Ducati 1098R que entra y sale de la casa varias veces en la última semana sin impedimentos. Su número de matrícula es 00666-HDP. Te apuesto lo que quieras a que Adolfo Saavedra está detrás de todo este montaje.
—Dalo por hecho, amigo. Ten cuidado ahí dentro, ¿vale? Son gente peligrosa.
—Si mañana no te he llamado antes de las doce del mediodía busca cualquier disculpa para entrar a por mí. Ya sabes dónde encontrarme.
—OK…
—¡Ah! Solo una cosa más —añadí—, detrás de la nevera hay un hueco en el que guardo un sobre con documentación. Si mañana no has dado conmigo abre ese sobre y haz público su contenido. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Suerte, amigo.
La conexión se cortó. Medallas me conocía demasiado bien como para no darse cuenta de mis intenciones. Sabía sobradamente que iba a entrar en casa de Ernesto Zaldumbia esa misma noche pero no entraría solamente para ojear. No habría fuerza en el mundo capaz de someterme.
Me asomé a la ventana de mi piso. En la acera de enfrente aún estaba aparcado el Peugeot 507 negro con cristales tintados. Maraña no se había molestado en disimular su interés por mí. Ese coche y sus dos acompañantes me seguían desde que había salido del hospital.
Me pasé las cuatro horas siguientes planeando mi incursión. Aprovechándome de la información de las cámaras de seguridad que tenía en mi lápiz de memoria busqué puntos ciegos en el recorrido de las cámaras. Solamente había dos zonas que no fuesen barridas constantemente por los sagaces objetivos de alta definición. Una era la zona dedicada a la estancia privada de Ernesto. Supuse que se trataría de las habitaciones, la sala de estar y los baños de la parte alta de la casa; y la otra era la parte más baja; el sótano.
Al parecer no había nada que vigilar en el sótano porque ninguna cámara se adentraba en sus profundidades. Tenía desplegado ante mí un plano que me había proporcionado Medallas por internet. La última licencia de obras en el ayuntamiento solicitaba la instalación de un pequeño ascensor, así como una serie de reformas en los cimientos de la casa que también afectaban al sótano. Era extraño. Demasiado extraño. Memoricé el plano palmo a palmo.
Una vez memorizado este, accedí a los datos de facturación de Hidroeléctrica del cantábrico. Hacía años que me había familiarizado con el entorno de aplicaciones SAP para hackear su sistema informático. El consumo eléctrico era una herramienta muy utilizada en mi profesión para verificar fraudes de conexiones en comunidades de vecinos, viviendas alquiladas utilizadas para el cultivo de marihuana, etc. En los últimos dos días el consumo eléctrico se había disparado en los contadores digitales de la residencia de Ernesto Zaldumbia.
¿Qué estaría pasando allí dentro que explicase esos picos de potencia tan desorbitados? ¿Extractores de aire, calefacción, aire acondicionado? Estábamos en pleno verano; solo podía tratarse de aire acondicionado. Iba a cerrar la aplicación cuando me di cuenta de un pequeño detalle, y en silencio bendije al instalador de servicios de domótica que había asesorado a Ernesto. Por alguna extraña razón, había una conexión eléctrica general , que abastecía a toda la casa, y una conexión eléctrica secundaria que solamente suministraba energía al sótano. La línea que proporcionaba corriente a la zona subterránea había sido contratada recientemente y partía de un cajetín diferente al de la línea principal.
Eso solamente podía significar una cosa y era que el empresario había construido una especie de habitación del pánico en el sótano. Ese habitáculo debía de estar ocupado en ese momento. De ahí el disparatado consumo eléctrico. En el hipotético caso de que alguien asaltase la mansión no le serviría de nada cortar la luz y el teléfono, porque el refugio del sótano contaba con su propio suministro. Ya tenía una idea bastante clara del destino de mis pasos. El sótano. Ahí tenían que haber encerrado a Penélope, lejos de las miradas del servicio doméstico.
Intenté dormir un poco para tener la mente despejada; pero me resultó imposible, así que después de dar mil vueltas en la cama decidí llamar a Judith. Mi plan necesitaba de la ayuda de un cómplice y Medallas era una persona demasiado conocida. Judith parecía una persona con necesidad de sentirse útil.
Me arriesgué a llamarla pese a que ya eran casi las diez de la noche. A esa hora deberían de estar recogiendo el comedor todavía, porque en la asociación siempre se cenaba un poco tarde, ya que algunas chicas jóvenes tenían que dejar a sus bebés dormidos y cenados antes de preocuparse por ellas mismas; y por respeto a ellas siempre se esperaba para cenar. Al tercer tono me respondió la aflautada voz de Gema, la directora.
Lágrimas silenciosas, le atiende Gema.
—Gema, soy Balagar. Balagar Fartón.
—Dios Santo, Balagar… Menos mal que estáis bien. Judith y la chica nueva están muy preocupadas por vosotros. La chica nueva tuvo un ataque de nervios esta tarde y aún está sedada. Insiste en llamar a la policía… Es una chica demasiado sensible.
—Estoy bien, Gema… es una larga historia. No llaméis a nadie. ¿Podrías pasarme con Judith, por favor?
—Sí, claro, un segundo, por favor… ¡Judith! ¡Judith! ¡Ven, por favor… tienes una llamada de Balagar!
Se escuchó un rumor de gente hablando de fondo y unas rápidas pisadas que se acercaban. Al cabo de unos segundos respondía una entrecortada voz dulce y delicada.
—Soy Judith. ¿Estáis bien los dos? ¡Estamos tan preocupadas…!
—Estoy bien, Judith. Necesito tu ayuda. ¿Tienes carnet de conducir?
—Si, por supuesto. ¿Se puede poner Penélope al teléfono? Quisiera hablar con ella —indicó.
—De eso se trata precisamente —contesté—. Escucha con atención. Tengo la sospecha de que Adolfo Saavedra ha recluido a Penélope en casa de su prometido. Necesito tu ayuda…
Una hora después una temblorosa Judith oprimía el botón de mi contestador automático en el portal. Me había costado casi cuarenta minutos tranquilizarla y convencerla de que sería capaz de hacer bien su parte del plan. Abrí la puerta del portal. Una vez en mi casa sentí la necesidad de abrazarla; parecía un juguete a punto de romperse; frágil pero con su utilidad aún intacta. En su mirada suplicante adiviné que ella también necesitaba ese mismo contacto. La abracé con firmeza, sintiendo como ella se estremecía levemente. Necesitaba desesperadamente alejar todos sus reparos, toda su inseguridad; y el hecho de que yo fuese prácticamente un extraño para ella no me ponía las cosas demasiado fáciles.
—Hola, Judith. Tranquilízate. Todo saldrá bien...
La verdad es que ni yo mismo lo tenía demasiado claro, pero al insuflarle ánimos me envalentonaba yo también.
—¿Has bajado del taxi dos calles más abajo? —ella asintió con la cabeza, sin atreverse aún a mirarme de frente.
—Bueno, pues entonces vamos a ponernos en marcha. Ponte esta ropa —le alargué una chaqueta de chándal amarilla y una gorra de un vistoso verde ácido—. Rellena los hombros con esto —le tendí unos paquetes de algodón—. Es importante que te parezcas a mí desde lejos.
Noté que ella me miraba con expresión ausente y pude leer en su mirada determinación, pero también miedo. La cogí suavemente de una mano y la miré directamente a los ojos. Ella intentó devolverme la mirada con decisión, pero no fue capaz. Tuve dudas por primera vez de su entereza. Me di cuenta de que tal vez le estuviese exigiendo demasiado. Al fin y al cabo Judith era como un pajarillo asustado que se escondía porque no era capaz de hacerle frente a la vida. Hacía años que había soltado las riendas de su propia vida, sin hacer otra cosa que compadecerse de ella misma, refugiada en la asociación. Tal vez no fuese capaz de soportar tanta presión. Volví a mirarla a los ojos, apretándole suavemente la mano.
—¿Podrás hacerlo?
—Creo que sí, Balagar… Solamente una cosa —pareció dudar un instante sobre la conveniencia de hacer o no la pregunta que la intrigaba—. Natalia ha quedado muy alterada, porque no te conoce de nada y está muy nerviosa… ¿Haces esto porque te importa la verdad o porque te importa Penélope?
La pregunta me pilló totalmente desprevenido. Ni tan siquiera yo mismo me había preocupado en formulármela nunca. Podría haber dicho que lo hacía por profesionalidad, por integridad, por honestidad, por mil razones diferentes. Podría haberlo hecho, pero no lo hice. Respondí ladeando la cabeza y elevando los hombros en silencio, más por instinto que por otra cosa; pero al momento me estaba arrepintiendo. Ni tan siquiera sabía a ciencia cierta que fuese cierto que empezaba a sentir algo por ella más fuerte que la amistad o la empatía.
A Judith pareció disgustarle un tanto mi confesión, como si en secreto hubiese alimentado alguna esperanza de que mi interés por Penélope fuese estrictamente profesional, pero se abstuvo de hacer ningún comentario, limitándose a chasquear la lengua con una mueca de fastidio. Supuse que no era la primera vez que se veía enfrentada a los celos por la pasión que levantaba su amiga en los hombres. Nadie podría reprochárselo, porque seguramente había sido muy duro en el pasado competir con una preciosidad con el atractivo y la gracia de Penélope.
Cogiendo ya las llaves de mi casa le eché un vistazo a Judith, y el resultado me satisfizo enormemente. Ambos vestíamos la misma chaqueta amarilla y la gorra verde. A pesar de nuestra evidente diferencia de complexión no debería de haber ningún problema. Eran casi las once y media de la noche y mis adormilados centinelas no se fijarían demasiado en los detalles. Me ocupé de que me viesen bien bajando una abultada bolsa de basura. Mi llamativa indumentaria debería bastar para fijar su atención en mí. A continuación accedí al garaje por la puerta exterior. Un minuto más tarde Judith ocupaba mi lugar al volante de mi coche. Su misión era sencilla: alejar a mis guardianes el tiempo que fuese necesario. Asomé la cabeza con precaución por el hueco de la puerta entreabierta del garaje justo a tiempo de observar que el Peugeot salía a toda velocidad detrás de mi Ibiza. El primer paso ya estaba dado. Oprimí el intercomunicador de mi equipo de radio portátil.
—Judith. ¿Me recibes?
—Sí, Balagar. Alto y claro.
—Lo estás haciendo muy bien. Haz lo que te dije. Coge la ronda que te saca en dirección a Gijón. Es importante que no se te paren justo al lado en ningún semáforo. No corras demasiado; que parezca que estás dando una vuelta, hasta que estés llegando al motel Cancún. Paga con mi tarjeta de crédito. Todo está informatizado. Cortaré la luz en la casa de Ernesto dentro de veinte minutos. He desviado los teléfonos de emergencias de la compañía a tu teléfono móvil. Procura aparentar tranquilidad. Recuerda que has de parecer una secretaria aburrida y apática. Diles que una subestación se ha quemado y que el técnico llegará en diez minutos a arreglarles la incidencia. Cuando lo hayas hecho me avisas, ¿de acuerdo? ¿Me recibes? —nadie me respondió.
—¿Llevas copia o no?
Al otro lado de la línea de radio no se escuchaban más que chasquidos. Me entró un poco de ansiedad al pensar que podría haber perdido la señal. Ajusté el volumen en mis diminutos auriculares y comprobé que todo estuviese bien conectado. Al cabo de unos segundos que se me hicieron eternos la voz de Judith sonó alta y clara.
—Te he oído, estaba buscando el interruptor de las luces antiniebla. Casi no se puede ver con esta niebla tan cerrada. No te preocupes por mí, Balagar. Ten cuidado ahí dentro y vuelve con Penélope, ¿vale?
—Lo tendré, Judith, lo tendré… Cambio y corto.
Cuando acabé de hablar con Judith me tranquilicé un poco. Parecía que ella había sido capaz de superar sus reparos iniciales. Ahora me tocaba actuar a mí. Subí a mi casa y me puse una funda de trabajo con el logotipo de Hidroeléctrica del cantábrico que ya había utilizado en ocasiones anteriores. El hecho de que estuviese manchado de grasa y con algunos pequeños desgarros me garantizaba una credibilidad que hasta el momento había sido infalible. Ajusté la pequeña pinza que sujetaba mi identificación falsa asegurándome de que fuese perfectamente visible a la altura del bolsillo superior y me guié por la foto que aparecía en el documento para disfrazarme.
El verdadero propietario de esa acreditación hacía gala de unas patillas anacrónicas, unas gafas de pasta exageradamente gruesas y grandes y unas cejas muy pobladas. El conjunto de su cara era en sí mismo un auténtico despropósito. Había monos en el zoo que serían más atractivos físicamente que mi suplantado. Lo triste del caso era que el personaje en cuestión existía realmente, y respondía al nombre de Enrique Salinas.
Siempre me reconfortaba adoptar otras identidades, aunque resultasen tan grotescas como la que ahora me ocupaba. Asumir otras personalidades siempre te permitía evadirte de la tuya por unos instantes. Me miré en el espejo del aparador de la entrada. Posiblemente ninguna mujer se fijase en mí caracterizado de Enrique Salinas, pero estaba seguro de que los guardias de la entrada de Ernesto recordarían mi aspecto con toda seguridad. Recogí el enorme bolsón con herramientas que había dejado a la puerta de casa y bajé al garaje trastabillando como un borracho. Cuando descargué el petate me sequé las gotas de sudor que perlaban mi frente. Me froté el hombro derecho, dolorido por el esfuerzo de soportar el peso de mi equipo. Empecé a sacar el instrumental y a colocarlo en la furgoneta, una pequeña Renault Kangoo de color blanco.
Un pequeño pitido me indicó que tenía un mensaje en el ordenador. Eché un vistazo al portátil. En mi cuenta corriente acababa de aparecer un apunte con un cargo de 80 euros en el motel Cancún. Sonreí satisfecho. Ya tenía mi coartada. Cerré la ventana de la banca electrónica y accedí a la empresa de suministro eléctrico. con tan solo marcar una muesca en una pequeña cuadrícula apareció un mensaje que me informaba de que el domicilio de Ernesto Zaldumbia acababa de quedarse sin electricidad. comprobé los contadores digitales de la parte baja de la casa. La línea secundaria funcionaba con normalidad. Hacía un par de horas que se habían registrado unos picos de tensión descomunales, pero después el consumo había decrecido al mínimo. Crucé los dedos deseando que Penélope aún estuviese retenida en esa casa. Si la habían trasladado sería prácticamente imposible localizarla de nuevo.
Estaba guardando las plantillas que había usado para estampar en la furgoneta el logotipo de HC cuando Judith abrió de nuevo comunicación conmigo.
—Balagar… Balagar, soy yo —la voz de Judith desprendía una enorme excitación nerviosa.
Había intentado explicarle los procedimientos básicos en las comunicaciones radiofónicas, pero parecía que ella había hecho oídos sordos a mis indicaciones de utilizar las habituales fórmulas de “Cambio”, “Corto”, “Recibido”…
—Te recibo alto y claro, cambio…
—Ya me han llamado, Balagar. Tenías razón, ya han llamado…
—OK, recibido. Tranquilízate. Cambio.
—¿Cambio? ¿Cambias el qué?
Traté de serenarme antes de contestar. A Judith debió de parecerle que no la recibía bien, volviendo a insistir.
—Balagar… ¿Qué es lo que cambias? No paras de decir que cambias —otro silencio en la línea.
—No cambio nada, Judith, tranquilízate. Dos horas —añadí, con gravedad. —Dos horas. Si en dos horas no has tenido noticias mías vuelve a la asociación y espera a que te vaya a buscar el comisario Medallas. Cambio y corto.
—Suerte, Balagar —otro prolongado chasquido.
—Todo controlado. Cambio y cierro.
Bajé el volumen de la radio al mínimo y apagué mi teléfono móvil. A partir de ese momento necesitaba concentrarme. Arranqué el motor de la furgoneta y me encaminé a la mansión de Ernesto Zaldumbia.
Diez minutos más tarde la potente luz de una linterna enfocaba mi documento de identificación falsificado, moviéndose alternativamente de este en dirección hacia mi estrambótico rostro. Al ojeroso guardia pareció convencerle el resultado de su comparación; porque empezó a garabatear en un cuaderno la matrícula —también falsificada— de mi furgoneta y mi documento de identificación.
—Introduzca la furgoneta y siga el camino de grava hacia la derecha. Al final del camino le está esperando mi compañero. Él le dirá por dónde entrar.
—Gracias, jefe… —respondí, con fingido entusiasmo.— No creo que me lleve mucho tiempo.
—Eso espero.
El guardia no me lo dijo pero yo sabía perfectamente que lo que menos deseaba era que le pillase el cambio de turno de las doce con un trabajador externo merodeando por la casa. Faltaban muy pocos minutos para la doce. Estaba obligado a ser rápido si quería que mi plan funcionase. Con un suave acelerón franqueé la verja de la entrada a la mansión de Ernesto. Torcí a la derecha siguiendo el letrero de “Puerta de servicio” y al final del sendero de grava pude ver perfectamente la figura del otro guardia de seguridad. Parecía uno de esos operarios de aeropuerto guiando en la oscuridad a los aviones con sus porras luminosas. Apagué el motor justo en el momento en el que el potente haz de luz me deslumbraba nuevamente.
—Buenas noches. Salga del vehículo, por favor. Le indicaré dónde está el cuadro de mandos. ¿Tardará usted mucho?
—¿Quién lo sabe? Depende de la avería, jefe; depende de la avería… Lo primero será comprobar si se ha fundido algún cable en la caja de contadores y a partir de ahí intentar dar con la avería.
Cargué con dificultad el enorme petate con las herramientas y encendí una linterna frontal de leds. Estaba acompañando al preocupado guardián uniformado en dirección al cajetín principal cuando una sombra irrumpió inesperadamente de detrás de un seto.
—¡Hombre, ya está aquí “el chispas”! ¡Sí que son rápidos, sí…! ¡Venga por aquí, señor electricista, venga por aquí…!
Su marcado acento me resultó familiar. Me puse en guardia instintivamente. Indudablemente era ruso, pero era mucho menos corpulento que Sergei. Su rostro cetrino tenía un tono cadavérico, y unos marcados pómulos le daban la siniestra apariencia de un esqueleto andante. Su descarnado aspecto me produjo una punzada de repugnancia. Unos ojillos crueles y hundidos en el fondo de sus órbitas me espiaron sin disimulo. Supuse que se trataría de alguno de los secuaces de Sergei. No se esforzó demasiado en ocultar la gracia que le producía mi desastroso aspecto. Empezó a hacerme señales con una minúscula linterna de bolsillo para que me acercase. Una mueca divertida suavizó un poco sus tétricos rasgos.
—Joder, amigo —dijo sin ocultar un gesto de burla—. No me extraña que le pongan a usted a trabajar de noche… ¡Anda que usted no es feo ni nada! —su tono de voz no era agresivo, sino divertido. Acompañó su broma con un guiño de ojo. Decidí seguirle el juego.
—Usted tampoco es un sex symbol, perdone que le diga… Con todos mis respetos, pero cuando usted nació su madre debería haberse quedado con su placenta en lugar de con usted, porque usted sí que asusta.
Hice una mueca de divertida complicidad, que tuvo el efecto deseado. El inquietante rostro del ruso se relajó en una sincera carcajada.
—Es usted un cachondo, sí señor. Acompáñeme… Es una cosa extraña —dijo, sin molestarse en comprobar si le seguía—. Solamente tenemos luz en los garajes, la despensa y el sótano. El resto de la casa está a oscuras.
Con un rápido ademán se despidió del guardia uniformado empujándome en dirección a una pequeña caseta. Marcó un número de teléfono y le escuché susurrar en voz baja:
—Discúlpeme, jefe, soy Nikola. El electricista ha llegado… Si, si… No, no se preocupe. Yo me encargo. Si, en efectivo, no se preocupe. Buenas noches, jefe; que descanse.
Al desconectar el teléfono hizo una mueca divertida en dirección a mí.
—A mí también me gustaría ser jefe —suspiró—. ¿A usted también, verdad amigo? Vamos, sígame. Si soluciona esto en menos de media hora le invito a un trago de auténtico vodka ruso de contrabando. ¿Qué le parece?
—Me encantaría ganarme ese trago, amigo mío. Enséñeme esa caja de empalmes.
—¿Empalmes? —repitió—. ¡Curiosa palabra, amigo mío…! No creo que se refiera usted a los mismos empalmes que yo estoy pensando. Es curioso su idioma, señor electricista; es curioso su idioma.
Una ruidosa carcajada acompañó a su vulgar comentario. Decidí seguirle la corriente, coreándole mientras le daba unos golpecitos en el hombro.
—Creo que nos vamos a llevar bien usted y yo, amigo mío. Quería decir el cajetín de las conexiones… —le dediqué otra fingida y pueril risotada.
—Sígame, es por aquí. ¿Fuma usted, señor electricista?—alargó la mano hacia mí ofreciéndome una cajetilla de tabaco—. Es tabaco ruso, ¿sabe usted? Es un tabaco difícil de encontrar aquí en su país. Tabaco fuerte, para hombres de verdad, con un par de cojones.
Negué con la cabeza instintivamente, pero se me heló la sangre al comprobar que los caracteres cirílicos que adornaban la cajetilla eran muy parecidos —si no eran los mismos— que los que había encontrado en el cenicero del apartamento de Balbi.
Apostaría mi mano derecha a que el jovial ruso que me acompañaba en ese preciso instante podría ayudarme a desvelar muchas de las incógnitas que rodeaban su agresión. Un temblor invadió mi torrente sanguíneo, como si miles de mariposas empezasen a aletear simultáneamente en una alocada carrera por lo más profundo de mi cuerpo. No era una situación nueva para mí pero era perfectamente consciente de que no podía dejarme llevar por mis impulsos. Traté de serenarme e inconscientemente acaricié la culata de la pistola de aire comprimido que llevaba oculta en una funda sobaquera.
El contacto con el frío metal me llevó a recordar momentos pasados y cargados de una gran tristeza, pero me recordé a mí mismo el motivo de estar allí en ese preciso instante. Estaba allí para tratar de encontrar a Penélope, estaba allí para tratar de liberar a un alma inocente y pura de las garras de un carcelero cruel y despiadado. En el fondo mi vida estaba plagada de situaciones semejantes. Siempre me había creído una especie de Don Quijote huérfano de Sancho. ¿Sería por eso por lo que algunos médicos me consideraban adicto a la adrenalina? Me repetí a mí mismo que no, que lo que yo era realmente era un adicto a la vida y vivir implica estar en continuo riesgo. La voz de Nikola se me antojó irreal, como fruto de una extraña alucinación.
—¿De verdad que no quiere un cigarrillo? —al advertir de nuevo mi negativa suspiró, resignado.
—Bueno, usted se lo pierde. Ya hemos llegado. Aquí está el maldito cajetín. Procure no tardar mucho. Yo le esperaré aquí mismo. Procure no tardar, ya sabe… —hizo un gesto acercándose el pulgar a la boca y poniendo los ojos en blanco.
Eché un vistazo alrededor. Ya empezaba a estar un poco harto de sus payasadas. Estábamos a unos cincuenta metros de la entrada principal, en una caseta de aperos de labranza. Al fondo del cobertizo se adivinaba la forma de un pequeño tractor cortacésped y colgadas de las paredes reconocí una completa variedad de azadas, rastrillos y herramientas propias del campo. Un profundo olor a gasolina invadía toda la estancia. Le hice un gesto a Nikola para que no se acercase.
—Preferiría que no fumase usted aquí. ¿Lo huele?
—Si —respondió, un tanto molesto, el ruso—. Huele a gasolina… ¿Qué más da? No me diga que tiene miedo. ¿Es usted un gallina, señor electricista? ¿Le da miedo el fuego? —acto seguido sacó un enorme zippo de gasolina de su bolsillo. Hizo saltar la tapa metálica con un chasquido y lo encendió con un único y hábil gesto de su pulgar.
—Koooo… Ko-ko-ricoooooo… ¿Es usted un gallina o no, señor electricista?
No le dejé volver a repetir su provocación. Ya estaba hasta el gorro de sus bromas infantiles. Con un gesto rápido saqué la diminuta pistola de aire comprimido y le alojé un pequeño dardo cargado de fentanilo en el cuello. La mueca de burla se transformó instantáneamente en un rictus de sorpresa y miedo. El efecto de la droga no se hizo esperar, y al cabo de unos segundos de lucha acabó imponiéndose la acción del potente narcótico. Extendí los brazos para amortiguar la caída de su cuerpo, pero no pude evitar que se tropezase al caer con la rueda de una carretilla.
El ruido que produjo el choque de su cabeza contra el acero de la carretilla fue similar al emitido por un instrumento de percusión. Sabía que era muy improbable que alguien hubiese escuchado ese siniestro gong pero aún así asomé la cabeza prudentemente. Aguanté la respiración para escuchar mejor y forcé la vista en todas direcciones. Nada… ni un solo movimiento. Suspiré aliviado. Ya me había deshecho del primer estorbo. A juzgar por su corpulencia Nikola tenía analgésico en su cuerpo para al menos cuarenta y cinco minutos.
Le até las manos y los pies con unas bridas de plástico y le coloqué una mordaza improvisada con unos calcetines usados que encontré metidos en unas botas de agua. Probablemente se mereciera un castigo más severo por sus actos pasados pero en aquel momento mi prioridad era encontrar a Penélope. Me desprendí rápidamente del incómodo mono de trabajo de electricista y lo guardé en el petate. Vestido con la ligera ropa táctica de combate negro podía moverme con mayor libertad. Empecé a equiparme en el más absoluto de los silencios. Accioné un pequeño inhibidor de señales de telefonía móvil para evitar sorpresas y ajusté los arneses de mi chaleco de cordura. Me aseguré de que las cizallas y el juego de ganzúas estuvieran colocadas correctamente en sus compartimentos y aseguré el pesado cuchillo de combate con la trabilla doble.
Una familiar sensación de ansiedad y autocontrol me invadió cuando accioné el interruptor de mis gafas de visión nocturna AD2V. El fantasmagórico e irreal mundo de grises y sombras tan propio de los videojuegos modernos me transportó a las interminables sesiones de entrenamiento con los cuerpos de operaciones especiales. De eso hacía ya muchos años, pero ese tipo de adiestramiento no se olvida nunca.
Entré a la mansión por la puerta principal. La puerta estaba abierta, y no me hizo falta forzarla. Esperé a que la cámara de video-vigilancia hiciese su barrido habitual y la esquivé en dirección al pequeño ascensor que conducía a la planta baja. Los escasos segundos que tardó en llegar se me hicieron eternos, y cuando la puerta se abrió me abalancé al exterior blandiendo una pequeña tonfa de polipropileno. El aumento de luz en la planta baja era evidente pero el receptor digital de mis gafas adaptó la luminosidad automáticamente sin deslumbramientos ni pérdidas de visión. Me asombró su impecable funcionamiento, bendiciendo una vez más las infinitas posibilidades que ofrece internet para la adquisición de maravillas como esa. Nada que ver con las primitivas gafas de entrenamiento de los años noventa.
Con dos grandes zancadas me planté delante de una puerta de acero con un rótulo de “Cloacas”. A la altura de mi pecho había una cerradura digital de seguridad. Chasqueé la lengua con desagrado. No había contado con la posibilidad de que Ernesto utilizase un código de seguridad para acceder al sótano. Maldije en silencio mi falta de previsión. Era lógico que si se había tomado la molestia de blindar esa cámara también la hubiese dotado de mecanismos de seguridad. Crucé los dedos deseando que esa fuese la única sorpresa que me deparase la noche y volví a introducirme en el pequeño ascensor.
Mientras ascendía eché una ojeada a mi reloj. La función cronómetro me indicó que ya habían transcurrido casi diez minutos desde que había dejado inconsciente a Nikola. Era imperativo que localizase con la mayor brevedad a Ernesto para obligarle a darme la clave de acceso al sótano.
El pequeño elevador se detuvo con una sacudida cuando llegamos a la planta alta. Forcé la memoria tratando de visualizar el plano de la casa. Había dado por hecho que las habitaciones del servicio se encontraban en la planta baja, a juzgar por sus dimensiones y la ausencia de baños individuales. Tan solo tres habitaciones en la casa contaban con vestidor y aseo independiente, y estaban ubicadas en la planta alta. Ernesto descansaba en una de ellas con toda seguridad, pero… ¿en cuál? Se hacía necesario inspeccionarlas una a una. El reloj corría en mi contra, así que abandoné las precauciones más básicas y me dirigí resueltamente hacia la primera de las habitaciones.
El pasillo enmoquetado amortiguaba mis pisadas eficientemente, pero las antiquísimas tablillas de roble que descansaban debajo crujían con un inquietante ánimo delator. Una vez delante de la primera puerta apliqué mi oreja. No se escuchaba nada, así que la abrí lentamente. Un rápido barrido me confirmó que estaba vacía. En uno de los rincones había una maleta de viaje. Desde la puerta se veía la etiqueta de una compañía aérea: Air Berlín. Debía de tratarse de algún invitado de Ernesto. Posiblemente se encontrase en el baño en ese momento, porque la cama estaba deshecha y con las sábanas revueltas. No me molesté en confirmarlo. Volví a cerrar la puerta tras de mí con suavidad.
Cuando me estaba aproximando a la segunda habitación pude escuchar con claridad unos ahogados jadeos, acompañados de unos susurros en voz baja. Supuse que Ernesto se encontraba en esos momentos acompañado y alejé asqueado la imagen de este acompañando a una Penélope gozosa y exultante, ebria de sexo. La idea se me antojó irreal y cruel pero no pude evitar que un escalofrío de desconfianza me recorriera de los pies a la cabeza.
La puerta estaba cerrada por dentro pero en cuestión de segundos hice saltar el pestillo. El pequeño chasquido que se produjo quedó enmascarado por un leve gemido procedente del interior. Empujé suavemente la hoja de madera y me deslicé con rapidez en la habitación con la pequeña pistola de aire comprimido empuñada y lista para ser utilizada.
A través de mis gafas de visión nocturna pude observar impunemente una escena sorprendente: junto a mí y en una postura que no dejaba lugar a dudas se encontraban dos hombres entregados al desahogo de uno de los instintos más primitivos del ser humano. La postura en la que se encontraban no me permitía verle la cara a ninguno de los dos, pero era obvio que no se trataba de Ernesto ni de Sergei. Me quedé estupefacto, paralizado por la crudeza de las imágenes que se reproducían ante mí.
Debí de olvidarme por un segundo de contener mi respiración, porque la cabeza de uno de ellos se giró en dirección a la puerta despreocupadamente. Se trataba de un vejete, que aguantaba con placentero gesto las enérgicas embestidas de un sudoroso joven, que se empleaba con el ardor y la pasión propias de la juventud. Amparado en el anonimato de la oscuridad me sentí como un sucio y depravado mirón.
No quise seguir profanando su intimidad y volví a cerrar la puerta tras de mí sin hacer el más mínimo ruido. Ya solo quedaba una habitación por inspeccionar, por lo que necesariamente habría de encontrar en ella a Ernesto. Volví a mirar mi reloj digital. Habían pasado diez minutos más. Me quedaban menos de veinte para llevar a cabo mi rescate —si es que realmente había alguien a quien rescatar.
Giré el pomo de la puerta que me faltaba por escudriñar. Las bisagras delataron mi intrusión con un cruel quejido. Un olor acre flotaba en el dormitorio, testigo evidente de una adicción desmesurada. Me adentré resueltamente en la oscura habitación, ansioso por tomar la iniciativa de una vez por todas. A mi favor jugaba la sorpresa y la posición táctica de ver sin ser visto.
Ernesto dormía plácidamente, con la rítmica respiración castigando una apretada camiseta de propaganda de bebidas, que amenazaba desgarrarse con cada subida y bajada de su peludo tórax. Su cómico aspecto me hizo sonreír, sobre todo al observar que su velludo ombligo asomaba con desfachatez acusando la escasez de tela de la exigua camiseta. Ahí tumbado perdía gran parte de su dignidad. No le ayudaba demasiado el hecho de que utilizase unos ridículos calzoncillos tanga y menos aún que la tira trasera la tuviese incrustada firmemente entre nalga y nalga. No, la verdad era que no impresionaba demasiado.
Saqué de nuevo la pequeña pistola y con la mano libre enfoqué el potente haz de luz de la linterna hacia Ernesto. Este se revolvió enojado, refunfuñando entre dientes.
—¿Qué demonios está pasando? ¡Apagad esa luz! —con una rapidez vertiginosa se tapó la cara con una de las sábanas, intentando evadirse de la molesta claridad.
—Levántate, Ernesto. Y hazlo despacito. Te estoy apuntando a la cabeza con una pistola.
Mi amenaza despejó por completo al adormilado empresario, que no pudo evitar un respingo al reconocer mi voz. Para mayor veracidad apoyé el cañón de la pequeña pistola en su frente.
—Balagar… El puto Balagar Fartón. Tenía que haberte matado el primer día que pisaste esta casa. Debes de estar loco para presentarte aquí de esta manera…
—Cierra el pico y levántate, y hazlo despacio. No quiero sorpresas. Los brazos en alto y sin gestos violentos. No quisiera que se me aflojase el dedo en el gatillo.
Ernesto pareció sopesar los pros y contras de aceptar mi autoridad pero debió de llegar a la conclusión de que el que dominaba la situación era yo, porque poco a poco comenzó a incorporarse, con los brazos elevados por encima de su cabeza.
—¡De espaldas, rápido! ¡Gírate hacia la pared; no quiero ver tu asquerosa cara!
Ernesto se giró dócilmente tensando los hombros en el preciso instante que le colocaba unos grilletes metálicos en las manos. Cuando le tuve esposado le ayudé a bajar los brazos de nuevo. Dejó descansar sus manos en su regazo, pegando un bufido semejante al de una cobra egipcia enfurecida.
—Balagar, no tienes ni la más mínima idea de lo que estás haciendo. Eres hombre muerto. Yo mismo disfrutaré torturándote poco a poco.
—Baja la voz y déjate de tonterías. Vas a acompañarme hasta el sótano y me vas a abrir la puerta, ¿verdad que sí?
—Ni lo sueñes.
El empresario se giró poco a poco hacia mí. Le dejé hacer hasta que le tuve enfrente. Le miré directamente a los ojos. Los tenía inyectados en sangre.
—Tengo toda la noche por delante para obligarte —mentí—. No seas tan estúpido como para no tomarme en serio. Antes de venir a tu habitación he dejado fuera de combate a tu segurata ruso. Cometió el mismo error.
—En fin… —añadí con un suspiro mientras abanicaba la pistola ante sus desorbitados ojos—. Tú mismo.
En ese instante Ernesto cambió rápidamente de táctica, pasando a un abierto enfrentamiento.
—¿Has matado a Nikola con esa mierda? —hizo un despectivo gesto con la cara hacia mi mano armada—. Venga, Balagar; no me jodas. Esa pistola es de juguete. Llevo demasiados años en este negocio como para no darme cuenta de estos detalles. ¿Vas a obligarme “con eso”?
A medida que hablaba se iba acercando lentamente, gesticulando violentamente con sus esposadas manos. Retrocedí un par de pasos, un tanto sorprendido por su valiente reacción. Cuando estaba a medio metro de mí abandonó toda prudencia y plantó su sudorosa frente desafiante a escasos centímetros de la boca de mi pistola.
—¡Aprieta ese gatillo! ¡Venga, apriétalo! ¿Qué vas a hacer, sacarme un ojo con un perdigón? ¡Vamos, gran hombre! ¡Te faltan huevos! — una vez dicho esto se abalanzó sobre mí, intentando apresar la mano con la que le apuntaba.
Al estar maniatado su movimiento fue torpe y predecible por lo que me resultó sencillo esquivar su ataque. Di un paso hacia atrás para coger carrerilla y le propiné una potente patada en los testículos. Ernesto se encogió respirando entrecortadamente. Se hizo un ovillo a mis pies emitiendo un quejido lastimero. Decidí que ya había perdido demasiado tiempo hablando. Había que pasar a métodos más resolutivos.
—Tú te lo has buscado, Ernesto. A mi modo de ver tienes dos opciones. Hacerlo por las buenas o hacerlo por las malas. ¿Dónde está Penélope? En el sótano, ¿verdad?
—Que te den por el culo —escupió con los ojos inyectados en sangre.
—No te hagas el valiente, Ernesto. Todavía no hemos empezado.
Para demostrarle que no estaba para bromas le encajé otro puntapié en la zona hepática. Ernesto empezó a aullar como un lobo herido. Le tapé la boca con un rollo de cinta adhesiva para evitar que sus gimoteos delatasen mi presencia.
—¡En pie! ¡Vamos, en pie…! ¿Quieres que te dé otra?
El empresario negó alocadamente con la cabeza. Parecía convencido ya sin duda de que no le amenazaba en vano. En su mirada cargada de odio percibí por primera vez un atisbo de terror.
—¡Vamos, delante de mí y sin hacer tonterías! —ordené.
Ernesto se levantó con dificultad, arrastrando los pies en dirección al pasillo.
Consciente de que yo le seguía a corta distancia ralentizó sus movimientos, pero en cuando llegamos al corredor hizo muestra de una agilidad felina emprendiendo una nerviosa carrera en dirección a las habitaciones de invitados. Su intención no podía ser más manifiestamente clara, por lo que me lancé en su persecución. No había recorrido ni tres metros cuando le alcancé. Con una certera zancadilla le hice rodar por los suelos.
El fuerte golpe retumbó pesadamente sobre el entablillado de madera, haciéndome temer por un momento que todo el plan se hubiese ido al traste, pero al parecer los inquilinos de la habitación vecina no se habían enterado de nada. Todavía debían de estar entregados a sus furtivos y lascivos desahogos.
Ernesto sollozaba bajo mis rodillas, recordándome que no sería fácil conducirle en silencio por la casa, y mucho menos hasta el sótano. Me vi obligado a tomar una decisión porque solamente tenía dos alternativas. Una ya estaba claro que no iba a funcionar, que era la de intentar conducirle en silencio a través de los casi cien metros que me separaban de la puerta del ascensor. Le disparé a bocajarro en el cuello. El dardo anestésico no tardó en hacer efecto, y su cuerpo se escurrió relajada y mansamente.
Había subestimado la robustez de Ernesto y la magnitud de su volumen se puso de manifiesto cuando intenté cargar su cuerpo sobre mi espalda. Después de un par de intentos desistí, y me hube de conformar con arrastrarle lo mejor que pude por todo el pasillo. Cuando al fin se cerró la puerta del ascensor tras nosotros unos enormes goterones de sudor empezaron a empañar los cristales de mis gafas de visión nocturna. Decidí quitármelas, y me las guardé en uno de los bolsillos traseros de mi chaleco. El tiempo se me estaba agotando. Llevaba casi cuarenta minutos dentro de la casa. Nikola ya estaría a punto de despertarse. Empezaba a ser imperativo acabar cuanto antes. Recosté el cuerpo de Ernesto contra la puerta del sótano, y le apliqué una dosis de naloxona. El efecto de esta no fue tan rápido como yo esperaba y fueron necesarios otros tres minutos para que Ernesto empezase a reaccionar. Poco a poco empezó a despertarse, parpadeando pesadamente.
—¿Qué me has puesto, cabrón? ¡No puedo moverme!
Me costó entenderle. Su voz era un murmullo pastoso y apenas perceptible. Entornó los ojos intentando centrar la vista, pero le resultó imposible. Se recostó sobre la espalda pesadamente, echando la cabeza hacia atrás con un gran suspiro.
—Es una droga, Ernesto. Tú decides. Otra dosis ahora mismo y se acabó todo… dime el código y te dejaré en paz. Es así de sencillo.
Contra todo pronóstico Ernesto empezó a reírse. Al principio fue solamente una sonrisa irónica, pero poco a poco fue aumentando hasta convertirse en una auténtica carcajada. He de admitir que me desconcertó por completo pero lo achaqué a los efectos residuales del anestésico. Al ver mi cara de desconcierto Ernesto pareció divertirse aún más.
—¿Quieres el código? Bien, te daré el maldito código… Llegas con horas de retraso, gilipollas. Ya no te servirá de nada. ¿Quieres llevártela? Pues llévatela. Me harás un favor, créeme… —otra violenta carcajada.
Dominé mi primer impulso de volver a golpearle. Deseaba borrarle esa mueca de burla de su asqueroso rostro; pero lo que acababa de decir me había dejado traspuesto. ¿Por qué habría de llegar tarde? ¿Qué significaba eso de que “no me serviría de nada”? Me incorporé y volví a mirar con desconfianza a Ernesto sin atreverme a pulsar ningún botón.
—¿No te lo crees? Venga, superhombre, marca el 080608. ¿No tenías tantas ganas?
—Al diablo —respondí con desdén.
No sabía lo que me esperaba detrás de aquella puerta, pero no estaba dispuesto a seguir jugando al ritmo que Ernesto me marcaba. Pulsé los seis dígitos y un pitido acompañado de una luz verde me indicó que era correcto. En el interior de la puerta de acero blindado algo parecido a un cerrojo se desplazó emitiendo un chasquido metálico. Una luz cegadora emergió del silo subterráneo.
En un principio me aturdió el torrente de luminiscencia pero poco a poco pude identificar un amasijo de material informático. Unos enormes monitores estaban conectados a una compleja serie de cables y ordenadores. El lugar poseía la pulcritud y la asepsia de una sala de operaciones, pero un desagradable hedor a humanidad y desechos se empeñaba en demostrar lo contrario. Arrugué la nariz con desagrado, buscando el origen de tan nauseabundos efluvios pero desde mi posición solo acertaba a reconocer mi figura reflejada en los gruesos espejos que conformaban las paredes del habitáculo. El zulo parecía estar deshabitado.
Empujé el cuerpo de Ernesto hacia el interior, dejándole tendido de bruces sobre el suelo.
—¿Todavía no la has visto? ¿No querías encontrar a tu puta Penélope? ¡Pues ahí la tienes, Balagar, ahí la tienes! al menos lo que queda de ella… ¡Es toda tuya! —otra vez esa hiriente carcajada despectiva.
Miré en la dirección que Ernesto me señalaba con el mentón y tardé unos segundos en reaccionar. No sabría describir lo que sentí en aquellos momentos porque la figura que me espiaba aterrorizada desde detrás de una sucia sábana no era Penélope; era un fantasma de mirada perdida y manos temblorosas. Tenía la cabeza rasurada completamente, y unos enormes moratones le conferían una apariencia mortecina y lastimosa. Estaba vestida con un exiguo e inmundo camisón en el que las manchas de sangre, heces y orina se mezclaban en un repugnante mosaico.
Era evidente que en las últimas horas se había visto obligaba a abandonar hasta la más mínima atención higiénica. Me acerqué a ella vacilante, buscando en su rostro algún vestigio de alegría y gratitud pero su cara no reflejó ninguna emoción; era como una máscara fría e inexpresiva. Cuando estaba a medio metro de distancia suya ella se acurrucó aún más temblando con los ojos agrandados de terror, como si yo fuese uno más de los despreciables verdugos que se habían ensañado con ella.
Traté de acariciarle la cara, pero al sentir el contacto de mi piel saltó hacia atrás como si le hubiese producido una descarga eléctrica. Emitió un quejido gutural e inhumano, alejando mis dedos de un violento manotazo. Me sentí decepcionado y aturdido, incapaz de asimilar su evidente rechazo.
—Penélope… Penélope, soy yo, Balagar…. ¿Es que no me reconoces?
Mi propia voz me resultó irreal y fuera de lugar. Tenía la garganta tan reseca que la saliva me supo a serrín. Desde la entrada Ernesto asistía divertido a la escena que se desarrollaba ante él como un espectador acudiría a una corrida de toros, disfrutando con el dolor ajeno.
—Parece que pasa de ti, payaso —exclamó, divertido—. Tanto empeño por venir a rescatarla y mira cómo te lo agradece. Ya te lo advertí, Balagar, ya te lo advertí… las mujeres son caprichosas como las hojas secas en otoño; revolotean sin rumbo ni voluntad. Hay que saber retirarse a tiempo...
—Cállate, Ernesto. No sé qué es lo que le habéis hecho, ni las drogas que le habéis metido en estos dos últimos días pero te juro por Dios que os arrepentiréis de esto —las palabras se me atragantaban, atropelladas. No podía pensar con claridad.
En ese preciso instante hubiese machacado a golpes a Ernesto de no ser porque el rechazo de Penélope me tenía desconcertado. A pesar de todo estaba deseando sacarla de allí para que me explicase todo lo que le habían hecho. Estaba deseando sacarla de allí para ponerla al corriente de los últimos acontecimientos. ¡La cara que pondría cuando le contase quién era en realidad Ana María Tudela, que nos vigilaba el coronel Maraña, que estábamos en busca y captura por la INTERPOL…!
No hacía tanto que habíamos fantaseado con la posibilidad de convertirnos en una especie de Bonnie & Clide modernos. Era imposible que ninguna droga del mundo la hiciese abandonar esa idea romántica del caballero andante y su protegida, era imposible que no me reconociese. Volví a intentar acercarme a ella, pero nuevamente se tapó la cara con las manos haciéndose un ovillo, como una niña pequeña aterrorizada. Le acaricié la cabeza. Tenía el cuero cabelludo áspero y grasiento. Poco a poco elevó la vista hacia mí con desconfianza.
—Penélope… ¿Qué te han hecho? ¡Pobre chiquilla! Vamos, no tengas miedo, te sacaré de aquí. Estás a salvo. ¿Me entiendes? —ella asintió levemente con la cabeza, murmurando.
—A salvo, sí; a salvo…
Hablaba para sí misma, como si estuviese sumida aún en algún extraño y profundo trance narcótico.
—Por favor, ayúdeme —sollozó, sin dar muestras de haberme reconocido todavía.
Ernesto dejó escapar una risotada desde la entrada.
—Dudo mucho de que la pueda ayudar nadie ya, amigo mío. ¡A salvo, dice el muy desgraciado! ¡Ja, ja, ja! Ya te decía que llegabas tarde…
Sus crueles carcajadas se me antojaron el espejismo de una pesadilla surrealista y absurda. Me acerqué a él deseando borrarle esa estúpida expresión de burla a bofetadas, pero cuando estaba a punto de descargar mi cólera Penélope intervino con un hilo de voz:
—Ayúdeme, por favor. Sáqueme de aquí…
En la esquina de la habitación un torpe bulto trataba de ponerse en pie con dificultad. Era obvio que a la Penélope que yo había ido a buscar la habían quebrado como a un junco seco, y lo que quedaba de ella se esforzaba por llamar mi atención por puro instinto de supervivencia.
Reparé en que sus ojos vacíos seguían sin ofrecer ningún atisbo de haberme reconocido. Me acerqué a ella, y mientras me acercaba recogí de encima de la mesa unos DVD sin rotular. Posiblemente en ellos hubiese alguna pista de lo que le habían hecho. Me los guardé en uno de los bolsillos laterales del chaleco, asegurándome de que dentro de los ordenadores no quedase ninguno más. Intrigado por la presencia de los ordenadores en la sala decidí que también me llevaría los discos duros.
Una vez vencida mi curiosidad me acerqué lentamente al camastro con unos gestos deliberadamente ralentizados. Ella no hizo ningún amago de acercarse a mí, pero al menos no trató de escaparse. Cuando Penélope sintió que mis brazos la ayudaban a incorporarse pareció dejarse vencer por el agotamiento, y su cuerpo inerte se desvaneció. El contacto de su frágil cuerpo me reconfortó, recordándome que no era la primera vez que la cargaba en mis brazos como a una niña desvalida. Por un segundo me olvidé de Ernesto, de lo apremiante que se estaba volviendo el tiempo y del lugar en el que estábamos y sin poder evitarlo la besé en la frente. Fue un beso casto y fraternal, de puro alivio y liberación; pero en ese preciso instante comprendí que un incendio devorador alimentaba mi pecho. En ese instante comprendí que sentía por ella un torrente de emociones desbordante.
Tuve que hacer un gran esfuerzo para evitar acariciarle la cara, cubrirla de besos con la pasión de un adolescente. El reencuentro que yo tanto ansiaba no se había correspondido con las expectativas con las que yo había fantaseado, pero el simple hecho de tenerla a mi lado compensaba con creces cualquier penuria, cualquier peligro, cualquier posible represalia.
Con cuidado la deposité en el suelo a la puerta del sótano, reparando en que inexplicablemente Ernesto se había quedado en silencio. Me revolví hacia él como un perro rabioso esperando encontrarme su despreciable mueca de burla y desafío, pero en su lugar me encontré un mohín de sorpresa y desconcierto. Mientras le arrastraba en dirección al camastro que antes ocupaba Penélope no dejó de mirarme fijamente a los ojos ni un segundo, sin ocultar su estupor, hasta que al final, cuando ya lo tenía nuevamente inmovilizado en el catre se decidió a despegar los labios poco a poco:
—¿Cómo puede ser posible? —inquirió dubitativo.
—¿Cómo puede ser posible el qué? —respondí, sin mirarle tan siquiera.
—¿Cómo puede ser que arriesgues tu vida por…“eso”? ¿Te has dado cuenta de que ya no vale nada? Es imposible que puedas sentir algo por ella y menos en ese estado.
Al decir esto último abrió mucho los ojos con sorpresa dirigiendo su mirada a Penélope, que descansaba como un fardo, inerte, ajena al mundo.
—¿Has visto cómo huele? ¿Eres capaz de besar algo así?
—No espero que lo entiendas, Ernesto —respondí apenado—. Los animales como tú sois incapaces de sentir. Dudo mucho que tú la hayas llegado a querer nunca. Solo eres capaz de quererte a ti mismo, y créeme si te digo que algún día sentirás. Algún día sentirás en tus carnes el dolor que tanto has propiciado con tu codicia. Algún día alguien será el que se recree con tu dolor, haciendo de tu tormento su viciado pasatiempo.
—¿Es que ahora eres profeta o qué? ¿Vas a ser tú el que me sermonee a estas alturas de mi vida? ¡Venga hombre, déjate de cuentos! ¡Que te den por el culo!
Iba a responderle, pero dejé que fuese él mismo quien se fuese haciendo una idea acerca de sus posibles castigadores cuando me acerqué a unos fardos que había apilados en una de las esquinas. Comprobé su contenido efectuando una pequeña tajada en el lateral de uno de los sacos. Su contenido harinoso comenzó a deslizarse en una nacarada cascada en dirección a uno de los sumideros del zulo. Acerqué una manguera al desagüe y abrí el grifo. El agua empezó a arrastrar con rapidez esa especie de engrudo que se interponía en su camino. Ernesto empezó a gritar desesperado.
—¿Pero qué estás haciendo, desgraciado? ¡No hagas eso! ¡Noooooo! ¡No lo toques! ¡Te mataré, juro por Dios que te mataré si no dejas de hacer eso ahora mismo!
Mientras Ernesto se desgañitaba yo abrí el segundo de los fardos. Calculé que cada bolsa contendría unos 20 kg de droga. Empecé a volcarlo mirando deliberadamente a Ernesto a los ojos mientras lo hacía. Quería que fuese consciente de que era yo quien aceptaba ese desafío a vida o muerte. Quería que fuese evaluando las consecuencias segundo a segundo, gramo a gramo. Estaba a punto de abrir el tercer paquete cuando Ernesto decidió cambiar nuevamente de táctica.
—¡No abras otro, cabrón! ¡Por favor! ¿Tú sabes cuánto vale cada bolsa de esas? ¡Es coca sin cortar, base de primera, Balagar! ¡Cada bolsa vale una fortuna! ¿Cuánto quieres? ¡Estoy dispuesto a pagarte lo que quieras pero deja de tirarlo de una puta vez! ¿Me oyes?
—Sí, te oigo, Ernesto, te oigo... Y deja de dar voces porque nadie te va a venir a rescatar. Aunque la puerta esté abierta dudo mucho que el vejete y su acompañante te oigan, y el matón ruso, en fin… Búscate mejores matachines, porque los que te has buscado dan la risa, Ernesto; dan la risa…
—Puedo darte un millón de euros. En efectivo. Una trasferencia a un banco en las Seychelles. Nadie tiene por qué saber nada de esto. Somos hombres de negocios. Seguro que tienes un precio. Todos tenemos un precio.
—¿Qué precio tiene una vida humana, Ernesto? Ponle un precio a una vida. Ponle precio a la vida de Balbi. Ponle precio a la vida de Penélope… Es difícil, ¿verdad? ¿Qué me dices de la tuya? ¿Crees que serás capaz de poder pagar por tu propia vida?
No le dejé responder. Sin atender a sus protestas descargué el contenido de más de treinta fardos por el desagüe. Me llevó más tiempo del que pensaba, acercándome peligrosamente al límite de los efectos de la droga en Nikola; pero la satisfacción de haber visto a Ernesto transformarse en un lloriqueante guiñapo había merecido la pena. Calculé que el valor de la droga vertida por el desagüe no bajaría de los 8.000.000 euros (tirando por lo bajo, porque después de cortada podía incluso llegar a duplicar esa cantidad). Alguien habría de pedirle explicaciones a Ernesto y ese alguien no se conformaría con promesas. Ernesto pareció leerme el pensamiento, porque no dejaba de farfullar “soy hombre muerto”.
En esas estaba cuando cerré el portón tras de mí con el liviano peso de Penélope a mis espaldas. Salí del ascensor en la planta baja y tuve cuidado de retirarme siempre al amparo de los ángulos muertos de las cámaras de seguridad. Al cabo de un par de minutos ya estaba al pie de la pequeña furgoneta. Descargué con un mimo exquisito a Penélope en la parte trasera de la furgoneta, poniendo especial cuidado en que su cabeza quedase recostada contra una mullida manta de viaje, y la cubrí con una lona de color oscuro. Su inmovilidad la hacía parecer uno más de los desordenados bultos que pululaban por el interior de la furgoneta.
Cerré la puerta y me deslicé en silencio hasta el cobertizo en el que había dejado a Nikola. Este empezaba a dar muestras de estar despertando, porque se revolvía en el suelo con movimientos pausados. Tardaría en despertarse por completo unos cuantos minutos más; y estaba fuertemente maniatado y amordazado, por lo que no representaba ningún peligro en aquel momento. Recogí el uniforme de Hidroeléctrica del Cantábrico y guardé todo mi equipo en el petate. Encendí el pequeño ordenador portátil y restablecí el suministro eléctrico a la casa antes de girar la llave de contacto de la furgoneta. Cuando estaba engranando la primera marcha me percaté de que uno de los vigilantes se me acercaba haciéndome señas de que esperase. Ya habían hecho el cambio de turno porque este era más joven y más delgado. Su paso era lento y confiado, así que le dejé acercarse.
—Supongo que ya está arreglado. Sígame, por favor. Tiene que salir por la puerta de servicio.
Las luces del jardín empezaron a encenderse una tras otra. Me fijé en una rocalla que había estado a punto de destrozar cuando había aparcado antes. Un majestuoso acebuche centenario la presidía, emitiendo unos fugaces destellos oliváceos, rodeado por su séquito de buganvillas y margaritas. Estas parecían adorarle ajenas a que sus raíces amenazaban torturarlas a ellas de sed. Me imaginé a Penélope como una más de esas frágiles florecillas empeñadas en sobrevivir a la sombra de un falso protector cruel y despiadado. Dejé que el guardia me condujese nuevamente en dirección a la salida. Antes de que la puerta se abriese por completo me asomé por la ventanilla, estrechando la mano que me tendía el guardia de seguridad con fingido agradecimiento. Se dirigió a mí con gesto cansado.
—Que tenga usted buena noche, señor. ¿Tengo que firmar alguna factura o algo?
—No, gracias —contesté, con la misma fingida alegría—. Ya me ha pagado un señor ruso allí dentro antes de irse a descansar. Me dijo que se lo comentase. Supongo que no quiere que le moleste nadie ahora.
El guardia hizo un gesto de aprobación y se apartó medio metro, dándome a entender que nuestra conversación había terminado. Inicié la marcha con una lentitud deliberada, observando que en la parte trasera de la furgoneta Penélope ya empezaba a dar muestras de estar despertando de su desvanecimiento.
Cuando ya estaba llegando al centro de Oviedo llamé por radio a Judith, que gritó como una loca celebrando nuestro triunfo. Me costó un buen rato tranquilizarla. Su parte del plan todavía no había terminado. Tenía que volver a dejar el coche en mi garaje sin que los agentes del coronel Maraña se diesen cuenta de nuestra argucia. Le deseé suerte, acordando con ella un punto de reunión. Nos esconderíamos el tiempo necesario en la asociación.
Penélope necesitaba un lugar seguro donde descansar y recuperarse y yo no sabía de ningún sitio donde se respetase con tanto celo el anonimato y el derecho al descanso como en el centro de acogida a mujeres maltratadas.
Estábamos a punto de llegar cuando se recostó sobre los codos. La última rotonda la había deslizado de un lado a otro de la caja sobresaltándola. Por el espejo retrovisor pude ver su rostro congestionado. Era obvio que no entendía nada, porque instintivamente empezó a buscar la manera de salir de allí. Sin dejar de conducir intenté tranquilizarla.
—Tranquila, Penélope. Estás a salvo. A salvo…
En realidad yo no estaba muy seguro de que realmente estuviera a salvo porque lo que iba a hacer era liberarla de una cárcel para conducirla a otro encierro nuevo; pero en ese momento era todo lo que yo podía ofrecerle. Teníamos que empezar de cero, porque era evidente que su estado mental era lamentable. Todavía debía de estar bajo los efectos de alguna droga, porque su comportamiento era errático, ausente de emociones, apático… Teníamos un largo camino por delante, y estaba dispuesto a empeñar mi vida si era necesario; pero Penélope habría de recuperarse; y luego… luego nos vengaríamos juntos de todas las personas que se habían propuesto destruir nuestro mundo.